Detalle de la pintura de Ricci en la que San Millán apoya a los cristianos en la batalla de Hacinas.

 

 

 

Quizás hoy, a un siglo y pico de distancia, el estructuralismo, de cuyas rentas aun seguimos viviendo, se nos puede aparecer como una forma de acceso al conocimiento ya algo caduca, mohosa o rancia; sobre todo por la frialdad con que su metodología intencionalmente cientificista y, por tanto, esquemática, acrónica y desvitalizada, intentaba darnos cuenta de algo tan vivo, tan histórico, y tan móvil versátil y polisémico como las creaciones humanas.

Sin embargo, quizás debiéramos considerar, comprobando sus innegables frutos en el campo de la literatura, que al estructuralismo le ocurre lo mismo que a cualquier método de análisis científico, a saber: que sus resultados dependen más de la personalidad del investigador que del método en sí.

Uno de estos frutos de notable rendimiento analítico, a lo menos en lo que a literatura medieval se refiere, es la consideración de las mentalidades históricas de un momento dado como redes más o menos tupidas de categorías de diverso orden en cuyo tejido deja su huella el aliento de la sociedad que respira tras esa atmósfera ideal.

En este campo concreto de la investigación estructural de la mentalidad medieval nos encontramos generalmente con ideas tan sensatas como rentables para el estudio de los textos literarios medievales, como es el caso de las del profesor Guriévich que en su trabajo Las categorías de la cultura medieval nos hace las siguientes observaciones, a nuestro juicio, fundamentales para abordar el asunto que vamos a desarrollar en esta comunicación. La primera, que es la recogida a continuación, no necesita aclaraciones previas:

No entenderíamos nada de la cultura de la Edad Media si nos limitásemos a la consideración de que en aquella época reinaban la ignorancia y el oscurantismo porque todos creían en Dios. Pues, sin esa "hipótesis", que para el hombre de la Edad Media no era ninguna hipótesis sino un postulado, una necesidad absoluta de sumisión del mundo y de su conciencia moral, aquel era incapaz de explicarse el mundo y de orientarse en el mismo. Esa era la verdad suprema para los hombres de la Edad Media, y en torno a ella se organizaban todas sus representaciones e ideas; una verdad a la que se referían sus valores culturales y sociales, y que constituía el principio último que regulaba toda la visión del mundo de la esa época.

Sin embargo, para adentrarnos en la segunda observación de Guriévich hemos de precisar algunos datos de esta primera, como el de que ese Dios al que se refiere es el Dios cristiano, porque solo y exclusivamente dentro de los parámetros religiosos del cristianismo tienen razón de ser las figuras protagonistas del género al que se refiere este ilustre investigador:

Tampoco podemos entender su cultura si ignoramos el sistema de valores en que se apoyaba la visión del mundo de los hombres de la época medieval. En la Edad Media el género literario más difundido y popular es la vida de los santos; la muestra más típica de la arquitectura la constituye la catedral...

Llegamos, finalmente, al asunto en que vamos a ocuparnos a continuación: la hagiografía; y, dentro de este género, al tratamiento de la misma que en la Vida de san Millán de la Cogolla hace Gonzalo de Berceo; un tratamiento que para nosotros resulta tan revolucionario dentro de su género, como pudiera serlo el Lazarillo en la narración en sarta, La Celestina, con relación a la comedia humanística o el Quijote, entre los libros de caballería.

Ahora bien, para calibrar el grado de originalidad de esta hagiografía, que, según Brian Dutton es la primera que Berceo escribe, conviene que nos centremos primero en el fenómeno que lo hagiográfico registra poéticamente, en la santidad, y que, como recomienda el profesor Vauchez, la analicemos científicamente, es decir, desde los parámetros que le dan sentido, porque ellos serán los que dirijan la estructura del género.

Dentro de las múltiples novedades que, frente a otras religiones, trae el cristianismo, la que nos interesa destacar para nuestro propósito del análisis: la hagiografía, resalta especialmente por su originalidad. Esta novedad consiste en que todos los creyentes que hayan sido justos en la vida terrena, es decir, que hayan seguido los pasos de Cristo, una vez muertos, podrán habitar y compartir el cielo divino. El más allá existe en numerosas religiones, y el cielo como territorio de los dioses también; lo particularmente interesante del cristianismo es que fusiona ambos espacios para otorgárselos al hombre por toda la eternidad. Esta idea de un cielo donde el hombre se diviniza, puesto que participa del espacio divino, es tan radicalmente novedosa, que puede resultar inasumible para una mentalidad como la del mundo clásico que, aun teniendo al hombre por algo muy grande, nunca se atrevió a tanto. En efecto, las religiones del mundo clásico pueden concebir, en casos muy excepcionales, que determinados hombres, los héroes, compartan la naturaleza de los dioses, pero nunca su cielo.

Para facilitar esa difícil asunción del cielo humano la religión cristiana necesita presentar ante sus fieles a testigos humanos que certifiquen esa promesa, obrando desde el cielo todo tipo de prodigios, los milagros. Estos hombres que dan fe de la verdad de lo prometido son los santos, una institución absolutamente imprescindible en esta religión de esperanza, en tanto que es la garante permanente de que Cristo cumple sus promesas.

Ahora bien, en aras de la eficacia doctrinal, de edificar a los fieles, tan importante como la propia santidad es el relato que la describe, porque es el medio que permite dar cuenta de ella. Este es uno de los rasgos más curiosos de la hagiografía: la necesaria solidaridad entre asunto y relato, pues no puede haber santo sin vida que contar, pero a su vez, el cuento de esa vida está dirigido indefectiblemente por los mismos resortes que mueven la santidad. Así, por ejemplo, en una hagiografía el protagonista tiene que morir, pues solo la muerte le habilita para ser protagonista de la santidad, en tanto que ésta solo se adquiere y tiene sentido doctrinal, una vez que el santo está en los cielos y desde allí da testimonio de su existencia, mediante los milagros que obra en los fieles aún vivos.

Pero no sólo la muerte del protagonista es una necesidad en la hagiografía; es además, el asunto que centra el relato y el que lo ordena. Y esta centralidad y preponderancia de la muerte también le viene exigida al género por la propia sustancia que relata, porque es indudable que si el santo para serlo ha de morir, la muerte será en realidad un nacer a la autentica esencia del santo, por tanto el momento central y culminante de su vida.

De tal forma la muerte es el fundamento estructurante de la hagiografía, que es prácticamente imposible encontrar una que no esté presidida y organizada en torno a la misma y así lo constatan todos los estudios sobre el género, tanto los de tipo general — Aigrain, Alvar, Baños Vallejo, Delehaye..., por citar algunos de los más notables—, como los específicamente berceanos —Alvar, Dutton, Grande Quejigo, Ruffinatto, Uría, Weber de Kurlat.P—), del mismo interés que la muerte en aras a la eficacia doctrinal del relato hagiográfico, se nos aparece otro aspecto de igual modo imprescindible en toda hagiografía y que condiciona su forma de hacer literaria: la actualización, pues la eficacia de la edificación ejemplar del santo solo se produce de forma total y completa si su figura es percibida o contemplada como la de alguien próximo a los fieles.

La actualización, como señala el profesor Alvar estudiando la hagiografía de Berceo, condiciona de forma inmediata el género, en tanto que exige del hagiógrafo una lengua accesible para un público sencillo, así como la utilización de recursos de todo tipo que faciliten tanto la comprensión, como la retención, como la probable divulgación del relato; en este orden de cosas estaría el sermo humilis o simplex de los hagiógrafos de la baja latinidad y el romanz paladino de Berceo, al igual que el uso del verso, más fácil de retener que la prosa.

Hasta tal punto esta capacidad actualizadora es un rasgo imprescindible del relato hagiográfico que podríamos determinar la calidad de un hagiógrafo en función de su capacidad para aproximar el santo a su momento histórico.

Una vez delimitados estos dos rasgos esenciales que definen el género hagiográfico, vamos a intentar examinar La vida de San Millán de la Cogolla en razón de los mismos, para determinar la genialidad de Berceo en su composición; una composición que es profundamente revolucionaria en cuanto al tratamiento de la muerte del santo, ya que ésta queda preterida en relación con el episodio de los votos que es lo que de verdad da sentido a La vida de San Millán de Berceo; una composición que, por otro lado es profundamente convencional, ya que es escrupulosamente rigurosa en el procedimiento de la actualización, en tanto que Berceo pretende que su santo ocupe un lugar prioritario y central dentro de la historia local de los devotos riojanos.

San Millán o el beato Aemilianus, cuya vida nos relata en latín san Braulio, obispo de Zaragoza, fue un santo eremita, que floreció entre los siglos V y VI, época en la que el eremitismo fue forma predilecta del testimonio de la fe cristiana. La hagiografía de san Braulio, en prosa latina, se compone de un prólogo más XXXI capítulos, distribuidos en tres partes: la primera contempla la creación del santo y se articula en cuatro apartados: exordio, conversión, vida eremítica, vida sacerdotal; la segunda nos relata los milagros del santo en vida y su muerte edificante, y la tercera recoge los milagros del santo después de muerto.

Berceo, para elaborar la Vida de San Millán se basa en la vita latina de San Braulio, a la que traduce, versifica y manipula, para componer la primera parte de su hagiografía en romance, parte que ocupa, en el total de las 489 cuadernas que constituyen el relato completo, las 361 estrofas que podríamos llamar introductorias ya que, como señala el profesor Dutton, esta vida no deja de ser una preparación para dar sentido al episodio de los votos que es lo que realmente actualiza al santo para los riojanos:

Dado que Berceo, menciona los votos en las dos coplas primeras de la obra e introduce el episodio de cómo se ganaron los votos como lo más granado, queda comprobado que estos votos son una parte integrante de gran importancia en la obra. La vida del santo sirve casi de introducción al episodio de los votos, al cual se dedican muchísimas más coplas que a cualquiera de los otros.

La segunda fuente que el preste riojano utiliza en la particular e interesada visión hagiográfica sobre la figura de San Millán para ilustrar el ya mentado episodio de los votos es un documento legal, escrito en latín, el llamado Privilegio de Fernán González, una de esas falsificaciones tan comunes en la Edad Media por medio de las cuales la Iglesia, para mayor gloria de Dios, intentaba subsanar los errores del mundo. En este caso concreto, mediante el Privilegio redactado en el siglo XIII, aunque atribuido a Fernán González, el monasterio de San Millán pretendía elevar a categoría legal una tradición venida de siglos atrás: la de la entrega anual al monasterio, por parte de las familias de las villas comarcanas de una pequeña cantidad en especie, como señal de agradecimiento por la ayuda del santo contra los moros. Según la tradición que el Privilegio recoge y Berceo reproduce como colofón de su hagiografía, san Millán bajó desde el cielo de la mano de Santiago para ayudar a castellanos y leoneses en la batalla que, en el año 934, mantuvieron con los moros en el campo de Toro. Los Prolegómenos de la tal contienda, de los que Berceo nos informa puntualmente en su hagiografía eran los siguientes: los cristianos españoles entregaban cada año al califa cordobés Abderramán III un humillante tributo en doncellas. Como el miedo que sentían ante las posibles represalias de éste era superior a la vergüenza de entregar a sus mujeres al enemigo, la costumbre se mantenía sin que nadie se atreviera a romperla. Tal estado de cosas irritó profundamente a Dios, quien, para animarlos a que la rompieran, les envió aterradoras señales que les hicieron comprender cuánta era la ira divina por someterse de esa manera tan rastrera a los infieles. La presión divina surtió el efecto deseado y el rey don Ramiro de León y el conde castellano Fernán González se decidieron a plantarle cara a los moros. Ahora bien, para tener de su parte al cielo, los leoneses convocaron al apóstol Santiago para que viniera en su ayuda, bajo la promesa de entregarle, cada año, un pequeño óbolo en agradecimiento por la ayuda en la temida, por lo desigual en tropas y en equipamiento militar, batalla contra Abderramán III. Siguiendo su ejemplo, los castellanos, liderados por Fernán González, convocaron con el mismo fin y condiciones a San Millán. Los santos acudieron puntuales desde el cielo a ayudar a los suyos y una vez ganada la batalla se garantizó el compromiso mediante un Privilegio que obligaba a que todas las familias de las villas comarcanas citadas en él entregaran cada año al monasterio de San Millán tres meajas, en acción de gracias por haberles liberado del poder moro.

Basado en estas fuentes latinas (la vita de San Braulio y el falso Privilegio de Fernán González) a las que hay que añadir unos milagros de tipo tradicional que sirven para rematar folklóricamente el relato, Berceo confecciona una nueva vida del santo, orientada hacia ese momento estelar, hacia esa apoteosis bélica en la cual San Millán, muerto después de tres siglos, baja del cielo, al lado de Santiago, es decir, parigual a él, para luchar junto a los suyos y ayudarles en la desigual batalla contra el califa cordobés.

Nada más lejos de la figura eremítica que nos ofrecía San Braulio, que este nuevo santo que Berceo recompone, pues si bien es verdad que todo santo, en cierto sentido es un miles Christi, un soldado, un caballero de Cristo, lo cierto es que el modelo de santidad eremítica, en esa militancia de Cristo, destaca una serie de valores que más tienen que ver con el vencimiento personal que con el vencimiento de un enemigo exterior que persiga a los cristianos. Y es que, en realidad lo que el eremitismo pone de relieve es la lucha permanente del santo contra dos de los tradicionales enemigos del alma: la carne y el demonio. El tercero, el mundo, el eremita lo deja para espíritus más combativos y menos solitarios, como puede ser el del santo líder, cuyo prototipo ideal podría ser, dentro de la producción berceana, Santo Domingo de Silos, un santo caracterizado por la defensa de la preponderancia de la iglesia frente al poder civil, modelo de santidad que por sus propias características se presta fácilmente a la asunción de lo heroico civil.

La tarea que Berceo se propone con San Millán para actualizar su figura como santo héroe para los riojanos del siglo XIII, figura que es la que interesa destacar al monasterio para que las tres miajas sigan cayendo año tras año, no es fácil, pero sí urgente para los intereses colectivos. Y no es fácil, porque se trata de convertir un modelo de santidad caracterizado por la hostilidad a lo social, en un líder social.

¿Cómo acoplar la figura de un santo que huye del mundo y que cifra su martirio en el vencimiento de sus apetitos carnales y las tentaciones relacionadas con los mismos a las que el diablo lo somete, en un santo que combate cuerpo a cuerpo con los enemigos concretos de la religión cristiana, con los moros que es a los que viene a combatir San Millán pasados tres siglos de fallecido?

Pues bien, lo que en primera instancia ejecuta Berceo es una transformación estructural radical de la vida latina del santo, mediante un procedimiento tan simple como eficaz, y que nos lo revela como un auténtico genio de la literatura. Dicho procedimiento consiste en encajar la vida de San Braulio en un marco actualizador, formado por un exordio y por un colofón, profundamente interrelacionados de manera que el exordio orienta la materia narrativa hacia el colofón final constituido por el episodio de los votos.

De la misma manera que Camus, en La Peste, logra dar un cambio total a la historia mediante la identificación final entre narrador y protagonista, hecho que nos obliga a replanteárnosla, Berceo transforma de manera absoluta los datos que maneja, mediante las dos estrofas iniciales del relato que a su vez son el exordio del mismo, exordio en el que la captatio benevolentiae se cifra, no solo en las cosas extraordinarias sobre el santo que el narrador ofrece a su concurso, sino que tales cosas vendrán a justificar una costumbre a la que los riojanos no le encuentran ya sentido:

Qui la vida quisiere   de San Millán saber,

E de la su historia  bien certano seer,

Meta mientes en esto que yo quiero leer:

Verá adó envían   los pueblos so aver.

 

Secundo mi creencia, que pese al pecado,

En cabo quando fuere leído el dictado

Aprendrá tales cosas de que será pagado

De dar las tres meajas no li será pesado.

Mediante estas dos estrofas del exordio, Berceo encarrila el relato por los parámetros que necesita destacar de la santidad de San Millán: las tres meajas, pero indefectiblemente esas tres meajas implican un enfoque particular del santo: el enfoque épico. De forma que, a partir de este exordio, la vida del santo eremita, compuesta por san Braulio, no tiene otra finalidad que la de servir de preámbulo al momento apoteósico de la vida del santo para los riojanos, que no es otro que cuando éste los liberó del poder de Abderramán III, luchando codo a codo con Santiago y cuerpo a cuerpo con los moros, hazaña por la que mereció perpetuo agradecimiento de los comarcanos concretado anualmente en esas tres meajas.

El exordio berceano que anuncia el asunto del Privilegio como lo realmente interesante de la vida de San Millán, obliga a los receptores de la misma a interpretarla desde una clave tan alejada de lo eremítico, como es la épica. Pero, curiosamente, desde tal enfoque, la vida del santo puede ser perfectamente asimilada por el pueblo al que se destina, en tanto que ese pueblo está esencialmente familiarizado con el mundo del yermo mediante una de las ideas madres de la reconquista: la repoblación. Desde tal perspectiva San Millán puede ser perfectamente interpretado por los fieles riojanos como la figura mítica, como la figura santificada del repoblador. Y así, la huida al yermo de San Millán, ya no se percibe como una huida del mundo, sino como una conquista territorial, en la que el santo, como otro Cid Campeador, expulsa primero del territorio al enemigo, para hacerlo habitable, es decir, para repoblarlo después, haciéndolo suyo.

Berceo, cuya sutileza poética vamos descubriendo, no se conforma, como era de esperar, con esa 'trastocación' radical de la estructura del relato, dejando al albur del concurso la interpretación que cupiera darle, sino que de forma permanente, y ya desde la misma formación del santo, trata su figura en clave épica. Así, cuando San Millán, después de un inspirado sueño divino, decide abandonar el mundo para irse al yermo, y, convencido de su ignorancia, decide formarse, y acude a San Felices, la primera visión que Berceo nos ofrece de este santo educador o maestro de san Millán está concebida en clave épica, como se observa de forma bien explícita en el primer verso de la cuaderna: «Entró en el castiello, falló al castellero...»

Esta línea épico-interpretativa con que Berceo concibe la Vida de San Millán en su época formativa no desfallece a lo largo del relato de forma que, al final del mismo, podemos concluir que San Milán, en su trayectoria eremítica lo que realmente hace es conquistar su territorio al diablo, simbolizado, en una primera instancia, en todas las alimañas que pueblan el yermo. Ahora bien, en sucesivas etapas de la vida del santo, esos símbolos primeros del mal van adquiriendo una concreción muy explícita de modo que las alimañas a las que san Millán expulsa se convierten sucesivamente, mediante una cuidadosa estructura fugada, en actuaciones diabólicas, en diablo hecho y derecho, con el que San Millán se bate en combate cuerpo a cuerpo, para devenir, al final del relato, en la concreción más actual de diablo para los españoles altomedievales: el moro.

De este modo, Abderramán III es la última concreción del diablo contra la que San Millán viene a combatir, tres siglos después de haber fallecido, para reconquistar  el territorio que tan duramente le conquistara en su vida eremítica y que, ahora, mediante la batalla en el campo de Toro, pretende hacer suyo de nuevo.

 

  

 
 

 

 

LA FUGADA FUGA DEL BEATO AEMILIANO: ORIGINALIDAD
Y ACTUALIDAD EN LA HAGIOGRAFÍA BERCEANA
DEL
SANTO DE LA COGOLLA

M. Reyes Nieto Pérez
Universidad de Las Palmas de G.C. España

Ponencia presentada en las VIII Jornadas Internacionales de Literatura Española Medieval y Homenaje al Quijote. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Católica Argentina. Buenos Aires, 2005