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Copiosas, diversas y no demasiado gratas fueron las actividades de Alfonso X como rey, tanto en el interior de la Península (disensiones con la turbulenta y levantisca nobleza castellana, conflictos con algunos miembros de su familia, enfrentamlentos con Aragón y Portugal, prosecución de la Reconquista contra los' árabes) como en el exterior (pugna con Inglaterra, fricciones con Francia, pretensión de la corona del sacro Imperio romano-germánico). No le impidió todo ello, sin embargo, centrarse en una amplia y varia labor cultural, muy pronto iniciada. Gonzalo Menéndez Pidal, en un estudio de 1951, cuyas conclusiones vienen repitiendo hasta hoy muchos otros investigadores, delineó, en esa producción alfonsí, dos períodos que se extenderían de 1250 a 1260 y de 1269 en adelante. Al primero, en el que Alfonso habría tenido una escasa Intervención directa, por su permanente dedicación a la política, corresponderían las traducciones del árabe. La segunda etapa, por el contrario, se caracterizaría por una labor sincrética total, una mayor exigencia en las traducciones y una preocupación regla más personal. Sin negar validez a bastantes planteamientos contenidos en el artículo (tales como el reparto de la tarea entre distintos colaboradores, el interés por mejorar las traducciones, según avanza el tiempo, y otros datos y sugerencias valiosas), no se me hace fácil admitir la tesis central, ya que a Menéndez Pldal se le escapa que unas cuantas obras de carácter sincrético —incluida buena parte de las legislativas, que él pasa por alto— se Iniciaron precisamente en los años que etiqueta como primer período. Ocurre, sin más, que las preocupaciones culturales de Alfonso brotan en sus tiempos de Infante, de la misma manera que entonces, si bien con anterioridad, comienza su actuación en política, pues desde 1237 guerrea contra los moros, para someter luego Murcia o acompañar a su padre en la conquista de Sevilla. Apenas existe, en efecto, una faceta de la tarea cultural de Alfonso, cuyos cimientos no se pongan antes de su coronación. Así, al menos, en 1250, se interesaba ya por los estudios históricos, y sus aficiones astrológicas se hacían patentes en la misma fecha, al ordenar la primera versión del Lapidario, al igual que su Interés por la astronomía, porque, en mayo de 1252 (el mes de la muerte de San Fernando), se revisaban las Tablas alfonsíes. Lo mismo cabe decir respecto a las obras legales, pues, ya en vida de su padre, sobre surgir su afición a presidir juicios en lugar del rey, a ruego de éste inició el Setenario, mientras llevaba a cabo la mayor parte de la preparación del Fuero Real y de las Partidas. También antes de su acceso al trono, patrocina la traducción a la lengua vulgar de la Biblia y, tal vez, la del Calila e Dimna, por más que la datación de este texto plantee todavía arduos problemas, y, desde luego, a esos años hay que adscribir bastantes de sus trovas satíricas. Cuando, en 1252, Alfonso ciñe la corona, va a contar no sólo con el poder político, sino también con superiores y más fáciles disponibilidades económicas, además de una mayor tranquilidad social, nacida de la derrota de los almohades por Fernando III. Su labor cultural podrá recibir, en consecuencia, su máximo impulso. En la misma deben distinguirse, con todo, dos aspectos que, a menudo, se entremezclan, quizá porque no siempre cabe deslindarlos con la nitidez deseable: uno atañe a Alfonso como impulsor de cultura, otro a su actividad personal como autor.
Protector de la cultura
Por un lado, Alfonso aparece como un gran propulsor de toda sabiduría, según la exacta calificación de Solalinde. Reúne en torno a sí, de modo similar, aunque no idéntico, a lo que había ocurrido un siglo antes, en la toledana Escuela de Traductores, un grupo de colaboradores de las tres castas, a los que se suman varios extranjeros (Juan de Cre-mona, Juan de Mesina) para las obras astronómicas. Copistas, traductores, ayuntadores, miniaturistas, músicos, muchos de cuyos nombres conocemos y de cuyas reuniones las pinturas de Las Cantigas, y en grado inferior las de otros textos, conservan bellos bocetos, se agrupan en los centros de trabajo de Toledo y Sevilla, sobre todo, pero también de Murcia y de Burgos. Independientemente de unos pocos libros, cuya traducción se limitó a ordenar, la labor que ponemos bajo el nombre de Alfonso pertenece a un equipo cuyos redactores escoge, para después orientar los trabajos previos sobre la materia, ponerlos de acuerdo y rectificarlos; en una palabra, dirige la preparación de los textos y hace una revisión completa final. Los hechos demuestran, en suma, hasta qué grado Alfonso, cuya afición al estudio rememora su sobrino don Juan Manuel en la Crónica abreviada, excede en su actividad intelectual sus propias formulaciones teóricas contenidas en las Partidas, donde indica que el rey debe ser acucioso en aprender leer, et de los saberes lo que pudiere (I, título V, ley XVI). Intervención tan directa supera también la que caracterizó, en Sicilia, a Federico II (muerto el mismo año de la coronación de Alfonso) o, más tarde, a algunos duques y príncipes de las cortes italianas. No considero,por tanto, un simple encarecimiento retórico lo que se escribe sobre el monarca en la versión del De ¡udiciis astrologiae: escudriñador de sciencias, requiridor de doctrinas e de enseñamientos, que ama e allega a sí los sabios e los que se entremeten de saberes e les face algo e mercet [...]. Qui sempre desque fue en este mundo amó e allegó a sí las sciencias. De pretender englobar la producción cultural de Alfonso en una nota definitoria, habría que señalar, antes de nada, su variedad, tanto de asuntos (de la historia a las ciencias o a la jurisprudencia) como de fuentes (autores clásicos, eclesiásticos, de la Edad Media latina y romance, árabes) e incluso de enfoques. Tal característica proviene de su deseo de dominar todas las ramas del saber, lo que explica que en la General Estoria dedique largos párrafos a los distintos saberes (artes liberales, más metafísica, física y ética) y a la translatio studii, vale decir al proceso de transmisión del saber a través de los pueblos, tema que, décadas después, parodiará el arcipreste de Hita en unos festivos versos del Libro de buen amor. Esa variedad conecta también con la tendencia al enciclopedismo, propia de la centuria en que Tomás de Aquino escribe su Summa y responsable de que, en más de uno de sus libros, predomine la acumulación sobre la selección.
Vulgarización limitada
El carácter de recopilación que marca su obra, puesto que se ocupa de materiales tratados por escritores que le antecedieron, explica, por otra parte, la escasa originalidad de contenidos, punto en que coincide con numerosos autores del Medievo, dada la reverencia que sentían hacia las veneradas auctoritates. Pero no se somete del todo a las mismas y, aquí y allí, afloran rasgos novedosos. En su labor historiográfica, por ejemplo, es innovador, aun contando con el precedente del libro del Toledano (De rebus Hispaniae, 1243), el intento de aislar los materiales referidos exclusivamente a España, en oposición al tradicional planteamiento de la historia nacional como apéndice de la universal, por más que, según ha demostrado Francisco Rico, sólo en parte consiguiera su propósito, al imponérsele la concepción de la historia universal hasta el punto de tener que renunciar a completar el texto, tras desviarse, una y otra vez, del objetivo inicial. O bien, por poner otro paradigma de renovación, al incorporar a la General Estoria narraciones novelescas sobre Troya, Tebas, Alejandro Magno u otros asuntos, sienta los fundamentos de una prosa de ficción independiente. En un momento en que el latín se mantenía como la lengua de comunicación intelectual en toda Europa, Alfonso, al tomar las riendas de su empresa cultural, persigue como finalidad primigenia vulgarizar la cultura, ponerla en romance para hacerla accesible a un público más amplio; público, con todo, limitado no sólo por los contenidos, sino por las mismas condiciones culturales de la Edad Media. Desde que Américo Castro publicó España en su historia (1948), luego refundida, se ha repetido, con harta frecuencia, el parecer de que en la supresión del latín habían influido, asimismo, los colaboradores judíos, presurosos por prescindir de la lengua litúrgica cristiana y por poner la sabiduría moral y científica al alcance de la sociedad cortesana y señorial, sobre la cual descansaba el poder y el prestigio de los impopulares hebreos. Eugenio Asensio, sobre acotar que en la esfera jurídica o histórica no está documentada la intervención de un solo colaborador hebreo, recordó que Alfonso se tituló emperador romano, se sirvió de notarlos italianos y prestó su apoyo, en la Universidad salmantina, a los representantes de los saberes apegados al latín, ajenos y hostiles a los hebreos. Si a esto se añade la suspicacia y hasta la hostilidad con que la judería miraba a aquellos miembros que cultivaban por gusto el castellano, la opinión de don Américo pierde su asidero. Tengo para mí, en efecto, que la actitud de Alfonso engrana, más bien, con la tendencia vulgarizados que, años antes, habían empezado los primeros escritores del mester de clerecía y los autores de los más tempranos ejemplarios y libros de sentencias. De este modo, Alfonso promociona la lengua común a las tres culturas que convivían en la España coetánea y que debía extenderse y reim-plantarse por medio de la repoblación. Lo novedoso es que el apoyo se preste desde la corte, en cuya cancillería el castellano se convierte en lengua oficial, culminando un proceso que, iniciado débilmente bajo el mandato de Alfonso VIII de Castilla, se extiende con Fernando III, al final de cuyo reinado (tal como han advertido D. W. Lomax y L. Rubio García, en fecha reciente), el vernáculo era la lengua normal, con notable adelanto respecto a otros reinos peninsulares y de la Europa occidental. Tal uso del romance, además, responde a una intención consciente, de acuerdo con lo que manifiesta, verbigracia, el prólogo del Lapidario, que reza así: Mandólo trasladar de arábigo en lenguaje castellano porque los homnes lo entendiesen mejor et se supiesen del más aprovechar. Esta magna tarea no se ha preservado de modo uniforme, pues si de algunos textos resta un manuscrito único, de otros, como sucede con las obras históricas, conservamos un nutrido número, pero también nos faltan porciones de algún libro (tal ocurre con la General Estoria y con el Libro complido de los judizios de las estrellas). El interés crítico por esa producción ha sido muy menguado: los estudios son pocos y, por lo general, limitados: en casos, sólo contamos con impresiones del siglo xix; una extensa parte de la General Estoria no ha visto aún la luz; y la edición de la Primera Crónica General se apoya, en su segunda mitad, en un códice insatisfacto-rio del siglo XIV, aun cuando parcialmente proceda del scriptorium regio, mientras el manuscrito más fidedigno continúa inédito. Hace muy pocos años (1978), Lloyd Kasten, John Nitti y Jean Andersen han dado a conocer, en microficha, los textos conservados en códices del escritorio alfonsi, acompañados de concordancias, como una contribución más del Seminario de Estudios Medievales de Wisconsin, de cuyo trabajo se esperan frutos granados en un futuro próximo.
La labor jurídica
Cuando Alfonso accede al trono, el reino carece de un código legal único: León se rige por el Fuero Juzgo; Castilla, por las costumbres (es decir, por un derecho consuetudinario de tipo germánico); varias ciudades, en fin, poseen sus fueros específicos. Alfonso se propone unificar la legislación y ponerla en romance, objetivos ya acariciados por su padre, que le había encargado la redacción del Setenario, según hacen constar los propios compiladores. Una vez rey, da cima a esta obra, que, centrada especialmente en materias eclesiásticas, ofrece, de acuerdo con el preciso resumen de A. D. Deyermond, un tratamiento enciclopédico de los sacramentos, y una parte importante se halla dedicada a dilucidar los varios tipos del culto profano a la naturaleza. Se trata, por consiguiente, de una mezcla de código legal, enciclopedia y manual para uso de los sacerdotes. Más específicos son el Fuero Real, primer intento de un código que tenga valor para todo el reino, y el Espéculo que, según demostró A. García Gallo, recoge un primer borrador de las Partidas, lo que destierra la opinión de Procter y otros, que lo juzgaban un texto tardío de los tiempos de Sancho IV o Fernando IV. Son las Partidas, con todo, el texto legal más importante de cuantos se compilan bajo la dirección de Alfonso. Divididas en siete partes, por las propiedades mágicas atribuidas desde antiguo a tal cifra, constituyen la obra de múltiples colaboradores, de los que se dejan adivinar algunos nombres, cuya diversa procedencia aclara los distintos saberes reflejados en el texto: la cultura clásica (Derecho romano, especialmente la legislación de Justiniano), la tradición isidoria-na, el escolasticismo, compilaciones de Derecho canónico (Decretales y Decretum de Graciano), glosas de juristas italianos al Derecho romano, sumas de Derecho feudal, códigos legales anteriores (Fuero Juzgo y otras obras jurídicas del mismo Alfonso), algunas fuentes literarias (como los exempla de la Disciplina clericalis y de los Bocados de Oro). Redactadas entre 1256 y 1265, aunque la primera tuvo una tardía versión ampliada, se buscaba con las Partidas centralizar el poder de decisión acabando con el régimen de albedríos y generalizando la función ordenadora. Así, se convierten en una enciclopedia, donde se regulan todos los aspectos de la vida nacional en sus vertientes civil y eclesiástica. El texto se difundió en otros reinos peninsulares en sendas versiones al catalán y al portugués, y sus huellas en esos pueblos fueron tales que, en 1361, el clero lusitano se quejaba de que se les aplicaran sus disposiciones antes que las del Derecho canónico. En cuanto las obras jurídicas herían los intereses de la nobleza, ésta se convirtió en un obstáculo para su observancia; por ello, tan sólo el Fuero Real se promulgó en vida del rey, mientras que las Partidas no se sancionarían hasta 1348, durante el reinado de Alfonso XI. Y ni siquiera el propio Alfonso se atuvo a sus preceptos legales en más de una ocasión.
La labor científica y recreativa
Las obras científicas que adscribimos a Alfonso, en las que su intervención debió ser muy restringida, vienen representadas por un grupo de tratados sobre astronomía y astrología, traducidos, según d. M.a Millas, muy literalmente, o adaptados del árabe, aun cuando su fuente remota reenvía, en casos, a la literatura griega. Entre los primeros, se encuentran el Libro de la ochava esfera, el Tratado del Cuadrante «Sen-nero» y otros, si bien destacan las Tablas alfonsíes, escritas en 1272, que se ocupan de los movimientos de los planetas, de la medida del tiempo y de los eclipses. Lo esencial consiste en el trabajo de vulgarización y no en las innovaciones aportadas, por cuanto antes que él la astronomía había producido descubrimientos que en sí tienen más trascendencia científica que la recopilación del rey (Solalinde). Pese a todo, no faltan novedades respecto a las fuentes; testigo, las Tablas alfonsíes, que, si parten de la compilación original del astrónomo árabe-cordobés Azarquiel, se revisan de acuerdo con las observaciones de los científicos alfonsíes, en Toledo, entre 1262 y 1272. Varias son también las obras sobre astrología: el Libro de las cruzes, el Libro complido de los judizios de las estrellas, el Picatrix (de los dos últimos quedan sendas versiones latina y castellana). Pero el más sobresaliente es el Lapidario, rótulo con el que designamos un conjunto de cuatro tratados sobre las propiedades de las piedras según los influjos de los signos del Zodíaco y sus distintas fases: los planetas, las constelaciones, la posición de las estrellas; a este asunto principal se adicionan muchos materiales, algunos de los cuales cabe calificar de anecdóticos. El índice de otro manuscrito anuncia once libros sobre idéntica materia bajo el nombre de Libro de las formas. Por fin, como paradigma de las aficiones de Alfonso por el recreo y el solaz, en cuanto las distracciones son necesarias para la vida, hay que anotar los Libros de agedrex, dados e tablas, finalizados en 1283. Nos enfrentamos con una traducción arreglada de textos árabes, por más que suponga un avance sobre las obras orientales acerca del ajedrez, hasta el punto de convertirse en el tratado más relevante entre los que legó la Edad Media sobre estos juegos.
La proyección alfonsí
Como resultado de este trabajo, al morir Alfonso, en 1284, la prosa castellana había alcanzado un desarrollo muy superior a las etapas anteriores. Pero toda esta empresa cultural, a la que habría que añadir más de un título perdido (la Escala de Mahoma, por ejemplo), se truncó. Su hijo, Sancho IV, enfrentado políticamente con el padre en los últimos años de su reinado, desentendido de su tarea, redujo y llegó a suprimir las asignaciones económicas de los colaboradores, provocando su dispersión. Los ecos del gran esfuerzo, sin embargo, no se perdieron de repente y algunas obras mantuvieron su proyección posterior. Así, la Primera Crónica General fue objeto de copiosos arreglos y refundiciones que, a partir de la Crónica abreviada de Don Juan Manuel, se proyectan hasta la segunda mitad del siglo xv, y aun a finales del xvi, Mateo Alemán se inspira en un pasaje para proporcionar una pátina histórica a uno de sus cuentos. En el siglo xiv se lleva a cabo una traducción gallega de la General Estoria y Pedro IV el Ceremoniso (1366-1387), en cuyo Regiment de la cavallería se integran, sin citarlos, distintos párrafos de las Partidas, promueve la versión al catalán de varios textos alfonsíes. La versión latina de las Tablas, concluida en 1296, se utilizó en Francia, donde Jean de Linieres (fallecido hacia 1355) las ajustó, mientras que en Inglaterra, tras conocerse a mediados del trescientos, se acomodan al meridiano y a la latitud de Oxford. Todavía hubo otras adaptaciones latinas, entre las cuales la de Juan de Sajonia gozó de gran difusión mediante la imprenta, y hasta la aparición de las Tablas rudolfinas de Kepler, en 1627, conservaron su validez. Autores posteriores a Alfonso citan, una y otra vez, las Partidas, cuyas huellas en la legislación española se mantuvieron durante siglos; y baste lo ya apuntado sobre su influencia en Cataluña y Portugal. La enorme labor cultural de Alfonso X explica, por último, que se le hayan atribuido tradicionalmente obras en cuya redacción no tuvo ni arte ni parte.
Alfonso, poeta
No sólo fue Alfonso munificente protector y mecenas de sabios y eruditos, sino también de poetas y de sus inevitables acompañantes: los juglares. Así, prestó su amparo a no pocos trovadores provenzales, que menudeaban por las Cortes de Castilla y León antes de mediar el siglo xiii, gallegos y portugueses, lo que hace comprender los elogios que algunos le dedicaron. Mantuvo relaciones estrechas con varios y favoreció la poesía: en la Corte debió de existir un proceso de recopilación de lírica gallego-portuguesa e incluso del escritorio alfonsí procede, al parecer, la copia del Cancioneiro de Ajuda, en los últimos decenios del siglo xiii. No ha de extrañar, en tal ambiente, que el mismo Alfonso fuera un vate prolífico, pues alrededor de 465 composiciones se conservan bajo su nombre. Pese a tratarse del aspecto de su actividad cultural más estudiado, como prueba la bibliografía crítica de J. Snow, algunas preguntas esenciales carecen todavía de respuesta adecuada. La primera afecta a su labor individual, porque, aun cuando pasa por opinión común tenerle por autor de muchísmos poemas, persiste la idea de que una parte fue escrita en colaboración con otros vates. La segunda cuestión se refiere a la lengua empleada, pues sorprende que un hombre tan preocupado por la expansión del castellano y por su uso en todas las materias se plegase a la utilización del gallego-portugués a la hora de escribir en verso. Cierto es que la lengua gallego-portuguesa se había constituido, en la Península Ibérica, desde fines del siglo xii, en el idioma casi exclusivo de la expresión lírica, y Alfonso pudo encontrar en esa tradición una riqueza de formas métricas que le incitaran en sus deseos de experimentación. Pero no sé si esa tradición lo explica todo. En cualquier caso, el fenómeno instruye sobre un hecho corriente en la Edad Media, donde la lengua literaria no coincide siempre con la procedencia geográfica: piénsese tan sólo cómo echaron mano del francés, en obras narrativas, históricas y didácticas, autores de otra lengua materna (Brunetto Latini, Marco Polo, Rustichello da Pisa); cómo el provenzal se convirtió en la lengua lírica de Cataluña y de Italia, principalmente en la región de Padua; o cómo en la Inglaterra actual el francés fue la lengua de una nutrida porción de la actividad literaria hasta, al menos, el siglo xiv.
Inspiración religiosa
Sea como sea, Alfonso escribe, dentro de la tradición gallego-portuguesa, cantigas d'escarnho e de maldizer, en las que combina la ironía y la sátira, lo obsceno y lo procaz, pero siempre con un espléndido ingenio en el manejo de conceptos. Se burla, más o menos duramente, en algunas, de nobles, ricoshombres y funcionarios que faltaron a su deber, reflejando la amargura del gobernante; en otras, vierte ataques más personales contra eclesiásticos (Ansur Moniz) o poetas (Pero da Ponte, Vaasco Gil) que, a su vez, también lo censuran (Cerverí di Girona valga como ejemplo). De cuando en cuando se revela una técnica grotesca, como en el poema en que compara a una mujer con un sisón, un alacrán y un camello, o una mezcla de erotismo y religiosidad, como en la composición en que habla de una soldadera que se negó a yacer con él por ser la hora de la pasión de Jesús. Más atención merece, por lo que tiene de innovador, el escribir cantigas religiosas y por su unidad, el conjunto de Cantigas de Santa María, que agrupa más de 400 poemas, entre los que destacan las cantigas de loor a la Virgen y, sobre todo, las que se ocupan de leyendas milagrosas, inspiradas en colecciones latinas o romances de miracula, en el folklore y en su propia experiencia personal. Debe resaltarse, asimismo, la riqueza de formas métricas, aunque me parece un poco exagerado afirmar, con E. Asensio, que se recojan todas las variantes usadas luego por los poetas cancioneriles del siglo xv. Hay que recordar, para poner término, que muchas de estas composiciones llevan incorporada la música correspondiente, examinada por H. Anglés en una obra monumental, amén de miniaturas que, mediante su hermosa ilustración de los contenidos, se convierten en un documento primordial para conocer la vida cotidiana (del vestuario a más de treinta clases de instrumentos).
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