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Abre nueva era en la historia del arte castellano la aparición de la primera escuela de poesía erudita, escuela cuyo desarrollo comprende siglo y medio próximamente, desde principios del XIII, hasta mediados del XIV. Esta escuela, para marcar su distinción respecto del arte rudo de los juglares, se daba a sí propia el título de Mester de clerecía, esto es, oficio, ocupación o empleo propio de clérigos, tomada esta palabra clérigo en el sentido muy lato con que se aplicaba en los tiempos medios, como sinónimo de hombre culto y letrado, que había recibido la educación latino-eclesiástica. Por lo general, eran verdaderos clérigos y aun monjes los autores de estos poemas, pero tampoco falta algún ejemplo de lo contrario, y poema de clerecía hay escrito indudablemente por un moro. Afectaba esta escuela sumo desprecio hacia las formas toscas y desaliñadas del arte juglaresco, y en cambio, gustaba de pregonar sus propias excelencias como arte de nueva maestría y mester sin pecado, preciándose además de contar las sílabas y de fablar cuento rimado por la cuaderna vía. Pero con este desdén y todo, mucho conservaba aún del espíritu de la poesía de los tiempos heroicos, y aun solía hacer uso de ciertas fórmulas épicas, [p. 152] que sólo podían tener un valor convencional aplicadas a poemas que se destinaban a la mera lectura de los doctos, y no ya a la recitación ni al canto, como las gestas primitivas. Todavía Gonzalo de Berceo, que por los asuntos y por el estilo es de todos estos poetas el más próximo al pueblo, espera o finge esperar como premio cumplido de su tarea, un vaso de bon vino, del mismo modo que el ignoto rapsoda del Poema del Cid exclamaba (con más sinceridad a no dudarlo):
Dat-nos del vino:
si non tenedes dineros
echad (Versos 3734-3735). El mismo Berceo, al comenzar la segunda parte de la Vida de Santo Domingo de Silos, se apellida a sí mismo juglar, [2] y Si bien, conforme a la tradición eclesiástica, calificaba de prosas sus leyendas rimadas, no dejaba de indicar modestamente que no se tenía por bastante letrado para componerlas en latín, por lo cual usaba el roman paladino En el qual suele el pueblo fablar con su vezino. Pero tales rasgos de modestia no han de ser tomados al pie de la letra, ni pueden servir en ningún caso para confundir dos modos de arte profundamente diversos. El poeta del Mester de clerecía desciende algunas veces hasta el pueblo, procura allanarse a [p. 153] su comprensión y hablarle en su lenguaje, usando de propósito comparaciones triviales, rasgos festivos y donaires de mercado o de romería; [1] pero él no es juglar, sino maestro, nombre que el mismo Berceo se da al comenzar los Miraclos de Nuestra Señora . [2] Tal aproximación al pueblo se cumple principalmente en las leyendas piadosas que llevan un fin de edificación y de enseñanza, y en los poemas de asunto épico como el de Fernán González, donde la influencia de los cantares de gesta es bien notoria; pero así y todo, ¡qué distancia de las descripciones de batallas que esmaltan el Poema del Cid (donde aún parece que se siente el choque de las lanzas rotas y el horadar de las lorigas, y el correr de los caballos sin sus dueños, mientras los pendones blancos salen bermejos en sangre) a la manera fría y acompasada con que el pacífico Berceo nos cuenta cómo por el esfuerzo del gran conde de Castilla ganó San Millán los votos! Es evidente que nos hallamos en un mundo distinto, y que al poeta clerical, adscripto a los opulentos monasterios de la Rioja, más le importan los votos que las lanzadas y los grandes colpes que tanto enardecían la imaginación del juglar burgalés. Coexistió el mester de clerecía con el de juglaría; pero no se confundieron nunca. Coexistió también, andando el tiempo, con las primeras escuelas líricas, con las escuelas de trovadores, pero mantuvo siempre su independencia y carácter propio, de tal modo que hasta en las obras poéticas del Arcipreste de Hita y del Canciller Ayala, en que ambos elementos se dan la mano, no aparecen confundidos sino yuxtapuestos. En suma, el mester de clerecía, socialmente considerado, no fué nunca ni la poesía del [p. 154] pueblo, ni la poesía de la aristocracía militar, ni la poesía de las fiestas palaciegas , sino la poesía de los monasterios y de las nacientes universidades o estudios generales. Así se explica su especial carácter, la predilección por ciertos asuntos, el fondo de cultura escolástica de que hacen alarde sus poetas, y la relativa madurez de las formas exteriores, que son ciertamente monótonas, pero nada tienen de toscas y sí mucho que revela artificio perseverante y sagaz industria literaria. Júzguese como se quiera de cada uno de estos poemas, cualquier cosa serán menos tentativas informes y engendros bárbaros, como suelen decir los que no los han saludado. El escollo natural del género era el pedantismo, y no diremos que de él se librasen estos ingenios; pero fué pedantería candorosa, alarde de escolar que quiere a viva fuerza dejarnos persuadidos de su profundo saber en mitología, geografía e historia, con toda la ingenuidad del primer descubrimiento. Estos patriarcas de las literaturas modernas eran niños hasta en la ostentación enciclopédica. En cambio, no puede decirse de ellos que abusasen del latinismo de dicción en el grado y forma en que lo hizo la escuela del siglo XV. La lengua de los poetas del Mester de clerecía es algo prosaica y no tiene mucho color ni mucho brío, pero es clara, apacible, jugosa, expresiva y netamente castellana, sin las asperezas hiperbáticas de Juan de Mena, ni las extrañas contorsiones de la prosa de D. Enrique de Aragón. El vocabulario de la lengua épica, muy reducido aunque muy enérgico, se ensancha prodigiosamente en manos de Berceo, y mucho más en el libro de Alexandre. En los glosarios de Sánchez, aun imperfectísimos como son, puede seguirse este desarrollo hasta llegar a la lengua caudalosísima, pintoresca y ya enteramente adulta, del Arcipreste de Hita; como si todo el esfuerzo de la escuela entera hubiese tenido por único fin preparar el advenimiento de este gran poeta, tan rico de ingenio y de alegría. El número de estos poemas es relativamente considerable, y aun sabemos con certeza que existieron otros, no descubiertos hasta ahora, como el de los Votos del Pavón, citado por el marqués de Santillana en su Proemio famoso [1] , y que probablemente se [p. 155] enlazaría con el Alexandre como se enlaza el poema francés de igual título, si bien Amador de los Ríos, con argumentos más ingeniosos que sólidos, quiere persuadirnos de que la obra castellana perdida pudo ser una variante de la leyenda de Maynete y Galiana. [1] Prescindiendo de tales conjeturas, siempre tan aventuradas, y limitándonos a los poemas hasta hoy conocidos, éstos son, en primer término, los de Gonzalo de Berceo, a quien siguen otros autores, todos anónimos o cuasi-anónimos, puesto que de alguno de ellos sabemos el oficio o dignidad, pero no el nombre. Estas obras son: el Libro de Apolonio, el libro de Alexandre (atribuído por algunos a Juan Lorenzo Segura de Astorga, bon clérigo ed ondrado, de mañas bien temprado, que parece más bien ser un mero copista), el Poema de Fernán González, el aljamiado de José o Yusuf, la Vida de San Ildefonso del Beneficiado de Úbeda (que dice haber compuesto antes otro poema de la Magdalena). En rigor, los dos últimos poetas del Mester de clerecía son el Arcipreste Juan Ruiz y el Canciller Ayala; pero uno y otro tienen tanta originalidad y fisonomía tan propia; uno y otro aparecen tan modificados por la influencia de trovadores y troveros, y difieren de sus predecesores en cosas tan esenciales, ya se mire al fondo de sus poemas, ya al sistema de versificación, que es forzoso separarlos de la escuela anterior, con quien tienen, sin embargo, de común, además del fondo de su cultura, ciertas maneras de estilo, y el uso, no ya exclusivo, pero todavía predominante, de la cuaderna vía. Establecer la relación cronológica de estos poetas no es enteramente imposible. Berceo parece ser el más antiguo: de su vida tenemos bastantes fechas que van desde 1220 a 1242 próximamente, y por buenas conjeturas infirió Sánchez que había nacido por los años de 1198. El Libro de Apolonio, cuyo lenguaje tiene muchos rasgos de arcaísmo, debe de ser también uno de los mesteres primitivos, si hemos de tomar al pie de la letra la calificación de nueva maestría que el poeta aplica a su arte, pero que quizá no sea más que una expresión sinónima de la de obra o composición nueva. El Alexandre tiene que ser anterior al Fernán González, [p. 156] que en algunas cosas le recuerda e imita, y anterior también a la compilacion de la Crónica general, donde ya el Fernán González aparece utilizado. La edad del Poema de Yusuf es más difícil de poner en claro por su especialísimo carácter de obra mudéjar; pero nos inclinamos a colocarla en el siglo XIV y no después, porque ya en los tiempos del Cancionero de Baena, la versificación cuaternaria había caído en desuso, sin que en esta parte haga excepción el único poeta moro que figura en aquel Cancionero (Mahomat el Xartosse, de Guadalajara). En cuanto al Beneficiado de Úbeda, poeta de infelicísima y manifiesta decadencia, por testimonio suyo sabemos que vivió en tiempo de D. Fernando IV y de D.ª María de Molina. Qué grado de popularidad o más bien de difusión lograban estos poemas, no es posible determinarlo con certeza; pero en general nos inclinamos a creer que traspasaban poco los términos del monasterio o de la catedral en que se componían. El mismo marqués de Santillana, tan amante de la poesía y tan enterado de su historia, no supo siquiera la existencia de Berceo, y no cita más mesteres que el de Alexandre y el de los Votos del Pavón. Hay que notar, en confirmación de esto mismo, que son muy pocos los poemas de este género que han llegado a nosotros en más de un códice. Obras largas, de copia sin duda costosa, y de materia por lo común sólo accesible a los doctos y letrados, tenían que circular en un número de ejemplares muy reducido. Las de Berceo se divulgaron algo más, merced a la índole piadosa de los argúmentos; pero su celebridad no parece haber sido grande fuera de los monasterios benedictinos de la comarca riojana. Del Apolonio y del Fernán González no existe más códice que el del Escorial; del Alexandre dos: el de la Biblioteca Nacional de París, y el que fué de la de Osuna (hoy de la Nacional de Madrid), donde también está la aljamía de Yusuf, de la cual hay un fragmento en otro manuscrito, igualmente aljamiado, pero mucho más antiguo, de la Academia de la Historia, procedente de la colección de Gayangos. La Vida de San Ildefonso no se conserva más que en una mala copia del siglo XVIII, tomada de un códice escrito como prosa. Aunque el Mester de clerecía presenta todo el rigor de disciplina y todos los amaneramientos de una escuela en el sentido más [p. 157] riguroso de la palabra, no parece haber tenido su centro en ningún punto especial de los territorios de lengua castellana, antes podemos afirmar que logró cultivo en todos ellos. Precisamente las variedades dialectales son uno de los rasgos más curiosos de estos poemas. Los cantares de gesta son principalmente de Burgos y de Soria; el Mester de clerecía, ejercicio de poetas cultos, tiene un campo geográfico mucho más extenso. Los poemas de Berceo son riquísimo tesoro del castellano de la Rioja; el Libro de Alexandre, en una de sus dos copias está lleno de formas del llamado dialecto leonés; el Fernán González se compuso a no dudarlo en los claustros de Arlanza; el Yusuf probablemente en Aragón, y en el dialecto usado por los mudejares; el Apolonio (donde abundan los provenzalismos) en comarca fronteriza de Cataluña, y catalán era probablemente el copista. En lo que todos estos poemas convienen es en la metrificación, grave a la verdad, pausada y solemne, aunque no muy apacible a nuestros oídos, educados con el octosílabo peninsular y el endecasílabo italiano. El metro principal, ya que no único, de los poetas de clerecía no es otro que el alejandrino de hemistiquios iguales (7 + 7) que Sánchez pretendió sin fundamento alguno derivar del pentámetro clásico. Estos versos de catorce sílabas parecen constantemente agrupados en estrofas de a cuatro con idéntica rima, perfecta siempre como no sea por algún descuido (a la verdad frecuente) del poeta o del copista. [1] La derivación francesa del metro, indicada ya por Argote de Molina, [2] es verosímil, [p. 158] pero no está probada. La del tetrástrofo debe buscarse, como ya la buscó Sánchez, en la poesía latina-eclesiástica de la Edad Media, donde es vulgarísima:
Vehementi nimium
commotus dolore [p. 159] No hay más que abrir las colecciones de Du-Méril, para encontrar este género de estrofas. [1] Siendo tan comunes los tetrásfrofos en la baja latinidad, y siendo tan raros, por el contrario, [p. 160] en las lenguas de oc y de oil, puesto que apenas suelen citarse en provenzal otros que el Novel Confort y [1] en francés el Jugement de Salomon y el Débat du Corps et de l' Ame, [2] ¿a qué conduce el empeño de algunos eruditos transpirenaicos de huir del camino real y echar por trochas y atajos, como si nuestros padres en la Edad Media hasta para respirar hubiesen necesitado licencia y ejemplo de los franceses? La poesía latina clerical era fondo común de todos, y era la que principalmente explotaban los nuestros. ¿Qué hay en Berceo que no proceda de fuentes latinas, excepto los [p. 161] Milagros de la Virgen, y aun sobre éstos puede caber duda muy fundada? El Alexandre mismo, la más afrancesada de todas estas obras, debe más a la epopeya latina de Gualtero que a los poemas franceses. Aunque el tetrástrofo monorrimo alejandrino sea la forma característica de la poesía de Berceo y sus discípulos, esta uniformidad métrica sufre en el mismo Berceo una leve excepción: el cantarcillo de los judíos, inserto en el Duelo de la Virgen, está en versos cortos (la mayor parte de nueve sílabas) con un estribillo, que tiene carácter muy popular. [1] No cuento como excepción segunda el epitafio de Santa Oria, en cuatro rudos versos octonarios, porque ni forma parte integrante del poema que Berceo dedicó a la memoria de aquella virgen (aunque Sánchez los colocase allí), ni parecen suyos ni de su tiempo. [2] Grande es la variedad de los argumentos de estos poemas, y no menos varias sus fuentes. Leyendas hagiográficas, relaciones de milagros, declaraciones de misterios y dogmas, historias clásicas como las de Alejandro y de Troya, novelas bizantinas como la de Apolonio, fábulas coránicas como la de Yusuf, asuntos de [p. 162] la historia nacional como el de Fernán González, y si queremos extender la escuela hasta sus postreros límites, sátiras o sermones generales contra todos los estados del mundo, apólogos y ejemplos, una novela picaresca y autobiográfica, una parodia épica, el poema didáctico de Caton... no se dirá ante tal complejidad de elementos (sin contar los puramente líricos) que estos poetas, tenidos por tan bárbaros y monótonos, empalagasen con un sólo manjar el gusto de su público, sino que al revés, gustaban de ofrecerle muchos, aunque no muy variamente condimentados. Pero siempre habrá que tenerles en cuenta el esfuerzo que hubieron de hacer para expresar por primera vez en lengua castellana tantas cosas, y concederles el lauro de inventores, no en la matena (ni ellos lo pretendieron nunca), sino en la forma, que para el arte importa tanto o más. Berceo, parafraseando vidas de santos y milagros de la Virgen, creaba nada menos que la leyenda romántica española, la que ayer mismo encantaba los sueños de nuestra juventud en A buen juez, mejor testigo, o en Margarita la Tornera. El autor del Apollonio nos daba en la juglaresa Tarsiana una como primera prueba del gentilísimo tipo de la Gitanilla de Cervantes y de la Esmeralda de Víctor Hugo. El autor del Alexandre, aun concibiendo la antigüedad de un modo convencional, y si se quiere monstruoso, la cantaba con cierto aliento épico, y es al fin nuestro más antiguo poeta clásico y uno de los que por oscuras vías iniciaban el renacimiento. Nada quiero decir todavía del Arcipreste de Hita, mayor poeta que todos los demás juntos, y en rigor poeta solitario y único; pero no quiero omitir que en su libro están los gérmenes de dos de las más altas manifestaciones del genio realista nacional, la Celestina y las novelas picarescas. Mirado a esta luz el arte de clerecía, comienza a agrandarse a nuestros ojos, y resulta cada vez más palpable la injusticia y el desdén con que ha sido estimado por la antigua crítica académica y por ciertos dilettanti superficiales e ineptos. No pretendemos convertir en lectura familiar de nadie poemas que tras de oscuros, difíciles y fatigosos, tienen el inconveniente de no pasar de la medianía, a excepción de uno solo; pero sí sostenemos que estos poemas son grandes curiosidades de historia literaria, y que sin su conocimiento previo es imposible comprender las sucesivas transformaciones de nuestra poesía. [p. 163] Hemos dicho que ninguno de estos autores pretende el título de inventor, ni disimula los libros en que ha bebido: al contrario, la mayor parte de ellos parecen haber hecho más estimación y alarde de su doctrina que de su ingenio. El autor del Alexandre invoca con reverencia el testimonio de Gualtero, y anuncia su propósito de adicionarle, pero no de contradecirle:
Et de todas las
noblezas vos
quesiessemos decir, (Copl. 1339) . Gonzalo de Berceo se escuda siempre con la fe de algún libro «dizlo la escriptura,» «yaz en escripto». [1] Otras veces la fuente está indicada con toda precisión:
San Bernalt un
buen monge de Dios mucho
amigo
Sennores, si
quisieredes attender un
poquiello, («Signos del Juicio», copl. 273). El mismo Arcipreste de Hita, que resultó tan original imitando a todo el mundo, alega a Panfilo y Nason para autorizar el largo cuento de D. Melón y doña Endrina. Algunas veces estos poetas se atienen a un solo texto, como suele hacer Berceo en sus vidas de santos, pero otras apelan al procedimiento que Terencio, hablando de sus propias comedias, llamó contaminación, y consiste en mezclar rasgos de textos diferentes: así está construído el poema de Alexandre. La cultura de estos versificadores es [p. 164] esencialmente latina, pero no clásica pura, sino secundaria y de reflejo, viniendo a ser la escuela misma (como otras análogas que hubo en diversas partes de Europa) una continuación en lengua vulgar de los procedimientos de la versificación latino-eclesiástica, verdadera nodriza del arte erudito de los tiempos medios, como Ebert tan magistralmente lo ha mostrado en su Historia, donde resulta probada con toda evidencia la unidad de la tradición artística desde Juvenco, Prudencio, Sedulio y Arator hasta Teodulfo y los ingenios de la corte carolingia, y desde éstos hasta los poetas de la corte alemana de los Otones. Conocimiento directo de los clásicos, ni aun en el mismo autor del poema de Alejandro [1] se advierte: su Troya no es la de Homero ni siquiera la de Virgilio, sino la del pseudo-Dictys y el pseudo-Dáres, vistos a través de la Crónica de Guido de Columna: su Alejandro no es el de Quinto Curcio, sino el de Gualtero de Chatillon unas veces, y otras el de los troveros franceses, con arreos caballerescos y reminiscencias de fantasías orientales. Para encontrar imitación directa de algún clásico hay que llegar al Arcipreste de Hita, que suele inspirarse en las lecciones eróticas de Ovidio; pero aunque el Arcipreste tuviese muy cursados los tres libros del Arte Amatoria, todavía parece haber frecuentado más el trato del falso Ovidio de la comedia De Vetula. No es nuestro propósito entrar en el análisis de cada uno de los poemas de clerecía. La mayor parte de ellos no son líricos, sino narrativos, y esta circunstancia casi los excluye del presente estudio, y nos mueve a relegarlos a la sección de lo épico. Pero algo hay que decir de algunos episodios de carácter lírico, que hallamos en los poemas de Berceo y en el mismo de Alejandro. Gonzalo de Berceo es el más antiguo delos poetas castellanos de nombre conocido, a pesar de lo cual, las noticias de su vida no son ni tan escasas ni tan confusas como las que tenemos de otros ingenios muy posteriores. La fortuna le ha sido tan favorable en esto, como en la conservación, al parecer íntegra, de su repertorio poético. Gustó de consignar su nombre en sus versos, [p. 165] añadiendo a veces el de su pueblo natal y el del monasterio donde había sido educado:
Gonzalvo fue so
nomne, qui fizo este
tractado, («Vida de San Millán», copl. 489).
Yo Gonçalo por
nombre clamado de
Berçeo, («Vida de Santo Domingo de Silos», copl . 757, ed. de Fitz-Gerald.) Consta, pues, que Gonzalo de Berceo nació en el lugar de su nombre, donde partía términos la diócesis de Calahorra con el territorio de la abadía de San Millán de la Cogolla, uno de los más célebres monasterios benedictinos, no solamente de la Rioja, sino de toda España. En aquel monasterio fué educado, y en él parece haber residido la mayor parte de su vida; pero nunca fué monje, como algunos han supuesto, sino clérigo o preste secular adscrito al servicio de la abadía. Consta en instrumentos públicos la existencia de otro hermano suyo, asimismo clérigo, llamado Juan. La fecha del nacimiento de Berceo puede fijarse aproximadamente en los últimos años del siglo XII. Varias escrituras del cartulario de San Millán, citadas por Sarmiento y Sánchez, [1] nos declaran que en 1220 era ya diácono, pues en este año y los dos [p. 166] siguientes confirma como testigo don Gonzalvo diaconus de Berceo la compra de varias heredades hecha por Pedro de Olmos para el monasterio de San Millán. En 1237 era presbítero, y como tal figura entre los testigos de una sentencia del abad Juan. En 1240, 1242 y 1246 suena como confirmante de otras escrituras Dpnus Gundisalvus de Berceo, y en una castellana don Gonzalvo de Berceo, preste. La última referencia a su persona parece ser la que se encuentra en una escritura de 1264, que con referencia a un testamento otorgado en tiempos pasados por un Garci Gil, hace mención de don Gonzalo de Berceo, so maestro de confesion e so cabezalero. No sabemos si vivía aún: lo cierto es que llegó a edad bastante avanzada, según se infiere de su Vida de Santa Oria, que parece ser la postrera de sus obras:
Quiero en mi
vejez, maguer so ya
cansado, (Copl. 2.) Diez son las obras poéticas de Gonzalo de Berceo, y por este orden aparecen impresas en el segundo tomo de la colección de Sánchez:
La Vida de
Santo Domingo de Silos.
De un solo poema de Berceo tenemos edición crítica hasta ahora: la Vida de Sto. Domingo de Silos. Hízola el profesor norteamericano Mr. John D. Fitz-Gerald [1] utilizando dos códices: el [p. 167] de la Academia Española, adquirido en estos últimos años, y el de la Academia de la Historia (colección Salazar), conocido ya por Sánchez, aunque apenas aprovechó sus variantes, limitándose a reproducir el texto dado por Fr. Sebastián de Vergara, primer editor del poema en 1736, [1] que representa otro códice perdido. En la Biblioteca Nacional (llamada Real en el siglo XVIII) se conserva el manuscrito que sirvió a Sánchez para imprimir el Sacrificio de la Misa. En cuanto a los demás poemas hay que atenerse todavía a su edición, por haberse extraviado en la vandálica dispersión de nuestros archivos monásticos los códices de San Millán, que vió el P. Sarmiento, y de los cuales Sánchez obtuvo copias por medio del P. Ibarreta. Las reproducciones de Ochoa (1842) y Janer (1864) son meros trabajos de librería sin valor científico alguno. De Berceo ha hablado con más profundidad que nadie y con hondo sentido del misticismo católico el crítico alemán Clarus [p. 168] (Guillermo Volk.) [1] También Fernando Wolf, Puymaigre y Amador de los Ríos le tributan justos elogios. [2] Nadie le ha calificado de gran poeta, pero es sin duda un poeta sobremanera simpático, y dotado de mil cualidades apacibles que van penetrando suavemente el ánimo del lector, cuando se llega a romper la áspera corteza de la lengua y la versificación del siglo XIII. No tiene la ingenuidad épica de los juglares, pero aunque hombre docto, conserva el candor de la devoción popular, y es en nuestra lengua el primitivo cantor de los afectos espirituales, de las pías visiones y de las regaladas ternezas del amor divino. Aunque poeta legendario, más bien que poeta místico; aunque narrador prolijo, más bien que poeta simbólico; aunque sujeto en demasía a la realidad prosaica, por su profunda humildad y respeto un tanto supersticioso a la letra de los textos hagiográficos,
(Lo que non es
escripto non lo
afirmaremos («Vida de Santo Domingo», copl. 336).
Non lo diz la
leyenda, non so yo
sabidor asciende a veces, aunque por breve espacio, a las cumbres más altas de la poesía cristiana, haciéndonos sospechar que en su alma se escondía alguna partícula de aquel fuego que había de inflamar muy poco después el alma de Dante. Sirva de ejemplo en la Vida de Santo Domingo de Silos la visión de las tres coronas:
Vedíame en
suennos en un fiero
logar, Donde más pura brilla la inspiración mística de Berceo es en el delicadísimo poemita de la Vida de Santa Oria (o Áurea), que Puymagre y otros críticos han juzgado desdeñosamente, quizá por haberle leído muy de prisa, quizá porque fundado en una leyenda puramente española, no les suministraba ningún nuevo elemento en pro de su tesis de la influencia francesa, única cosa que al parecer les preocupa cuando se dignan tratar de nuestras letras de la Edad Media. Para mí en esta Vida de una monja, producción de su vejez, pero no de fantasía cansada, están algunos de los mejores títulos de Berceo a la gloria de poeta. Parece como si su espíritu, próximo a romper los lazos de la carne, cobrase una más clara y luminosa intuición del mundo sobrenatural. ¡Qué suave y virginal poesía en la descripción de las visiones de la protagonista!
[p. 170]
Vido tres sanctas
virgines de grant
auctoridat, (Copl. 27-30.) La pobre niña que yacía en paredes cerrada queda absorta de tal visión, y una de las Santas le dice:
El mismo poeta que con tanta suavidad y delicada unción describía las místicas visiones de la serraniella de Villa Velayo, ofreciéndonos como la primera prueba o el primer esbozo de aquel arte tan sublime y tan genuinamente español que había de lograr en las Moradas teresianas su perfección más alta, era el que con rasgos de sombría y trágica grandeza describía el tremendo espectáculo de los signos que apareceran antes del juicio:
Esti sera el uno
de los signos dubdados:
[p. 172]
Las aves esso mesmo
menudas e granadas
Sera el
dia sexto negro e
carboniento,
En el
dia septeno verna
priessa mortal,
El del
onceno día, si saber lo
queredes, Causa admiración en Berceo, en medio de sus caídas y prosaísmos, no sólo la perfección relativa de la lengua, hábil ya para decirlo todo con rapidez y energía, a pesar de las trabas de un metro acompasado, monótono e ingrato, sino el arte de versificador y el sentimiento de la armonía que parece haber poseído como por instinto. Estas cualidades son intraducibles, y por eso Berceo alcanza poca nombradía fuera de España, estimándole la mayor parte de los críticos como un mero repetidor de leyendas confusas y de milagros apócrifos. A lo sumo le disecan y analizan los filólogos, más cuidadosos de las rarezas gramaticales que del sentimiento estético. Mejor suerte merecía quien tuvo alma [p. 173] de poeta, y en su candorosa efusión creó para sí una lengua artística, lengua que sabe herir agudamente todas las fibras del alma en algunos pasajes de aquella intensa y conmovedora elegía que se llama el Duelo de la Virgen, donde el poeta riojano llega a asimilarse con raro talento la lengua ardiente y meliflua de San Bernardo, y al mismo tiempo pide rasgos a la inspiración popular, a la cual ciertamente pertenece, si no todo el cantar de los judíos, a lo menos el estribillo eya velar. [1] ¿Y qué decir de la lozanísima introducción alegórica de los Milagros de la Virgen, verdadera pastoral religiosa, paisaje que reune el brillo extraño del color a la ingenuidad primitiva, y que ha sido muy discretamente comparado por Puymaigre con la linda tabla de Breughel de Velours, el Paraíso terrenal, que atrae los ojos en el Museo del Louvre? [2] No negaremos que los aciertos de Berceo, con ser frecuentes, están anegados en un océano de prosa rimada. Poemas enteros suyos hay, y no de los más breves, v. gr.: el Sacrificio de la Misa y los Loores de Nuestra Señora, donde muy a duras penas puede encontrarse rastro de lumbre ni matiz poético. La versificación es siempre fácil y corriente hasta degenerar en lánguida, y el autor expone con claridad y firmeza, en forma adecuada a la comprensión popular, las más altas doctrinas teológicas, pero no las anima con la menor centella de entusiasmo lírico. Sólo al fin de los Loores, cuando se acuerda de la antífona Sancta Maria, succurre miseris, juva pasillanimes... sale un tanto de su habitual sequedad y prosaísmo. [3] Berceo es principalmente famoso como poeta legendario y narrador de milagros y piadosos ejemplos. Versificó ante todo las tradiciones monásticas de la Rioja, cantando sucesivamente a Santo Domingo de Silos, a San Millán de la Cogolla y a Santa [p. 174] Áurea u Oria, monja o reclusa que fué en el monasterio dúplice de San Millán. En seguir puntualmente a los hagiógrafos latinos y no añadir nada de propia invención, puso especial y piadoso estudio, mostrando en ello toda la sincendad de su devoción y la bondad de su alma:
Sy era de linage
o era labrador,
De qual guisa
çegara, esto non lo
leemos:
De qual guisa
salio dezir non lo
sabria, (Copl. 751.) [p. 175] Para la vida y milagros de Santo Domingo, siguió, pues, la relación del Abad Grimaldo; [1] para la de San Millán, la breve noticia escrita por San Braulio, adicionada posteriormente por algún monje de la Cogolla [2] y terminada con una especie de extracto [p. 176] del privilegio de los Votos; para Santa Oria, la biografía latina escrita por el monje Munio, confesor de la misma santa y de su madre Amunna: [1]
Munuo era su
nombre, omne fué bien
letrado, [p. 177] Estos poemas son de grande importancia histórica, en cuanto nos hacen penetrar y vivir en un mundo distinto del mundo de las gestas épicas, y no menos poderoso ni menos influyente que él en la vida social de los tiempos medios. No diremos que Berceo permaneciese del todo extraño a las ideas de heroísmo mundano ni sordo al tumulto de las batallas, pero en la única que describió, es decir, la de Simancas, todo el valor de los campeones de la Reconquista queda ofuscado por la aérea y radiante aparición de los dos Santos:
Mientre en esta
dubda sedien las buenas
yentes, Las ideas de Berceo son las de su estado semi-monacal, y en todo conflicto entre el mundo de la guerra y el del claustro, entre el mundo épico y el ascético, su elección no podía ser dudosa. Se queja amargamente de que los pueblos no paguen ya con exactitud sus parias a San Millán, y para evitar que la devoción siga resfriándose, se empeña en versificar el privilegio apócrifo de los votos, con todas sus designaciones topográficas, aun reconociendo que
Los nomnes son
revueltos e graves de
acordar y que no es fácil acoplarlos en rimas. No tiene empacho alguno en pedir limosna para su monasterio:
Si estos votos
fuessen lealmente
enviados, Villemain, que tuvo de Berceo muy someras y menguadas noticas, acertó a determinar, sin embargo, con bastante exactitud [p. 179] el carácter general de sus poemas, llamándolos «el romancero de la Iglesia». [1] Partía sin duda el elocuente crítico del error, común en su tiempo, de estimar el Romancero como forma primitiva de nuestra tradición épica, pero acertaba en cuanto al fondo, puesto que los poemas de Berceo nos representan tan al viva las costumbres monacales como los cantares de gesta la vida heroica y caballeresca, y se hallan tan saturados del ambiente claustral, como estos otros del polvo de las batallas contra la morisma. ¿Qué cronicón hay, qué privilegio ni qué diploma que nos enseñe más sobre las relaciones entre los abades y la realeza que aquel singular episodio de la Vida de Santo Domingo de Silos en que la firmeza del Santo se sobrepone a las amenazas y furores del rey D. García de Navarra, que pretendía hacer con los bienes del monasterio una especie de desamortización, alegando derechos de fundador y patrono?
Quiero de los
thesoros que me dedes
pitanza: Todo el entusiasmo y amor filial de Berceo por el monasterio a quien servía, y que le nutrió en su infancia con el pan del cuerpo y el de la doctrina cuando leía su cartiella a ley de monaciello, estalla con enérgica indignación en las palabras que pone en boca de su santo predilecto:
Lo que una vegada
es a Dios ofrecido, De carácter menos nacional que estas leyendas, y por eso mismo más interesante para los estudios de literatura comparada, es la colección de los Milagros de Nuestra Señora, obra la más larga de todas las de Berceo, y la más conocida fuera de España. Los Milagros son veinticinco, por lo general extensos, y entre todos comprenden 911 estancias. Es opinión general (Y Puymaigre tiene el mérito de haber indicado esta fuente antes que otro ninguno, según creemos), que el modelo de Berceo fué aquí el poeta francés Gautier de Coincy, autor de una colección de Miracles de la Sainte Vierge, sacados a luz en nuestros días, aunque de un modo incompleto y poco fiel, por el abate Poquet. [1] Pero los sabios [p. 181] autores de la Histoire Littéraire de la France, en quienes la severidad del método científico suele sobreponerse a los halagüeños impulsos del patriotismo, dudan de tal imitación, y se inclinan a creer que Berceo, aquí como en todo lo demás, se valió exclusivamente de textos latinos. Sus hábitos de composición no inducen a creer otra cosa, ni basta contestar, como lo hace Puymaigre, que de las veinticinco leyendas contadas por Berceo, diez y ocho están en Gautier de Coincy, pues para que este argumento tuviese fuerza, sería necesario probar que no estaban más que allí, lo cual dista tanto de ser verdad, cuanto que precisamente algunas de esas leyendas son de las más vulgares entre los hagiógrafos, y se encuentran repetidas en innumerables colecciones latinas y vulgares. ¿Qué necesidad tenía Berceo de ir a buscar en francés historias tan españolas como la de la casulla donada por la Virgen a San Ildefonso de Toledo, o el milagro 18.º, que tan enérgicamente revela el odio del pueblo castellano contra los judíos? Ni basta que a veces haya semejanza, no sólo en las leyendas, sino en las palabras, entre Gautier y Berceo, porque ninguno de los narradores de milagros en la Edad Media pretendía ser autor original, sino compilador, y siendo las fuentes latinas unas mismas, natural era que este origen común diese aspecto de parentesco a versiones no enlazadas entre sí por ninguna derivación directa o inmediata. Fuera de que esas supuestas semejanzas de estilo, más se han afirmado que probado hasta ahora, [1] y debe hacernos muy cautos en admitirlas el ejemplo de nuestro docto [p. 182] amigo Puymaigre, que preocupado hasta lo sumo con su Gautier de Coincy y empeñado en encontrársele por todas partes, cree descubrir pensamientos suyos hasta en el segundo de los himnos de Berceo, Ave Sancta Maria, estrella de la mar, sin hacerse cargo de que este himno no es original de Berceo, ni éste tuvo que robar los pensamientos de él en ningún autor transpirenaico, puesto que no hizo más que traducir lisa y llanamente uno de los himnos más conocidos de la Iglesia Católica, el Ave Maris stella, como tradujo otros dos himnos, el Veni Creator y el Christus qui lux. Para semejante trabajo no necesitaba andadores, puesto que nadie ha negado que supiera el Latín de la Iglesia. [p. 183] Por otra parte, hay mucha distancia de la manera lánguida, prosaica, incolora y desaliñada de Gautier de Coincy, a la gracia de estilo, a la imaginación pintoresca, al desembarazo narrativo, al interés dramático con que Berceo cuenta sus leyendas, según confesión de los mismos críticos que tanto le regatean la originalidad. Nadie acertará a descubrir en los versos de Gautier ese tour d'esprit hardi que Villemain encontraba en los de Berceo. Nunca se dirá del buen prior de Vic-sur-Aisne lo que Puymaigre ha dicho del presbítero de San Millán, esto es, que «tuvo el secreto de combinar y disponer las palabras de su lengua con rara armonía», [1] y que «acierta a poner en escena a sus personajes con bastante movimiento y verdad». Esta es la única parte en que pudo mostrar algún talento de invención, puesto que el fondo de sus leyendas estaba contenido, no precisamente en Gautier de [p. 184] Coincy, que a su vez había explotado a Hermann de Laon, a Hugo Farsito y a otros autores, [1] sino en toda la caudalosísima literatura mariana de los tiempos medios, recogida después por el Rey Sabio en el monumento de sus Cantigas. El sentimiento general que todas estas leyendas infunden es [p. 185] el de una confianza sin límites en la misericordia divina, lograda por la intercesión de Nuestra Señora. El mismo sentido, quizá temerario en algún caso, quizá no ajustado estrictamente al rigor de la expresión teológica, pero siempre más cristiano y más humano que la hórrida desesperación y el sombrío fanatismo de los secuaces de Calvino y de Jansenio, informó nuestro drama religioso del siglo XVII, y produjo maravillas tales como La fianza satisfecha, La Buena Guarda, El Condenado por desconfiado, La Devoción de la Cruz y El Purgatorio de San Patricio. La fe, no muerta, sino acompañada de obras vivas y a veces hasta del martirio, salva a los grandes criminales que son protagonistas de estos dramas; y con el mismo espíritu, aunque con menos artificio y gala de dicción en el poeta, vemos, en las leyendas de Berceo, interponer Nuestra Señora las manos entre la cuerda y el cuello de un ladrón que va a ser ahorcado: resucitar a un monje de Colonia que se había ahogado volviendo de una aventura poco piadosa, para que haga en segunda vida penitencia de sus pecados, favor que logra el monje porque, en medio de su depravación, había conservado la costumbre de rezar un Ave María delante del [p. 186] altar de la Virgen, siempre que entraba o salía de su convento: volver la vida y la salud a un romero de Santiago, que, instigado por el demonio, había perpetrado en sí mismo la mutilación de Orígenes: salvar de las tentaciones diabólicas a un monje que se había embriagado, y a quien el enemigo del género humano molestaba con todo género de feos visajes y espantables ruidos: sacar a salvo el honor de una abadesa liviana: romper el pacto diabólico del vicario Teófilo. Hay mucho en estas leyendas que puede alarmar u ofender a la melindrosa devoción de nuestros días, tan falta de sentido poético y de robusta confianza: hay algo también que fué pagano antes de ser cristiano y conserva todavía resabios de su origen, como el cuento del desposado, a quien la Virgen, como celosa de su abandono, aparta de su mujer la misma noche de bodas: [1] asunto análogo al de la bella tradición del sacerdote Palumbo y del anillo puesto en el dedo de la estatua de Venus: leyenda que después de inspirar a tantos, alcanzó bajo la pluma de Próspero Merimée su expresión más clásica (La Vénus d'Ille). Pero en cambio, hay leyendas de delicadísimo sentido cristiano: la piadosa simplicidad del ignorante clérigo que no acertaba a decir otra misa que la de la Virgen: las cinco rosas que florecen en la boca de un monje devoto de Nuestra Señora:
Yssieli por boca
una fermosa flor la del Crucifijo alegado por testigo en un proceso, si bien por motivo [p. 187] menos romántico que en la más bella y sobria de las leyendas de Zorrilla, El Cristo de la Vega:
Fueron á
la eglesia estos ambos
guerreros El realismo de la narración, [1] el suave candor del estilo, no exento de cierta socarronería e inocente malicia que ha sido siempre muy castellana y que se encuentra hasta en las obras más devotas y en los autores más ascéticos: la mezcla no desagradable de lo monacal y lo popular, acaban de imprimir un sello propio y especialísimo en el arte de Berceo; y la imaginación gusta de representársele, como le ha fantaseado alguno de sus panegiristas alemanes: sentado al caer la tarde en el portaleyo de su monasterio, contando los miráculos de la Gloriosa o las buenas mañas de San Millán a los burgueses de Nájera y a los pastores del término de Cañas, y apurando en su compañía un vaso del bon vino que crían las tierras ribereñas del Ebro. Más enseñanza y hasta más deleite se saca del cuerpo de sus poesías, que de casi todo lo que contienen los Cancioneros del siglo XV. [p. 188] Poco nos detendremos en el Libre d' Apollonio, que no ofrece rasgos líricos, aunque sea uno de los mesteres de clerecía más interesantes y mejor escritos. Su asunto es la sabida leyenda bizantina del rey de Tiro, por medio de la cual la novela griega de amor y de aventuras, verdadero libro de caballerías del mundo clásico decadente (con la diferencia de no ser el esfuerzo bélico, sino el ingenio, la prudencia y la retórica, las cualidades que principalmente dominan en sus héroes, menos emprendedores y hazañosos que pacientes, discretos y sufridos), penetró en las literaturas de la Edad Media, y mantuvo en ellas viva la reminiscencia de aquel ideal artístico que había inspirado al Obispo Heliodoro en Teágenes y Cariclea, y que transfigurado en la época del Renacimiento por el impulso genial de Miguel de Cervantes, había de lograr en los Trabajos de Persiles y Sigismunda toda la perfección compatible con una tan falsa representación de la vida. No sabemos a punto fijo cuál hubo de ser la fuente inmediata del Apollonio castellano, ni siquiera podemos conjeturar si fué latina, francesa o provenzal, aunque más bien nos inclinamos a lo primero, puesto que ni en francés ni en provenzal se cita poema antiguo de este asunto, aunque sí muchas pruebas de que la leyenda era universalmente conocida. Hoy por hoy, ninguna de las innumerables versiones latinas (que sustituyen al primitivo texto griego no encontrado hasta ahora) responde exactamente al relato de nuestro poema, aunque la del Gesta Romanorum sea de las que más se aproximan. El cuento hubo de llegar a manos del autor español, muy añadido y exornado y muy distante ya de la primitiva Historia Apollonii regis Tyri, que se dice traducida por un cierto Simposio, y de la Gesta Apollonii en versos hexámetros leoninos, poema del siglo X, compuesto según toda verosimilitud en Alemania. Seguir las transformaciones posteriores de la leyenda parece trabajo superfluo, puesto que ya está realizado en muchos libros: [1] baste decir que fué de las más populares y que se la encuentra en todas partes; en la Confessio amantis del inglés [p. 189] Gower, contemporáneo de Chaucer; en los novellieri italianos, en el Patranuelo, de su imitador Juan de Timoneda, y finalmente, en el drama de Pericles, atribuído a Shakespeare. Es verosímil que el autor del Apollonio castellano, que manifiesta ser hombre de ingenio y narrador fácil y gracioso, añadiese, ya de propia minerva, ya tomándolos de otras fuentes, ciertos rasgos que en las demás versiones no se encuentran o están desenvueltos con menos cariño. El tipo de la hija de Apolonio, Tarsiana, convertida en juglaresca, tiene mucho más de castellano que de bizantino, y la escena de su salida al mercado es legítimo cuadro de costumbres poéticas del siglo XIII:
Dixo la
buena duenya vn sermon
tan temprado:
[p. 190]
Que non so juglaresa
de las de buen mercado,
Tornó al Rey
Tarsiana faziendo sus
trobetes, Por los versos transcritos (que hemos preferido no por otra razón que por la de contener en breve espacio detalles muy curiosos sobre la poesía y música populares de los tiempos medios) ha podido entreverse el arte no vulgar del viejo poeta para interpretar y remozar los datos de la leyenda. Hay en su estilo, no sólo gran desembarazo y fluidez, sino cierta poesía de sentimiento que llega al más alto punto de intensidad y viveza en la escena capital del reconocimiento de Apolonio y su hija:
Este vastísimo poema, que consta de más de diez mil versos, es sin duda la obra poética de más aliento entre las del siglo XIII, y la primera tentativa de epopeya clásica en nuestra lengua, además de poder considerarse como un repertorio de todo el saber de clerecía, y un alarde de la instrucción verdaderamente enciclopédica de su autor, que fué sin duda uno de los hombres más doctos de su tiempo. No creemos que conociera de un modo directo las fuentes clásicas: cuando cita a Homero, [2] ha de entenderse el compendio del pseudo Píndaro Tebano: no parece que tampoco Virgilio le fuera muy familiar: quizá había leído a Ovidio en las Metamórfosis, puesto que una vez alude a ellas:
Esto iaz en el
liuro que escreuió
Nasón. Los singulares anacronismos de costumbres y de ideas que en este poema, como en todos los de la Edad Media, se observan, son hoy para nosotros una de las principales fuentes de su interés. Maestre Aristólil aparece convertido en un doctor escolástico, diestro en el trivio y en el cuadrivio y formidable en el silogismo: [p. 192] Alejandro recibe la orden de caballería el día del Papa San Antero y ciñe la espada que fabricó D. Vulcano: al lado del héroe macedonio asisten sus doce pares: en el templo de D. Júpiter sirven gran número de capellanes: los clérigos de Babilonia salen en procesión a recibir a Alejandro: el conde D. Demóstenes alborota con sus discursos a los atenienses: la madre de Aquiles le esconde en un convento de monjas (de sorores)... No todo es ignorancia ni candor del poeta, sino forzosa adaptación al medio, y necesidad de hablar a su público en la única lengua que entendía. En el siglo XIII, un Alejandro clásico, y ajustado al rigor arqueológico, hubiera sido imposible, y si tal poema existiese, sería para nosotros mucho más impertinente y fastidioso que el que tenemos. Pero no faltaba al autor el sentimiento de la grandeza de su asunto, ni dejaba de adivinar aquel especial carácter civilizador que hace tan simpáticas las empresas de Alejandro y tan decisivas en la histona de la cultura humana:
Quiero leer vn
liuro de vn rey noble
pagano, Cuando los compañeros de Alejandro se resisten a internarse más en la India, el héroe macedón pronuncia estas palabras notabilísimas, que sólo un hombre fervorosamente enamorado de la ciencia pudo poner en sus labios:
Enuiónos Dios por
esto en aquestas
partidas (Copla 2127) . El más candoroso entusiasmo científico parece ser la característica del autor del poema. Sin duda pensaba en sí mismo cuando decía por boca de uno de sus personajes:
Connesco bien
gramática, sé bien toda
natura: (Copls. 38 a 40.)
Sé bien todas las
artes que son de
clerizía: (Copls. 1012 y 1013.) Estos alardes infantiles están relativamente justificados por una porción de digresiones sobre el sistema del mundo, sobre la división de las tierras, sobre la clasificación de las piedras preciosas, etc, de donde resulta una especie de compilación didáctico-poética:
La materia lo
manda por fuerça de
razon: (Copl. 254.)
Mandó uenir los
sabios que sabíen las
naturas, (Copl. 1159.) La declaración de los presagios celestes puesta en boca de Aristandro, el lapidario de San Isidoro intercalado en la descripción de las maravillas de Babilonia: las noticias de monstruos y animales fabulosos, como el ave fénix y los hombres acéfalos: mil rasgos, en suma, de curiosidad científica bien o mal empleada, esmaltan este singular poema, cuyo autor parece preocuparse [p. 194] especialmente de lo maravilloso y hasta de las artes ocultas. Es el más antiguo de los nuestros que hable de hadas y de encantamientos: las hadas habían tejido las ropas de Alejandro:
Fezieron
la camisa duas fadas
enna mar, (Copl. 89 y 90.) Hasta la misma doña Venus
Que tornaua las
nuues e uoluía los
uientos (Copl 515.) La cuestión de las fuentes del poema está admirablemente ilustrada en una disertación de Morel-Fatio, inserta en la Romania de 1874. A pesar del decantado orientalismo de nuestras letras, no hay huella directa en el poema de las ficciones árabes y persas acerca de Alejandro, las cuales, por el contrario, influyeron en un texto aljamiado en prosa, obra de algún morisco del siglo XVI, recientemente publicada por el Sr. Guillén Robles. Las fuentes del Poema son exclusivamente latinas y francesas, y sólo de reflejo, o digámoslo mejor, de segunda mano, han llegado al poema español episodios de indudable procedencia oriental, como el viaje submarino y el viaje aéreo de Alejandro, [1] los árboles fatídicos [p. 195] de la India, etc. Trazar el cuadro de los innumerables vicisitudes y transformaciones de la leyenda de Alejandro desde el Pseudo Calístenes hasta Julio Valerio y el Liber de praeliis por un lado, y hasta Firdusi, Nizami y el autor del Iskender Nameh por otro, sería tarea tan fácil como impertinente... Es materia en que las riquezas abundan, y en que es fácil lucir erudición a poca costa. Ninguno de los grandes conquistadores ha ejercido tan universal prestigio sobre la fantasía de todas las razas y de todos [p. 196] Los siglos como Alejandro, no solamente por la magnitud de sus empresas y por lo que sirvieron al desarrollo de la humanidad, sino por su mismo arrebatado fin que, coronando misteriosa y trágicamente su destino, despierta afectos de piedad al mismo tiempo que de asombro. Cada pueblo y cada civilización le ha entendido a su modo, y hay poemas y novelas de Alejandro, no ya sólo en griego, en árabe, en persa y en todas las lenguas vulgares, sino hasta en hebreo y rabínico. En francés de la Edad Media existen tantas versiones, que sobre ellas solas ha podido escribir Paúl Meyer una importantísima obra en dos volúmenes. [1] Prescindiendo de algunas fuentes menos importantes o no averiguadas con plena certeza, el Alejandro castellano está formado por la contaminación de dos poemas muy diversos, uno latino, otro francés, el uno bastante próximo al relato histórico o semi-histórico de Quinto Curcio, el otro mucho más novelesco, fantástico y contrario a la historia. Naturalmente, el poeta de clerecía prefiere el primero por el respeto debido a la lengua sabia: le cita nominalmente y le traduce casi íntegro, o más bien le extiende y parafrasea en sus difusos tetrástrofos, tan lejanos de la severidad y concentración del exámetro. Este poema es la Alexandreis, de Gualtero de Chatillón:
Pero Galter el
bono en su uersificar
(Copl. 1935.) Pero como Gualtero, hombre de cultura clásica, con pretensiones de imitador de la Eneida, se había abstenido, no por cansancio, sino por desprecio, de incluir en su libro todos los portentos que se contaban acerca de Alejandro, nuestro poeta leonés, que no tenía tales escrúpulos, completó su libro, no con invenciones originales como creyó Sánchez, sino con una porción de rasgos tomados libremente de un poema francés comenzado por Lambert li Tors y terminado por Alejandro de Bernay o de París. De aquí nace la extraña y abigarrada composición del [p. 197] Alejandro castellano, que unas veces procede rápida y secamente como Gualtero, y otras se torna gárrulo y difuso como los troveros franceses: en una página se ciñe bastante a la historia, y en la página siguiente la atropella y contradice para perderse en los mayores desvaríos de la imaginación: unas veces emplea los recursos de la maquinaria clásica e introduce, como Gualtero, frías personificaciones alegóricas, y en otros muchos casos prefiere un género de maravilloso, enteramente romántico y moderno. Su objeto único fué compilar cuanto sabía de Alejandro, aunque resultase contradictorio y rompiese la unidad del poema y del carácter moral del personaje. Hay cosas que ni en el poema latino ni el francés se encuentran, y pueden estar tomadas del Epítome de Julio Valerio, de la supuesta carta de Alejandro a Aristóteles De situ Indiae, y de un poema francés en versos de nueve sílabas, atribuído al clérigo Simón, y del cual sólo se conocen fragmentos. La descripción de las maravillas de Babilonia tiene mucha relación con la que se lee en Flores y Blancaflor. Intercalado en el Alejandro, a modo de digresión bastante inoportuna, está otro poema, nada menos que de mil seiscientos ochenta y ocho versos, sobre el sitio y destrucción de Troya, otro de los grandes asuntos clásicos cuyo resplandor no se apagó nunca durante la Edad Media. Las fuentes, por de contado, no son aquí Homero ni Virgilio, sino la Crónica Troyana de Guido de Columna (de la cual se hicieron después tantas versiones castellanas) fundada en los libros apócrifos que llevan los nombres de Dictys el cretense y Dáres el frigio; y también un cierto compendio latino de la Ilíada que corría a nombre de Píndaro Tebano. [1] Hay en el Alexandre otras intercalaciones de menos monta y cuyos orígenes importa poco señalar, entre ellas un largo y prosaico sermón satírico moral (104 versos) sobre la corrupción [p. 198] de las costumbres en todos los estados y oficios del mundo; una bajada a las regiones infernales (340 versos), poco digna de compararse con las visiones de Dante; y el exemplo o apólogo del codicioso y el envidioso, que es el más antiguo que hallamos en nuestra poesía, y parece tomado de algún fabliau francés. [1] ¿Qué parte de originalidad podemos conceder, por tanto, al poeta español? Muy exigua, como la de todos los autores de su escuela, en lo tocante a la invención y composición de la fábula, pero muy positiva y verdadera en la invención de detalles y en lo que pudiéramos decir poesía de estilo. El mismo Puymaigre reconoce que el Alexandre no es una imitación servil: que hay en él mucha más poesía que en sus modelos, y que el llamado Juan Lorenzo ha acertado a apropiarse las ideas de sus antecesores por la manera mucho más feliz con que las ha expresado. Ciertamente que la lectura seguida del poema exige una buena dosis de paciencia, pero el valor literario de la obra, mirada a trozos, no es tan insignificante como da a entender Morel-Fatio. Puymaigre nos parece más próximo a la verdad cuando escribe: «Juan Lorenzo era un versificador demasiado fácil: muchos de sus versos son lánguidos e incoloros, pero otros llevan el sello del verdadero poeta, y se destacan brillantes y poderosos de relieve, sobre una masa monótona de líneas rimadas.» Donde más poeta aparece, es en las descripciones. Su fantasía era más brillante y pintoresca que la de Berceo, aunque no tan [p. 199] habitualmente graciosa. Pero cuando acierta, acierta con más poder, con más originalidad, con más empuje. No sólo está llena su obra de versos aislados, magistralmente hechos y dignos del estilo épico, [1] sino que contiene verdaderos cuadros poéticos que nada pierden con separarse del conjunto. En el texto de la Antología va el mejor de estos trozos episódicos, la descripción alegórica de los meses, representados en la tienda de Alejandro, trozo inspirado al parecer por unos dísticos de Ausonio, pero tratado con un realismo enteramente español y una cierta poesía serrana y confortante, que anuncia ya la franca manera del Arcipreste de Hita. Creemos oportuno reproducir aquí, aunque no íntegros, algunos fragmentos más, que pocos tendrían la paciencia de ir a buscar entre las oscuridades y languideces del poema, aunque son por ventura lo mejor y más brillante de la poesía castellana del siglo XIII. Hemos elegido, pues, la encantadora descripción de la primavera; la presentación de la reina de las Amazonas Calestrix o Talestrix (que es en nuestra poesía el más antiguo retrato de mujer, y no ciertamente el menos gracioso); una parte de la enumeración de las maravillas de Babilonia y de los misterios de la India. De este modo podrá juzgarse de la valentía de pincel con que el desdeñado poeta trata las escenas más diversas: [p. 200] DESCRIPCIÓN DEL MES DE MAYO
El mes era
de Mayo, un tiempo
glorioso, (Copls. 1788 a 1792.) RETRATO DE LA REINA TALESTRIX
Venía
apuestamiente Calectrix
la reyna, (Copls. 1710 a 1716.) DESCRIPCIÓN DE LAS MARAVILLAS DE BABILONIA
Yaz en logar
sano comarcha muy
temprada. (Copls. 1300 a 1338.) PALACIOS DE PORO
............................................................................
(Copls. 1957 a 1977.) El Poema de Alexandro, sin duda por el interés de la narración y por la variedad y riqueza de su contenido, parece que fué uno de los mesteres de clerecía más estimados de los doctos, y cuya fama persistió por más tiempo. El autor del Poema de Fernán González tomó de él versos enteros: el Arcipreste de Hita siguió sus huellas al describir la tienda de D. Amor; y todavía en el siglo XV el delicioso cronista del conde de Buelna, D. Pedro Niño, pone en boca del ayo del conde los mismos amaestramientos morales que en el poema dirige Aristóteles a Alejandro. A pesar de tal celebridad del libro, el nombre del autor hubo de caer muy pronto en la oscuridad. Ya en el siglo XV debía de estar ignorado, puesto que no es verosímil que el marqués de Santillana le citase como anónimo, si realmente hubiese sabido el nombre de su autor. De éste sólo podemos afirmar, por testimonio suyo, que era clérigo, en el sentido riguroso y canónico de la palabra:
Somos siempre los
clérigos errados e
uiçiosos, (Copl. 1662.) Prescindiendo de las opiniones absurdas que han atribuído el poema a Alfonso el Sabio, al arcediano Jofre de Loaysa y a otras personas más o menos claras, sólo dos atribuciones merecen consideración, la que adjudica la obra al clérigo Juan Lorenzo Segura de Astorga, y la que le añade al catálogo ya tan copioso de las obras de Berceo. El primero de estos pareceres, acreditado por Sánchez, ha prevalecido hasta nuestros días en el mayor número de los críticos, pero hoy comienza a ser abandonado por todos y se conviene generalmente (atendido el grave argumento paleográfico del lugar que ocupa en el poema el nombre de Juan Lorenzo, no al principio, como en los poemas de Berceo y como es uso general de la Edad Media, sino al fin, como la suscripción [p. 205] de Per-Abbat en el Poema del Cid), en que el clérigo de Astorga fué un mero copista que no escribió sino materialmente el Poema de Alejandro, o, por mejor decirlo, uno de sus códices. La idea de atribuir el poema a Berceo no es de ahora, puesto que ya se lee su nombre en una de las guardas del códice de Osuna, y con letra que no parece muy moderna. Es probable que el que escribió tal nota no tuviese otro fundamento que la identidad del tiempo, de la escuela y del metro en ambos poetas. Pero nuestro eruditísimo D. Rafael Floranes, en sus Ilustraciones del Fuero de Sepúlveda, quiso dar otra razón más especiosa, fijándose en un pasaje del poema mismo (copla 1386), en que, después de describirse la entrada triunfal de Alejandro en Babilonia con grande aparato de músicos y juglares, [1] se encuentran los extraños versos siguientes:
Quando fué a su
guisa el rey soiornado,
La aparición, verdaderamente inesperada, del tal Gonzalo, que ni antes ni después vuelve a sonar en el poema, hizo creer a Floranes que el autor había querido esconder modestamente su nombre en un rincón de su obra. Pero aunque así fuese, ¿no había en Castilla más Gonzalos que Gonzalo de Berceo? Precisamente el ser tan vulgar en España ese nombre entonces y ahora, mueve a creer que está tomado aquí como equivalente de Fulano o de persona indeterminada, o bien será algún ripio de los muchos con que rellenaban los poetas de clerecía la dura argamasa de sus coplas. Si D. Rafael Floranes hubiese entendido tanto de estilos poéticos como entendía de fueros, de crónicas y de escrituras, jamás hubiera caído en la tentación de confundir dos poetas tan [p. 206] diversos entre sí por sus cualidades y hasta por el género de su cultura, aun prescindiendo de las variantes dialectales, que en último caso podrían atribuirse al copista de Astorga. Ni hubiera hecho un cargo a nuestro común paisano D. Tomás A. Sánchez por haber impreso el libro con el nombre de Juan Lorenzo, puesto que al fin la atribución de Sánchez se funda en un texto del mismo poema que puede admitir dos interpretaciones, al paso que la idea de Floranes es una mera cavilación sin sombra de verosimilitud. En resumen, lo más seguro hoy por hoy es imprimir y citar el poema como anónimo. La copia en que ha llegado a nosotros abunda en modismos y formas leonesas, pero no se puede decir que esté totalmente escrita en dialecto leonés, como parecen estarlo algunas de las copias del Fuero Juzgo romanceado. Hay en el poema muchas incertidumbres y vacilaciones de lengua que no parece natural atribuir a una misma persona, siendo tan culta como lo era el autor del Alexandre. Una de las características de ese dialecto que, como otros muchos, desapareció totalmente del uso literario después de Alfonso el Sabio, es el uso de los pretéritos perfectos en oron y no en eron: ixioron, vioron, sopioron. Abundan muchísimo estos pretéritos en el poema, pero son también frecuentísimos los de la forma castellana, lo cual parece indicar, no que el poeta promiscuase en materia tan capital, sino que el poema fué modificado según la comarca en que se copió. Si, como se asegura, ha parecido recientemente en Francia un nuevo códice lleno de variantes (que quizá será el mismo que manejó el P. Bivar cisterciense), acaso esta cuestión se aclare, sobre todo si la toma a su cargo el escritor que más profundamente ha estudiado hasta hoy el texto y las fuentes del Alexandre, y quizá el único que nos puede dar una edición crítica de él, corrigiendo los numerosos yerros (inevitables en su tiempo) en que hubo de caer Sánchez, no remediados la mayor parte de ellos en la atropellada revisión de Janer, si es que no se acrecentaron con otros nuevos. Dos palabras diremos de los demás mesteres de clerecía, porque en rigor no se enlazan, ni aun remota e inmediatamente, con la historia de la poesía lírica. En cambio, uno de ellos, el Fernán González, tiene capital importancia para el estudio de la épica. Calcado en su mayor parte sobre tradiciones y documentos de [p. 207] indudable origen popular, conserva muchos rasgos propios de los cantares de gesta, ya en el brío de de la narración, ya en el ímpetu bélico, [1] ya en el ardiente entusiasmo por la pequeña patria castellana o burgalesa, [2] ya en la repetición de los epítetos sacramentales y épicos, el de los fechos granados, cuerpo de buenas mañas. Pero, al mismo tiempo, las continuas reminiscencias del estilo de Berceo y del Poema de Alexandre; [3] la erudición bíblica de que [p. 208] el autor hace principal alarde, declarando con ello su profesión y estado, que fué, según toda apariencia, el de monje de Arlanza; el uso frecuente de largos discursos llenos de reflexiones morales; el conocimiento que muestra de los héroes de la epopeya francesa, [1] y finalmente, cierta mayor lentitud en la narración, muestran, aun sin contar con la prueba decisiva del metro, el verdadero carácter, no popular, sino erudito, de este poema. Pero de todos los mesteres de clerecía es el más próximo sin duda a los cantos de los juglares, en los que se inspiró, y a los que vino a sustituir en cierto modo, lo cual, si por una parte es doloroso, puesto que debió de contribuir mucho a que las gestas primitivas de Fernán González se perdiesen, y a que ni siquiera quedasen extractadas en la Crónica general, por otra parte, quizá, fué la razón de que la leyenda del primer Conde de Castilla se nos conservara con cierta integridad relativa y mayor desarrollo poético que otras, aunque en molde distinto del original. Ni está sólo en la parte relativa a Fernán González el extraordinario interés de este poema: le tiene muy grande la introducción historico - poética de más de 170 versos, en que el autor, considerando sin duda la vida de su héroe como el punto central de la historia de la Reconquista, empieza tomando las cosas ab ovo, es decir, desde la pérdida de España:
Contar vos he
primero commo la
perdieron y consigna, entre otras tradiciones más o menos antiguas, la del Conde D. Julián (sin mentar a la Cava) y la de Bernardo del Carpio. Milá y Fontanals, en su libro De la Poesía heroico-popular, ha mostrado admirablemente qué utilidad puede sacar la crítica de los preciosos elementos que este preámbulo nos suministra, cotejándola con los datos de la Crónica Rimada y con los de la General. [p. 209] El poema se escribió, sin género de duda, en Arlanza, y por persona identificada con los recuerdos y aun con los intereses de aquel monasterio, tan estrechamente unido a la gloria de Fernán González como el de Cardeña a la del Cid. No es posible dudar que fuese castellano viejo; lo prueban el dialecto que emplea, y las continuas e hiperbólicas ponderaciones de su país natal; y aun podemos sospechar que no era de la tierra llana, sino de la Montaña de Burgos (actual provincia de Santander), puesto que la concede primacía entre todas las regiones:
Sobre todas las
tierras mejor es la
Montanna, (Copl. 146.) [1] Diverso género de interés ofrece el Poema de José, o, para llamarle por su título exacto, el Alhadits de Yusuf. Esta obra pertenece a la clase de las llamadas de aljamía, es decir, al numeroso grupo de manuscritos castellanos con letras arábigas o hebreas, compuestos por mudéjares, moriscos y judíos, que habían olvidado la lengua de sus mayores, pero no el alfabeto, tenido siempre por cosa sagrada entre los orientales. El Yusuf es, si no el único, el principal monumento de la literatura mudéjar, tan pobre en narraciones poéticas como rica y variada es la de los moriscos. El ignorado autor del poema era sin duda un mahometano no converso, sino adicto a la religión de sus mayores. Por eso ha contado la historia de José y sus hermanos no conforme al relato [p. 210] del Génesis, sino tal como aparece, exornada con pormenores fantásticos, en una de las suras del Korán (la XI). Esta versión, en que representa mayor papel que en el relato bíblico la infiel esposa de Putifar (aquí llamada Zuleikha o Zalija), fué incorporada también por D. Alfonso el Sabio en la vasta compilación de su Grande et General Estoria, y fué varias veces contada en prosa castellana por nuestros moriscos, como es de ver en un libro recientemente publicado por el Sr. Guillén Robles. Pero fuera del origen no cristiano del relato y fuera de la invocación a Allah con que el Yusuf [1] principia:
Loamiento ad
Alláh: el alto es e
verdadero, nada hay en este poema que sustancialmente le distinga de los demás Mesteres de clerecía, y es un gran documento para probar cuán honda fué la influencia de esta escuela, que se sobrepuso a las divisiones de religión y de raza y penetró hasta el pueblo vencido. Es además obra muy apacible de leer, y quizá el mejor escrito de todos los mesteres, salvo el Apollonio, con cuyo estilo y gracia narrativa tiene mucha semejanza el de este moro tan castellanizado, y que no puso en sus versos más color oriental que el que forzosamente nacía del asunto. Creemos inútil hablar de la prosaica rapsodia del Beneficiado de Úbeda Vida de San Ildefonso. [2] Este autor, que es de los que sólo sirven para marcar la decrepitud de una escuela, intenta reproducir la candorosa sencillez de las leyendas de Berceo, pero sin estilo, sin armonía y sin rastro de sentimiento poético. Es además tan bárbara y desconcertada la copia única que tenemos [p. 211] de su poema, que apenas puede sacarse de él partido alguno ni siquiera para la historia de la lengua, que es la sola utilidad que pueden traer semejantes antiguallas, cuando carecen, como ésta, de todo mérito. Entretanto que estos poemas se escribían, la prosa castellana, que nació adulta y casi perfecta sin deber nada a los provenzales ni a los franceses, había levantado monumentos tales como las Partidas, la Crónica General, la Grande et General Estoria y los Libros del Saber de Astronomía; había trasladado a nuestra lengua, antes que a otra ninguna de las vulgares, todo el saber matemático de las escuelas árabes y alejandrinas, y había comenzado a difundir en el Calila y Dinna y en el libro de los Engannos de las mugeres, que iban a ser inmediatamente seguidos por el incomparable Conde Lucanor, el copiosísimo raudal de los cuentos y apólogos orientales. Esta inmensa transformación tenía que reflejarse inmediatamente en la poesía, y como si no bastase a enriquecerla el nuevo mundo de ideas y de formas que tales libros encerraban, comenzó a sentirse enérgicamente en Castilla el imperio de una escuela de trovadores, nacida en territorio español también, y difundida en breve plazo por la mayor parte de la Península. Para estimar rectamente, pues, las obras poéticas del Arcipreste de Hita, del Rabí D. Sem Tob y del Canciller Ayala, principales poetas del siglo XIV, en quienes el Mester de clerecía aparece ya tan extrañamente modificado, hay que tener en cuenta todos estos precedentes, y especialmente el influjo de la lírica gallega. Pero habiéndose prolongado en demasía este capítulo, quedarán reservados tales puntos para el siguiente. Notas[p. 152]. [1] . Prendas, pignora. [p. 152]. [2] . Cuios ioglares somos: él nos deñe guyar. (Copl. 292, ed. Fitz-Gerald).
Quiero te
por mi mismo, Padre,
merçed clamar, (Copl. 775).
Padre,
entre los otros á mi non
desenpares, (Copl. 776). En un pasaje que citaré más adelante usa también la voz trovador, y es el primer autor castellano en quien se encuentra. No lo preçiaba todo quanto tres cherivías
(Copl. 70).
(«Vida de San Millán»,
copl. 53).
(«Vida de San
Millán», copl. 118). [p. 153]. [2] . Yo Maestro Gonzalvo de Berceo nomnado... [p. 154]. [1] . «Entre nosotros usóse primeramente el metro en assaz formas: assy como el Libro de Alixandre, Los Votos del Pavon, y aun el libro del Archipreste de Hita» (Carta al Condestable de Portugal, núm . XIV). El poema francés se titula Les voeux du Paon d' A lexandre, y tiene por autor a Jacobo de Longuyon. [p. 155]. [1] . Historia Crítica de la literatura española, t. V , pág. 47. [p. 157]. [1] . En Berceo y en los restantes se encuentran algunas estrofas de cinco versos, o porque el copista añadió uno a modo de glosa, o porque el poeta no acertó a encerrar el pensamiento dentro del molde del tetrástrofo. Pero estas excepciones son raras, y llegarán a serlo más cuando tengamos ediciones críticas de algunos textos publicados hasta ahora con mucho descuido. [p. 157]. [2] . «Creo lo tomaron nuestros poetas de la poesía francesa, donde ha sido de antiguo muy usado, y oy dia los Franceses lo usan, haziendo consonancia de dos en dos, o de tres en tres o de quatro en quatro pies, como los españoles lo usaron; como se paresce en este exemplo de una historia antigua (en verso) del Conde Fernan Gonçalez, que yo tengo en mi Museo, cuyo Discurso dize assi. Estonces era Castiella un pequeño rencon...» (Discurso de la poesía Castellana, al fin de El Conde lucanor, Sevilla, 1575 , folio 95 vto.). [p. 158]. [1] . Es el principio de una sátira del famoso canciller de Federico II, Pedro de las Viñas, sobre los desórdenes del cuerpo eclesiástico. (Du Méril, Poésies populaires latines du Moyen Age, págs. 163-177). Los mesteres de clerecía latinos están generalmente en versos de doce sílabas, pero en la cuaderna vía y en el monorrimo siguen exactamente la misma ley que los nuestros. La mayor parte de los poemas atribuídos a Gualtero Mapes (ed. Wright, 1841), el Apocalypsis Goliae Episcopi, la Metamorphosis Goliae, la Praedicatio Goliae, la sátira in Romanam curiam, el Sermo Goliae pontificis ad praelatos, los diálogos que ya hemos citado entre el agua y el vino, y entre el cuerpo y el alma, y otros muchos que creemos superfluo mencionar, pertenecen a este mismo sistema de versificación. Nos limitaremos a copiar los primeros versos de la Metamorphosis Goliae episcopi (pág. 21), que presentan una alegoría que algo recuerda (aunque con muy diversa aplicación y sentido) a la que sirve de introducción a los Milagros de Nuestra Señora;
Sole post
arietem taurum
subintrante, [p. 159]. [1] . No trae ningún ejemplo anterior al siglo XII, a no ser la Visión de Fulberto, que no creemos tan antigua. Pero en el XII abundan extraordinariamente. Vid. en la primera colección del erudito francés (1843) la Lamentación sobre la toma de Jerusalén por Saladino en 1187, y el Canto sobre la tercera Cruzada (págs. 411-420). En el tomo II (1847), el Poema sobre la muerte de Santo Tomás Becket (págs. 70-73), los versos sobre el Juicio Final y sobre el menosprecio del mundo (págs. 122-127), las sátiras de Gualtero de Châtillon sobre el estado del mundo y contra los prelados (págs. 144-163), el célebre cantar báquico «Meum est propositum in taberna mori» (págs. 206-207), y algunas más. Que este metro era conocido en España y cultivado también por nuestros latinistas eclesiásticos, lo prueba la curiosa descripción poética de Roncesvalles, descubierta por el P. Fita, y a la cual nos referimos en la página 70 del presente tomo. La mayor parte de los tetrástrofos de la baja latinidad están en rima perfecta, pero hay algunos (sin duda los más antiguos) que se contentan con la asonancia. Du-Meril (Poésies populaires latines du Moyen Age, 1843, pág. 132) cita el principio de un fragmento de veintisiete versos sobre un rey de España incestuoso (?), que se encuentra en un manuscrito de la Biblioteca Nacional de Francia:
Quum Tellus renovatur
in aprilis tempore, Las dos primeras estrofas del Ritmo de Santiago, de Aimerico Picaud, tienen disposición tetrastrófica, pero luego no continúa:
Supra
mare Galileae omnia
postposuit,
[p. 160].
[1]
Aquest
novel contort de vertuos
lavor (Raynouard, Poésies originales des Troubadours, t. II, pág. 111. Este poema no es del siglo XII, como se había supuesto, sino composición mucho más moderna, como todas las atribuídas a los sectarios Valdenses.
[p. 160].
[2]
Doctrinar
doit les autres cui Diex
science done: (Fabliaux et Contes des Poètes François des XI, XII, XIII, XIV et XV.e » siècles publiés par Barbazan y Méon, t. II, 1808, pág. 440).
Ung hontz
estoit au siècle de
grant extraction, (Débat de deux damoyselles, París, Didot, 1825). Damas Hinard, en su introducción al Poema del Cid (pág. XLVII), cita un fragmento del Roman de Rou, que ofrece la misma combinación de versos:
Une feiz, ço
dit l'en, par itel
achoison
[p. 161].
[1]
. Velat aliama de
los Iudíos, [p. 161]. [2] . Tanto estos cuatro versos como el epitafio latino del cual son traducción, fueron hallados por Sánchez, no en ninguno de los códices que manejó, sino en la lápida sepulcral de la Santa, que se conservaba en el Monasterio de San Millán de Suso. «Es creíble (dice) que el monge Muño, escritor de la Vida de la Santa formase el epitafio latino, y que le traduxese Don Gonzalo en versos castellanos más largos que los demás de sus poesías».(T. II, pág. 434). Pero todo esto no pasa de una conjetura arbitraria. [p. 163]. [1] . En un pasaje de la Vida de Santo Domingo (Cop. 701) contrapone la autoridad de la escritura a las invenciones de los juglares y tañedores: El escripto lo cuenta, non ioglar nin çedrero, [p. 164]. [1] . Hay, no obstante, en él una mención de Ovidio, otra de Horacio y otra de Homero. [p. 165]. [1] . Sarmiento (Fr. Martín), Memorias para la historia de la Poseía y Poetas españoles (obra póstuma), Madrid, 1775, págs. 256-258. Cita siete escrituras con referencia a Fr. Diego de Mecolaeta, abad de San Millán. Sánchez, Poesías castellanas anteriores al siglo XV, t. III, páginas XLIV-LVI. «Noticias de Gonzalo de Berceo, sacadas de sus obras y de diferentes escrituras que originales se conservan en el archivo de San Millán de la Cogolla». Este trabajo fué remitido a Sánchez por Fr. Plácido Romero, benedictino, que tenía a su cargo el archivo de San Millán. Por no haber llegado a tiempo no fué incluído en el tomo II, que contiene las obras de Berceo, sino al fin de los preliminares del siguiente, en que está el Poema de Alexandro. A las escrituras ya conocidas, añade las de 1237, 1242, 1246 y 1264. En la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 3.ª época, t. X, 1904 (páginas 178-179), ha publicado D. Narciso Hergueta tres de los documentos citados por el P. Romero. [p. 166]. [1] . La Vida de Sto. Domingo de Silos por Gonzalo de Berceo. Édition critique publiee par John D. Fitz-Gerald. París, 1904. Forma el fascículo 149 de la Bibliothèque de l' Ecole des Hautes Études. Sirve de complemento a este trabajo otra Memoria del Sr. Fitz-Gerald sobre la métrica del poema. Versification of the Cuaderna Vía as found in Berceo's Vida de Sto. Domingo de Silos. (Nueva York, 1905). Berceo ha dado asunto en estos últimos años a varios interesantes estudios filológicos del profesor alemán Hanssen, residente en Chile, (Sobre la formación del imperfecto de la segunda y tercera conjugación castellana en las poesías de Gonzalo de Berceo, Santiago de Chile, 1894; Sobre la pronunciación del diptongo ie en la época de Berceo, 1895; Sobre la conjugación de Berceo, 1895; Metrische Studien zu Alfonso und Berceo, Valparaíso, 1903), a una monografía del profesor sueco Mauricio Boheman, acerca del subjuntivo en las obras de Berceo (Stocolmo, 1907), y a la Gramática y Vocabulario de las obras de Gonzalo de Berceo, obra de D. Rufino Lanchetas, premiada por la Academia Española (Madrid, 1900) [p. 167]. [1] . Vida y malagros de el thaumaturgo español, Moyses segundo redemptor de cautivos, abogado de los felices partos; Sto. Domingo Manso, abad benedictino, reparador de el real monasterio de Silos, que dedica y ofrece al Rmo. P. M. Fr. Bernardo Martín, General de la Congregación de San Benito de España e Inglaterra... el P. Fr. Sebastián de Vergara, hijo de dicho Real Monasterio... En Madrid: en la Imprenta de los Herederos de Francisco del Hierro. Año de 1736. Este libro sumamente curioso y que ya escasea, contiene, además de una nueva Vida del Santo escrita por Vergara, los Miráculos Romanzados de Sto. Domingo que fizo escrivir Pero Marin (págs. 128-229), el poema de Berceo (págs. 230-308), la Vita Beati Dominici de Grimaldo (págs. 309-452) y un oficio del Santo, con algunos himnos añadidos (págs. 452-460). [p. 168]. [1] . Darstellung der spanischen Literatur im Mittelalter, Maguncia, 1846, tomo I, págs. 228-270. Kirchliche Epik Gonzalo von Berceo. [p. 168]. [2] . En La Razón, revista quincenal, Madrid, 1860, t. I, hay tres artículos muy dignos de leerse, de D. Francisco Fernández y González, Berceo o el poeta sagrado en la España cristiana del siglo XIII (números 3, 4 y 5). [p. 173]. [1] . Véanse las atinadas observaciones de Wolf sobre este punto en sus Studien, pág. 64, o en la traducción castellana de Unamuno, t. I, pág. 76. [p. 173]. [2] . Véase esta introducción con otros fragmentos de Berceo en el primer tomo de la Antología de poetas líricos castellanos.. [Ed. Nác. Vol III].
[p. 173].
[3]
.
Acorri a los vivos,
ruega por los passados,
Siempre mester te avemos
las noches y los días,
[p. 174]. [1] . En una ocasión declara ingenuamente que no había podido entender la letra del pergamino:
Non
departe la villa muy
bien el pargamino, [p. 175]. [1] . En el capítulo VI de los prolegómenos, a su edición crítica de la Vida de Santo Domingo (págs. XL-LX), demuestra Fitz-Gerald, mediante una comparación seguida, que el poema de Berceo no se aparta de la prosa de Grimaldo más que en lo que podemos llamar las articulaciones del relato (coplas de transición y amplificación), y sólo añade tres detalles insignificantes: la comparación entre un milagro de Santo Domingo y otro de San Millán (copla 334); la anécdota de unos ladrones que quisieron robar los puerros del jardín del Santo (coplas 337-383), y un breve sermón puesto en boca de éste (coplas 464-474). Hay mucho en Grimaldo que no ha pasado a Berceo, lo cual debe atribuirse a la falta no sólo de un cuaderno sino de varios en el manuscrito latino que tuvo el poeta. Sobre la Vida, escrita por Grimaldo, vid. una larga nota de D. Mario Férotin, Histoire de l'Abbaye de Silos (París, 1877), pág. 26; obra excelente y de todo punto necesaria para ilustrar el poema de Berceo. [p. 175]. [2] . Una sola vez cita Berceo a San Braulio:
Segunt
que leemos en la su
santa vida Pero de seguro la escriptura que manejó Berceo era muy diversa del texto primitivo de San Braulio (Liber de vita Sancti Aemiliani), que publicó por primera vez Fr. Prudencio de Sandoval en la Primera parte de las Fundaciones de los monesterios de San Benito (Madrid, 1601, Monesterio de San Millan, fols. 3-18). Es cierto, como ya advirtió Sánchez, que Berceo no se aparta de él en las circunstancias de la vida del Santo, ni en el número, orden y substancia de sus milagros, pero sí en la geografía que está transportada a la Rioja, con todo género de circunstancias locales, suponiendo al Santo nacido en Berceo, para lo cual no es bastante apoyo el texto del discípulo de San Isidoro: «Quapropter in ecclesia Vergegii, presbyteri est functus officio», aunque se entienda Vergegium por Berceo (que me parece lo más plausible) y no por Verdejo, en la diócesis de Tarazona, como han pretendido algunos aragoneses. No puede suponerse que Berceo, sólo por la creencia tradicional de la Rioja, y sin el apoyo de un texto escrito, se hubiera atrevido a introducir tales adiciones:
Cerca es
de Cogolla de parte de
Orient:
Demas si saber
quieres do vengo la
raiz, Lo verosímil es, pues, que Berceo se valiese de una vida latina, fundada en la de San Braulio, pero que ya había sido refundida y ampliada en el monasterio de San Millán de la Cogolla. Creemos que ni siquiera debe atribuirse a Berceo la división en tres libros, que sustituye a la de San Braulio en capítulos, ni tampoco la adición del episodio de los votos, que está anunciado desde el principio como parte integrante del poema:
Qui la
vida quisiere de Sant
Millan saber, Por lo demás, ya Sánchez probó (Poesías Castellanas anteriores al siglo XV, II, 210) que Berceo no se había valido del privilegio latino de los votos publicado por el P. Yepes, que no hace mención del tributo de las cien doncellas, sino que había versificado una paráfrasis o glosa posterior, análoga a la copia romanceada que encontró Sandoval (Fundaciones de San Benito, fol. 46) en el archivo de la villa de Cuéllar, inserta en un diploma de Fernando IV. El texto latino de este segundo privilegio de los votos debía de ser el que figuraba en la compilación monástica de San Millán, a la cual creemos que se ajustó en todo Berceo. [p. 176]. [1] . De la biografía de Santa Oria, escrita por Munio, presenta un mezquino resumen Sandoval. (Fundaciones de San Benito, fols. 39-40). El estudio de las fuentes de Berceo, que sería de mucho auxilio para fijar su texto en la penuria de códices que padecemos, está por hacer en su mayor parte, y algunas de las que se han indicado son demasiado vagas o inexactas. El Martirio de San Lorenzo debe de venir de algún Santoral y no del himno de Prudencio, como se ha supuesto. A propósito de El Sacrificio de la Misa, dice Sánchez (pág. 179): «El que leyere esta obra con atención, y después se hiciere cargo de la que escribió Inocencio III, De sacro altaris mysterio, fácilmente creerá que Don Gonzalo la tuvo presente y se valió de ella. Este Pontífice gobernó la Iglesia desde el año 1198 hasta el de 1216. El de 1220 Don Gonzalo era diácono, y consta que llegó a ser presbítero: pudo, pues, haber disfrutado la obra de este Pontífice.» No habiendo hecho el cotejo, nada puedo afirmar ni negar; pero el Sr. Lanchetas (Gramática y Vocabulario de Berceo, pág. 22) hace notar que entre ambas obras hay diferencias muy notables en la explicación del simbolismo y de las figuras del Antiguo Testamento. El Duelo de la Virgen debe cotejarse con el segundo sermón de San Bernardo De Lamentatione Virginis Mariae. En los Signos del Juicio, Berceo indica como fuente a San Jerónimo.
Nuestro padre
Iheronimo, pastor que
nos entienda, Pero ya advirtió Sánchez (pág. 273) que no hay en las obras de aquel gran Doctor de la Iglesia, tratado especial sobre esta materia, aunque en varias de sus exposiciones bíblicas habla de las señales del Juicio, especialmente sobre el capítulo 14 de Zacarías, y con más extensión las declara comentando el 13 de Isaías. [p. 179]. [1] . Cours de litterature de Moyen-Age, París, 1838; t. II, pág. 122. [p. 180]. [1] . Miracles de la Sainte Vierge, par Gautier de Coincy, publiées par 1' abbe Poquet, París, Parmentier, 1851, folio. Véase también la colección provenzal, Miracles de Saintha Maria Vergena, publicada en el tomo VIII de la Romania (enero de 1879). Son 13 milagros, traducidos todos, menos uno, del Speculum Historiale de Vicente de Beauvais, como advirtió Mussafia. Recientemente se ha publicado otro texto francés interesante para el estudio de las leyendas marianas: Les Miracles de Nostre Dame de Roc Amadour au XIIe siècle, texte et traduction par l'abbé Ed. Albe (París, Champion, 1897). [p. 181]. [1] . La única coincidencia literal que señala Puymaigre, Les Vieux Auteurs Castillans, 2.ª edición, 1888, pág. 285, sólo prueba el recurso a una fuente común:
BERCEO (Milagro
VIII)
Don Ugo ome bueno de
Gruniego abbat, (Copls. 182 y 219.)
Otras pudieran encontrarse más significativas, y ya el Marqués de Valmar, en el estudio preliminar de las Cantigas de Alfonso el Sabio (pág. 178 de la tirada aparte), notó la gran semejanza entre dos lindísimos versos de Berceo, que citaré después, y estos de G. de Coincy:
La
langue avoit aussi
vermeille Pero precisamente en esta leyenda, como en casi todas, hay gran divergencia en otros detalles. Según Gautier, había cinco rosas en la boca del clérigo difunto, según Berceo, una sola flor. [p. 183]. [1] . Reservando para la sección de poemas épicos y narrativos las leyendas más largas de Berceo, entre las cuales sobresale el Milagro de Teófilo (cantado ya por la monja Rosvita en el siglo X), insertaremos aquí, como muestra de su estilo legendario y de la facilidad de su versificación, el milagro XIV, no por otra razón que por ser uno de los más breves:
Sant Miguel de
la Tumba es un grant
monesterio, [p. 184]. [1] . No tengo por imposible que Berceo conociese los Miracles, de Gautier de Coincy, pero lo creo muy improbable por las razones siguientes: 1.ª Nada hay en todo el resto de las obras de Berceo que indique conocimiento de la literatura vulgar francesa. La mención de los maestros de Francia en el Duelo de la Virgen (copl. 6) se refiere a los teólogos de la Universidad de París, no a los poetas franceses. 2.ª Berceo y Gautier son estrictamente contemporáneos, puesto que el segundo vivió desde 1177 a 1236. No parece natural que su libro, que es una de tantas colecciones de milagros, menos copiosa que otras, pudiera llegar en tan breve tiempo a manos de un oscuro clérigo de la Rioja, ni se ve razón alguna para que le prefiriese a los hagiógrafos latinos, que eran su principal lectura. 3.ª Gautier de Coincy declara terminantemente que no ha hecho más que traducir del latín sus milagros:
Miracles
que truis en Latin, Existía, pues, un texto latino, que Berceo pudo manejar lo mismo que Gautier, sin conocer la traducción de éste, lo cual explicaría las semejanzas entre uno y otro poeta. 4.ª Dados los procedimientos difusos y amplificadores de Berceo, era de suponer que sus leyendas fuesen mucho más largas que las del prior francés, y vemos que sucede todo lo contrario. Berceo es siempre mucho más breve y sobrio. La leyenda de Teófilo tiene 2090 versos en Gautier de Coincy, 657 en Berceo. La de San Ildefonso 1350 en el primero y sólo 108 en el segundo. La diferencia es tan enorme, que no puede salvarse con el distinto sistema de versificación; pues aunque Gautier escribe en versos cortos y Berceo en alejandrinos, la estrofa que emplea hace que sean ripio gran parte de sus versos.
[p. 186].
[1]
.
Quando veno la noch la
ora que dormiessen, [p. 187]. [1] . Este realismo llega a términos increíbles en algunas leyendas, especialmente en la de la abadesa:
Fol
creçiendo el vientre en
contra las terniellas,
[p. 188]. [1] . Vid., entre otros, Hagen, Der Roman von König A pollonius von Tyrus in seinen verschiedenen Bearbeitungen, Berlín, 1878, y S. Singer, Apollonius von Tyrus, Untersuchungen über das Fortleben des antiken Romans in spätern Zeiten, Halle, 1895.
[p. 191]. [1] . El poema de Apollonio, indicado muy vaga e inexactamente por Rodríguez de Castro en su Biblioteca Española (tomo II), fué sacado a luz en 1844 (Revista de Madrid) por D. Pedro José Pidal, conforme a un códice escurialense que contiene también la Vida de Santa María Egipciaca y la Adoracion de los Santos Reyes. Janer enmendó bastantes lugares evidentemente errados de esta edición príncipe, pero la verdad es que el Apollonio reclama, como todos nuestros poemas anteriores al siglo XV, una nueva y más severa revisión crítica.
[p. 191].
[2]
.
Que conteçió de
Elena non lo podemos
saber:
Veyan que Omero
non mentira en nada,
[p. 192]. [1] . Esto es , de memoria.
[p. 194]. [1] . El mismo autor del poema parece contar con cierto escrúpulo estas raras ficciones, dignas de la Historia Verdadera, de Luciano, o de las modernas novelas de Julio Verne:
Unas
façianas suelen las
gentes retraer, (Copls. 2141 y 2142.) Todo lo que averiguó Alejandro en esta expedición submarina, es que los peces grandes se tragan a los pequeños. No es menos extravagante el viaje aéreo:
Fizo
prender dos grifones que
son aues ualientes: (Copls. 2333 a 2340.)
[p. 196]. [1] . Alexandre le Grand dans la littérature française du Moyen - Age. (Vieweg, 1880.) [p. 197]. [1] . El episodio de Troya se supone referido por el mismo Alejandro a sus capitanes, contemplando las ruinas de aquella ciudad famosa:
La
proçession andada, fizo
el rey sermon (Copl. 311.)
[p. 198]. [1] . Nada decimos de las dos muy bellas y elocuentes cartas en prosa de Alejandro a su madre, que se leen al fin del poema, pero que no tienen con él más relación que la muy fortuita de haber sido copiadas en el mismo códice y de referirse al mismo personaje. Zacher demostró en su Pseudo-Callistenes que estas cartas proceden de una famosa colección árabe de Sentencias morales de los antiguos filósofos, formada por Honein ben Ishak y conocida especialmente por la traducción hebrea de Judá Alcharisi de Lunel, que se remonta a principios del siglo XIII. El texto castellano de la primera carta es idéntico al que se lee en los Bocados de oro, en el capítulo de los dichos y castigamientos de Alexandre filosofo é sabio. El texto de la segunda procede de otra compilación no menos célebre, la titulada Poridat de las Poridades y en latín Secretum Secretorum. Todos estos puntos han sido puestos en claro por Knust en un artículo del Jahrbuch, tomos X y XI. Por lo demás, las cartas son de las más bellas muestras de la prosa castellana del siglo XIII, y no sin razón las incluyó Capmany en su Teatro histórico-crítico de la Elocuencia.
[p. 199]. [1] . Sirvan de muestra los siguientes, tomados al acaso:
Yua uertiendo
fuegos, a Darío
alcançando (Copl. 1262.)
Ante llegó el
miedo que non el
appellido. (Copl. 622.)
Tal es la tu
uentura e el to
prinçipado (Copl. 2366.)
[p. 205]. [1] . Es muy curiosa para la arqueología artística la enumeración de los instrumentos que tocaban:
El pleyto de ioglares
era fiera nota, (Copl. 1383.)
[p. 207].
[1]
.
Tan
grande era la priesa que
avyan en lidiar,
(Copl. 312.)
(Copl. 57.) (Copls. 156-157)
Varones
castellanos, este fué su
cuydado, (Copl. 172.) Quando dezía Castylla, todos con él esforçavan (Copl 263.) [p. 207]. [3] . Estas imitaciones comienzan desde los primeros versos del poema:
En el
nonbre del Padre que
fizo toda cosa, El tesoro hallado en las tiendas de Almanzor, se compara con los de Alexandre y Poro, y el autor repite, acomodándolos a su propósito, versos enteros del Poema de Alexandre:
Non
cuentan dAlexandre las
noches nin los días,
[p. 208].
[1]
.
Carlos, Valdouinos,
Roldan, e Don Ojero, (Copl. 352.) [p. 209]. [1] . ¡Lástima que el texto del códice escurialense que contiene el Poema de Fernán González sea tan incorrecto, y esté incompleto al final, además de otras varias lagunas! Fué ya conocido, pero no publicado, por Sánchez. En 1829 los traductores españoles del Bouterweck dieron de él copiosos extractos. Pero no se imprimió entero hasta 1861, en que le insertaron los señores Zarco del Valle y Sancho Rayón en el tomo I del Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, siguiendo la copia de don Bartolomé José Gallardo. En 1864 volvió a publicarle Janer, sin hacer mérito para nada de la edición anterior, que no es mucho más imperfecta que la suya. Además le dió el título caprichoso, y sobremanera inadecuado de Lehendas, del Conde Fernán González, como si la palabra leyenda, introducida en la crítica literaria por la escuela romántica, pudiese tener tal sentido en un poema del siglo XIII. [p. 210]. [1] . El Yusuf fué transcrito en letra vulgar por nuestro arabista D. Pascual Gayangos, y comunicado por él a Jorge Ticknor, para que lo insertara en los apéndices del tomo III de su History of Spanish literature. Las ediciones posteriores repiten la lección de ésta. Se ha publicado también recientemente el texto en caracteres arábigos. [p. 210]. [2] . Publicada la primera vez por Janer (1864) según una mala copia del siglo pasado. El códice original existía en San Martín, de Madrid, en tiempo de Sánchez, pero hoy se ignora su paradero.
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