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Cuando leemos las viejas colecciones de documentos medievales, especialmente aquellas que recogen tipos variados, de índole sobre todo privada, transacciones y otras operaciones de la vida ordinaria, nos damos cuenta de cómo, a medida que avanza el siglo XIII, el latín, ya bastante romanceado, va cediendo su puesto a un castellano que no es ahora el impreciso y polimórfico de la época de orígenes, sino una lengua progresivamente fijada, bastante estable, presta para servir en usos que abarcan desde lo doctrinal a lo narrativo, lo histórico, cualesquiera campos de la expresión escrita. Al llegar a mediados de este siglo xiii, toda esta actividad de fijación de la lengua encuentra la figura directora de un hombre que atendió más a los intereses de la cultura que a los de la guerra, que no disfrutó, sin embargo, de la paz y que nos ha dejado una de las obras escritas más Importantes de la historia de España y su ciencia. Este hombre, que fue rey, que no logró ser emperador, que murió amargado por enfrentamientos civiles, y que debió sentir el peso del fracaso, logró, sin embargo, algo que muy pocos seres humanos son capaces de conseguir: la reforma de su propia lengua, la primera reforma del castellano. La figura del rey Alfonso X el Sabio es imprescindible para entender este proceso. Su preocupación y sus Intervenciones conscientes en las decisiones lingüísticas hicieron que la fijación de la lengua romance de Castilla y León se lograra en poco tiempo y con un esfuerzo moderado, en un notable proceso de reforma y modernización.
Labor de equipo Todo ello no surgió de la nada, al contrario: el rey actuó dentro de una tradición que le ofrecía ya una serle de textos, especialmente traducciones, en alguno de los cuales había tenido parte decidida con anterioridad a 1252, cuando aún era Infante. Se habla también mucho de la labor alfonsí sobre el romance, y con ello se da la falsa impresión de que su actitud fue negativa hacia el latín, lo cual es inexacto. No cabe duda de que, al impulsar las traducciones del árabe hacia el castellano, y no hacia el latín, el rey se convirtió en el motor de un cambio sustancial, que no culminaría hasta el siglo xviii, por lo menos; pero, simultáneamente, sabemos cómo, preocupado por la degradación del latín, también se ocupó activamente de esta lengua. Toledo, desde su reconquista por Alfonso VI en 1085, se había convertido en un importante centro cultural. Allí pudo el Rey Sabio perfeccionar el sistema de estudio, traducción y trabajo, creando una auténtica escuela, a la que se debe una de las contribuciones más importantes de España a la cultura de Occidente, una vez más sirviendo a su destino de enlace entre Oriente y Europa. Su actitud —y la de sus colaboradores— se plasma en textos como el de la General Estoria que citamos: El Rey faze un libro, non porquel escriua con sus manos, mas porque compone las razones del, e las enmienda e yegua «iguala» e enderça [endereza], e muestra la manera de como se deuen fazer, e desi [según esta manera] escriuelas qui el manda, pero [sin embargo] dezimos por esta razón que el faze el libro. Aunque en la obra de Alfonso X hay una parte original y otra traducida, lo cierto es que para ambas eran necesarias las traducciones. El concepto de originalidad medieval, muy distinto del nuestro, había de incluir el obligado tratamiento de los temas de los grandes autores, el respeto a las fuentes, para permitir un escaso margen entre la abreviación y la amplificación. Por ello es muy importante saber cómo trabajaba el taller alfonsí, y quiénes eran los encargados de sus distintas misiones, mencionados, con frecuencia, en los prólogos, cuya lectura nos transmite una asombrosa idea de equipo. Bastarán como ejemplo los ordenamientos que preceden al prólogo de los IV Libros de las Estrellas de la Ochava Esfera: En nombre de Dios amen. Este es el libro de las figuras de las estrellas fixas que son en ell ochavo cielo, que mandó trasladar de caldeo e de arábigo en lenguage castellano el rey D. Alfonso, et trasladólo por su mandado Yhuda el Coheneso, su al faquín, et Guillen Arremón d'Aspa, so clérigo. Et después lo endreçó [corrigió], et lo mandó componer este rey sobredicho, et tollo [quitó] las razones [expresiones] que entendió eran sobejanas [sobradas], et dobladas et que non eran en castellano drecho, et puso las otras que entendió que cumplían; et quanto en el lenguage, endreçolo él por sise [por sí mismo]. Et en los otros saberes hobo por ayuntadores a maestre Joan de Mesina, et a maestre Joan de Cremona, et a Yhuda el sobredicho, et a Samuel. El texto citado ofrece varios puntos de interés: se hizo una primera traducción (por dos trasladadores), en 1256; el rey, luego, mandó componerlo e intervino junto con los enmendadores, y, finalmente, intervinieron los ayuntadores, de modo que se terminó el libro en 1276, veinte años después. El trabajo de traducción, deducimos, no era seguido: puede que cada traductor hiciera una parte, o que uno —seguramente el judío— tradujera en voz alta y el cristiano escribiera; pero ambos trabajaban sobre el texto. Como resultado daría una serie de fragmentos que era necesario corregir y redistribuir, momento en el que se añadirían los comentarios, apostillas y notas de los ayuntadores de los otros saberes. La intervención del rey, por su parte, tiene dos aspectos: hacer que el texto fuera inteligible, eliminando el sobrante y las repeticiones, y hacer un texto correcto; el primero corresponde a la preocupación por el lector, mientras que el segundo manifiesta su preocupación por la lengua. El abundante número de personas que intervienen en una obra, y el hecho de que no todas fueran revisadas y corregidas hace que se presenten muchas .diferencias lingüísticas en los textos alfonsíes. Nada más lejos de la realidad que una lengua castellana uniforme en estos libros. Rafael Lapesa ha estudiado recientemente la contienda de normas en el castellano alfonsí, a propósito de la pérdida extrema de la vocal final (apócope): no se trata, nos dice, de oposición entre las generaciones viejas y la generación del rey, sino entre dos tradiciones prestigiosas: en la primera coinciden la influencia europea y monacal de franceses y provenzales y la semítica, bíblica y científica de árabes y hebreos que son adecuados exponentes de la convivencia entre las gentes de su reino; en la segunda, en cambio, se muestra un lenguaje más llano, con una estructura silábica del tipo actual, en la que sólo se perdían las vocales finales tras las mismas consonantes que hoy van en posición final. El rey prefería la segunda, aunque no la impuso: la evolución posterior del idioma ha confirmado su excelente visión del futuro de la lengua. El mismo autor ha señalado, en su Historia de la Lengua, cómo se encuentran aragoneses y occitanos en el Libro de las Cruzes, el de la Acafeha y el de la Ochava Espera, en cuyas traducciones intervinieron Juan y Guillén Arremón de Aspa, de nacimiento u origen gascón y Bernaldo el arábigo, cuyo nombre era propio de francos en el siglo xiii.
Situación del romance El papel de los judíos tampoco es desdeñable; su pericia como traductores estaba bien contrastada y, además, influyeron notablemente en las ideas del rey, como puso de manifiesto Américo Castro. Se ha repetido mucho que no debieron ser ajenos a la elección del castellano en vez del latín, lengua litúrgica cristiana, que no sería muy de su agrado. Conviene repasar ahora la situación de la lengua romance cuando el príncipe, todavía bajo el reinado de su padre, Fernando III el Santo, empieza a preocuparse por las actividades intelectuales. Las lenguas de la poesía lírica eran el catalán y el gallego; la segunda de ellas era más usada por los poetas de Castilla, entre los que hay que Incluir al propio rey. De los primitivos dialectos castellanos el triunfante era el burgalés, como base de una amalgama de interinfluencias en las que la difusión de la poesía épica —como actividad más propiamente castellana —tuvo una importancia crucial. La koiné castellana estaba abierta no sólo al influjo gascón, provenzal, francés o catalán, por el este, y al astur-leonés y gallego por el oeste, sino también al del árabe, cuya posición geográfica y cultural lo convierten en lengua fundamental de cultura. La conquista de Toledo por Alfonso VI (1085) había hecho variar esencialmente la distribución de fuerzas en la Península y en toda la Europa cristiana. La importancia de la otra gran lengua de cultura, el latín, y su continua influencia en las lenguas romances no precisan demostración. A mediados del siglo xiii, la conciencia de que las lenguas- romances y el latín eran sistemas lingüísticos distintos estaba plenamente formada: pocos años antes Berceo había diferenciado el román paladino del pueblo del latino de los escritos cultos; la propia acción cultural alfonsí distingue cuidadosamente la empresa castellana de la preocupación por el latín.
Intervención de Alfonso X Los historiadores del xvi y sus continuadores han querido plasmar esa diferenciación en la forma de un decreto en el que el todavía infante habría dispuesto que los documentos públicos de los notarios reales se escribieran en castellano y no en latín. Los datos objetivos que conocemos, expuestos con maestría por Fernando González Ollé, nos permiten considerar estas afirmaciones como legendarias: ahora bien, la inexistencia de una disposición legal concreta no es óbice para que interpretemos en este sentido toda la actividad lingüística del rey; para él la lengua de su reino, en todas las esferas, era el castellano. Para escribir esta lengua, se encuentra el rey con un sistema ya casi totalmente establecido, bastante bien adaptado a la fonología del castellano medieval, con grafías específicas, como ç, z o ch para sonidos que no existían en latín, y con otras adaptaciones para expresar por escrito las peculiaridades fonológicas del romance, con sus sibilantes y palatales sordas y sonoras, por ejemplo. Este sistema gráfico se conservará, en lo fundamental, nada menos que hasta el siglo xviii, aunque ya en el siglo xv vaya dejando de ser adecuado a la fonología del español clásico y, en consecuencia, se produzcan variaciones gráficas tan significativas como asistemáticas.
Innovaciones Lo dicho para la grafía vale en buena medida para la morfología, ya básicamente establecida, aunque conservará algunas vacilaciones, como en los verbos en —IR, que sólo el paso al español clásico irá deshaciendo, y no totalmente. Frente a estos dos primeros campos, en los que la lengua había llegado a una situación estabilizada, las innovaciones más llamativas son, sin duda, las que afectan a la sintaxis y al léxico. La primera se nos muestra muy evolucionada, con interesantes manifestaciones del influjo de la prosa árabe, en la colocación del verbo al principio de la construcción, en la redundancia pronominal, especialmente con el relativo, y otros fenómenos que, a menudo, apoyan posibilidades o tendencias que ya estaban presentes en alguna variedad del latín, reforzándolas. No olvidemos que era necesario crear una prosa científica, que exige patrones lógicos, y esquemas oracionales que permitan al lector la fácil comprensión de las ideas vertidas. Estos aspectos sintácticos, estudiados por Lapesa, Galmés, Niederehe, Bossong y el autor de estas breves páginas, no son tan llamativos como los léxicos, o los semánticos, donde nos encontramos con innovaciones palpables; pero tienen una influencia decisiva en la fijación de la lengua. El léxico, por su parte, ha de reflejar una doble actividad: la de recepción y la de creación. En la fase receptiva destaca el incremento de arabismos, necesarios para los nuevos conceptos y sus matices, que recogen los cambios sociales: Almocadenes llaman agora a los que antiguamente solien llamar cabdiellos de las peonadas. La fase creativa, como enseña Lapesa en su estudio del Setenario, no sólo se caracteriza por la introducción del nuevo léxico técnico científico a partir del latín, libertad, mineral, o del griego, clima, sino también por una cuidadosa distribución en campos conceptuales, que abarcan numerosos matices: ninnez, moçedat, mançebia, omne con sesso, veiedat y fallesçimiento, decrepitud.
Las
siete letras del nombre de Alfonso, como el rey descubrió (sigue
recordándonos Lapesa),
empiezan y acaban por el alfa y
la omega. No
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