XI. EPIGRAFÍA Y LENGUA: EL CELTIBÉRICO Y LAS LENGUAS INDOEUROPEAS EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

La existencia de diferentes lenguas de tipo indoeuropeo en la Península Ibérica es conocida a través de los testimonios epigráficos indígenas y de la onomástica presente en las inscripciones latinas y las fuentes literarias. Además, el vocabulario y la onomástica, sobre todo la toponimia, conservados en las lenguas vivas peninsulares, también aportan una valiosa información al respecto.

Pero los documentos epigráficos en lenguas indígenas indoeuropeas ofrecen una distribución geográfica mucho más restringida que la deducida de otras fuentes indirectas (fig. 5) (vid. capítulo II,1.2), lo que puede atribuirse a que buena parte de la Hispania indoeuropea careció de escritura hasta la llegada de los romanos, y que cuando se produjo la adopción, salvo algunas excepciones, la lengua utilizada era ya la latina (nota 1).

Dos son, básicamente, las áreas epigráficas en lengua indígena en la Hispania indoeuropea (nota 2): la celtibérica, definida a partir de una serie de textos en lengua céltica y escritura ibérica o latina localizados en las tierras de la Meseta Oriental y el Valle Medio del Ebro, y la lusitana, circunscrita a las tierras del Occidente peninsular, conocida por una serie de inscripciones en una lengua indoeuropea diferente de la celtibérica, escritas en alfabeto latino.

Del Suroeste procede un conjunto epigráfico en una escritura derivada de la fenicia, generalmente vinculado con una lengua no indoeuropea, para el que se ha planteado recientemente la posibilidad de que corresponda a una lengua de tipo indoeuropeo, quizás céltica.

 

1. EL «EUROPEO ANTIGUO»

Las evidencias más antiguas de la indoeuropeización de la Península no proceden, sin embargo, de los documentos epigráficos en lengua indígena, sino que pueden detectarse en una serie de topónimos, principalmente hidrónimos, de carácter muy arcaico, formados por la repetición de una serie de raíces, como *av- o *ab-, *ad-, *al(-m)-, *ar-, *arg-, *kar-, *nar-, *sal-, *sar-, etc., precedidas generalmente de los sufijos -i-, -k-, -l-, -m-, -n-, -nt-, -r-, -s-, -st- y -t- (de Hoz 1963: 228 ss.).

Este sistema hidronímico sirvió a H. Krahe (1954 y 1964) para definir lo que denominó «antiguo europeo» (Alteuropaisch), esto es, una lengua indoeuropea posterior al indoeuropeo común, pero todavía poco diferenciada, y anterior a las primeras manifestaciones de las lenguas indoeuropeas occidentales, entre las que se halla incluida el celta, teoría que en estos términos no se puede aceptar.

La distribución peninsular de estos hidrónimos es bastante extensa (de Hoz 1963) destacando una mayor densidad en el ángulo Noroeste y su presencia en zonas lingüísticamente no indoeuropeas, como el Levante y Cataluña. Resulta significativo el vacío que se observa en el cuadrante suroccidental, quizás debido a la situación marginal de esta zona respecto a los pasos pirenaicos tradicionalmente interpretados como las vías de acceso de los influjos indoeuropeos a la Península Ibérica.

Con independencia de las críticas a la teoría propuesta por Krahe, sí parece clara la mayor antigüedad de la lengua o lenguas de los hidrónimos respecto de las restantes lenguas indoeuropeas peninsulares, estando la reIación entre todas ellas aún por determinar.

De acuerdo con Tovar (1985: 251) y de Hoz (1983: 364 y 1986c: 17), no habría que descartar la posibilidad de identificar el «antiguo europeo» con el lusitano, habiendo éste evolucionado desde aquél de forma más o menos autónoma. No obstante, F. Villar (1990: 368; 1991: 460 ss.) considera que la lengua (o las lenguas) de los hidrónimos sería distinta tanto del celtibérico, y en general de todas las lenguas celtas, como del lusitano, ambos caracterizados desde el punto de vista fonético por la diferenciación de la vocales /a/ y /o/, frente al «antiguo europeo» en el que dichas vocales se confunden en /a/, conservando también, al igual que ocurría en el lusitano, la antigua /p/ indoeuropea (raíces *pel-, *pal-, v.gr. Pallantia). El carácter diferenciado del «antiguo europeo» vendría confirmado, además, por su propia distribución geográfica, más extensa que la ofrecida por las rest antes lenguas indoeuropeas documentadas en la Península.

Villar (1991: 461 ss.) señala la vinculación a este horizonte de una serie de elementos onomásticos que se dis tinguen por conservar la /p/ inicial e intervocálica, y por su carácter /a/. Topónimos como Pallantia, Segontia Paramica, etc., an-tropónimos como Pintamus, Apinus, etc., o la actual palabra páramo, constituirían así un préstamo del «antiguo europeo» a las lenguas indoeuropeas peninsulares más modernas (el lusitano y el celtibérico).

 

2. EL LUSITANO

Se denomina así a una lengua de tipo indoeuropeo occidental conocida principalmente a partir de tres inscripciones escritas en alfabeto latino, dos de ellas incluso con una introducción en lengua latina, datadas con posterioridad al cambio de era (ca. siglo II d.C.), las rupestres de Lamas de Moledo (Viseu) y Cabeço das Fraguas (Guarda), ésta con seguridad de carácter votivo (nota 3), y la actualmente desaparecida, pero de la que se conservan algunas copias, de Arroyo de la Luz (Cáceres) (nota 4). La distribución geográfica coincide con la atribuida por las fuentes literarias a los lusitanos históricos, asentados en las tierras situadas entre los cursos inferiores del Duero y del Tajo, así como en la margen izquierda de este último (Tovar 1985; Schmidt 1985; Gorrochategui 1987; Untermann 1987).

Esta lengua presenta una serie de características que la diferencian del celtibérico, si bien, debido sobre todo a la escasez de datos, existen divergencias importantes al intentar establecer la relación entre el lusitano y las restantes evidencias lingüísticas indoeuropeas en la Península Ibérica. Sus rasgos más significativos, de acuerdo con los autores que han abordado su estudio (nota 5), son:

a) mantenimiento de la /p/ indoeuropea, en posición inicial e intervocálica, a diferencia del celta que la pierde en estos contextos (lus. porcom «puerco», irl. orc «cochinillo»).

b) conservación del diptongo /eu/, frente al celta, en el que se produce el paso a /ou/.

c) el nominativo plural de la declinación en -o, con desinencia -*oi, documentada en celta así como en otras lenguas indoeuropeas como el latín o el griego, pero no en celtibérico (= -os).

d) utilización de la conjunción copulativa indi, desconocida en las lenguas célticas (celtib. -cue y uta) pero presente en las germánicas.

e) desarrollo de una forma de presente de la raíz *do «dar», sin paralelos en celta.

Estos rasgos, junto con otros menos contrastados como el tratamiento de las sonoras aspiradas, llevaron a Tovar (1985; etc.), al que han seguido otros investigadores (Schmidt 1985; Gorrochategui 1987; de Hoz 1983: 362; Villar 1990: 365 ss.; Idem 1991: 454 ss.), a considerar al lusitano como una lengua indoeuropea diferente del celt a, más arcaica y conservadora que la, según él, única lengua céltica peninsular: el celtibérico.

La posición de Tovar se hace eco, en general, de las viejas tesis que abogaban por la existencia de una primera invasión indoeuropea, que inicialmente se relacionó con los Ligures y más tarde con los Ilirios, anterior a la protagonizada por los Celtas. Este estrato antiguo de indoeuropeización se solía vincular a un conjunto onomástico caracterizado por conservar la /p/ indoeuropea, en el que se incluían topónimos como Segontia Paramica, Pallantia, Pisoraca, etc., antropó-nimos como Pisirus, Pintamus, Pellius, Apinus, etc., teónimos como Poemana o Paramaecus, étnicos como Pelendones, Praestamarci o Paesici, y la palabra actual páramo. Su dispersión excede con mucho el área lingüística lusitana, si bien queda circunscrita en gran medida a la Hispania indoeuropea, observándose su menor concentración en el territorio celtibérico.

Un planteamiento diferente es el defendido por Untermann (1962: 71; 1987), quien considera que el lusitano pertenecería a la subfamilia celta -vid. , asimismo, Prosdocimi (1989: 202 ss. y 1991: 56) y Anderson (1988: 95 ss.)-. Los argumentos aducidos serían:

a) la conservación de la /p/ indoeuropea en los referidos contextos no resulta un rasgo determinante en contra del celtismo de la lengua lusitana. El lusitano sería un dialecto celta de tipo arcaico que habría mantenido la /p/. Esto mismo es defendido por Evans (1979: 114 s.), quien advierte de los peligros de aplicar «al celta continental los criterios clasifica-torios del celta insular, mucho más reciente» (nota 6).

b) similitudes en el léxico con las lenguas celtas. Este sería el caso de trebo- o crouceai.

c) dada la escasez de datos, debido al número reducido de evidencias en lengua lusitana, Untermann propone la utilización de la onomástica personal de la Hispania indoeuropea como fuente alternativa. Destaca la gran homogeneidad en su distribución geográfica, a pesar de que ciertas series de antropónimos parecen circunscribirse a áreas geográficas concretas (v.gr. Tancinus y Tongetamus a la Lusitania central; etc.).

d) esa uniformidad de la Hispania indoeuropea, puesta de relieve con los antropónimos, es confirmada por la distribución de los topónimos, tan típicamente celtas, en -briga (vid., al respecto, de Hoz 1993d: 12 ss.). Aparecen distribuidos por todo el territorio indoeuropeo (fig. 6,A), estando bien documentados en el Occidente, englobando el área lingüística lusitana. En este mismo sentido, cabría señalar el caso de los topónimos en Seg- y en -ama, de dispersión más restringida.

Para Untermann (1962: 71) tan sólo habría habido una invasión indoeuropea en la Península Ibérica. La propia evolución de esa lengua original, de tipo celta, sería la responsable de las diferencias dialectales observadas en la Península.

En un intento de minimizar los argumentos defendidos por Untermann, Tovar planteó el valor relativo de la onomástica personal, cuya evidente homogeneidad en la Hispania indoeuropea podría ser el producto de «un proceso de fusión y de acercamiento entre dos lenguas de origen diferente, aunque pertenecientes a la familia lingüística indoeuropea» (Tovar 1985: 231). En esta línea, sí parece observarse una cierta tendencia al agrupamiento en determinados antropónimos, ya señalada por el propio Untermann (1981: 28, mapas 14 ss.), que permiten hablar de una onomástica personal lusitana, lusitano-galaica, celtibérica, etc. (vid. Albertos 1983). Los topónimos en -briga, por su parte, corresponden a un momento tardío, relacionable quizás con la expansión celtibérica, conocida por otras evidencias de tipo arqueológico, o histórico, como la cita de Plinio (3, 13) respecto a los Celtici de la Beturia (vid. capítulo II,1.1b).

En lo relativo a las semejanzas de léxico entre el lusitano y el celtibérico, se ha aducido que bien pudiera tratarse de préstamos, sobre todo en el caso de nombres propios y vocabulario técnico, faltando en cambio las formas verbales y las conjunciones, mucho menos permeables en este sentido (Schmidt 1985: 330 ss).

Como puede apreciarse, el lusitano participa de ciertas características que permitirían su consideración dentro de las lenguas célticas, mientras que otras parecen aconsejar su clasificación independiente respecto de éstas. Parece evidente que únicamente con la aparición de nuevos documentos en lengua lusitana se podrá avanzar en una u otra dirección (nota 7).

De cualquier modo, el Occidente peninsular presenta una serie de peculiaridades que hacen de esta extensa zona un territorio de gran personalidad dentro de la Hispania indoeuropea. Una de las más significativas es la existencia de una teonimia característica y exclusiva de Lusitania, y de los conventos de Braga, Lugo y Astorga (nota 8). Su distribución geográfica, ocupando la fachada atlántica, con una mayor densidad en el centro de Portugal, resulta claramente excluyente con la de las agrupaciones familiares expresadas mediante un genitivo de plural (vid. capítulo II,1.2), institución indígena documentada en un territorio que excede ampliamente el restringido marco de la Celtiberia de las fuentes clásicas. Un fenómeno semejante sería el observado en relación con los castella, término equivalente al de castro, localizados en el Noroeste de la Península (vid. capítulo II,1.2). Pese a todo, ni los llamados «genitivos de plural» ni los castella, dadas sus connotaciones de tipo social, permiten sacar conclusiones fidedignas sobre la filiación de la lengua hablada en ambas zonas.

Algunos de estos teónimos, debido a su carácter genérico, podrían considerarse no como un nombre propio sino más bien como sinónimos de «divinidad». Este sería el caso de Bandue que, considerado como un nombre común, constituiría una de las escasas evidencias de la presencia de la lengua lusitana en Gallaecia (de Hoz 1986b: 37), ya constatada a través de inscripciones menores (vid. supra) cuya interpretación no siempre es segura (Gorrochategui 1993: 419). Por ello, de acuerdo con Untermann (1985b: 348), podría plantearse una uniformidad lingüística entre Lusitania y Gallaecia, más evidente en el convento bracarense (Tovar 1983a: 248 y 270), pero sin descartar la existencia de diferencias dialectales entre ambas zonas.

Si bien es cierto que algunas etimologías de los teónimos parecen no encontrar explicación en las lenguas indoeuropeas, otras presentan una clara vinculación con el celta (v. gr. Lugu, documentado, además de en la Gallaecia lucense, en la Celtiberia, o Bormanicus, relacionado con el teónimo galo Bormanus). Estas semejanzas podrían interpretarse como una prueba mas (topónimos en -briga, léxico de las inscripciones lusitanas, etc.) de la influencia en el Occidente del componente céltico/ celtibérico, aun cuando para Untermann (1985b: 354), fiel a sus planteamientos sobre la unidad lingüística de la Hispania indoeuropea, constituirían una evidencia de la conexión de estos territorios desde el punto de vista de la lengua (nota 9).

 

3. EL CELTIBÉRICO

Se trata de una lengua indoeuropea perteneciente a la subfamilia celta (vid. Tovar 1949: 21 ss. y 75 ss.; Lejeune 1955; Schmoll 1959; de Hoz 1986a; Gorrochategui 1990; etc.), con ciertos rasgos arcaicos, es decir, en «un estado de evolución anterior al que hayan logrado los dialectos celtas en Galia en el momento de su primera documentación» (Untermann 1995a: 13). El testimonio fundamental de esta lengua viene dado por una serie de documentos epigráficos, en su mayor parte de poca extensión, en escritura ibérica o en alfabeto latino (vid. Lejeune 1955; Beltrán y Tovar 1982; Untermann 1983 y 1990b; de Hoz 1986a y 1995a; Eska 1989; Gorrochategui 1990; Meid 1993, 1993-95, 1994 y 1996; Beltrán, de Hoz y Untermann 1996; etc.). La adopción del sistema de escritura ibérico (fig. 131), una combinación de alfabeto y silabario no especialmente apta para dar cabida a una lengua indoeuropea (de Hoz 1986a: 49 ss.; Idem 1988b: 147), debió producirse en un momento relativamente avanzado, seguramente el siglo II a.C. Por el contrario, los textos más antiguos en alfabeto latino y lengua indígena corresponden ya a la primera centuria antes de la era.

Desde el punto de vista diacrónico, las lenguas célticas admiten una división en dos grandes grupos: el celta continental, referido a una serie de lenguas habladas en la Antigüedad, que agruparía al celtibérico, al galo y al lepóntico, lenguas todas ellas extintas, y el celta insular, del que se conservan representantes vivos, como el gaélico, hablado actualmente en Irlanda. El peso que el celta insular ha tenido en la lingüística tradicional ha llevado a su vez a la división dialectal de la subfamilia céltica en otros dos grupos, a partir del diferente comportamiento de la labiovelar sorda indoeuropea *kw. Así, cabe hablar de un «celta-q» o goidélico y de un «celta-p» o britónico, según se haya mantenido la *kw, o haya evolucionado a /p/. El goidélico incluiría el antiguo irlandés, con el que se emparentarían el actual gaélico, el escocés y la lengua hablada hasta no hace mucho en la isla de Man. El britónico englobaría al galés, al cómico y al bretón. En cuanto al celtibérico, como se verá a continuación, se alinea con el «celta-q», mientras que galo y lepóntico lo hacen con el «celta-p». Sin embargo, hoy se tiende a minimizar el valor clasificatorio de este particular comportamiento de la *kw indoeuropea, tendiéndose más bien a su valoración conjunta con otros aspectos de la lengua céltica.

El celtibérico participa, junto con las restantes lenguas célticas, de una serie de características comunes a todas ellas (nota 10). Un atributo especialmente significativo, dado su valor clasificatorio, es el de mantener, como se ha indicado, la *kw indoeuropea, lo que ocurre en el «celta-q», frente a las restantes lenguas célticas continentales, en las que se ha producido la innovación que el paso kw > p representa. Este fenómeno se ha interpretado como una evidencia de la mayor antigüedad del celtibérico, que se habría separado del celta común con anterioridad a que se produjera la referida innovación (Villar 1991: 340 s.; vid. de Hoz 1986b: 46 ss.).

Un rasgo tenido por esencial para la definición de una lengua como céltica, común por tanto al celtibérico y a las demás lenguas del grupo celta, es el de la pérdida de la *p indoeuropea en posición inicial e intervocálica. Pero, para algunos lingüistas este proceso no sería una prueba definitiva a favor o en contra del carácter celta de una determinada lengua, ya que su presencia se podría interpretar como un rasgo de arcaísmo, propio de un estadio inicial de desarrollo dentro de las lenguas célticas. Esto permitiría vincular, como se ha señalado, una lengua como la lusitana, que no participa de esta innovación, con la subfamilia céltica.

Otras características comunes serían la fusión entre las sonoras aspiradas y las no aspiradas indoeuropeas, proceso compartido por otras lenguas indoeuropeas, como el eslavo, el báltico, etc.; el tratamiento común de las sonantes vocálicas; el pronombre demostrativo indoeuropeo *so-; etcétera.

Por otro lado, el celtibérico presenta una serie de rasgos, en su mayor parte arcaísmos, que lo diferencian de las demás lenguas célticas. Entre ellos cabe destacar:

El mantenimiento de la vocal *e: frente al celta, en el que se produce el paso *e: > *i:; el mantenimiento en celtibérico de los diptongos; el celtibérico, al igual que el lepóntico, mantiene la 'm en foral de palabra, frente al galo que en general presenta *-n; la radical diferencia en las desinencias del genitivo singular de la declinación de los temas en -o entre el celtibérico (-o) y todas las demás lenguas celtas (-i); la existencia de un caso locativo temático en celtibérico sin parangón en las restantes lenguas célticas; etcétera.

La distribución geográfica de los testimonios en lengua celtibérica ocupa un amplio territorio en el Oriente de la Hispania indoeuropea. Los hallazgos proceden de las actuales provincias de Cuenca, Guadalajara, Soria, Valladolid, Palencia, Burgos, La Rioja, Navarra, Zaragoza y Teruel, habiéndose encontrado evidencias en otras zonas más alejadas, como Ibiza o el Sur de Francia, que en ningún caso implican la extensión de la lengua celtibérica a estos territorios. Diferente es el caso de los hallazgos localizados en Extremadura y Portugal, que pueden ponerse en relación con la expansión celtibérica hacia el Occidente (vid. Almagro-Gorbea 1995d: 15), de la que Plinio dejó memoria escrita (vid. infra). La mayoría de estos hallazgos se articulan, no obstante, en torno a las cuencas altas del Tajo y Duero, y al Valle Medio del Ebro en su margen derecha, territorios que, grosso modo, coinciden con la Celtiberia de las fuentes grecolatinas (fig. 132).

La escritura celtibérica presenta ciertas peculiaridades en la forma de representar las nasales, que permiten dife renciar con claridad dos variedades epigráficas cuya distribución viene a coincidir con la división interna de la Celtiberia deducida a partir de otras evidencias (Burillo 1988f: 180 ss.; Idem 1991b: 23 s.): lo que se conoce como la Celtiberia Citerior, al Este, y la Ulterior, al Oeste (vid. capítulo II,1.1.a).

Los epígrafes celtibéricos son de distinto tipo (de Hoz 1986b y 1995a), destacando dos documentos de gran extensión interpretados como textos oficiales: los bronces de Botorrita (fig. 133,A y 134). A ellos se añaden téseras de hospitalidad (figs. 133,13, 135,1, 136,2-3 y 137-138 y lám. V11,2-3), leyendas monetales (fig. 139 y lám. VIII), grafitos sobre vasos cerámicos (fig. 140,1) o metálicos (fig. 141,1), inscripciones rupestres de carácter religioso (fig. 141,4) y estelas funerarias (fig. 142). Mención aparte merecen algunos documentos extensos de difícil interpretación (de Hoz 1995c: 13 s.), como el llamado «bronce Rers» (fig. 135,2) y, quizás, el conocido como «bronce de Cortono» (fig. 136,1), al carecer de la fórmula que permite su identificación como téseras de hospitalidad (Gorrochategui 1990: 293, nota 8; Burillo 1989-90: 328).

En las líneas que siguen, se ofrece una breve referencia a los epígrafes mencionados (nota 11):

1) En primer lugar hay que mencionar una pieza excepcional, el bronce de Botorrita 1 (fig. 133,A) (de Hoz y Michelena 1974; Beltrán y Tovar 1982; Eska 1989; Meid 1993 y 1994: 7 ss.), uno de los textos más importantes de todo el mundo céltico continental y, hasta la reciente aparición del tercer bronce de Botorrita (Beltrán, de Hoz y Untermann 1996), la inscripción indígena más extensa de todas las halladas en la Península Ibérica. Encontrado en 1970 al pie del Cabezo de las Minas (Botorrita, Zaragoza), yacimiento identificado con la Contrebia Belaisca de las fuentes clásicas, se halló en dos fragmentos en el interior de un patio agrícola integrado en un conjunto arruinado por un incendio relacionado con los episodios sertorianos que destruyeron la ciudad (fig. 39,2) (Beltrán 1992: 59 ss.). Se trata de una gran placa de bronce de 40,50 por 9,5110,5 cm. escrita en sus dos caras y sin perforación alguna que permitiera su fijación. El texto de la cara B, el menos extenso -nueve líneas circunscritas en general al fragmento mayor (vid. de Hoz 1995a: 14 s.)-, no ofrece apenas problemas para su interpretación. Presenta una larga lista formada por 14 fórmulas onomásticas completas (nombre del individuo, su grupo familiar y el nombre del padre), seguidas de la palabra bintis, entendida como una mención de algún cargo institucional, quizás un sinónimo de magistrado (Beltrán y Tovar 1982: 77; Burillo 1988f: 184; de Hoz 1988b: 150), tal como se ha documentado en el bronce latino de Contrebia Belaisca (Fatás 1980), hallado en el mismo yacimiento que los indígenas y fechado en el 87 a.C. La cara A, la de mayor extensión -once líneas que ocupan ambos fragmentos- y la más importante desde el punto de vista de la comprensión global del texto, presenta bastantes problemas de interpretación, aunque no parece que haya dudas sobre el carácter público del documento, tal vez religioso, pudiendo tratarse quizás de una lex sacra (de Hoz 1986a: 58; Idem 1995a: 15; Meid 1993: 75 ss.; Rodríguez Adrados 1995).

El tercer bronce de Botorrita (Beltrán, de Hoz y Untermann 1996), aparecido en 1992, es una gran placa de bronce plomado de unos 52 cm. de anchura por 73 de altura grabado en una de sus caras y con orificios en su borde superior para su sujeción (fig. 134). El texto se estructura en dos líneas de encabezamiento, localizadas en la parte superior del bronce, cuyo significado resulta hasta el momento incomprensible, y cuatro columnas, de sesenta líneas las tres primeras y de cuarenta la cuarta, ocupadas en su totalidad por una lista de personas, más de dos centenares, con una importante presencia femenina, destacando asimismo la existencia de nombres personales extranjeros.

2) Las téseras de hospitalidad (fig. 133,B y lám. V11,23), en escritura ibérica o latina, constituyen quizás el tipo de documento celtibérico más interesante, remitiendo a una institución tan típicamente indoeuropea como el hospitium (vid. capítulo IX,4.5). A tenor de lo que se sabe de este tipo de documentos en el mundo clásico, donde están perfectamente atestiguadas, existirían dos piezas similares, que quedarían en posesión de los participantes en el pacto. Pese a desconocerse su contexto arqueológico, parece que serían ya de época republicana, posiblemente del siglo I a.C. La mayor parte de estas téseras, generalmente realizadas en bronce, aunque también se conozca alguna en plata (fig. 138,6), presentan figuras zoomorfas, siendo la más representada el jabalí (fig. 137,5-6), documentándose asimismo toros (fig. 137,1-4 y lám. V11,2), aves de distinto tipo (fig. 138,3), peces (fig. 138,2), delfines, o un animal indefinido en «perspectiva cenital» (fig. 138,1 y lám. VII,3), representación característica del arte celtibérico (fig. 102,13) (Romero y Sanz 1992). Igualmente se conocen figuras geométricas (fig. 136,2), manos entrelazadas (fig. 138,4-5) o, incluso, una cabeza humana (fig. 138,6), no faltando las sencillas placas cuadrangula-res (figs. 135,1 y 136,3).

En su mayoría, las téseras celtibéricas presentan poca extensión, aun cuando se hayan encontrado algunas, entre las que destaca el bronce de Luzaga (fig. 135,1; lám. VII, l), de texto más largo, pero, por ello mismo, de interpretación más complicada. De acuerdo con su contenido, se pueden dividir en dos grandes grupos (de Hoz 1986b: 68 ss.; ídem 1995a: 11 ss.). El primero de ellos (Untermann 1990b: 357 ss.), incluye las inscripciones más breves, en las que se hace referencia únicamente a uno de los participantes, que puede ser un individuo particular, una agrupación familiar, o una ciudad (figs. 136,3, 137,1,2,4,6 y 138 y lám. V11,2-3).

El segundo, generalmente de inscripción más extensa, menciona explícitamente a los dos participantes en el pacto (Untermann 1990b: 360 ss.), de los que uno suele ser un particular o un grupo familiar, mientras el otro es normalmente una comunidad política (fig. 136,2 y 137,3). Dentro de este grupo se podrían incluir también las téseras más extensas (fig. 135,1 y 137,5; lám. VII,1) (Untermann 1990b: 366 ss.), que tienen una estructura semejante, si bien, como ocurre con la de Luzaga, pueden presentar una mayor complicación al añadir un tercer elemento, entendido como un testigo o garante del pacto.

Los documentos de hospitalidad contienen, en ocasiones, además de la fórmula onomástica -completa a veces e incompleta otras- o del nombre de la ciudad participante, una serie de palabras pertenecientes al lenguaje institucional e interpretadas como sinónimo de tésera de hospitalidad: karuo kortika.

3) Las leyendas monetales (fig. 139 y lám. VIII) tienen un interés especial dada su relevancia en el proceso de desciframiento de la escritura ibérica, logro que resultó fundamental para la delimitación de las diferentes áreas lingüísticas prerromanas de la Península Ibérica. Se conocen casi medio centenar de cecas, algunas de ellas identificadas con ciudades atribuidas a los Celtíberos por las fuentes literarias, que, según Untermann (1975), aparecen distribuidas en diversas regiones: Ebro, Celtiberia Septentrional, Jalón y Henares.

Este tipo de inscripción presenta un repertorio limitado de opciones: étnicos o topónimos, acompañados a veces de signos aislados o abreviaturas. De acuerdo con la visión tradicional, las leyendas serían (de Hoz 1986a: 66): un topónimo en nominativo de singular (konterbia = Contrebia), un topónimo en genitivo de singular (sekotias lakas = de Segontia Lanka), un étnico en nominativo de plural (sekisamos = los de Segisama) o un étnico en genitivo de plural (kontebakom, de los de Contrebia), aunque recientemente Villar (1995d) ha propuesto una nueva interpretación gramatical de las leyendas en consonancia con los usos monetales grecorromanos, utilizándose de esta forma nominativos de singular, ablativos de singular o genitivos de plural del topónimo y adjetivos en nominativo de singular concertando con el apelativo «moneda, metal, etc.».

Parece que el inicio de las acuñaciones de las cecas celtibéricas tuvo lugar en la primera mitad del siglo II a.C., fecha admitida de forma general para las de sekaisa, la Segeda de las fuentes clásicas.

4) También está documentado entre los Celtíberos un fenómeno tan habitual como es la realización de grafitos sobre vasos cerámicos (Untermann 1990b: 369 ss.; de Hoz 1995a: 6 s.; Burillo 1993-95), algunos de ellos simples marcas o signos interpretados como símbolos de propiedad. Entre los grafitos celtibéricos destacan los conjuntos procedentes de Botorrita (Beltrán 1996: 19 ss.), en su mayoría marcas o abreviaturas sobre cerámica campaniense, y Numancia (fig. 140), que incluyen letras sueltas y textos sobre diferentes tipos de recipientes. Los grafitos numantinos están fechados en su mayoría en el siglo I a.C., rebasando en ocasiones el cambio de era y llegando incluso hasta los primeros años del siglo II d.C. (Arlegui 1992a); en algunos casos, de Hoz (1986a: 58 ss. y 96; ídem 1995a: 7) ha visto no una referencia a su hipotético propietario individual sino al grupo familiar en el que éste se integra.

En cuanto a las inscripciones sobre vasos metálicos, la fórmula onomástica usual aparece grabada sobre un plato de bronce de Gruissan, en el Sur de Francia (Siles 1985; de Hoz 1986a: 60), o sobre una pátera argéntea de Monsanto da Beira (Castelo Branco) (fig. 141,1) (Gomes y Beiráo 1988; Untermann 1990b: 352 s.). Estos ejemplares bien podrían interpretarse, dada su distribución geográfica, como evidencias de relaciones comerciales o, por lo que respecta al ejemplar portugués, como una muestra más de la expansión celtibérica hacia el Occidente.

Cabe referirse asimismo a las marcas documentadas sobre pesas de telar (fig. 106), destacando un importante conjunto procedente de Numancia (Arlegui y Ballano 1995), que en algún caso se ha podido interpretar como la abreviatura de un nombre (de Hoz 1995a: 7).

A ellas cabe añadir un conjunto heterogéneo de soportes (de Hoz 1995a: 7): una fusayola procedente de Arcobriga con inscripción (fig. 141,3), un dado de piedra arenisca de Numancia con signos (fig. 141,2) o las basas y fustes de columnas de Contrebia Belaisca con marcas (Beltrán 1983b: 103 ss.; Beltrán 1996: 19).

Finalmente, con este grupo hay que relacionar dos páteras con escritura latina halladas en Termes, que quizás pudieran interpretarse como sendas ofrendas (de Hoz 1995a: 7).

5) De carácter religioso, a pesar de las dificultades de comprensión, serían algunas de las inscripciones rupes tres de Peñalba de Villastar (Teruel), que incluyen una veintena de epígrafes en lengua celtibérica (de Hoz 1995a: 8 s.; Untermann 1995b: 200 s.; etc.). Este es el caso de la llamada «inscripción grande» (fig. 141,4), un texto en alfabeto latino en el que se menciona en sendas ocasiones al dios céltico Lugu (vid. capítulo X,1) (Tovar 195556 y 1973; Untermann 1977; Marco 1986). Junto a este interesante conjunto epigráfico puede citarse la inscripción en caracteres ibéricos de la cueva burgalesa de San García (Albertos 1986; de Hoz 1995a: 8).

6) Otro conjunto de inscripciones lo constituyen las lápidas funerarias (de Hoz 1986a: 60 ss.; Idem 1995a: 8; Untermann 1990b: 353 ss.). Paradójicamente, la más interesante no procede de la Celtiberia sino de Ibiza (fig. 142,2) y presenta la fórmula onomástica celtibérica completa, con mención de origo: Tritanos de los abulokos, hijo de Letondo, beligio. De los restantes ejemplares dest acan tres estelas discoidales con decoración figurada (fig. 142,4-5) procedentes de Clunia (Palol y Villel 1987: 15 ss.), pudiéndose mencionar también los hallazgos de Langa de Duero (fig. 142, l), Uxama, Torrellas y Trébago (fig. 142,3). Una funcionalidad diferente pudiera plantearse para los fragmentos de El Pedregal (Guadalajara), debido a su difícil interpretación (de Hoz 1995a: 8).

 

 

4. LAS EVIDENCIAS CÉLTICAS EN EL SUROESTE PENINSULAR

En época prerromana, el área suroccidental de la Península aparece definida, desde el punto de vista epigráfico, por la presencia de un tipo característico de escritura (fig. 5), denominada tartésica o del Suroeste, cuya posible vinculación con una lengua de tipo indoeuropeo occidental ha sido planteada en fechas recientes (Correa 1985, 1989, 1990 y 1992; Untermann 1995c) (nota 12).

Se trata de un sistema semisilábico, combinación de alfabeto y silabario, cuyo origen ha de buscarse en la escritura fenicia (de Hoz 1985). La mayor parte de las inscripciones aparecen en estelas funerarias, en su mayor ía procedentes del Sur de Portugal (Algarve y Bajo Alentejo), habiéndose también encontrado algunas en Andalucía Occidental y Extremadura. El conjunto se completa con algunos grafitos cerámicos interpretados en general como marcas de propiedad, así como con las leyendas monetales de Salacia (Alcácer do Sal).

Cronológicamente, las estelas con inscripciones tartésicas se fechan entre los siglos VII y VI a.C., siendo difícil de determinar en qué momento ha dejado de utilizarse esta escritura, al menos en lo relativo a dichos monumentos. En esta línea, puede resultar de gran interés la reutilización de estelas epigráficas formando parte de estructuras funerarias más modernas. Así, en la necrópolis de Medellín (Badajoz) apareció un fragmento perteneciente a una de estas lápidas como material constructivo de un túmulo adscribible a la fase más evolucionada de este cementerio, cuyo momento final se situaría ya en el siglo V a.C. (Álmagro-Gorbea 1991d).

A pesar de las dificultades para establecer conclusiones acerca de la lengua de las inscripciones tartésicas, en buena medida por tratarse de una escritura continua, esto es, sin separación de palabras, J.A. Correa (1989; 1990: 138 s.; 1992: 99 ss.) planteó la posibilidad de que una parte de la antropo-nimia, cuya existencia parece lógico suponer dado el carácter funerario de las estelas, pudiera ser interpretada desde una lengua indoeuropea y, más en concreto, celta (nota 13), lo que también ha sido defendido por Untermann (1995c). No obstante, en sus trabajos más recientes, el propio Correa (1995: 612), dado que los resultados globales de esta vía de interpretación no han sido todo lo convincentes que hubiese sido de esperar, ha llegado a plantear «que estamos ante una lengua no indoeuropea aunque pueda tener préstamos antroponímicos indoeuropeos» (Correa 1996: 72 s.). Éste es el caso del Akosios de la estela cacereña de Almoroqui, cuyo carácter indoeuropeo puede ser aceptado, lo que ha llevado a de Hoz (1993a: 366; 1993c: 14; 1995b: 593 s.) a considerar este antropónimo como una evidencia de la llegada de grupos procedentes de la Meseta, portadores de una lengua y una cultura diferentes, que, a pesar de no asimilar la escritura utilizada por las poblaciones autóctonas, pudieron haberse enterrado junto a una estela en la que figurara su nombre indoeuropeo (vid. Gorrochategui 1993: 415).

Las noticias proporcionadas por las fuentes literarias no contradicen esta posibilidad. Así, no habría que olvidar las ya comentadas referencias de Herodoto (2, 33 y 4, 49) respecto a la presencia de Keltoi en esta zona, en un momento algo posterior a la cronología comúnmente aceptada para la epigrafía del Suroeste (con la evidente excepción de las monedas de Salacia, de época republicana), la indoeuropeidad planteada para el nombre de Tartesos (Villar 1995c) o la discutida etimología del nombre del rey tartésico Arganthonios, que para un sector de la investigación sería celta (vid. capítulo estando, en cualquier caso, perfectamente atestiguado en la epigrafía latina de la Hispania indoeuropea (Albertos 1976: 74), en lo que podría interpretarse como un cultismo tardío.

Desde el punto de vista de las evidencias epigráficas, el Suroeste peninsular presenta una serie de características que hacen de ella una zona especialmente compleja. Así, suele ser tesis admitida la vinculación de las inscripciones tartésicas con una onomástica característica del mediodía peninsular, no indoeuropea ni tampoco ibérica dada su distribución. Su dispersión geográfica resulta algo más amplia que la de aquéllas, coincidiendo en parte, hacia el Oriente, con el área de los hallazgos de la escritura meridional, emparentada con la del Suroeste. Topónimos en Ip-, -ippo, -ipo o en Ob-, -oba, -uba, antropónimos como Antullus, Attenius y Atinius, Broccus, o los del tipo Sis-: Sisirem, Siseamba, etc., confieren a esta zona una evidente personalidad.

Pese a esta aparente uniformidad, la zona comentada se halla dividida en dos sectores que permiten establecer su relación con las dos grandes áreas lingüísticas peninsulares: la Hispania indoeuropea, caracterizada por la dispersión de los topónimos en -briga, y la no indoeuropea o ibérica, cuyo elemento más característico serían los topónimos en Ili- e Ilu-.

Los topónimos en -briga ponen de manifiesto la presencia celta en el Suroeste en un momento muy posterior al horizonte cultural aceptado para las estelas tartésicas y posiblemente también al representado por la onomástica característica del mediodía peninsular (fig. 6,A). Esto quedaría confirmado por las fuentes literarias grecolatinas (vid. capítulo II,1.1.b) que coinciden en situar a los Celtici en esta zona de la Península.

Estos Celtici, y, más concretamente, los asentados en la Beturia, serían según Plinio (3, 13) Celtíberos, lo que quedaría demostrado por su lengua, el nombre de sus ciudades (topónimos en -briga y en Seg-, como Segida o Nertobriga, documentados también en la Celtiberia) y sus ritos (nota 14). La presencia de Celtíberos en la Alta Extremadura quedaría documentada a partir de la localización de la ceca de tamusia en el oppidum de Villasviejas del Tamuja (vid. capítulo II, 1.3).

Además de estas evidencias se ha hecho mención repetidamente a topónimos celtas en la Bética (vid. Tovar 1962: 360 ss.) como Celti, ciudad localizada por Plinio en el convento hispalense (3, 11) e identificada con Peñaflor (Sevilla), los topónimos en -dunum, Arialdunum y el étnico Esstleduniensis, aun cuando para Untermann (1985a: nota 15) no esté clara la filiación celta de ninguno de ellos. Típicamente celta parece ser el término olca, presente en las leyendas monetales en escritura indígena de Obulco (Tovar 1952: 221; vid. la crítica de Untermann 1985a: nota 33), el topónimo Tribola (App., Iber 62 s.), etc. (vid. capítulo II, 1.1).

Sobre la antroponimia de tipo indoeuropeo, su presencia es más bien escasa en el Suroeste peninsular (Tovar 1963: 366; Domínguez de la Concha 1995), debido quizás a la temprana e intensa romanización de la Bética. Se trata, en general, de hallazgos aislados más que de verdaderas concentraciones antroponímicas y, por lo tanto, susceptibles de ser explicados por la propia emigración de individuos de forma independiente (nota 15) o, como ha señaIado de Hoz (1983: 372), resultado de la atracción de una zona rica, especialmente favorable desde el punto de vista geográfico para los habitantes de la Meseta o Lusitania. Sin embargo, el hallazgo reciente en el Castrejón de Capote, en plena Beturia Céltica, de un antropónimo tan típicamente celtibérico como Ablonios, registrado en cuatro ocasiones, en grafía latina, sobre grandes vasijas de almacén indígenas fechadas a finales del siglo II a.C. (Berrocal-Rangel 1992: fig. 5,4, lám. 13,2), podría interpretarse como una evidencia de la lengua de los Celtici, si bien de acuerdo con de Hoz (1993a: nota 21) «plantea el problema de si debemos considerarlo celtibérico en sentido estricto o vagamente hispano-celta».

 

(Enlaces a las figuras :  131 - 132 - 133 - 134 - 135 - 136 - 137 - 138 - 139 - 140 - 141 - 142 )

 

NOTAS

1. Una visión general sobre las lenguas indoeuropeas en la Península Ibérica puede obtenerse en Untermann (1981), de Hoz (1983; 1988a; 1991a-b; 1992a y 1993a), Tovar (1986 y 1987), Villar (1990: 363 ss. y 1991: 443 ss.) y Gorrochategui (1993).

2. En lo referente a la delimitación de la Hispania indoeuropea según diversas fuentes, vid. el capítulo II.

3. Esta inscripción contiene un sacrificio indoeuropeo, del tipo de la suouetaurilia romana (vid. Tovar 1985: 245 ss.).

4. Sin embargo, además de los tres documentos mencionados, existe una serie de inscripciones latinas más cortas que, no obstante, para Tovar (1985: nota 36; Schmidt 1985: 322, nota 12), posiblemente pertenecerían a la misma lengua, poniendo de manifiesto que el lusitano se hablaría en un área más extensa. Este es el caso de la inscripción de Filgueiras (Guimaraes) o las de Mosterio de Ribeira (Guinzo de Limia, Orense), correspondientes al convento bracarense, mientras que la de Talaván (Cáceres) o la de Freixo de Numao (cerca de Viseu) procederían de la zona lusitana.

5. Vid. Tovar (1985 y 1987: 23), Faust (1975), Schmidt (1985), Gorrochategui (1987) y Villar (1990: 365 ss.; 1991: 454 ss.).

6. Respecto a la clasificación de las lenguas célticas, vid. infra.

7. Por su parte, M. Ruiz-Gálvez (1990: 95 ss.) ha defendido la vía atlántica y no pirenaica para la llegada del lusitano «como lengua de comercio de una comunidad comercial y cultural atlántica».

8. Resulta llamativo y de difícil interpretación la práctica ausencia de nombres de divinidades indígenas en el resto de la Península, principalmente en el área ibérica (vid. Untermann 1985b: 347; de Hoz 1986b: 35; Marco 1993a: 482 ss.).

9. De acuerdo con Gorrochategui (1993: 422), en el Occidente peninsular habría indicios de tipo onomástico relacionados con la presencia de una o varias lenguas indoeuropeas no célticas, una de las cuales sería el lusitano que, como se ha señalado, ha dejado algunos textos, muy pocos. No obstante, esta zona evidencia testimonios de la presencia de celtoparlantes, aunque a partir de elementos de tipo onomástico, producto quizás de préstamo cultural o incluso de modas.

10. En lo que respecta a las características lingüísticas del celtibérico y su comparación con las lenguas célticas, vid. Gorrochategui 1991; en lo relativo a la fonética y morfología celtibéricas, vid. Villar 1995a y 1996b.

11. Se ha seguido básicamente los trabajos de J. de Hoz 1986b y 1995a.

12. La hipótesis indoeuropea ya había sido propuesta con anterioridad por S. Wikander (1966). En relación con la crítica a las posibles evidencias de tipo indoeuropeo de la lengua de la escritura del Suroeste, vid. de Hoz (1989b: 537 s.), donde se recoge la bibliografía fundamental sobre el tema, Untermann (1990a: 123 ss.), Gorrochategui (1993: 414 s.) y el propio Correa (1995: 612; Idem 1996: 72 s.).

13. Para Correa (1989; 1990: 138 s.; 1992: 99 ss.), antropónnmms como T(u)uraaio, aC(o)osios, P(o)oT(i)i.... T(a)ala... o afine..., se corresponden, respectivamente, con Turaius, Acco, Boutius, Talaus o Ainus, todos ellos bien atestiguados en la Hispania indoeuropea durante la época imperial, generalmente en el repertorio onomástico lusita-no-vettón (Albertos 1983: 870), aunque alguno, como Acco, evidencie su vinculación con la Celtiberia (Albertos 1983: 862). No obstante, de Hoz (1989b: 537 s.) se ha cuestionado la mayoría de las evidencias propuestas por tratarse de segmentaciones dudosas, o incluso estar apoyadas en malas lecturas, como ocurriría con T(u)uraaio. Otro caso significativo sería el de aiP(u)uris..., antropónimo relacionado con los compuestos en -rix (vid., en contra, de Hoz 1989b: 538), típicamente célticos pero apenas documentados en la Península Ibérica, conociéndose algunos ejemplos en la Celtiberia (Burillo 1989-90: 325 ss.). Además de la onomástica personal, Correa propone otros rasgos que hacen verosímil esta interpretación, como:

a) la rareza de los diptongos /ei/ y /ou/, que monoptongan en celta desde un momento temprano, aunque en celtibérico estén atestiguados,

b) que la única palabra aislada hasta ahora en diferentes inscripciones, con independencia de la fórmula funeraria y los antropónimos, puede ser interpretada en parte desde una lengua celta. Así, uarman, referida según Correa a un tipo de magistrado, sería comparable al celtibérico ueramos, ambos con la característica pérdida de /p/ (lat. supremus).

Así pues, la escritura del Suroeste, creada a partir del fenicio para escribir una lengua indígena, no indoeuropea, habría sido con posterioridad adaptada a una lengua indoeuropea, probablemente de tipo céltico (Correa 1990: 140), fenómeno éste que habría que relacionar con una temprana llegada de grupos célticos al área suroccidental de la Península. Estos grupos, posiblemente no muy numerosos, se habrían infiltrado en la sociedad tartésica, formando parte de sus élites. Esto quedaría confirmado por su vinculación, según apunta la onomástica personal, con las estelas funerarias epigráficas del Suroeste, cuyo uso parece seguro que estaría restringido a un sector influyente del espectro social tartésico.

14. Sobre este último aspecto, Untermann (1985a: 13) señala la posible interpretación desde el indoeuropeo de dos teónimos tan característicos del Suroeste como Endouellicus y Ataecina.

15. Sí cabe señalar, con todo, una mayor relación con la onomástica personal lusitana y vettona que con la estrictamente celtibérica (Albertos 1983: 872 s.).

 

 

 

 

XI. EPIGRAFÍA Y LENGUA: EL CELTIBÉRICO
Y LAS LENGUAS INDOEUROPEAS EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

ALBERTO J. LORRIO
Universidad Complutense de madrid
UNIVERSIDAD DE ALICANTE

LOS CeltIBEROS  - ISBN: 84-7908-335-2, MURCIA 1997