|
|||||||||
Las Cortes de Navarra han sido las de más larga duración de los remos españoles: todavía en 1828-1829 celebraban sus sesiones con toda normalidad, y el 2 de marzo de 1834, Isabel II podía ser proclamada como Isabel I de Navarra por los diputados de las Cortes del reino. Fueron también los navarros los más precoces en la política de limitar la soberanía real sobre unas bases muy estrictas y acordadas entre el rey y los subditos. En este «pactismo», Navarra precederá a Aragón; más tarde reaparecerá en Cataluña. Pero, pese a la precocidad y vitalidad de las Cortes de Navarra, de su actividad medieval tenemos informaciones muy incompletas. Hasta el siglo XIII el poder público tiene en todas partes una ordenación muy centralizada; sólo el rey y los nobles que le asesoran cuentan en la dirección política del Estado. Poco a poco las nuevas estructuras económicas y sociales se irán reflejando en la constitución del Estado: ha surgido una clase media, de hombres libres, que viven en las ciudades y que se dedican al comercio y a la artesanía; se va pasando paulatinamente de una economía agraria a una economía monetaria; los nobles, que viven de las rentas de la tierra, ven cómo aumentan sus necesidades a la vez que disminuyen sus ingresos y también su antigua función militar. La administración del Estado tiende a complicarse, haciéndose más técnica. Esta acomodación de las estructuras del Estado a las nuevas circunstancias económicas y sociales adoptará formas muy diversas según los países. En Navarra coincidió con un cambio de dinastía y una crisis política. En 1234, Teobaldo I, sobrino del rey difunto, era instalado en el trono por el obispo y los nobles, deseosos de asegurar la independencia nacional, y a la vez de restaurar un poder que parecía eclipsado por el autoritarismo del anterior monarca, Sancho el Fuerte. Resultado del forcejeo entre intereses encontrados sería la sumisión del rey a un juramento estricto y previo a su acceso al poder, a la vez que se consignaban por escrito las bases a que había de acomodarse la autoridad real. El prólogo que precede a estas bases (Fuero Antiguo) había de jugar un papel decisivo en la futura constitución política del reino. Como señala Schramm, la quintaesencia del mismo es que primero está la comunidad de hombres libres, que conscientemente fija el derecho; la monarquía es algo secundario, surgida de la voluntad del pueblo, el cual, por su propia decisión, cede una parte de sus derechos al príncipe; de aquí que el príncipe esté sujeto al derecho. El ceremonial de la «elección» real —en realidad, confirmación o reconocimiento de unos derechos— dificultaba el que el rey de Navarra pudiera considerar el reino como algo eternamente suyo. El acceso al poder de Teobaldo I no fue un episodio aislado, ya que a su muerte, las que podríamos llamar fuerzas vivas del país —nobles y hombres de las ciudades— se comprometieron a no aceptar a su sucesor como rey si no se sometía a un juramento bien puntualizado. Entre otras cosas figuraba en él el compromiso de deshacer todas las injusticias, violencias o contrafueros cometidos por su padre y antecesores; que nadie pudiera ser preso ni viera sus bienes embargados si daba fiadores con arreglo a su fuero; funcionamiento del tribunal de la Cort, especie de Tribunal Supremo del reino; no alteración de la moneda en vigor, etcétera. Así lo hizo Teobaldo II, el 27 de noviembre de 1253, en juramento prestado «a todo el pueblo del regno de Navarra». En su conjunto, dice el mismo Schram, este juramento era la concesión más amplia y profunda hecha en esta época por ningún soberano de Occidente. En ninguna otra monarquía europea habían logrado los distintos estamentos o «estados» —todavía en formación— imponer a la Corona el juramento de las leyes y la reparación de agravios como requisito previo a la investidura real. No hay que decir que estos éxitos de los estamentos tropezaron con una fuerte resistencia de la Corona. Teobaldo II podía contar con el decisivo apoyo de su suegro, San Luis, y nada podía ser más contrario a la idea del rey de Francia que la sumisión de la realeza a unas leyes preestablecidas e interpretadas según la opinión de los súbditos. Para colmo, la Corona de Navarra iría a parar, en 1274, a la reina Juana, niña de año y medio de edad y prometida en matrimonio al que había de reinar en Francia con el epíteto de Felipe el Hermoso. A la sazón reinaba su padre el Atrevido, que gobernará también el reino de Navarra en nombre de sus hijos. Con él la fe monárquica sería llevada hasta el fanatismo; no era, pues, Felipe la persona más a propósito para someterse al estrecho marco de unas leyes preexistentes y compartir el poder con los estamentos. Durante cincuenta y cuatro años, hasta 1328, los reyes de Francia serían a la vez reyes de Navarra. Residen en Francia y administran el país por medio de gobernadores y reformadores. Es ésta una magnífica oportunidad para que las fuerzas más representativas del país hagan valer sus derechos: tendrán que decidir sobre cuál de los diversos aspirantes al trono ostenta mejor derecho, cuáles serán las cláusulas del juramento real, quién ejercerá la regencia y gobernará el reino en la menor edad. Ante los contrafueros de los gobernadores formarán juntas y asambleas de villas o de grupos sociales para mejor defender sus derechos. En el sello de los infanzones de Obanos podía leerse: Pro libertate patria gens libera state (sed libres para conseguir una patria libre). Ateniéndose estrictamente a las cláusulas del Fuero Antiguo, los navarros no reconocen al rey si no jura los fueros y se somete al ceremonial de rigor, por lo que una muy nutrida representación de las Cortes se traslada a París para que el rey de Francia, si quiere serlo de Navarra, jure las leyes del país. Esta sumisión del rey a las leyes, de las que las Cortes se erigen en sus intérpretes, permitirá en 1328 desligar la suerte de la Corona navarra de la francesa. Cuando a la muerte de Carlos IV de Francia se aplicó por primera vez la llamada ley Sálica, los navarros designaron dos regentes, y reunidos en magna asamblea «en el prado de la procesión de los fraires predicadores» de Pamplona, es decir, en la actual plaza del Castillo, reconocieron mejores derechos al trono en la persona de Juana I, hija de Luis Hutin, que con su marido, Felipe de Evreux, fueron aclamados como reyes de Navarra, después de jurar las leyes del reino. A lo largo del siglo XII, los distintos estamentos han ido perfilando su personalidad y representatividad. Si con Teobaldo I el Consejo del rey, donde se administra justicia o se decide la paz y la guerra u otro «granado fecho», debe estar formado por los 12 ricos-hombres o 12 de los más ancianos sabios de la tierra, en 1238, 20 caballeros entran a formar parte de la comisión encargada de recopilar los fueros; en 1253 son los ricos-hombres y caballeros, juntamente con los «buenos hombres de las villas», los que presionan a Teobaldo II para que preste el juramento de guardar los fueros. La Iglesia, aun cuando tiene problemas y jurisdicción especiales, participa también en estas magnas asambleas. Suelen formar parte el obispo de Pamplona, deán de Tudela, prior de Roncesvalles, abades de Irache, Leire, Iranzu, Fitero, Urdax, La Oliva y el prior de la Orden de San Juan de Jerusalén. Las buenas villas eran unas dieciocho, y su número fue aumentando en el siglo XV por Carlos III. En presencia de las Cortes o Tres Estados —como se les designa al modo francés— eran los reyes coronados y alzados sobre el pavés, juraban los fueros y recibían el juramento de los Estados. Estos se ocupaban de la designación de herederos, tutores y regentes si el heredero era menor de veintiún años. Las Cortes legislan en materia civil, penal y procesal, reformando o «amejorando» los fueros y leyes del reino; intervienen en ciertas causas criminales, solicitan la reparación de agravios y se reúnen con frecuencia para acordar el «subsidio» que se ha de otorgar al monarca. Del respeto y consideración que las Cortes merecían a Carlos III nos da idea el hecho de que habiendo recibido en 1416 una embajada del Concilio de Constanza y del emperador para que sustrajera el reino a la obediencia de Benedicto XIII (Pedro de Luna), no quiso publicar la ordenanza correspondiente hasta no convocar a los Tres Estados del reino, «pues no podía hacer otra cosa sin menoscabo de su honor». Las Cortes, a su vez, se mostraban celosas de sus derechos. Cuando en 1397 el mismo monarca se dirigía a Francia para reclamar sus bienes patrimoniales, temió por su seguridad personal. Antes reunió Cortes y propuso a los procuradores que juraran una ordenanza que el rey iba a hacer en su testamento sobre su heredero y sucesor, en caso de muerte o de que se viese privado «de su franca e liberal voluntad». Como el rey no les manifestó el contenido de esa ordenanza, tuvo qué jurar «en palabra de rey» que no había en ella nada que pudiese perjudicar a los fueros y costumbres del reino. Anotemos dos de las atribuciones de las Cortes: reparación de agravios y votación de subsidios. Como el rey había jurado al ser alzado como tal «el mantenerlos a derecho y mejorarles los fueros», no podía introducir en ellos modificación alguna sin el asentimiento de las Cortes. Por eso, desde muy temprano exigen de la Corona la reparación de agravios, es decir, la anulación de las disposiciones dictadas por éste en perjuicio de las leyes del reino. El perjuicio podía ser causado bien con ordenanzas de carácter general, o con resoluciones que afectaran al fuero o estatuto de uno de los Estados del reino, o incluso a particulares. Esta función fiscalizadora estaba en la entraña misma de las Cortes. También competía a las Cortes el señalar las «ayudas», o como se dirá después, los «servicios» o «donativos» que debían hacerse al monarca. Los súbditos tenían unas obligaciones económicas perfectamente delimitadas, que formaban parte de su «fuero» o estatuto personal o local, al cual el rey se debía atener al igual que los súbditos. Para las necesidades extraordinarias —guerras, coronaciones reales, casamientos de infantas, etcétera— el rey acude a las Cortes solicitando una «ayuda». Desde la segunda mitad del siglo XIV tales necesidades fueron cada vez más apremiantes, pero el rey no podía exigir cantidad alguna sin previa negociación con las Cortes. Las «ayudas» tienen el carácter de «donativo», sin que puedan jamás invocarse contra los privilegios de exención. Acordada la «ayuda» o subsidio, las Cortes ya no tenían una intervención tan directa en su recaudación, como ocurría en Aragón y Cataluña. En Navarra, una vez concedida la «ayuda», el rey o el gobernador daban órdenes al tesorero de Navarra para su percepción. Por ello no era preciso «diputar» a ninguno de sus miembros para la ejecución de los acuerdos económicos. Por otra parte, la frecuencia de las reuniones de Cortes quitaban importancia a las delegaciones que pudieran hacer las Cortes, y los «diputados» o delegados de las mismas nunca llegaron a adquirir la autoridad y permanencia que en el siglo XV alcanzaron las de la Corona de Aragón.
Crisis y recuperación Como todas las instituciones vivas, las Cortes pasaron por las mismas oscilaciones y alternativas que atravesó el reino en la segunda mitad del siglo XV. Navarra se hallaba dividida en dos bandos: unos siguen al rey Juan II (agramonteses) y otros al príncipe de Vana (beaumonteses). Cada grupo ejerce una autoridad efectiva sobre ciertas localidades. Por breve tiempo, y cuando ya se anuncia la guerra entre padre e hijo, funciona una Diputación de los Tres Estados —de 1449 a 1451— que, si evita convocar asambleas más numerosas, permite a la vez ejercer una mayor presión sobre sus miembros. Pero terminada la guerra y bajo el gobierno de los últimos monarcas privativos, las Cortes acrecen su función fiscalizadora. Cuando a finales del siglo XV todas las monarquías refuerzan su autoridad, frenando la actuación de las asambleas representativas, en Navarra la autoridad real se ve vacilante entre sus dominios peninsulares y los más extensos y variados que tiene al otro lado del Pirineo: Bearn, Foix, Albret. Las Cortes se sienten las auténticas representantes de los intereses del reino, y la frecuencia de sus reuniones reduce a estrechos límites la autoridad de sus reyes. En 1504, las Cortes reprochaban a los reyes que cuando mandaban reparar los agravios por ellas presentados, luego «ninguna memoria queda de tales reparos». En Cortes de Pamplona de 1510 se acordó que jamás podrían entrar a discutir «acto alguno de concesión ni otorgamiento» si antes no eran reparados los agravios. Todos los navarros podían presentar agravios ante las Cortes, y para que éstas no se vieran embarazadas por la multitud de solicitudes, acordaron en 1501 que se nombrase un síndico o consultor encargado de recibirlas y examinarlas previamente; si parecían justas, pasaban a las Cortes, y aprobado por éstas el agravio, volvía al síndico, quien pedía el remedio al rey o al Consejo. Ahora no sólo votaban las «ayudas» y vigilaban el gobierno interior y la política exterior, sino que intervenían en los menores asuntos de la administración, designaban a los miembros del Consejo real, fijaban sus sueldos o reglamentaban los gastos de la Casa real. En 1515, Navarra quedó incorporada a la Corona de Castilla, «guardando los fueros e costumbres del dicho regno». Por eso, cuando en los tiempos modernos las Cortes de Castilla celebran unas reuniones muy espaciadas y «mayestáticas», y las de los reinos de la Corona de Aragón se extinguen con Felipe V, las de Navarra continúan ejerciendo una actividad legislativa y fiscalizadora, más reforzada si cabe, hasta el reinado de Isabel II.
|
|||||||||
|
|||||||||
|