Primera representación conocida de San Benito. Pintura  (siglo VIII) de la catacumbas de Hermes, Roma

 

 


 

A finales del siglo XII la época monástica, y sobre todo la época benedictina de la historia de la Iglesia, tocaba a su fin. Los grandes siglos de dominio monástico en el mundo literario e intelectual cedían el paso a la época de las escuelas, con su lógica, leyes y teología, que habían surgido y se habían desarrollado, alcanzando gran altura intelectual y abriendo camino a la carrera eclesiástica en la que los monjes no podían mantener el paso con los maestros de las nacientes universidades. Al mismo tiempo, los monjes negros iban perdiendo sus prosélitos en beneficio de las escuelas de gramática y de los monasterios cistercienses, por lo que sus novicios procedían casi exclusivamente de las poblaciones en que estaban situados y de los estados que poseían. Hasta los cistercienses comenzaron a sentir los efectos de su fama y de su indiscriminación en la recepción de novicios. Eran demasiado numerosos y tenían demasiado éxito en los asuntos materiales para no perder fervor. En general habían abandonado las restricciones contenidas en la Carta de Caridad por lo que respecta a la posesión de siervos, iglesias, molinos, feudos, etc., y se habían convertido en ricos terratenientes y ganaderos, aunque considerando Europa en su conjunto vemos que mantuvieron su alta reputación durante todo el siglo XIII. Las críticas de Gerald de Gales, conocidas por todos los medievalistas y por muchos otros lectores, no pueden ser aplicadas indiscriminadamente a todos los monjes blancos.

Mientras tanto, los monjes negros de la Europa noroccidental se habían visto gradualmente atrapados en la telaraña de la administración social y política. En muchas grandes abadías, los abades se habían convertido en vasallos o lugartenientes del rey, con las obligaciones del servicio feudal y de asistencia al consejo real. Habían creado establecimientos de su propiedad que les situaban al margen de su comunidad y pasaban la mayor parte del año en la corte o viajando de castillo en castillo. Ya en 1170 y en la figura de un hombre tan poderoso como Sansón de St. Edmundsbury, tenemos el ejemplo de un padre espiritual perdido detrás del gran magnate y del experto administrador, y podemos observar la distancia que va de ese personaje al antiguo Anselmo, abad de Bec, o a su contemporáneo Ailred, el cisterciense de Rievaulx. A medida que las abadías fueron creciendo en número de "monjes y en riqueza, su administración fue haciéndose más complicada. Antes de la conquista de Inglaterra, todas las relaciones con el mundo exterior las había llevado a cabo el abad con un simple tesorero o procurador, mientras que los demás cargos como sacristán, hospedero, etc., se ocupaban solamente de asuntos internos. Pero poco a poco y por un conjunto de causas, se fue produciendo una general restitución de fondos y deberes y había un grupo de personas llamadas «obedienciales» que explotaban, en lo que podríamos decir sentido «vertical», sus propias fuentes de ingresos y recolectaban el producto de sus tierras, empleándolo para el servicio y las compras de sus departamentos. Así pues, muchos monjes estaban enteramente dedicados, y otros parcialmente, a tareas de gerencia. Esos monjes llegaron a formar una clase diferente de los llamados «monjes de claustro» que pasaban el tiempo, además de cumpliendo sus deberes religiosos, estudiando y copiando manuscritos sentados en el claustro. En principio, y tal vez en algunos casos siempre, la imposición de un trabajo administrativo estaba considerada como una carga y los obedenciales se consideraban como los que soportaban la tarea más pesada frente a los sedentarios monjes de claustro, pero sin duda la naturaleza humana debe muchas veces haberse sentido liberada de toda monotonía gracias a la actividad e iniciativa propias del obedencial, el cual además podía solicitar considerables dispensas de los servicios religiosos y de la normal austeridad N o hay duda de que este sistema, que se desarrolló aún más a medida que las posesiones aumentaban, contribuyó a destruir la igualdad y simplicidad de la vida en común, cosas ambas esenciales para el monacato, y condujo también a un aumento de los intereses y ocupaciones materiales las cuales, tal como había dicho su fundador, eran desastrosas para la vida espiritual.

Los últimos años del siglo XII fueron años de paralización en la historia del antiguo monacato, y se caracterizaron por una serie de choques entre obispos y monjes, ya que los primeros intentaban obtener el control de los monasterios enclavados en sus diócesis y los segundos luchaban por su completa independencia del ordinario. Estas luchas fueron muy numerosas en Inglaterra donde nueve obispos tenían monjes en su catedral. Como hemos visto, ese estado de cosas tenía su origen en la época en que casi todos los obispos eran monjes, y en que la orden monástica era casi la única reserva de vida religiosa e intelectual en el viejo reino inglés. En 1200 los obispos monjes eran raros, los monjes no eran ya fuente principal de vida espiritual en la tierra, sino que se habían convertido en grupos ricos y poderosos celosos de sus derechos. Por consiguiente se produjo un tipo de relaciones en que se mezclaba la amistad con el odio. Los monjes reclamaban sus derechos contra el obispo, pero al mismo tiempo se unían a él para asegurar los derechos de su iglesia y propiedades. El obispo, por su lado, resistía a la presión partidista de la comunidad que tenía a sus puertas, pero en muchos casos sentía una amistad personal hacia aquel cuerpo de hombres que daba dignidad y vida espiritual a su catedral, que le ayudaba en sus pleitos, y que en conjunto no eran más molestos que un capítulo de clérigos seculares. Los monjes de Canterbury sobre todo pasaron cincuenta años de gloria confusa, controversia y desdicha. Su apoyo moral al arzobispo Thomas Becket pudo parecer recompensado cuando después de su asesinato quedaron ante el mundo tocados por el brillo del más famoso mártir de la cristiandad, pero la falta de tacto por ambas partes desembocó en una célebre causa entre los monjes y dos subsiguientes arzobispos de Canterbury, Baldwin y Hubiert Walter, acerca de sus respectivos derechos y pretensiones. No se había acallado esta disputa cuando estalló otra entre los monjes y el rey (apoyado por algunos obispos) acerca de su pretensión de intervenir en la elección del arzobispo, disputa que terminó en el exilio de la mayor parte de la comunidad. Parecidas, aunque menos amargas, disputas se produjeron en varias otras catedrales monasterios, aunque gradualmente fue estableciéndose un modus vivendi y las comunidades como Canterbury y Durham siguieron siendo hasta el final de las más activas y observantes del país.

Mientras tanto los críticos de los monjes negros ensalzaban en todas partes la eficacia de las instituciones cistercienses con respecto a la visita y el capítulo general para mantener un alto nivel de disciplina, y en el IV Concilio· de Letrán de 1215 éstas y otras reformas administrativas fueron impuestas a las casas independientes de monjes y canónigos. En cada provincia eclesiástica todas las casas tenían que reunirse en un capítulo general cada cuatro años y elegir un presidente, con poderes y deberes similares a los de los monjes blancos. Debían asimismo mantener la disciplina. Como el concilio decretó también la reanudación de la antigua costumbre de la visita episcopal, aquellas casas que no estaban exentas del control del obispo y dependían directamente de Roma, eran visitadas por dos autoridades. Aunque los monjes negros eran reacios a cualquier sistema que restringiera la libertad de la abadía individual y se resistían a aceptar cualquier medida tendente a estrechar los sueltos vínculos impuestos por el concilio, en algunos países, y sobre todo en Inglaterra, los capítulos establecieron y revisaron repetidamente unos nuevos estatutos para todo el cuerpo.

Casi inmediatamente después del concilio, sin embargo, el prestigio dé los monjes, tanto blancos como negros, se vio amenazado por el totalmente imprevisible nacimiento de las dos primeras órdenes de frailes. Estas no nos tocan directamente, pero debemos observar que su fervor, y el haber obtenido más tarde la palma de la teología en París, Oxford y otras Universidades, hizo que atrajeran hacia ellas, separándoles de otras órdenes, a los prosélito s mejor dotados tanto espiritual como mentalmente. Por esa y otras razones, los nuevos monjes, que al principio del siglo XII provenían de todas las clases sociales, incluyendo la más alta, y de lugares muy distantes del monasterio, ahora provenían sobre todo de la burguesía, de los campesinos libres y de las proximidades del establecimiento.

Así pues, a partir de principios del siglo XIII, en los países occidentales y centro-occidentales de Europa, los monjes dejaron de ser el único cuerpo espiritual, intercesorio y litúrgico de la sociedad, y se convirtieron simplemente en una de las numerosas secciones de la Iglesia centralizada, junto con la curia romana, los canónigos, los frailes, los teólogos y otros. Claro está que su autonomía y sus inmensas riquezas en tierras les daba una posición, que conservaron durante más de dos siglos en regiones y épocas de paz, de clase social con un pie en cada uno de los dos mundos, el de la vida religiosa y el de la actividad económica. Con esta mezcla de actividad monástica y administrativa podían aún «justificar su existencia» como clase social. En una economía que siguió expansionándose hasta alrededor de 1300 encontraron más provechoso explotar sus posesiones que arrendarlas, y la cuidadosa e inteligente atención que prestaban a todos los problemas de la producción y venta de sus frutos, les permitía utilizar al máximo todas sus variedades de tierra cultivable o destinada a pastos, y a cultivar las tierras marginales. Los cistercienses tenían una larga experiencia como productores de lana; los monjes negros no descuidaron el pastoreo en aquellas regiones donde las condiciones eran favorables, pero los cereales y legumbres eran los productos naturales de aquellas posesiones situadas en tierras habitadas desde hacía mucho tiempo, y los monasterios como Canterbury y Winchester los produjeron en gran escala.

Visto desde otro punto de vista, a partir de 1200 el monacato europeo se convirtió en una fuerza espiritual estática en lugar de dinámica. El dinamismo pasó a los frailes y a los demás grupos menores que les imitaron. Las reformas monásticas que se produjeron, principalmente en Italia, adoptaron la forma de una vida más austera, solitaria y sencilla, sin ninguna originalidad constitucional o espiritual. Así ocurrió con los silvestrinos (c. 1247), los celes tinos (1264) y los olivetianos (1344). Algunas se extinguieron, otras formaron pequeñas órdenes que aún existen, aunque la mayoría como congregaciones en la confederación de benedictinos; otras se convirtieron en canónicas y volvieron a la corriente del monacato tradicional.

Los cistercienses no mantuvieron el élan que tuvieron en tiempos de San Bernardo, aunque en determinadas abadías y en las provincias europeas periféricas fueron ejemplos vivos de vida santa y espíritu evangélico. No obstante, en general, la prosperidad y el abandono de las normas esenciales les condujo a la mediocridad. Los cistercienses agrandaron sus iglesias con cruceros y elaborados ventanales; sus abades, aunque nunca técnicamente feudalizados, edificaron casas de su propiedad y casi no se distinguían de los benedictinos, pero entre ellos se produjeron dos cambios fundamentales. El primero fue una tendencia hacia las escuelas. Esta empezó bajo el abad inglés de Citeaux, Esteban de Lexington, que estableció una casa, más tarde colegio de San Bernardo, en París. Varios papas animaron calurosamente esta tendencia y Benedicto XII impuso la obligación de enviar un monje de cada veinte a la universidad. Mientras tanto los monjes negros habían seguido la misma moda y se les impuso la misma obligación. Ninguna de las dos órdenes seguía la ley al pie de la letra, porque la carrera completa de maestro en leyes o en teología era muy larga y cara, y además privaba al monasterio casi permanentemente de sus mejores inteligencias; a pesar de esto el fraile universitario se convirtió en un tipo familiar. El rígido plan de estudios, que nunca se adaptó a nuevas necesidades o intereses, resultaba de poca ayuda para dar a los monjes un trabajo permanente en su monasterio, siendo tal vez su única ventaja el adquirir cierta competencia en leyes y en procedimientos aquellos que llegaban a ser abades. El otro cambio entre los monjes blancos fue la casi total desaparición de los hermanos legos en regiones cultivadas desde hacía mucho tiempo. Varias circunstancias fueron causa de ello. Una fue la depresión económica del siglo XIV, que obligó a muchos terratenientes a arrendar sus posesiones con lo que dejó de existir la necesidad de una gran fuerza laboral. Otra fue la disminución de la población, intensificada por las catastróficas pestes de los años 1348-49. Ambas cosas redujeron el número de prosélitos potenciales y atrajeron a muchos de ellos a los campos donde había la perspectiva de altos salarios. Finalmente, muchas abadías, sobre todo las situadas en las regiones más atrasadas, siempre habían tenido que bregar con un ejército de analfabetos difíciles de manejar en una vida que ya no tenía sentido sin un fuerte motivo espiritual. En todo caso, los hermanos legos desaparecieron casi enteramente en muchos países, y como consecuencia el monasterio cisterciense se fue haciendo muy semejante al monasterio de monjes negros, salvo por su situación rural y por sus menores proporciones.

Si durante los primeros años del siglo XII se produjo el reflujo del monacato medieval, ello se debió en parte a que la sangre vital de la Iglesia estaba llenando nuevos canales. Por todas partes, en las ciudades y en el poblado campo del norte de Italia, en el valle del Ródano y en el sur de Alemania, un número creciente de artesanos y ciudadanos acomodados buscaban una vida religiosa más simple, más evangélica y más comunal que la que las ricas comunidades de monjes podían ofrecer. Se formaron algunos grupos organizados, bien para desaparecer bien para apartarse de la Iglesia y caer en la herejía, y una crisis, no muy desemejante a la del siglo xv, parecía amenazar con un colapso general o una general rebelión. La situación se salvó gracias a la simultánea aparición de dos hombres geniales y llenos de santidad. Uno, Francisco de Asís, que llamaba a todos los que quisieran oírle a entrar en una hermandad de absoluta pobreza al servicio de Cristo; el otro, Domingo de Silos, español, que tenía el mismo deseo de pobreza y servicio unido a la misión de predicar la fe a los herejes y gentiles. Entre los dos crearon un nuevo tipo de devoto, el fraile, cuya finalidad no era la soledad o el retiro, y cuya principal ocupación no era la adoración litúrgica, sino que se dedicaba a recorrer los caminos de los hombres invitándoles a seguir a Cristo y predicando entre ellos la doctrina cristiana. Ambos cuerpos se influyeron mutuamente aunque manteniendo su propio espíritu y ambos se convirtieron en una amplia organización centralizada bajo una sola cabeza y con un cuerpo de gobierno. Asimismo ambos hacían voto de pobreza y se mantenían de limosnas en lugar de fuentes fijas de ingresos, y ambos consiguieron un lugar preeminente en el gran florecimiento filosófico y teológico de las universidades europeas, sobre todo París y Oxford. Durante más de un siglo atrajeron a la mayoría de los más inteligentes y brillantes componentes de sucesivas generaciones de jóvenes de toda Europa, y se convirtieron en los predicadores, confesores, directores espirituales y maestros teólogos de su época. Las dos primeras órdenes, los frailes menores franciscanos, y los frailes predicadores o dominicos, gemelos desiguales cuyo nacimiento e infancia presenció el papa Inocencio III, iban a influirse mutuamente y a ser rivales a diario en toda Europa, aunque aliados cuando se sentían atacados. Los franciscanos fueron desde el principio los más numerosos, pero a causa de una serie de agrias disputas acerca de las ideas de su fundador y del mandamiento de pobreza similar a la de Cristo, se dispersaron. Después de más de un cisma dentro de la orden y de la salida final de los rigoristas intransigentes que cayeron en la herejía, un grupo reformador conocido como los «observantes» se hizo independiente en el siglo xv, y un tercer grupo, los capuchinos, apareció en la época de la Reforma. Los dominicos, cuerpo más reducido pero más unido, tuvieron en Santo Tomás de Aquino (1226-1274) al mayor pensador y teólogo de la época, al «maestro de todos» (doctor communis), pero su sistema y la supremacía del mismo se vieron desafiados por el franciscano John Duns Escoto (1266-1308) y hubieron de pasar más de dos siglos hasta que Santo Tomás fuese universalmente aceptado como norma de ortodoxia. Las otras dos órdenes mayores, los carmelitas y los ermitaños agustinos, comenzaron como cuerpos eremíticos dispersos, pero se unieron, los primeros espontáneamente, los segundos bajo presión papal, y aceptaron una organización y un programa similar al de los dominicos. Los frailes de todas las órdenes se establecieron en las ciudades, en las poblaciones universitarias y en las mercantiles importantes de toda Europa. Protegidos y privilegiados por 'sucesivos papas, trabajaron, a veces unidos, a veces en competencia con el clero parroquial, suministrando predicadores, confesores y directores espirituales que por lo menos durante dos siglos superaron a todos los demás miembros del clero en energía espiritual, conocimiento doctrinal y habilidad pastoral. Durante mucho tiempo disfrutaron de la estima de los pobres y de los habitantes de las ciudades, pero a partir de mediados del siglo XIV su implicación en intereses puramente sociales y seculares, y su avidez de limosnas y beneficios de todo tipo, por no hablar de su baja moral y de su incansable ubicuidad, contribuyeron a convertirles en objeto de crítica y sátira, y más tarde en las víctimas propiciatorias de toda la institución clerical en manos de los no creyentes hostiles y de los reformadores. El monje y el fraile de Chaucer, aunque figuras de la comedia humana retocadas por la sátira del poeta, son una buena descripción de la imagen que de ellos se tenía entonces: el monje mundano y desenfrenado, aunque socialmente respetable, el fraile importuno, de poca moral, buscando dinero con halagos, y accediendo hasta a las más pequeñas supersticiones de su mundo. Los monjes objeto de las más afiladas flechas de Erasmo y sus seguidores, no eran en su mayoría miembros de órdenes monásticas, sino frailes, principales suministradores de la religión «mecánica» de los ayunos, penitencias, indulgencias y múltiples plegarias que para los reformadores habían sustituido a las sencillas virtudes y obligaciones cristianas de los viejos tiempos.

Durante los siglos que van de 1200 a 1500 fue decayendo gradualmente el mantenimiento exterior de los ideales espirituales del monacato. Basta ver la disminución de la austeridad, el abandono de la plena vida en común y la ruptura de la relación espiritual entre el abad y sus monjes.

Aunque el ayuno y la abstinencia no sean una prueba infalible de santidad, y a pesar de que la regla de San Benito era notablemente moderada en sus días por lo que respecta a las exigencias dietéticas, la historia y la experiencia espiritual parecen indicar que un monasterio, a grandes rasgos, puede ser medido por su régimen alimenticio. En la Edad Media, a este respecto, la piedra de toque era el consumo de carne. La regla establece categóricamente que sólo los enfermos pueden comer carne, y está claro que hasta el siglo XI esta abstinencia se mantuvo en todas las casas normalmente observantes. La carne estaba permitida solamente en la enfermería y en la mesa del abad cuando éste comía con un invitado. A partir de finales del siglo XII, lo más tarde, esta regla fue contravenida cada vez más ampliamente. Se encontraron dos maneras de evitarIa. Una era la mesa del abad. Cuando el abad invitaba a algún monje a comer con él y sus invitados, todos podían comer carne, y gradualmente se fue estableciendo la costumbre de hacer un turno rotatorio de invitaciones a la mesa del abad, tanto si había huéspedes como si no. Otro truco era la enfermería. La costumbre de sangrarse periódicamente, que parece provenir de la época de CarIomagno para desaparecer poco antes de 1400, daba ocasión a una visita a la enfermería seguida de dos días de recuperación durante los cuales se podía comer carne legalmente. Más tarde, a comienzos del siglo XIV, se permitió a todos que comieran carne tres o cuatro días por semana, lo cual fue establecido canónicamente por Benedicto XII en 1336. No obstante, para conservar las apariencias, la carne nunca se servía en el refectorio principal, sino en otro comedor al que la comunidad acudía por relevos.

Aparte del asunto de la carne, durante la Edad Media el espíritu de la regla se vio burlado en muchas casas al ser servidas ricas y abundantes viandas, especialmente en los días de fiesta. En la Apología de San Bernardo esto se convierte en un lucus classicus, al tener siempre presente en la mente lo que ocurría en Cluny; y era un tema sobre el que Gerald de Gales nunca se cansó de hablar.

El verdadero camino para observar la pobreza espiritual y material de los monjes es la plena vida en común, lo cual implicaba, o debía implicar, la ausencia de toda propiedad privada. Esto se practicó totalmente en líneas generales hasta el siglo XIV, momento en que dejó de observarse de dos principales modos. En primer lugar era normal que los obedenciales tuvieran sus propias habitaciones fuera del claustro en las que negociaban, dormían, comían, e incluso recibían a miembros de la comunidad o de fuera. En segundo lugar, se instauró la costumbre de dar pequeñas sumas a cada miembro de la comunidad para que pudiera comprarse vestidos, libros y pequeñas comodidades personales, además de regalos a sus parientes y limosnas privadas. Se trataba de una cantidad fija, diferente según los monasterios, aumentada con una bonificación con motivo de celebraciones particulares, tales como la primera misa de un sacerdote, lo cual, junto con otras comodidades, tales como el enmaderar el dormitorio y el claustro, tendieron a convertir la vida monástica en la vida de un colegio.

Finalmente, la mutua e Íntima relación entre el abad y el monje, siempre y en todas las épocas especialmente importante y peculiarmente vulnerable, se fue deteriorando rápidamente durante este período. El abad, dedicado a sus compromisos políticos, feudales y sociales abandonó el claustro para vivir en un lugar de su propiedad que pronto creció en tamaño y comodidad. Y lo que es peor, se ausentaba a menudo, por asuntos del rey o de su casa, pero incluso cuando no le entretenía ningún asunto público pasaba la mayor parte del año en una u otra de sus posesiones. Llegó incluso a generalizarse la costumbre de que cuando el abad estaba en «casa» no residía en el monasterio, sino en una de sus posesiones situada a dos o tres kilómetros de aquél, donde los monjes podían visitarIe. Así pues, poco a poco de ser el abad de la regla, que existía solamente para gobernar y guiar a sus monjes, se convirtió en una autoridad distante, casi desconocida por los monjes del claustro y a la que se acudía solamente cuando algún problema personal o administrativo exigía consejo o decisión, hasta que al fin se convirtió simplemente en una especie de patrono o gerente -«mi patrón», como le llamaban los monjes ingleses del principio de los Tudor refiriéndose a él- . Podemos seguir el cambio contemplando las vidas de Anselmo en Bec, Suger en St. Denis, Sansón en Bury, Tomás de la Mare en St. Albans y el prior More en Worcester.

Esta era la situación cuando las cosas marchaban mejor, y el abad era un monje de la casa elegido por sus hermanos y nominalmente residiendo con ellos. Y este era el caso en las Islas Británcias. Pero en la Europa continental, y sobre todo en los países latinos, Italia, Francia y España, las condiciones eran mucho peores. Allí la plaga de la commendam arrancaba tanto la flor como el fruto de la vida monástica. El cargo in commendam era el concedido a alguien que no era el posesor legal y canónico de los bienes de un monasterio para que protegiera los intereses del beneficio o instituto por un determinado tiempo. Los papas fueron utilizando gradualmente este tipo de designación para conservar o premiar a aquellos que les habían servido o habían perdido su cargo legal. Con el transcurso del tiempo y al sentir el papado las restricciones políticas y financieras de su residencia en Avignon (1309-1377) y del subsiguiente Gran Cisma (1378-1417), los papas -ambos, cuando hubo dos- utilizaron la commendam en gran escala para mantener a los oficiales de la curia y procurarse aliados en el extranjero. El derecho pasó a los monarcas y las condiciones de la asignación y las exigencias de garantías fueron siendo cada vez menores. Cardenales, obispos, reyes, magnates se convirtieron en abades titulares, y algunas casas durante muchos años no conocieron ni a su abad legal ni a su abad in commendam, mientras que en otras el propietario laico de la abadía se dejaba ver demasiado como costoso y rapaz residente de la más próxima propiedad abacial. En teoría, el abad in commendam existía para proteger y administrar los intereses de la casa. De hecho los más conscientes se contentaban con dejar la porción convenida de los fondos para el uso del convento, o por lo menos con dar una buena pensión a los monjes, mientras ellos se quedaban con la parte del abad para su provecho, pero un hombre sin escrúpulos podía arruinar un monasterio en poco tiempo. La naturaleza humana es sorprendentemente adaptable, y con un buen prior una comunidad disciplinada puede pasar las peores pruebas, pero en general los resultados fueron lamentables. En en el mejor de los casos, los monjes se veían privados de dirigir su propio desarrollo y de tener al frente a quien pudiera dirigirles o unirse con otros para tomar consejo o decidir una reforma. Un abad in commendam benévolo y un buen prior tal vez podían ser mejor que un mal abad, pero este razonamiento no conduce a ninguna parte. De hecho, el sistema de encomiendas era un mal que petrificaba los abusos menores y minaba la fuerza material y moral del monasterio. Puede verse en su peor momento en Escocia al final del siglo xv y en Francia durante el XVII.

Sólo algo menos perjudicial fue la costumbre de que el papado o un monarca con el permiso de Roma proveyese ciertas abadías. Esto privaba a los monjes de su derecho de elección y ponía entre ellos a un extraño que podía no querer o no saber gobernar el monasterio espiritualmente.

Además de esas desdichas y malas costumbres, durante la Baja Edad Media, los monasterios, junto con todo el cuerpo político de la Iglesia, decaían, como decae cualquier gran clase o institución cuando no es ya parte orgánica de la sociedad que está en trance de cambiar. El monacato se había extendido demasiado, y había sido excesivamente dotado, en una fase especial de entusiasmo religioso. Ahora se veía rebasado por nuevas órdenes y asociaciones, y había perdido el monopolio de la cultura y de la experiencia económica. Entre otras pérdidas invisibles estaba la de un empleo universal especialmente adecuado a su modo de vida, el de copiar y embellecer manuscritos de todo tipo. En este terreno, la competencia de profesionales pagados, que podían trabajar más horas y atender a la demanda de un más amplio mercado, se hizo sentir a partir de 1200, y esa competencia se convirtió en aniquilación cuando la imprenta comenzó a suplantar a la escritura. Bajo las condiciones medievales era imposible a los monjes reinsertarse de nuevo en el mundo de la educación, y la Reforma se produjo antes que el saber y la erudición ofrecieran una posible carrera a los religiosos. La acusación de que los monjes eran unos holgazanes enclaustrados, muy difundida en la Baja Edad Media, era entonces tan comprensible como incomprensible el monacato normando del siglo XI.

Sólo un cuerpo monástico, corto en número pero importante por la calidad de sus miembros, escapó a casi todos los males que hemos reseñado. Los cartujos, medio ermitaños, medio monjes, habían crecido despacio en Francia y a finales del siglo XII adoptaron la constitución de una orden, con un capítulo general anual, visitas regulares, y la presidencia del prior de la Grande Chartreuse. Sus costumbres fueron excelentemente fijadas por Guigo I, prior de1110 a 1136, y desde el principio una rígida disciplina gobernó todas las fundaciones y controló la enseñanza y admisión de postulantes. La orden, caso único entre todos los cuerpos monásticos europeos, ha permanecido hasta nuestros días casi sin cambiar su observancia, sin ser nunca reformada y sin haber necesitado reforma, relativamente pequeña, pero con una influencia espiritual des proporcionada a su número. Paradójicamente, a primera vista, los estrictos cartujos prosperaron y crecieron cuando los demás declinaban, y los doscientos años comprendidos entre 1350 y 1550 fueron la época de su mayor difusión e influencia, es más, han dejado huellas visibles en la vida exterior de la Iglesia. Concentrados al principio en las tierras de habla francesa, se extendieron por los Países Bajos, el Rhin e Italia, y el pequeño grupo inglés le triplicó. Esto puede haber sido debido en parte a una reacción de los espíritus fervorosos contra la decadencia general, y un reflejo en la vida regular de la ola de experiencia mística que caracterizó el siglo XIV. Desde otro punto de vista, el interés de monarcas y magnates en fundar o mantener cartujas se debía en parte a su deseo de establecer centros de confianza para interceder mediante oraciones por una dinastía o una familia. Los cartujos se hicieron más conocidos con el mundo en ese siglo al aceptar, e incluso desear tal vez, emplazamientos urbanos en lugar de desiertos, y al fomentar la presencia de esos hombres en el mismo corazón de ciudades como París, Colonia, Londres y otras que les convertía en el norte y centro de la dirección espiritual.

 

 

 
 

Monasterio de Las Huegas en Burgos. Hacer clic sobre la imagen para saber más.

 
 
 

 

 

Verano y otoño monásticos

(los monjes que cambiaron Europa)

 

David knowles

Benedictino. Catedrático Historia Moderna
Universidad de Cambridge

EL MONACATO CRISTIANO, GUADARRAMA, MADRID,1969, PAG.108-123,CAP. 8