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El monacato en la Europa occidental, por ser débil espiritualmente y estar perturbado tanto por su apego a los bienes terrenales como por su estrecha dependencia de los monarcas y nobles a causa del sistema de la commendam, no estaba en disposición de capear la inesperada tempestad de la Reforma. Además de la acusación de relajamiento y de incapacidad para seguir la regla, los reformadores llevaron a cabo dos nuevos tipos de ataque, ambos expresados claramente por Wyclif en Inglaterra un siglo antes. Uno era un ataque teológico a los mismos principios del monacato. Según ellos la única regla de vida cristiana era el Evangelio; todo lo demás era meramente humano, y por tanto malo. Los monjes erraban al enseñar que la salvación estaba en los ayunos, las penitencias y las plegarias establecidas, en lugar de en las sencillas y básicas virtudes evangélicas. Además, los votos monásticos de castidad y obediencia eran contrarios a la libertad cristiana y a la misma vida humana. En segundo lugar, decían, los monjes eran zánganos de la sociedad, gastaban dinero para su propia comodidad y no llevaban a cabo ningún trabajo de valor social. Poseían extensos dominios y otras fuentes de riqueza que hubieran sido más útiles si se hubieran confiscado y se hubieran distribuido para escuelas, obras de caridad o necesidades públicas del monarca. No nos concierne discutir estos puntos de vista, y mucho menos la complicada y difícil cuestión del relajo moral entre los religiosos de una u otra región u orden. El veredicto de los historiadores libres de prejuicios de nuestros días sería probablemente -aparte de las consideraciones ideológicas en pro o en contra del monacato- que había demasiadas casas religiosas con respecto a la difundida decadencia de la vocación monástica, y de que en todos los países los monjes poseían demasiados bienes y demasiadas fuentes de riqueza tanto para su bienestar como para el bien material de la economía. En ese estado de cosas, generalizado casi por todas partes, vemos en todos los casos que en muy pocos sitios, o en ninguno, existió la buena voluntad y la discreción necesarias para llevar a cabo una reforma radical, y sin embargo razonable, que consiguiera cortar todas las ramas secas sin dañar el árbol. En el siglo XVI la combinación de una Iglesia con la cabeza y los miembros enfermos con la existencia de un cuerpo de poderosos y decididos reformadores, a los que la tradición no asustaba, se complicó con el nacimiento del nacionalismo en toda Europa y con un amplio conflicto dinástico internacional en cuyo centro estaba la Casa de Austria. La general destrucción subsiguiente tuvo características diferentes según los países. En Alemania y Suiza no hubo una disolución sistemática ni muchas violencias personales directas. Los monasterios decadentes, y aquellos que se encontraban en o cerca de ciudades que se adhirieron a la reforma luterana o a cualquier otra doctrina «reformada», se hundieron a causa de la marcha de sus moradores, mientras que otros fueron confiscados por la autoridad municipal. En términos generales la vida monástica se adaptó al principio por el cual el gobernante determinaba la religión (cujus regio illius religio) en un mosaico de pequeños estados. Los monjes permanecieron donde había príncipes o municipios católicos y desaparecieron en los demás sitios. ESt. significó en la práctica que la mitad norte de Alemania perdió la mayor parte de sus monasterios, mientras que en el sur, aunque devastado por la Rebelión de los Campesinos, se conservaron la mayor parte de las abadías. En Escandinavia el proceso fue más gradual. En Suecia la sumisión al rey, Gustavo Vasa, dio como resultado una lenta confiscación de propiedades durante varias décadas, y en Noruega y Dinamarca el proceso fue igualmente lento. Bohemia había perdido ya muchos monasterios en las guerras promovidas por los seguidores de Juan Hus contra los cruzados católicos; Hungría había sido invadida por los turcos; en Holanda y la actual Bélgica los monjes se fueron de los distritos luteranos, y en general en los Países Bajos muchos monasterios perdieron su riqueza e independencia al fundarse numerosos obispados católicos en abadías. En Inglaterra . los monasterios se derrumbaron violentamente entre 1535 y 1540, y en Irlanda unos años más tarde. En Escocia, donde el flagelo de la commendam se había hecho sentir muy duramente, la laicización fue produciéndose lentamente por espacio de cincuenta años. En conjunto, se calcula que en toda Europa desaparecieron más de la mitad de las abadías benedictinas. Francia, en este como en otros aspectos, se mantuvo, por un lado, al margen de las tierras luteranas y por otro de las ibéricas e italianas. En vísperas del estallido luterano, la Iglesia se había viSt. embridada por un concordato (1516) entre Francisco I y León X que concedía las designaciones abaciales casi completamente al rey, el cual casi siempre nombraba prelados seculares y cortesanos laicos. La situación empeoró a causa de los violentos intentos gubernamentales para establecer una reforma disciplinaria, y muchas casas solicitaron y obtuvieron la secularización. Había muy pocos monasterios enteramente observantes, y por encima de todo estallaron las guerras de religión (1562-93) durante las cuales los hugonotes y otros saquearon y quemaron muchas abadías. Sin embargo, muy pocos monjes se pasaron a la Reforma. La disolución de los monasterios en Inglaterra es interesante por cuanto es un tema sobre el que, después de siglos de polémica y retórica, hay un casi completo acuerdo entre los estudiosos de todas las tendencias. Fue una empresa de largo alcance llevada a cabo con notable celeridad. En 1535 había en Inglaterra y Gales unas ochocientas casas religiosas de todos los tipos y tamaños. Unas pocas eran enormemente ricas en tierras y tesoros; otras pocas estaban por debajo del nivel de subsistencia ;de las demás, muchas estaban más que confortablemente establecidas. En conjunto, su renta neta excedía considerablemente la renta anual de la corona, es decir, del rey y su gobierno. El planeador y ejecutor de la empresa fue Tomás Cromwell, que había sucedido poco antes a Wolsey como todopoderoso primer ministro del rey y estaba impaciente por encontrar fondos para los gastos reales y para la defensa del reino. Enrique VIII no opuso ninguna resistencia, en parte porque necesitaba dinero y en parte porque había roto con Roma, y había encontrado oposición en algunos religiosos a su «divorcio». El movimiento se vio facilitado por los precedentes de otros países, por la simpatía que despertaba el luteranismo en Londres y en algunos altos círculos clericales y gubernamentales, y por la tibia condición de muchos monasterios y los escándalos a que alguno de ellos había dado lugar. Después de averiguar mediante una encuesta los recursos financieros de todas las casas, y después de haber hecho reconocer mediante juramento a todos los abades y monjes al rey como suprema cabeza de la Iglesia, Cromwell inició una serie de visitas destinadas a poner de manifieSt. la debilidad monástica, fomentar el descontento e impedir el reclutamiento. Antes de terminar los visitadores su labor, sus datos, con lo bueno omitido y lo malo aumentado, fueron sometidos al Parlamento y por un decreto de marzo de 1536 quedaron suprimidas todas las casas con ingresos inferiores a 200 libras por año, suma establecida como mínima para una comunidad de trece, el número canónico. De hecho, ningún aparato existente hubiera podido absorber todos los monasterios, y una supresión general de un soplo probablemente habría causado disturbios. Tal como se hizo, la supresión ayudó a terminar con la rebelión del norte, y al cesar ésta varias abadías, cuyos abades estaban bajo la acusación de haber ayudado a los rebeldes, cayeron con ella. Los frailes se encontraron entonces ante la engañosa alternativa de reformarse radicalmente o rendirse, y a las abadías mayores se les engañó para que se sometiesen mediante halagos o amenazas, así como por el cohecho o destitución de sus abades. Todo había terminado para el mes de marzo de 1540 y la resistencia fue muy poca. Los pocos mártires monásticos fueron aquellos que se habían negado a reconocer la supremacía real en 1535-6; el resto, después de haber prestado el juramento, no tenía base legal ninguna contra la cabeza suprema. Todo el mundo está hoy de acuerdo en que los ejemplos de depravación no eran mucho más numerosos que en el siglo anterior, en que la población campesina raramente era hostil a los monjes sino que al contrario estaba bien dispuesta hacia ellos, y en que la supresión se llevó a cabo siguiendo procedimientos injustos y muchas veces enérgicos, pero fueron raros los casos de crímenes judiciales o de crueldad, y la disolución real se llevó a cabo como un asunto de trámite. A todos los que no causaban molestias se les concedía una pequeña pensión y a los superiores grandes asignaciones, pues para la ley éstos eran los dueños de la propiedad: Aún se discute si las anualidades concedidas a los monjes (y en especial a las monjas) lo fueron por vida, pero su rápida mengua de valor se debió, no al gobierno, sino a la gran subida de precios. En todo caso la mayor parte de los religiosos ordenados se apresuró a ocupar beneficios, capellanías y otros puestos en las vecindades de sus monasterios. Parte de ellos, pero no la mayoría, se casó. Los abades y priores, en general, se convirtieron en obispos o deanes o se retiraron con una casa y un pequeño terreno. Los bienes muebles fueron vendidos; las posesiones quedaron en manos de la nueva Corte de Aumento (es decir, entraron a formar parte de los ingresos de la corona) y las joyas pasaron al tesoro del rey. El único beneficio que recibió la Iglesia o la educación fue la creación de cinco nuevas catedrales y dos colegios; pero estos dos y una de aquéllas pronto fueron también suprimidos. Hace cincuenta años todo el mundo creía que la mayoría de las tierras se había distribuido como concesiones a los cortesanos, agentes reales y miembros de ambas cámaras. De hecho, sólo un tres por ciento fue destinado a esto. El reSt. se puso inmediatamente en venta, y aunque hubo muchos solicitantes, las tierras eran tantas que el mercado no se agotó. El plan de Cromwell era sin duda capitalizar la riqueza y no venderla en gran escala, pero al caer en desgracia en 1540 se abandonó su política, y las ventas prosiguieron durante todo el reSt. del siglo. La corona perdía así su nueva riqueza al gastarla inmediatamente, y perdió además su única oportunidad de independizarse del Parlamento y del resentimiento que entre la población producían los impuestos, mientras que, por otro lado, los compradores, en su mayoría miembros del gobierno o miembros (muchas veces segundones) de familias que ya poseían tierras, entraron rápidamente a formar parte de una clase en crecimiento en la que se iba afianzando el sentimiento nacional y que pedía el control parlamentario sobre la política nacional. Los historiadores anglosajones siempre se han mostrado muy insulares en su modo de tratar el siglo XVI y los escritores más leídos algunas veces han dado la impresión de que el monacato, como institución, desapareció en Europa con la Reforma para reaparecer en un momento indeterminado del romanticismo. En realidad, el número de monjes que quedó en lo que había sido la cristiandad romana era algo más de la mitad de los que había y no hay razón para suponer que esa mitad fuera la más débil. Sin embargo, es cierto que durante la primera mitad del siglo XVI la orden monástica se encontró en muy mala situación. Algunas de las más famosas abadías habían dejado de existir, en todo el norte de Europa se atacaba desde los púlpitos el ideal monástico, y las fuerzas del conservadurismo, que se agrupaban con lentitud, no tenían entre sus objetivos principales el fomento de la vida monástica. La marea del monacato, pues, había alcanzado su más bajo nivel cuando el Concilio de Trento, en su última sesión, llegó a la consideración de la vida religiosa. En sesiones anteriores los más pesimistas entre los padres conciliares habían incluso considerado la completa supresión de las órdenes monásticas. Cuando llegó la legislación ésta fue, como en la mayoría de las demás materias, conservadora. Para una profesión válida se requería la edad de dieciséis años antecedida por un año de noviciado; se prescribía la completa vida en común y se condenaba el sistema de los ahorros privados (peculium). Estos y otros decretos, por la fuerza de las cosas, sólo tuvieron efecto en el caso de que un abad reformador o una nueva esperanza ejercieran su influencia en los círculos monásticos. Lo mismo se puede decir de la legislación de Letrán de 1215 y de la de Benedicto XII de 1336, ambas confirmadas. A éstas el Concilio añadió un decreto en el que se decía que los monasterios exentos de una región o provincia tenían que agruparse en una congregación con capítulos y visitadores regulares. En todo caso, en la reacción católica aparecieron, entre otros signos de vida, un espíritu reformador y una serie de hombres de empuje que poco a poco fueron abriendo paso a un nuevo renacer. Los que querían seguir el espíritu de los decretos de Trento tenían ante los ojos la congregación de Santa Justina (de Monte Cassino), y algunos cuerpos organizados de acuerdo con este modelo asumieron la plena posición canónica concedida ahora al modelo congregacional. Otros, aun aceptando los decretos disciplinarios de Trento, no querían sumergir la casa y el monje individuales en una congregación, como hacía la congregación de Monte Cassino y sus imitadores, y más bien se inclinaban por el modelo de Bursfeld, compueSt. por casas autónomas unidas por un capítulo general con un abad presidente. Como la influencia de ese nuevo renacimiento no llegó de manera masiva ni a Italia ni a España, las cuales tampoco necesitaban una mayor centralización, los nuevos modelos aparecieron sobre todo en Francia y Alemania y, hablando en general, los franceses siguieron el modelo paduano (de Monte Cassino), mientras que los alemanes siguieron el modelo de Bursfeld. En las tierras de habla germánica que permanecieron siendo católicas, las viejas congregaciones tuvieron un considerable resurgir y se produjo una gran colisión de nuevos cuerpos, algunos de ellos reducidos a una zona muy pequeña. Aunque el cuerpo monástico produjo muy pocos hombres sobresalientes por su genio o santidad, y por tanto ha causado poco impacto en la mente de los historiadores, gracias a su administración, conocimientos y observancia, los monjes germánicos han formado parte integrante de lo que fue entonces y sigue siendo una de las regiones más devotamente católicas de Europa. y ahora empieza a reconocerse por parte de los viajeros y de los historiadores de arte el esplendor y belleza de su arquitectura barroca. En Francia hubo varios intentos, algunos con éxito, de establecer congregaciones regionales, amenazadas por el sistema dominante de la commendam real, que ni Trento pudo abolir, y también por la negativa de muchos obispos a permitir que alguna abadía se escapara de su control canónico para caer dentro de la exención de una congregación establecida. Francia, sin embargo, bajo el reinado de Enrique IV, y no precisamente gracias a sus esfuerzos, entró en una edad de oro de la expansión y el fervor religiosos, y en el sector monástico esta edad se inició con el nacimiento de la congregación de Saint Vanne y Saint Maur. El establecimiento de la congregación de Saint Vanne de Verdún se debió en gran parte a los esfuerzos de un santo y eminente monje, Dom Didier de la Cour (1550-1623), que había vivido durante más de un cuarto de siglo una vida de perfección monástica en St. Vanne, por entonces casa de mediocre observancia. El obispo de Verdún, príncipe Erric de Vaudémont, abad in commendam de St. Vanne, había intentado sin éxito reformar la casa hasta que en 1598 Didier fue designado prior. Asistido por el obispo y con el apoyo papal empezó a formar una nueva comunidad, y en 1604 quedó establecida la congregación de St. Vanne que rápidamente se extendió por una docena de vecinos monasterios. Lorena entonces no formaba parte del reino de Francia, pero algunos monasterios franceses se unieron a la reforma. La constitución del cuerpo tenía como modelo la de Santa Justina. El poder soberano lo ejercía el capítulo general, formado por el superior y un delegado de cada casa, junto con los «visitadores» oficiales bajo la presidencia del presidente. Este era elegido (o reelegido) anualmente por el capítulo, que también designaba las cabezas de las casas por un quinquenio. Como la mayor parte de las abadías estaban in commendam los superiores solían ser priores. Los monjes hacían sus votos ante la congregación y podían ser enviados a cualquier casa. Se prestaba mucha atención a la enseñanza monástica durante el noviciado, y al estudio y a la ocupación literaria como «trabajo» normal del monje en el mundo moderno. La frase de Dom Didier «Un benedictino ignorante es un ser indefinible» (Un bénédictin ignorant est un etre indefinissable) era la idea motora de los vannistas y de los mauristas, y el adjetivo «culto» fue adoptado como adjetivo característico (epitheton constans) del monje benedictino. La congregación llegó a contar con unas cincuenta casas en Lorena, el Franco Condado (entonces español) y Champagne (Francia); sus vástagos de la Francia central estaban separados de ella, como veremos. Además de su trabajo literario personal, los monjes enseñaban en las escuelas y evangelizaban regiones desoladas; estaban además, a mediados del siglo XVII, en estrecho contacto con la corriente de piedad mística descrita por Henri Bremond. A pesar de la frase de Dom Didier, de los vannistas salieron pocos eruditos de talla, en parte sin duda debido a su situación en provincias donde carecían de un centro intelectual y de un grupo de posibles prosélitos comparable a París o incluso a Lovaina. Dom Calmet, historiador de Lorena y comentarista de la regla de San Benito, es acaso el único representante entre los inmortales. La congregación de Saint Maur, justa hija de una justa madre, nació gracias a la alianza de las casas vannistas fundadas en las proximidades de París. Los motivos de esta alianza fueron en grandísima parte políticos, y se basaron en la repugnancia del gobierno francés y de la clase oficial a depender de una autoridad extranjera. La nueva congregación nació en 1618 y en seguida se adhirieron a ella abadías tan famosas como Corbie, Mont S. Michel, Bec y S. Remy, en Reims. Tomando las constituciones vannistas, el tiempo fue alterándolas e introduciendo en ellas algunas modificaciones. Su carácter peculiar y sus logros se deben en gran parte a la visión de su primer superior general, Dom Gregory Tarrisse. Tarrisse (nacido en 1575) es uno de los más notorios ejemplos en la historia de las «vocaciones tardías». Primero soldado y después notario, se hizo sacerdote a los cuarenta años. Al obtener un beneficio que canónicamente era monástico, se hizo monje y concibió la idea de una reforma monástica. Profesó en los mauristas en 1624 a los cuarenta y nueve años y pronto fue elegido superior general en 1630, manteniendo el cargo hasta su muerte en 1648. Convirtió Saint Germain-des-Prés en cuartel general de la congregación, y suministró a sus monjes una inteligente constitución que era una versión sabiamente revisada de la de los vannistas, siendo las dos principales innovaciones la reelegibilidad del superior general por trienios (en lugar de sólo por un año en los vannistas) y el capítulo general trienal (en lugar de anual), apoyado por una dieta anual de los principales cargos. Dividió también la congregación en provincias. Además estableció el estudio, y sobre todo el estudio histórico, en sentido lato, como principal trabajo de los mauristas, aunque no renunció a la herencia vannista de' enseñanza y predicación en las misiones. Favorecido por el establecimiento de su cuartel general, tanto desde el punto de vista del gobierno como del de trabajo literario, en una capital que era el centro cultural de Europa en una época de la historia francesa rica en genios y talentos, los mauristas se vieron también favorecidos por su excelente organización y por el reclutamiento de una serie de hombres de excepcional capacidad, tales como D'Achery, Mabillon y Montfaucon, pero es que cualquier cuerpo semejante en tamaño y situación tenía forzosamente que atraer a todo talento nacional interesado en los estudios monásticos. A finales del siglo XVII había unos tres mil quinientos monjes en la congregación y, naturalmente, no es que todos fuesen eruditos, pero Tarrisse estableció un programa que permitía utilizar todo el material humano que fuera llegando. Tarrisse estableció para los monjes jóvenes, que seguían cursos normales de filosofía y teología, un estudio de los clásicos de la historia, y todos los priores tenían orden de proponer temas de estudio a sus monjes jóvenes más prometedores. Además, ordenó la construcción de una biblioteca de trabajo en Saint-Germain y de otras menos importantes en las demás casas. En París, la Biblioteca Real y las de Colbert y otros, pronto dieron facilidades a los monjes. Gran parte de esta organización fue obra de Dom Luc d'Achery (1609-55), quien formó la biblioteca e inició reuniones de estudiantes los domingos al mediodía en su habitación. Fue también patrono y director del joven Jean Mabillon. Este (1632-1700) fue no solamente el mejor historiador de una época de grandes especialistas, sino la personalización del monje erudito ideal. Junto con Beda el Venerable y Anselmo de Bec, es una de la media docena de personas que constituyen el típico ejemplo (o tal vez mejor, el más excelente tipo) de benedictino. Equilibrado, humilde, devoto, observante, amable y amado, fue además padre de la historia científica medieval y de la paleografía, y sus Anales, y Vidas de santos benedictinos echaron los cimientos de la crítica histórica de la Baja Edad Media y del resurgimiento religioso del siglo XI. Hay por lo menos media docena más de mauristas entre los eruditos de primera fila. Martene, comentarista de la regla de San Benito, Ruinart, editor de las vidas de los primeros mártires, Blampin y Constant, editores de las obras de San Agustín y cuya edición crítica sigue siendo la única completa, Montfaucon, creador de la paleografía bizantina, pueden colocarse junto con Mabillon, y otros muchos de talento poco corriente. El programa maurista que D'Achery había establecido, basado en la historia del monacato y de sus santos -programa excelentemente llevado a cabo por Mabillon- fue poco a poco extendiéndose hasta abarcar la historia de toda la Iglesia, la historia local y la historia de Francia. En el siglo XVIII ese gran plan dio corno resultado la Gallia Christiana -lista de todos los obispos, abades y dignatarios de la Iglesia francesa desde los primeros tiempos-, la historia literaria de Francia, ediciones de los padres griegos y un amplio proyecto de ediciones de crónicas medievales junto con las historias de las provincias y varios diccionarios. Además de toda una biblioteca de libros impresos, los mauristas dejaron numerosísimas transcripciones y notas, ahora en archivos nacionales o departamentales, que los estudiosos siguen utilizando. Es natural preguntar cuántos monjes mauristas eran eruditos. Un contemporáneo de la época de Mabillon, persona bien informada, da un número de eruditos en activo de cuarenta y ocho sobre tres mil religiosos. Aun pensando que la primera cifra es demasiado pequeña, esta opinión demuestra al menos que la calificación académica no era parte esencial de la vocación maurista. La congregación siempre se dedicó a la enseñanza y a las misiones. Sin embargo, el número de monjes dedicados a recoger materiales e imprimir libros tiene que haber sido muy considerable, y debemos tener presente que para las vocaciones monásticas de otro tipo había también mucho campo entre los benedictinos que no fueran vannistas ni mauristas y entre los numerosos cistercienses. Bajo cualquier punto de vista, la congregación maurista fue durante setenta años (1650-1720) una de las «edades de oro» de la historia benedictina, aunque no hay que olvidar que alguna de sus circunstancias y características -su pronunciada organización congregacional, que no dejaba sitio al abad paternal, sus intereses fuertemente académicos, y su ascesis puritana, que le emparentaba en cierto sentido con Port Royal, la fortaleza jansenista- le ponían al margen, más que en el centro, de la tradicional vida benedictina. Todos los que conocen la historia de la Iglesia en la Francia del siglo XVIII se sorprenden por el aparentemente súbito cambio que se produjo de la calurosa, entusiasta y profunda espiritualidad del siglo XVII, a la frialdad, aridez y amargas rivalidades de la época que le sigue inmediatamente. El jansenismo, el clima intelectual de los philosophes y los deístas, la hostilidad anticlerical de Voltaire, la actividad de la fracmasonería europea, todo se combinó para alterar la calidad de la vida religiosa y monástica poco después de la muerte de Luis XIV. Tanto las congregaciones de Saint Vanne corno de Saint Maur padecieron del malestar de la época. Los vannistas fueron durante un tiempo activos compañeros de viaje de los jansenistas y después se contaminaron profundamente con el racionalismo volteriano. Los mauristas tenían aún más afinidades con los jansenistas; resistieron la condena papal y estuvieron a punto de ser suprimidos. La congregación se dividió y la observancia regular se relajó. En este clima de división y de naturalismo filosófico un espíritu totalmente secularista pasó a controlar los círculos gubernamentales. Este condujo a la designación de una hostil Comisión de Regulares (176568), que dio como resultado la supresión de todos los monasterios con menos de nueve religiosos. Esta medida, que a los conocedores de la historia inglesa les recordará el decreto de 1536 suprimiendo los monasterios pequeños, se parecía también a dicho decreto en que encubría una profunda hostilidad con la apariencia de un acto de sentido común. Junto con otra disposición que elevaba la edad para profesar de dieciséis años a veintiuno, tuvo el efecto de frenar la entrada de nuevos monjes y de elevar la edad media de las comunidades. Aplicada a todos los regulares y seguida por la supresión de los jesuitas, fue un duro golpe que hizo tambalear la orden monástica y estuvo a punto de hacerla sucumbir. En esta situación iba a recibir inmediatamente el golpe de gracia de la Revolución. Mientras tanto los monjes de lengua germánica habían estado recibiendo dosis de una medicina similiar de manos de los «déspotas ilustrados». Aunque sin alcanzar nunca la fama de los mauristas, los monjes germánicos se habían mantenido más tradicionales en general y habían escapado a la influencia jansenista. Sólo en Alemania había alrededor de ciento cincuenta abadías en 1750. A partir de este momento el racionalismo comenzó a atacarles desde dentro del gobierno y desde fuera. Muchas casas fueron reducidas a colegiatas, y María Teresa elevó la edad para profesar a veinticuatro años y limitó el tamaño de muchas casas. Su hijo, José 11 (1780-90) suprimió las órdenes contemplativas y las casas con pocos religiosos. Por todo ello Austria perdió un tercio de sus monasterios mientras que la disciplina y la observancia se derrumbaban a causa de disposiciones tales como la de las pensiones personales y la educación estatal de los jóvenes monjes. Fue sobre un monacato benedictino privado de libertad y de alimento espiritual, sobre el que estalló la tempestad de la Revolución seguida inmediatamente del ciclón de la dominación napoleónica. Francia, Alemania y Suiza fueron las que más sufrieron. Se calcula que en 1807 todas las abadías alemanas habían sido suprimidas salvo una docena de ellas. Las de Francia y los Países Bajos habían desaparecido antes. Los monjes se refugiaron en otros países, y se produjo una total defección y secularización. No obstante, al historiador se le puede permitir considerar este momento como eminentemente dramático por cuanto el superior general de los mauristas se encontraba entre las víctimas de la matanza del monasterio carmelita de París, mientras que el superior general de la estricta observancia de Cluny fue guillotinado por decir misa ilegalmente. La marea de la secularización sobrepasó los Alpes, y en la segunda mitad del siglo XVIII una mezcla de jansenismo y racionalismo se extendió por la mitad septentrional de Italia desde Francia y Austria. Venecia, Toscana y Nápoles establecieron medidas limitando la libertad y el reclutamiento de las órdenes religiosas, y el famoso sínodo de Pistoia (1786), aunque no conservó más orden que la de los benedictinos, estableció una serie de disposiciones para éstos que si se hubieran seguido habrían resultado insoportables. De todos modos, el cataclismo se presentó inmediatamente y entre 1807 y 1811 dejaron de existir prácticamente todos los monasterios italianos, aunque unos pocos, entre ellos Monte Cassino, permanecieron como archivos nacionales, con comunidades laicizadas. José Bonaparte suprimió los monasterios españoles en 1809. Así pues, en la cúspide del dominio napoleónico casi todas las abadías benedictinas habían sido barridas, completándose en la parte meridional del continente la labor empezada en el norte por la Reforma. En 1810 había menos monasterios en la Europa occidental que en cualquier época desde San Agustin. Por una extraña ironía de la historia, entre los pocos supervivientes del holocausto general se encontraban los pequeños grupos de ingleses que durante dos siglos habían sido declarados fuera de la ley, proscritos, encarcelados y en algunos casos ejecutados como criminales en su tierra natal. Entre los católicos exiliados durante el reinado de Isabel I algunos de ellos habían hecho votos monásticos en comunidades italianas y españolas y con la aprobación papal se les había permitido entrar en Inglaterra como sacerdotes misioneros. Mientras tanto nuevos prosélitos se habían unido a la orden, y en 1604 se estableció una casa en Douai, entonces en territorio español, bajo la jurisdicción de la congregación española de Valladolid. A ésta siguieron otras en Dieulouard (Lorena) y París, y en 1607 dos novicios recibieron los hábitos de manos de Sigebert Buckley, último monje superviviente de la comunidad de Westminster refundada por la reina María Tudor. Después de muchas negociaciones, los grupos dispersos se reunieron (1619) en una congregación que, por mediación de Buckley, fue declarada por Roma como resurgimiento de la congregación de monjes negros anterior a la Reforma. Su constitución, basada en la de Valladolid, que era a su vez una adaptación de la de Santa Justina, establecía la soberanía del capítulo cuatrienal, pero el director efectivo de la congregación era el presidente, ante quien se celebraban todas las profesiones, y cuya misión era proporcionar misioneros para Inglaterra. Como la gran mayoría de los miembros del capítulo eran designados por votación, el régimen era en realidad una oligarquía con un jefe a la cabeza. Una vez constituido el cuerpo, éste estableció un ritmo que mantuvo durante dos siglos, estableciendo escuelas para hijos de católicos en Inglaterra o en el exilio, y proporcionando sacerdotes misioneros (generalmente vitalicios) a las capellanías y otros puntos de toda Inglaterra concedidas, por costumbre o por autoridad, a los benedictinos. Establecidas así en territorio extranjero con una labor apostólica de la mayor importancia, las cuatro casas inglesas (Lamspring, en Renania, que era la cuarta, dejó de existir en el siglo XIX) vivieron independientes, sin recibir ninguna influencia ni de la gloria de los mauristas ni de los ataques del jansenismo y el ateísmo. Como exiliadas, al producirse la Revolución fueron recibidas en Inglaterra gracias a la ola de humanitarismo y de fervor antirrevolucionario prevaleciente, y a su debido tiempo se convirtieron en grandes y prósperas abadías.
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