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La palabra monje (del griego monos = solo, solitario) tanto en su significado original como en el derivado, significaba alguien que vivía solo, apartado de los demás. En su sentido de persona entregada a la religión es una palabra cristiana de comienzos del siglo IV, al principio limitada solamente a los anacoretas o eremitas, pero inmediatamente después aplicada a todos los que «abandonaban el mundo» tanto si vivían solos como en comunidad. En el transcurso de los siglos, por lo menos en la mayoría de las lenguas, su aplicación fue extendiéndose a todas las órdenes de monjes y frailes, pero se aplica propiamente sólo a aquellos que siguen una de las reglas tradicionalmente reconocidas como monásticas. En la Iglesia cristiana los monjes no aparecieron como clase hasta finales del siglo III. Las personas entregadas exclusivamente a la religión, llamadas más tarde por los escritores occidentales «monjes», habían existido anteriormente entre los budistas y se encontraban en gran número posteriormente en India, China, Tíbet y Japón. Además de éstos había también una secta judía, los esenianos, que existió en el siglo anterior al nacimiento de Cristo, entre cuyos miembros puede haberse encontrado la comunidad de Qumran, custodios de los llamados «pergaminos del Mar Muerto». Los esenianos tuvieron posiblemente influencia sobre la vida de San Juan Bautista y algunos de los primeros discípulos de Cristo, pero todos los intentos llevados a cabo por los eruditos para hacer derivar el monasticismo de la Iglesia cristiana de este origen o de cualquier otro extraño, han sido inútiles. Lo único cierto que podemos decir es que la vida monástica a parece en varias de las más importantes religiones del mundo civilizado, y que, por tanto, es una reacción normal y humana ante las aspiraciones morales y espirituales, y que fue la enseñanza de Jesús y no ninguna institución anterior la que dio nueva forma a esas aspiraciones engendrando así la existencia del monacato cristiano.

Históricamente, la vida monástica y las actividades próximas y dependientes de ella en la Iglesia cristiana se presenta desde principios del siglo IV hasta nuestros días como un impulso vocacional de aquellos que desean dedicarse enteramente a una comprensión más profunda y una observación más completa de los mandamientos y consejos de Cristo de las que se exigen a los que profesan simplemente la religión cristiana. Este concepto de la vida cristiana vivida en diferentes intensidades, es decir, por grupos o clases reconocidos, aunque nacida de la experiencia en otros aspectos de la vida humana, ha sido y es aún materia de discusión. Por un lado todos los reformadores, tanto los primeros montanistas, como los monjes medievales o los puritanos posteriores, han pretendido aplicar a todos los cristianos, o por lo menos a la mayoría, las características ascéticas y espirituales del monacato, mientras que en el otro extremo ha habido y hay quien considera la vida monástica como contraria al espíritu cristiano de hermandad y libertad. Dejando aparte esta disputa, nos dedicaremos simplemente al monacato cristiano tal como ha sido y es actualmente.

No hay duda acerca del momento y lugar de su aparición. El lugar fue el bajo Egipto y el momento a finales del siglo III; más precisamente, una iglesia egipcia del año 271. Antonio, hijo de unos ricos campesinos egipcios, escuchó las palabras de Jesús leídas por un sacerdote;', «Si queréis ser perfectos, id, vended todo lo que tengáis y dádselo a los pobres y seguidme»1 ; Antonio cumplió este triple mandamiento y comenzó a vivir solo, dedicándose a la plegaria y al trabajo manual. No hay duda de que otras personas ya habían actuado así antes, pero Antonio se diferenciaba de ellas en la determinación y santidad de su vida, y en su don para, inspirar y guiar a los demás, y así el número de sus imitadores pronto fue muy numeroso; imitadores que le pedían que les dijera el secreto de su vida.

Es natural preguntarse si el monacato, independientemente del momento de su nacimiento, fue en realidad una forma totalmente nueva de vida cristiana, y por qué esa gran explosión tuvo lugar en el sitio y momento que hemos dicho. La vocación monástica, como movimiento o como establecimiento de un modo determinado de vida para una clase de hombres, era sin duda desconocida en la Iglesia cristiana antes del 271. Este es el hecho histórico que incita a pensar que el monacato cristiano pudo tomar como modelo uno judío o cualquier otro oriental. Por otra parte, los primeros apologistas del monacato tenían razones para sostener que el ideal espiritual era tan antiguo como la cristiandad y se basaba en la enseñanza de Cristo. Podían basarse en las palabras de Jesús al joven, citadas más arriba, y en aquellas otras en que habla de los que se hicieron a sí mismos eunucos por el reino de los cielos2. Sin duda todo esto eran incitaciones a la vida casta y pobre, e implicaban en quien las seguía un fuerte y vivo deseo de imitar a Cristo; al mismo tiempo está también muy claro por otros actos y palabras de Jesús que el matrimonio y la posesión de bienes no son incompatibles con la profesión de fe cristiana. Igualmente, San Pablo invita tanto a hombres como a mujeres a llevar una vida de castidad y pobreza, aun reconociendo que la mayoría se casan y poseen bienes3. Muy pronto, en efecto, se encuentran mujeres aisladas o grupos de ellas que viven entre cristianos con la firme determinación de permanecer solteras, y también hombres que viven en lo que más tarde se llamará una vida eremítica. Pero se trata de individuos aislados o de pequeños grupos; había una clase de vírgenes y viudas, pero ninguna de monjas.

Durante más de un siglo, después de Pentecostés, los cristianos formaban pequeños y apretados grupos en ciudades y pueblos, considerados por los demás con recelo, y cuando su número crecía se exponían a ser perseguidos y privados de sus bienes, pero esto ocurrió de forma menos general y constante de lo que se suele creer. No obstante, estas persecuciones bastaron para limitar el número de miembros de la Iglesia a los creyentes convencidos, y para hacer del martirio el supremo sacrificio de la vida, la cumbre de la gloria cristiana y su ideal de perfección.

Sin embargo, a mediados del siglo III la amenaza de las persecuciones disminuyó y el número de cristianos fue en aumento. Aunque las persecuciones se recrudecieron bajo Decio (249-52) y Diocleciano (284-305) con una ferocidad superior a la de cualquier otra época, en cierto sentido se trataba de medidas desesperadas a las que siguieron inmediatamente la conversión de Constan tino y la transformación de la Iglesia cristiana de una secta perseguida y ferviente a una institución en rápido crecimiento y expansión, favorecida y dirigida por el emperador, ser miembro de la cual constituía una ventaja material. Consecuencia de esto fue el descenso en el tono de vida y el nivel de austeridad, y la Iglesia cristiana se convirtió en lo que en gran medida ha seguido siendo desde entonces, en un gran cuerpo en el que unos pocos son extraordinariamente devotos y observantes, mientras que otros muchos son sinceros creyentes pero sin sentir ningún fervor, y un número importante, tal vez la mayoría, está o bien perdiendo la fe o se mantiene en ella a pesar de que vive sin cumplir los mandamientos de Cristo ni participar en la vida sacramental y devota de la Iglesia con regularidad. En estas condiciones siempre se produce la rebelión de muchos o pocos contra lo que les parece flojedad y abandono, los cuales escogen el camino estrecho que, según las palabras de Jesús, conduce a la vida eterna.

Si ahora nos preguntamos por qué se produjo este movimiento en Egipto, sólo podemos observar que en Alejandría y en el delta del Nilo había una gran población cristiana que vivía muy cerca de extensos territorios despoblados con un clima que permitía mantenerse durante todo el año con escasa alimentación en cuevas o cobijos primitivos. También hay que tener en cuenta que muy pronto los monjes estuvieron exentos de prestar servicio militar, pagar impuestos y de determinadas formas de trabajo obligatorio.

San Antonio (251-356), después de largos años de vida solitaria y de haberse internado más de una vez en el desierto, se convirtió en sus últimos años en un famoso maestro cuya santa vida y sabio consejo atraían a innumerables discípulos y visitantes. Su fama aumentó con su larga vida y fue prolongada por la biografía que muy poco después de su muerte escribió el gran arzobispo Atanasio de Alejandría, la cual se convirtió, no solamente en un libro clásico de espiritualidad, sino en el modelo de todas las hagiografías escritas durante más de mil años que contribuyó más que cualquier otra cosa a la expansión de la vida monástica. De ese modo, Antonio, gracias a su ejemplo, a su santidad manifiesta y a sus enseñanzas, propagadas por sus discípulos y por el relato escrito de su vida, demostraba la posibilidad y fertilidad espiritual de la vida eremítica.

Lo que podríamos llamar la edad de oro de la vida eremítica egipcia va desde el año 330 al 440. Los primeros «padres del desierto» vivían solos o en grupos de dos y tres, en cuevas, cabañas o chozas, alimentándose del producto de los huertos que cultivaban, haciendo cestas o palmas que vendían a visitantes o agentes para conseguir dinero con el cual poder adquirir lo necesario para vivir. Pasaban el tiempo orando, trabajando, leyendo y aprendiendo de memoria las Escrituras. Esta vida, para llegar a ser satisfactoria y fructífera, exigía un alto grado de estabilidad psicológica y de autodominio. Sus contemporáneos estudiaron sus penitencias y ayunos, los cuales han sido criticados por los modernos escritores. Algunas veces, sin duda, el motivo de estas penitencias y ayunos era, aunque inconscientemente, realizar una proeza o superar una prueba, pero la resistencia física y mental, aceptada como disciplina espiritual, formaba parte del clima monástico primitivo, aunque haya que tener en cuenta el físico y la mentalidad coptos, así como el clima y el contexto económico, tan diferentes de los occidentales.

El genio de Egipto para la vida monástica fue múltiple. Fue fácil pasar de la vida solitaria al grupo de ermitaños que se reunían diariamente o, más comúnmente, cada semana para celebrar la Eucaristía e intercambiar consejos y experiencias. Lo que es más inesperado fue la aparición, pocos años después del primer monje, del que había de ser el primer maestro de la vida comunitaria. Paco mi o (286-346), convertido al cristianismo siendo joven, después de transcurrir unos años como eremita sintió la llamada de poner la vida monástica al alcance de la mayoría. Organizador y administrador excepcional, creó sin ningún modelo precedente una congregación monástica que poseía ya todos los elementos que después tendrían que ser gradualmente redescubiertos y aplicados por los fundadores occidentales de muchos siglos más tarde. Los adeptos llegaron a ser centenares, sobre todo de las clases bajas del campesinado y de la población de las pequeñas ciudades, y Pacomio les dio una regla y una institución perfectamente elaboradas. La castidad y la pobreza se daban por descontadas y a ellas añadió Pacomio la obediencia en su forma específica como condición para la vida comunitaria. Así como el ermitaño obedecía al mayor que él por más sabio y experto, el monje pacomiano obedecía a sus superiores por ser los que disponían de su vida y energías, y consideraba el abandono de su gusto personal como un logro espiritual de gran importancia. La organización y la obediencia implican sanciones, y el código penal de Pacomio fue el primero de una larga serie que va desde Egipto hasta el mundo moderno. En la vida diaria, el régimen del monasterio era moderado en comparación con el del ermitaño. El vino, la carne y el aceite estaban prohibidos, pero estaban permitidos el pescado, el queso, la fruta y los vegetales además del pan. La plegaria de la comunidad, hecha de salmos y lecturas, no era mucho más larga que los oficios monásticos modernos. El trabajo era lo que distinguía la vida monacal. Los monasterios eran pequeñas poblaciones de mil o dos mil habitantes; estaban divididos en casas de treinta o cuarenta, en las que los monjes estaban agrupados de acuerdo con sus habilidades u oficios -sastres, panaderos, jardineros, etc.- y los productos excedentes se vendían en Alejandría. Había un edificio especial para los cofrades de servicio tales como mensajeros y distribuidores. Los monasterios estaban agrupados como una «orden» bajo un solo superior general, Pacomio y sus sucesores, los cuales visitaban frecuentemente cada monasterio y podían ordenar el traslado de monjes de uno a otro. Por debajo de ellos estaban los jefes de los monasterios, cada uno con un ayudante, que gobernaban a los jefes de cada casa. Anualmente se celebraban dos reuniones generales en el monasterio de Pacomio, una durante la Pascua para intercambiar consejos espirituales y otra en agosto, en la que los jefes de las casas presentaban su informe anual.

Además de su legado de instituciones y ejemplos de santidad, el monacato egipcio dejó a la posteridad una rica bibliografía de la vida espiritual. En primer lugar tenemos los consejos de los famosos anacoretas, los «dichos de los padres» conservados en tres colecciones diferentes. En general son sentencias breves y piadosas, muchas de las cuales se han convertido en frases hechas de la vida ascética. Luego tenemos la Historia Lausiaca, relato de la visita a Nitria y otros monasterios realizada en el año 400 por el griego Pala dio. Finalmente encontramos las Instituciones y Conferencias de Juan Casiano, escritas en 415-29. Casiano, natural de Escitia y discípulo de Juan Crisóstomo de Constantinopla y del papa León el Grande de Roma, vivió durante quince años con los anacoretas y presentó su doctrina en una serie de capítulos a los monjes de Lerins en Provenza. Los eruditos siguen estando en desacuerdo en cuanto a la fidelidad con que Casiano registra, durante veinte años, las largas disquisiciones a las que vincula nombres de célebres abates. No solamente están escritas en un solo estilo elocuente, sino que algunas contienen doctrinas y frases de Evagrio de Ponto (345-99), y una de ellas es claramente una controversia contra la enseñanza de San Agustín sobre la necesidad de la gracia inicial antes de la buena acción. A pesar de todo, probablemente son la cristalización de la mayor parte de cuanto Casi ano escuchó en Egipto y Siria, y en todo caso se convirtieron en un clásico sin rival en el monacato occidental. La regla de San Benito está llena de citas de las Conferencias, las cuales eran leídas todas las noches antes de completas en los monasterios medievales. También fueron un vade mecum de santos tan diferentes como Tomás de Aquino y Teresa de Avila.

Los dichos de los padres suelen ser breves párrafos que recuerdan una frase o una anécdota. Algunos se refieren a proezas ascéticas o espirituales:

Una vez un viejo fue a visitar a otro anciano. Y el segundo le dijo a su discípulo: «Haznos un poco de caldo de léntejas, hijo ·mío.» Y él lo hizo. «Desmenuza pan en éI.n y él lo desmenuzó. Y siguieron adelante con su santa conversación hasta el mediodía del día siguiente. Entonces el anciano le dijo a su discípulo: «lIaznos un poco de caldo de 'lentejas, hijo mío.» Y éste replicó: «Ya lo hice ayer.» Y entonces se levantaron y comieron4.

Otros demuestran la indiferencia por los bienes personales:

Otra cosa notable hizo Abba Juan. Si alguien acudía a pedirle algo, él no lo cogía con sus manos y lo entregaba, sino que decía: «Entra y toma lo que necesites.» Y cuando alguno de los que habían cogido algo prestado lo devolvía, Juan solía decirIe: «Ponlo donde lo encontraste.» Pero si alguien cogía algo y no lo devolvía, el anciano no le decía nada 5.

 Una famosa historia nos muestra a Antonio como maestro de discreción:

Un cazador pasó por la maleza y vio a Abba Antonio hablando alegremente con los hermanos, cosa que le disgustó. Antonio le dijo: "Pon una flecha en tu arco y ténsalo.» Y él lo hizo. Y Antonio dijo: "Ténsalo más.» Y él lo hizo. Antonio volvió a decir: «Ténsalo más aún.» Y él lo hizo. El cazador le dijo: "Si lo tenso más, se romperá.» Abba Antonio le contestó: "Lo mismo ocurre con el trabajo de Dios. Si nos excedemos, los hermanos se agotarán. Muchas veces es mejor no ser rígido.»6.

A veces, los dichos se elevan como un meteoro:

Abba Lot fue a ver a Abba José y le dijo: "Abba, observo una regla moderada, con un poco de ayuno, y oración, y meditación, y quietud; en todo cuanto puedo procuro mantener mi corazón limpio de malos pensamientos. ¿Qué más debería hacer?» Entonces el anciano se levantó y elevó sus manos al cielo, y sus dedos brillaron como diez velas, y dijo: «Si quieres, puedes convertirte en una llama viviente.»7.

Así como los dichos de los padres son principalmente ascéticos, a través de Juan Casiano llegó a Occidente otra poderosa influencia. Entre los que del mundo griego acudieron a unirse con los monjes de Egipto se hallaba Evagrio de Ponto, el cual estuvo asociado con Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno, pero se hallaba muy influido por las doctrinas de Orígenes. En contraposición con los primeros padres del desierto, Evagrio era un intelectual, que extrajo de la doctrina de los grandes solitarios un sistema de teología mística el cual, tal como lo describe Casiano, se convirtió en la base de toda la posterior enseñanza espiritual. Aunque ortodoxo y muy sabio en su desarrollo de la enseñanza de los cuatro Evangelios como código de la mística unión del alma purificada con Dios, Evagrio, griego y neoplatónico, tendía a subrayar la importancia del papel de la mente (como algo distinto a la voluntad) en la preparación del alma para la contemplación mística. Su insistencia en la necesidad de una indiferencia moral ante las experiencias y emociones externas (la «apatía» de los estoicos) y en la concentración intelectual sobre la divinidad invisible, a veces le lleva a un terreno fronterizo entre la contemplación neoplat6nica y la cristiana que, gracias a su influencia, estaba destinado a ser motivo de dificultades para los teólogos medievales. El siguiente pasaje, en el que Casiano transcribe un consejo del abad Moisés, muestra a un tiempo la fuerza y la ambigüedad de Evagrio:

El fin de nuestra profesión es el reino de 'Dios, pero nuestro objetivo inmediato es la pureza de corazón, sin la cual nadie puede alcanzar aquel fin. 'Por tanto, cualquier cosa que estorbe la pureza y tranquilidad de nuestras mentes, por útil e incluso necesaria que pueda parecer, debe ser evitada como perniciosa. Nuestra principal dedicación, el objetivo inamovible de nuestro deseo, debe ser que nuestra mente tienda siempre hacia Dios. Cualquier otra cosa, por grande que sea, debemos tenerla por secundaria, trivial e incluso peligrosa en comparación. Porque cuando el Señor dijo: «Os solicitan y preocupan muchas cosas, pero sólo se necesitan pocas y en realidad una sola», indicó como el mayor bien no la vida activa, aunque sea abundante en obras buenas y fructíferas, sino la contemplación de sí mismo, que es verdaderamente simple y única ... Es imposible para el hombre entorpecido por su frágil cuerpo adherirse siempre a :Dios y estar unido a El inseparablemente en la contemplación, pero esto nos ayuda a comprender mejor cómo dirigir las intenciones de nuestra alma y el objetivo que la mirada de nuestra, mente debe buscar. Si podemos alcanzarle, debemos regocijarnos; si nos distraemos debemos lamentarlo, pensando que separamos un solo momento de nuestra visión de Cristo es prostitución8.

Pacomio, como hemos visto, era moderado en sus exigencias, y sus discípulos eran legión. Shenouti (348-453 ?), maestro enérgico, autoritario y austero, reaccionó contra esa moderación, defendiendo causas . y controversias que contribuyeron a dar al monacato copto un carácter violento y tumultuario durante el siglo v. Su importancia en la historia monástica estriba en la introducción de una solemne promesa de obediencia, y en la transformación de la clase de hermanos siervos de Pacomio en siervos permanentes, equivalentes a los legos posteriores.

La vida monástica se extendió rápidamente por Palestina y Siria. El gran pionero de Palestina fue Hilarión (291-371) el cual llevó vida eremítica en Gaza durante casi cincuenta años antes de recorrer el Mediterráneo occidental en un vano intento de escapar a sus seguidores. Pronto se fundaron monasterios en los Santos Lugares y la llegada de San Jerónimo y de su grupo de nobles damas romanas atrajo a muchos. El desierto montañoso al este de Jerusalén demostró ser tan atractivo para los anacoretas como el de Egipto, y comenzaron a formarse lavra (grupo de eremitas) en lugar de cenobios pacomianos (comunidades). En los lavra los ermitaños vivían en cavernas o cabañas distanciadas unas de otras bajo la dirección de un anciano distinguido por su santidad. Los ermitaños se reunían para la vigilia del sábado por la noche, para celebrar la Eucaristía, para la comida en común y para la distribución de provisiones y material con destino al trabajo de la semana. En Siria, San Efrén (306-73), teólogo y poeta, fundó la escuela de Edesa con un armazón monástico de estudiantes que hacían sus votos y la misión espiritual de velar por las ermitas de los alrededores. En Siria apareció también la extraña clase de solitarios encadenados a una roca ya en cavernas ya al aire libre, y la más extraña aún de «monjes estacionarios» que permanecían inmóviles unas veces en el suelo y otras encima de una columna. El más famoso de éstos fue Simeón el Viejo (389-459) que permaneció más de treinta años encima de una columna de treinta pies de alto cerca de Antioquía, auténtico santo que daba a los que rodeaban su pedestal sabios y prudentes consejos sobre problemas espirituales y humanos.

San Basilio el Grande (329-79) dio otra forma exterior a la vida monástica. Basilio, cuyo período de estudios en Atenas con su compatriota Gregorio Nacianceno ha sido tan claramente relatado por Newman, pasó un año (357) visitando los monjes de Egipto, Palestina y Siria antes de fundar un monasterio en los terrenos de su familia. A pesar de que tuvo que separarse de él al ser nombrado obispo, siguió siendo, en sus intereses y acciones, un monje. Para Basilio la vida monástica era comunal, pues era el marco adecuado para seguir fielmente la vida cristiana perfecta de amor fraterno, junto con el ascetismo propio del servicio y la humildad, y la penitencia por los pecados. Las jornadas se dedicaban al trabajo y a la meditación y estaban enmarcadas por plegarias litúrgicas similares a las ordenadas por Pacomio. Los monjes se dedicaban a la agricultura y a otros oficios, pero también había anejo al monasterio un orfelinato, un hospital y talleres para los pobres sin empleo. Basilio no escribió ninguna regla ni fundó ninguna orden comparable a la de Pacomio. Sus llamadas reglas no son más que consejos espirituales y comentarios a las Escrituras. Sin embargo, su influencia fue muy grande y duradera. Al separarse de la vida eremítica y de los aspectos individuales del ascetismo, Basilio dio lugar a una vida monástica que encajaba perfectamente con el temperamento de las tierras griegas, y todos los monasterios del Imperio bizantino y todos los monasterios rusos posteriores le consideraron como su patriarca, igual que los monjes occidentales consideraron a San Benito. De San Benito no conocemos nada más que su regla; de Basilio lo sabemos todo menos su regla.

Así pues, en algo más de un siglo, Egipto y los países ribereños del Mediterráneo oriental dieron a la Iglesia la vida monástica en sus rasgos esenciales y en todas sus diversas formas desde la vida solitaria y ascética, a través de los lavra y de las casas shenouiticas «reformadas», hasta la laboriosa y moderada institución de Pacomio y las obras caritativas de Basilio. Durante este breve período de tiempo se construyó el armazón interior de la vida monástica, el esquema detallado de las plegarias públicas, la guía práctica y ascética y el mecanismo de cualquier orden, y en los dichos de los padres y los escritos de Evagrio y Casiano quedaban trazadas las líneas fundamentales de una teología mística que iba a convertirse en tradicional. Todo esto se llevó a cabo en algo más de un siglo. Aquellos cuyo conocimiento del monacato se limita principalmente a la vida religiosa de la Alta Edad Media difícilmente evitan la impresión de que la primitiva vida monástica fue algo rudo, creado entre poblaciones primitivas de visión simple y toscas maneras. En cambio el conocimiento de los orígenes monásticos nos enseña que de hecho esa vida implicaba la sociedad civilizada y complicada del bajo imperio, cuyas cabezas y legisladores provenían de las clases dirigentes y de los teólogos. Un eminente historiador del siglo IV, Henri Marrou, recientemente ha señalado que de los aproximadamente doce «Padres» griegos y latinos más sobresalientes, todos, menos Ambrosio, fueron monjes. Este hecho solo demuestra que el monacato, así como en su sentido verdadero es una huida del mundo, en su radiación es también profundamente cristiano y católico; y así como en un aspecto es la primera gran fragmentación de la «imagen» de la familia cristiana única, visto desde otra perspectiva demuestra la inevitabilidad y valor del proceso que da lugar a una especialidad cuyo excedente, podríamos decir, puede ser estibado en el almacén común. Pero estas reflexiones son artificiosas. El monje, como tal, fue el que fue a causa de su intenso y directo conocimiento de que Dios es todo en todo, y de que, según la frase de un santo posterior, que nos recuerda a Evagrio, cualquier pensamiento que nos aparte de El es inútil9.

 

 

 

NOTAS

 

4 Western Ascetism (Library of Christian Classics, XII), Londres, 1958.

5 Ibid., 79.

6 Ibid., 105-6.

7 Ibid., 142.

8 Casiano: Conferences I 199-200 (Chadwick, Westem Asceticism).

9 San Juan de la Cruz: Máximas: «Cualquier pensamiento nuestro que no esté centrado en Dios se le roba a El».

 

 

 

 

 
 

 
 
 

 

 

Los primeros monjes cristianos

(los monjes que cambiaron Europa)

 

David knowles

Benedictino. Catedrático Historia Moderna
Universidad de Cambridge

EL MONACATO CRISTIANO, GUADARRAMA, MADRID,1969, PAG.9-24,CAP. 1