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La regla de San Benito fue escrita en un momento de transición. Compendio de casi tres siglos de experiencia monástica, iba a ser el único código monacal durante unos seiscientos años. Por artificiosa que sea, como todas las divisiones de la historia humana en períodos, podemos decir que entre el nacimiento y la muerte de Benito, Italia, por lo menos, pasó de la penumbra del mundo antiguo a las tinieblas que antecedieron a la aurora de la civilización medieval. En su infancia, el gobierno y la cultura de Roma eran aún una sombra del pasado; cuando murió, la Europa del poder papal había ya nacido. La fragmentación de Europa, la desaparición de la unidad y el control político y económico, el abismo entre el imperio oriental y los reinos occidentales iban aumentado. En el caos y el torbellino de la época subsiguiente, los monasterios de la Europa occidental, de ser lugares de retiro de un mundo en ebullición política y social, se convirtieron paulatinamente en centros de luz y vida en un mundo sencillo, estático, medio bárbaro, que preservaron y luego difundieron lo que quedaba de la cultura y espiritualidad antiguas. En el transcurso de este proceso fueron convirtiéndose en parte, y en una parte realmente importante, de la sociedad y de su economía. Mientras los reinos cambiaban de manos y se hundían grandes estados, los monasterios, autosuficientes, solían sobrevivir, pues se habían convertido en un núcleo que podía escapar a la destrucción cuando las poblaciones eran destruidas, y que podía recibir dones y prosperar en tiempos de paz. Durante los dos siglos que van desde la época de Benito (c. 550) hasta Carlomagno (770) el típico monasterio de la Europa occidental cambió enteramente tanto en su aspecto exterior como en su significación social. De ser un pequeño edificio que albergaba unos doce o veinte hombres «que olvidaban el mundo, por el mundo olvidados» , el monasterio pasó a ser un grande y complejo edificio levantado alrededor de uno o más patios con, además de una amplia iglesia y el espacio necesario para los monjes, novicios, enfermos y ancianos, oficinas para la administración y explotación de grandes posesiones, hospederías y habitaciones para criados y trabajadores. En su forma más desarrollada, como los de la Alemania meridional y Borgoña, el monasterio se convirtió en un centro cívico en miniatura, con su limosnería, hospital, escuela y salas para reuniones y juicios civiles y criminales. Alrededor de él solía crecer un pequeño burgo formado enteramente por aquellos que vivían del trabajo que encontraban en él o del intercambio de bienes. Al mismo tiempo, la iglesia, del sencillo oratorio de la regla benedictina, pasó a ser un almacén de reliquias y objetos artísticos, visitado por muchedumbres de peregrinos, mientras que en el claustro se apilaban los libros miniados y manuscritos y otros tesoros litúrgicos. También se produjo un cambio en el nivel religioso. Los primeros monjes se habían ido al desierto y las montañas dejando detrás de sí una sociedad cristiana urbana altamente desarrollada de piedad y observancia tradicionales. Ahora, en la Europa occidental y la Italia del norte enteramente agrarias, la vida cristiana se había reducido a la simplicidad de una pequeña parroquia rural con un sacerdote de origen campesino, cuando no servil. La vida monástica era, tanto para hombres como para mujeres, la única forma de devoción instruida y organizada. Por consiguiente, los monjes, de ser una clase de individuos no sociales, pasó a ser una clase de cristianos «dos veces nacidos» que intercedían ante Dios por el resto del género humano y representaban el único camino claro de salvación. La mayoría estaban ahora ordenados y se hallaban camino de convertirse en una rama del estado clerical. Para eso, el trabajo manual no era satisfactorio, y el claustro, con sus facilidades para escribir, leer, pintar y llevar a cabo un trabajo artístico, se convirtió en el centro de la vida cultural europea. La liturgia aumentó en volumen y solemnidad, porque los monjes adoraban a Dios en nombre de sus contemporáneos que estaban «en el mundo». Los «siglos monásticos» habían comenzado. Al principio de esta época, como hemos visto, los monasterios derivados de Oriente habían variado sus costumbres debido sobre todo a sus abades, mientras que los de tradición celta tenían otras costumbres procedentes de la regla de Columbano, que era principalmente un código penal. Poco a poco la regla de San Benito fue imponiéndose, únicamente en razón de su excelencia práctica y espiritual, primero entre las demás reglas, después como la única regla por excelencia. Con el correr del tiempo, se olvidó lo que realmente había ocurrido y se formó el mito de que todos los monasterios existentes de una manera o de otra provenían del monasterio de San Benito. Así la leyenda de la misión de Mauro (Saint Maur), discípulo de Benito, a Glanfeuil-sur-Loire para ser el origen del monacato en la Galia. En la época de Carlomagno la posición de la regla de San Benito estaba tan firmemente establecida que dio ocasión a que el emperador -preguntase si existía otra regla, y nadie se podía imaginar que hubiera habido monjes en Europa antes de Benito. Mientras tanto el monacato había llegado a la Europa septentrional gracias a otra regla. El papa Gregorio Magno (590-604), monje y biógrafo de Benito, había enviado monjes de su monasterio romano a predicar la fe en Inglaterra. Ningún dato permite asegurar que San Gregorio y sus monjes siguieran la regla de San Benito y por tanto no hay razón para suponer que llevasen consigo la regla a Inglaterra, pero sin duda introdujeron el monacato allí, y fueron seguidos por otros grupos del continente, sobre todo de la Galia occidental. Casi un siglo después, dos importantes hombres de Northumbría, Benet Biscop y Wilfrid, que habían estado en Roma y conocían los monasterios galos, fundaron monasterios en Jarrow, Wearmouth y Ripon en lo que ahora son los condados de Durham y de York. En Ripon, Wilfrid introdujo la regla de San Benito, y en los monasterios de Biscop uno de los varios códigos que éste había traído de la Galia. Un monje de la segunda generación de Jarrow, Beda, cuyo monasterio, tal como él lo describe, se parecía al de la regla de Monte Cassino, se convirtió para siempre en el beau idéal del monje benedictino. Sencillo, tranquilo, industrioso, afectuoso, dedicando su vida y talento a la enseñanza y la escritura mientras seguía la tranquila ronda litúrgica de una gran familia monástica, Beda, aparte de sus virtudes como escritor e historiador, puede ser considerado como una personalidad profundamente piadosa y de encanto singular que se gana la admiración y el afecto de sus lectores. Su propio carácter está plasmado en la descripción que de él hace Eastorwine, joven abad de Jarrow al que había conocido:
De los monasterios contemporáneos de Beda en Northumbria e Inglaterra meridional salieron multitud de misioneros que se establecieron en los Países Bajos y en la Alemania occidental, siguiendo la regla de San Benito. Los más importantes fueron WilIibrord de Northumbría y Bonifacio de Devon, y sus seguidores fundaron abadías entre las cuales las más famosas fueron Fulda y Echternach. La evangelización de Holanda y de Alemania, y más tarde de Escandinavia y de parte de Polonia y Bohemia, por monjes fue algo nuevo en la historia europea. En todos los países en que penetraron, los jefes de las misiones fundaron monasterios como puntos de apoyo que muchas veces se convirtieron en residencia de un monje-obispo. Los monasterios alemanes, suizos y austríacos fueron los ejemplos más completos de la abadía-condado-ciudad. Otra forma de desarrollo fue la abadía exenta de la diócesis (la abbatia nullius diocesis de más adelante) donde el abad designaba el clero de las iglesias enclavadas dentro de las tierras abaciales, y tenía jurisdicción episcopal sobre un enclave dentro de la diócesis, requiriendo el concurso de un obispo vecino para las consagraciones y ordenaciones. Las cartas de Bonifacio (680-755) son únicas entre las fuentes para la evangelización de Europa y muestran los métodos usados y las relaciones personales de los misioneros con sus ayudantes y con sus amigos que quedaron en Inglaterra:
Así pues, de un modo o de otro hacia el año 800 toda la Europa occidental estaba llena de grandes abadías. En Italia, Monte Cassino, saqueada por los lombardos a finales del siglo VI y restaurada en 717; en Francia, entre otras, estaban Ligugé (363), Marmoutier (372), Lérins (400-10), Dijon (c. 520), Reims (550), Luxeuil (590), St. Denis de París (650), Fleury (631), St. Ouen de Rouen (649) y Corbie (657); en Alemania, Echternach (708), Reichenau (724), Fulda (744), St. Gall (750) y Corvey (822); en Gran Bretaña, lona (563), Glastonbury (?), Canterbury (601), Peterborough (664), Wearmouth (674) y St. Albans (790). Estas son solamente unas pocas de las más antiguas y famosas. La lista no da la impresión de lo que podría llamarse el «mapa monástico de Europa» en el que veríamos una enorme cantidad de abadías desperdigadas por todas partes con sus correspondientes posesiones e iglesias, además del terreno de alrededor del monasterio. Entre los amplios proyectos que ocuparon a Carlomagno en las últimas décadas de su vida estaba el de reformar y unificar el cuerpo monástico en sus dominios. Aceptando la regla de San Benito como única, esperaba poderla aplicar en todas partes, pero murió sin haber cumplido su deseo. Su hijo, Luis el Piadoso, prosiguió su idea. La operación tenía que llevarse a cabo bajo el signo de la uniformidad. Además de la regla mencionada, debía aplicarse un único código disciplinario y litúrgico, para lo cual se fundó una abadía, Inde o Cornelimünster, cerca de la corte en Aquisgrán, con el famoso reformador Benito de Aniane como abad, donde tenían que acudir dos monjes de cada abadía para una especie de «cursillos de repaso» sobre la vida monástica. Este proyecto fue publicado y se convocó una gran reunión de abades y monjes en Aquisgrán en julio del 817; allí Benito designó un sistema capitular de constituciones y seleccionó cuidadosamente a los visitadores para asegurarse de su observancia. El proyecto fracasó, en parte porque la organización de la sociedad en los tiempos carolingios carecía de consistencia y por lo tanto era incapaz de crear y mantener un aparato de tan gran alcance, y en parte porque el imperio pronto se dividió y luego se sumió en el caos. A pesar de todo, hubo algunos resultados perdurables. El proyecto había creado un mito que pronto se convirtió en realidad. El tomar la regla como único código implicaba que todos los monjes habían sido y eran hijos de San Benito, y aunque el nombre de «benedictino» es muy posterior, las frases «familia de San Benito» e «hijos de San Benito» solían usarse con referencia a todo el cuerpo monacal, y todos los monjes consideraban al santo como su padre y patrón. Además, al redactar un código de observancia y comentar la regla Benito de Aniane dio una norma, un documento, para guía de las futuras generaciones. Aparte de las actividades de Luis el Piadoso y de Benito de Aniane, la orden monástica tenía en 850 un «aspecto» notoriamente distinto del que había tenido ochenta años antes. Durante esos ochenta años se produjo lo que se ha llamado «el renacimiento carolingio», obra ante todo de los monjes, los cuales fueron sus principales beneficiarios. Aunque para su protagonista, Alcuino de York, se trataba de un renacimiento del antiguo esplendor literario y filosófico, de hecho se trató del desarrollo de una intensa educación literaria en los monasterios y las catedrales. La caligrafía y la iluminación se convirtieron en quehaceres corrientes, se extendió la capacidad de escribir prosa y verso en un latín elegante y, en consecuencia, la posibilidad de absorber el pensamiento de los padres latinos de la Iglesia. Los monjes de las grandes abadías galas se convirtieron en una clase educada, y así como Alcuino fue maestro de Frankland, un monje de la siguiente generación, Rabanus Maurus de Fulda, fue el maestro de Alemania. Se ha elogiado justamente a los monjes por su laboriosidad y buen criterio al reproducir en varias copias manuscritas los clásicos latinos y los escritos patrísticos. En la mayoría de los casos los manuscritos más antiguos y mejores datan del renacimiento de las letras bajo Carlomagno y sus sucesores inmediatos (c. 780-860), y si no hubiera sido por este renacimiento la mayor parte de la literatura latina habría desaparecido. Menos conocido y espectacular fue el servicio que los monjes prestaron a la conservación de la herencia de la ciencia antigua en todas sus ramas: médica, astronómica, botánica, biológica, etc., que debió su supervivencia únicamente a los amanuenses monásticos. Aunque buena parte de ella estaba ya anticuada en el siglo XIII por la versión más completa que de la misma llegó gracias a los árabes de España, y aunque todo quedó superado por los subsiguientes adelantos, no se puede menospreciar su valor para los siglos medievales y como base para el progreso posterior. Por otra parte, no debemos conceder más crédito a los monjes que el que merecen. Copiaban lo que tenían a mano, pero poco hicieron en el terreno del descubrimiento o de la presentación y muchas veces no sabían apreciar lo que encontraban. Gran parte de las obras de Julio César, Tito Livio y Cicerón permaneció sin explorar en solitarios anaqueles, y la crítica monástica fue incapaz de descubrir el valor poético de Lucrecio y Catulo. Además, aunque no por su culpa, nada hicieron para transmitir los clásicos griegos. Casi todas las obras de Platón eran desconocidas; las obras científicas y filosóficas de Aristóteles, y algunos de los escritos griegos médicos y astronómicos llegaron a París gracias a los árabes, mientras que la literatura griega clásica no llegó hasta el siglo XV. No obstante, si bien el material era heredado, la forma de conservarIo se debió a los monjes. Los manuscritos del «renacimiento carolingio» fueron escritos en la llamada minúscula carolingia, que era de hecho la elegante versión northumbriana de la uncial tardía clásica reducida de tamaño, que fue llevada al continente europeo por Alcuino y difundida desde su monasterio de Tours. A esta letra extraordinariamente legible y bonita, que derivó en la ligeramente más angular del siglo XII, se debe que el texto no se alterara y que los estudiosos pudieran leerla fácilmente. Además de su trabajo como copistas, los monjes se convirtieron en magníficos ilustradores y sus miniaturas brillan aún con dorados y colores que desafían cualquier intento moderno de reproducir su brillantez. Durante cinco siglos éste fue el principal medio que tuvieron los pintores para ejercitar su talento; también fue el vehículo mediante el cual las formas artísticas de la época clásica, de Bizancio y de Oriente llegaran a la Europa occidental y se fundieran con los dibujos nórdicos y celtas. Los manuscritos servían como modelo para la talla en marfil, la escultura románica e incluso en el siglo XIII, la edad de oro de la escultura gótica, la mayor parte de la iconografía se deriva de las interpretaciones que los miniaturistas hicieron de las formas artísticas clásicas tardías y de las primitivas cristianas. Sin embargo, al esplendor de la época carolingia siguió el siglo de la más completa oscuridad para la tierra de los francos (850-950) en el que el imperio se sumió en el feudalismo y los monasterios decayeron o fueron secularizados. Generalmente se toma el año 909-10, en que fue fundado en Borgoña el monasterio de Cluny al sur de Dijon, como el momento en que se inicia la recuperación, pero casi medio siglo antes Cluny comenzó a dar forma al mundo monástico. Esta gran abadía que, como muchas otras de antes y después, comenzó siendo simplemente una nueva y ferviente comunidad, tuvo la buena suerte de ser dirigida por una serie de abades excepcionalmente hábiles, santos y provectos. Odón (927-42), Maieul (943-94), Odilo (994-1049), Rugo el Grande (1049-il09) y Pedro el Venerable (1122-57), cinco grandes hombres que abarcaron un período de doscientos once años. Maieul, Odilo, Rugo y Pedro fueron de origen aristócrata, amigos y consejeros de emperadores, reyes, duques y papas.
El estatuto de Cluny fue en cierto sentido único desde el principio. Para preservado de la usurpación episcopal, su fundador lo puso bajo la iglesia de San Pedro de Roma, es decir, bajo el papado, como su «propia» iglesia. Esto, mientras el papado estuvo eclipsado, fue una protección realmente negativa, pero al llegar la época de la reforma del gobierno papal, Cluny se encontraba bien situado. Para un abad experimentado y reformador no era nuevo enfrentarse con los monasterios y sus dificultades, y Odón pronto fue conocido en toda Europa como uno de ellos. Al morir Maieul, treinta y cinco monasterios habían aceptado la soberanía de Cluny; bajo Odilo este número aumentó a sesenta y siete y la familia se convirtió en un cuerpo organizado, el primero de este tipo en la Europa monástica. La novedad en el trato de Cluny con sus dependientes se basaba en el lazo directo de la sumisión y alianza monásticas. Cada casa fundada, reformada o aceptada por Cluny, con muy pocas excepciones, perdía su estatuto abacial y su independencia. Su prior era designado por el abad de Cluny y todos los monjes hacían voto de obedecerle. Técnicamente todos eran monjes de Cluny, pero seguían viviendo en sus monasterios. La vinculación con Cluny era doble: la unión espiritual de la profesión religiosa y el vínculo legal -podríamos casi decir feudal-, diferente en algunos detalles en cada caso, que obligaba al monasterio dependiente a aceptar las costumbres cluniacenses y todos sus decretos disciplinarios. El abad de Cluny era el jefe supremo y no había delegación o descentralización. La dependencia de Cluny se hallaba pues a medio camino entre la autonomía y el formar parte como miembro de una orden integrada. En todos los asuntos cotidianos, tanto espirituales como económicos, el prior gobernaba su comunidad sin que nadie le molestara, de acuerdo con el tipo de vida de Cluny, pero tanto él como sus monjes debían obediencia al abad de Cluny y su comunidad (de la que eran técnicamente miembros), y no tenían ningún derecho ni participación en el gobierno de la familia cluniacense salvo como miembros del capítulo doméstico de Cluny, al que raramente asistían si es que lo hacían alguna vez. Tenían la ventaja de compartir los privilegios y la alta estima que la observancia monástica de Cluny llevaba consigo; estaban exentos de molestias por parte de los obispos y de los señores seculares, y tenían la protección que suponía el llevar el nombre de cluniacense. Como casas individuales, por tanto, escapaban a algunas de las cargas del sistema feudal. Las desventajas eran la falta de independencia, la imposibilidad de librarse de la decadencia, cuando llegó, de la gran abadía principal y, en el caso de los monasterios ingleses y de otros fuera de Francia, la desventaja de ser un grupo «extranjero» al crearse la idea de nacionalidad. En el siglo XI, momento de su mayor expansión, el motivo principal para adherirse a la red cluniacense era sin duda el deseo de aliarse a una organización que durante más de medio siglo había sido el centro religioso de la cristiandad y cuna de obispos, cardenales y papas. El mismo Cluny, que pasó durante la abadía de Rugo de tener sesenta monjes a tener trescientos y cuya iglesia y edificios monásticos eran agrandados sin cesar, acabó siendo el establecimiento monástico más grande e impresionante de Occidente. Su iglesia, reedificada por Rugo, era la culminación en esplendor y magnitud de la basílica románica, y fue la mayor iglesia de la cristiandad hasta el siglo XVI, en que se edificó la basílica de San Pedro intencionadamente unos pocos pies mayor que ella. El refectorio, el dormitorio y los otros departamentos monásticos estaban de acuerdo con ella, y se hallaban suntuosamente decorados y amueblados. Aunque la opinión de que Cluny fue la fortaleza y el centro de difusión de la reforma gregoriana ha sido refutada con fundamento y la gloria repartida entre los jefes religiosos de Lorena y su nutrido acompañamiento de monjes, obispos y oficiales. de la curia, los dos abades cuyos reinados combinados cubren por ambos extremos el siglo XI fueron sin duda hombres de influencias y relaciones europeas. Si bien Cluny como cuerpo no se pronunció en la disputa entre imperio y papado, controló indudablemente el mayor volumen de influencia espiritual en la Europa del siglo XI, y como tal estuvo al lado de los reformadores en materia de simonía y celibato. Los papas reformadores pronto se valieron de los cluniacenses para hacerles cardenales, legados y obispos y durante casi cincuenta años (1073-1119) el trono papal estuvo ocupado por seis monjes de los cuales tres por lo menos fueron cluniacenses. Así como ni Cluny ni ninguno de los monasterios dependientes de él tuvieron participación importante en el renacimiento literario, dialéctico o teológico, sin embargo Cluny mismo y muchos de sus monasterios dependientes, como La Charité-sur-Loire, Moissac y Lewes, fueron agentes importantes en la recolección y difusión de las formas artísticas ya como propietarios de multitud de obras de arte ya como fundadores que ayudaban a sus pequeños priorato s e iglesias a mostrar a escala más pequeña un parecido con su iglesia matriz. Sobre todo la escultura y en particular la pintura mural deben mucho a Cluny. Cabe preguntamos qué ofrecía Cluny para atraer a tantos hombres a la vida monástica. Una vez establecido que nada tiene tanto éxito como el éxito y que la segunda y tercera generación de cualquier gran movimiento están formadas en su mayoría por los que siguen a la popularidad, podemos asegurar que Cluny sobresalió especialmente por el extraordinario desarrollo de su vida litúrgica a una escala sin precedentes de regularidad y magnificencia. Los monjes de Cluny desarrollaban lo que entonces se consideraba la raison d' etre del orden monástico, el servicio, adoración e intercesión para toda la sociedad, dentro del marco más espléndido y en el estilo más soberbio. Pertenecer a Cluny era una distinción como lo es, en un ejército, pertenecer al Regimiento de la Guardia. Desde otro punto de vista, en una Europa en que la paz y la seguridad dependían de una autoridad firme y estable, Cluny se destacaba como un lugar de gran seguridad, estable y capaz de proteger a los demás. Fue además la más mayestática institución occidental en una época en que hasta los más poderosos papas temían a los ejércitos imperiales y eran expulsados de Roma por su propio pueblo. La vida en Cluny, alrededor del año 1050, había alcanzado un grado de esplendor litúrgico nunca logrado antes ni después. Se ha calculado que, excluyendo las oraciones privadas, se dedicaban más de ocho horas diarias a la iglesia y los capítulos, y si pensamos que por lo menos se concedían ocho horas para dormir y una para comer, poco tiempo les quedaba a los monjes para dedicarse a leer y a copiar o iluminar manuscritos. El trabajo manual prácticamente no existía; a veces se practicaba alguna ligera tarea en la huerta, como sembrar o recoger hortalizas y frutas, en forma de ejercicio comunal acompañado de salmodias. Los contemporáneos tanto de dentro como de fuera de la comunidad atestiguan la exactitud, a veces cruel, con que se celebraban los oficios, y los diversos recursos a que se acudía, tales como manipular los relojes para adelantar la hora y relevar a los monjes en el coro, para que la liturgia concordase con los números. En su apogeo bajo Rugo, Cluny y sus mil hijos dominaron la escena monástica. La labor del abad era agotadora, y aunque la maquinaria acabó rompiéndose, lo maravilloso es que funcionara tan bien y por tanto tiempo. San Pedro Damián, reformador estricto que pretendía que todos los monjes volvieran a ser ermitaños, quedó sin embargo impresionado por la piedad y disciplina de Cluny: Cuando recuerdo la plena y estricta vida diaria de vuestra abadía [escribe después de una visita] reconozco que es el Espíritu Santo el que os guía. Porque tenéis una serie tan repleta y continua de oficios, pasáis tanto tiempo en el coro, que incluso en los días de verano, cuando la luz del día dura más, escasamente puede hallarse media hora para que los hermanos puedan hablar en el claustro15. Ulrico, monje cluniacense, escribe lo siguiente:
y en otro lugar dice:
NOTAS
13 Beda: Lives of the Abbots,Londres, edición «Everyman», 354-5:original latino ed. C. Plummer, Oxford, 1896, «Baedae Opera». 14 Carta de Bonifacio a toda la raza inglesa (725), «English Historical Documents», Londres 1955, I, 748. Esta carta lleva el número 46 de M. Tangle, «Monumenta Germanica Historica Epistolae Selettae» I (1916). 15 Pedro Damián : Epistolae VI 5 en Migne, «Pat. Lat.», CXLV col. 380. 16 Udalrici Constitutiones I 18 en Migne, «Pat. Lat.», CXLIX col. 668.
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