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1. EL MITO DEL CARÁCTER ESPAÑOL Partiendo de las ideas de Caro Baroja y aplicando sus ideas al mito del carácter español, afirmé hace años y el tiempo no me ha hecho cambiar de opinión que aceptar que desde la Eternidad, o al menos desde que tenemos noticias históricas, Dios ha puesto en cada pueblo unas características que nada ni nadie puede cambiar, lleva a considerar a unos pueblos como científicos y a otros como literarios, a unos como dominadores y a otros como dominados; lleva claramente, en el caso español, a la famosa «unidad de destino en lo universal» entendiendo por este destino la defensa del cristianismo frente a los musulmanes en la Edad Media y la defensa de los «valores occidentales» en la actualidad. Lleva, al mismo tiempo, a defender la unidad de España o la separación de sus componentes, porque sí, por principio, sin tener en cuenta que la unidad es un resultado histórico que interesa defender convenciendo a todos de las ventajas que reporta, no imponiendo la unidad o la separación a pesar de los inconvenientes que pueda tener.
1.1. La formación del mito Aunque releyendo los textos medievales puede hablarse, sin demasiada base, de una caracterización de los «españoles», lo cierto es que, seguimos a Caro Baroja, sólo a partir del proceso de unión llevado a cabo en tiempo de los Reyes Católicos comienza a hablarse «de España y de los españoles como de algo definido y definible» en contraposición a ingleses o franceses a los que se define igualmente como dotados de unas características comunes, favorables o desfavorables según el campo en que milite el escritor; los aliados destacarán los aspectos positivos y los enemigos o los perseguidos (como los judíos y los protestantes peninsulares) llamarán la atención sobre características denigratorias. El español será soberbio (virtud o defecto según quien hable) ardiente defensor del catolicismo o beato hipócrita que basa su actuación en la incredulidad y en la razón de Estado; será magnánimo o enormemente cruel; su idioma, el castellano, será el más apropiado para hablar con Dios, según se atribuye a Carlos V, o «terrible como el diablo» en frase de un autor inglés... A las deformaciones y mitificaciones derivadas de la situación política se añaden las introducidas por los renacentistas empeñados en buscar las raíces de sus pueblos en el mundo grecorromano. Una descripción de Heródoto o de Tito Livio, más o menos válida para un grupo reducido y para un tiempo concreto, adquiere así validez general en el espacio geográfico de los nuevos Estados y validez universal en el tiempo:
y los defectillos ajenos se convierten en graves defectos..., y lo que hoy es válido puede no serlo mañana si cambian las circunstancias. Pese al interés renacentista y a los condicionamientos políticos del siglo xvi, las diferencias entre los españoles aparecen todavía visibles para algunos contemporáneos, y para hablar del «carácter español» habrá que esperar al siglo xvn cuando el Imperio entre en decadencia; si la nación más poderosa ha perdido su fuerza habrá que buscar las causas en el carácter de los españoles a quienes algunos ven dotados de virtudes que al ser llevadas al extremo son las causantes de la despoblación y ruina de la nación y, consiguientemente, de su fracaso en el exterior: la religiosidad, vivida con apasionamiento, se convierte en fanatismo; el orgullo militar, que conduce a acciones desmesuradas que superan las posibilidades de los españoles; el orgullo del linaje que lleva a ensalzar a los hidalgos y a despreciar e incluso perseguir a quienes no tienen hidalguía (conversos) y a quienes viven de su trabajo; la generosidad que se transforma en ostentación... De estas ideas se hacen eco los arbitristas al señalar las causas de la ruina española: en España hay
Junto a esta caracterización negativa encontraremos otras claramente positivas, como la de Saavedra Fajardo para quien
Un siglo más tarde, cuando en el extranjero se hace leña del árbol caído y proliferan los escritos antiespañoles, en España se reacciona ensalzando las virtudes tradicionales, estudiando el «genio y el ingenio de los españoles para la industria y la literatura, su carácter político y moral» en la Historia crítica de España del jesuíta catalán Masdeu, asentado en Italia y que escribe para los italianos; o se acepta la realidad como en las Cartas Marruecas de José Cadalso quien habla de vicios y virtudes nacionales sin olvidar la existencia de diversos pueblos en la Península que se ignoran o se odian entre sí como habían puesto de relieve la sublevación catalana y portuguesa de 1640 y la guerra de sucesión a la muerte de Carlos II. Los avatares políticos del siglo xix influyen poderosamente en la caracterización de los españoles: frente a los Ilustrados se ensalza y se convierte en prototipos a héroes populares como el Cid; sus virtudes serán las de los españoles; se crea una imagen romántica del español; se distingue entre los ideales y la forma de ser del pueblo y la de las clases cultas: «la burguesía y la aristocracia española no tiene carácter por extranjerizadas y... la verdadera savia del país está en el pueblo»4, pero este pueblo español no es uniforme según han puesto de relieve los costumbristas y puede haber, exagerando, tantos caracteres españoles como clases sociales y profesiones... Pese a estos intentos diversificadores, en España y en Europa continúan los intentos de definir globalmente a las naciones buscando ahora causas raciales o religiosas: la sangre árabe, la escasa aportación germánica, la forma de concebir la religión.., explicarán algunos de los «vicios» o de las limitaciones de los españoles, aceptadas por unos y negadas por otros: la Inquisición es para algunos la causa de la reducida aportación de los españoles a la ciencia, y otros, como Menéndez Pelayo, querrán probar que cuando más católicos fueron los españoles más ciencia produjeron... Como resumen, podríamos afirmar que tras un estudio histórico no puede hablarse de un carácter español único e inmutable; puede haber algunos rasgos comunes, pero el carácter se forma a lo largo del proceso histórico y éste no es resentido por todos de la misma forma. Siguiendo una vez más a Caro Baroja,
1.2. De lo castellano a lo español Castilla ha sido identificada con España y el carácter castellano con el español tomando la parte por el todo: los héroes o prototipos de lo castellano han sido tomados por españoles únicos como si junto a los castellanos no hubieran existido los catalanes, vascos, gallegos...; al hablar del carácter, la identificación adquiere mayor gravedad porque mientras la identificación política se refiere a la Corona de Castilla, cuando se menciona el carácter castellano se habla casi siempre de la forma de ser de los leoneses (con exclusión de asturianos y gallegos) y de los castellanos viejos y nuevos. Aunque esta identificación ha sido realizada frecuentemente por catalanes, navarros, gallegos..., en la práctica política se ha responsabilizado a castellanos y leoneses, definidos como sobrios, valientes, veraces, arrogantes, corteses, agradecidos, hospitalarios, soberbios, poco aficionados a oficios y trabajos, coléricos y envidiosos, de los posibles éxitos del siglo xvi y de los fracasos posteriores, incluyendo el fracaso de la convivencia en el siglo xx. Castilla será para unos la creadora de España, para otros la opresora, y en la difusión de ambas ideas, especialmente de la segunda, desempeñan un papel decisivo los hombres de la generación del 98, ajenos por su origen a Castilla y todos enamorados y al mismo tiempo recelosos cuando no abiertamente contrarios a los castellanos. En un trabajo de esta naturaleza no es posible estudiar con detalle la obra de todos y cada uno de los autores del 98, labor que, por otra parte, ha realizado Laín Entralgo al que seguimos al analizar la visión que de Castilla y los castellanos, España y los españoles, tienen Unamuno, Ganivet, Machado, Baroja, Azorín y Valle-Inclán. La elección del análisis de Laín no es casual; influido por sus personajes, también él en A qué llamamos España nos da su definición de «los rasgos principales de ese modo humano de ser y vivir.., a que... damos hoy el nombre de español» 6 para más adelante preguntarse y responder afirmativamente «si tal modo de sentir y hacer la vida no será originaria y preponderantemente castellano y, por consiguiente, si sólo habrá llegado a ser integralmente español en la medida en que Castilla, a partir del siglo xv, ha regido y configurado el vivir histórico de los restantes pueblos de la Península»7. Los hombres del 98 se encuentran ante dos posturas irreconciliables: la de quienes aspiran a modernizar España rompiendo con su historia y la de cuantos intentan por todos los medios mantener la tradición; ni unos ni otros, su forma de actuar, satisfacen plenamente a nuestros autores que hallan, en los innovadores, comportamientos tradicionales y niegan validez a una parte de la tradición que defienden los conservadores; si se quiere llegar a una España nueva habrá que volver a la tradición verdadera que no es otra que la castellana anterior a la unión política y a las empresas exteriores (América, Italia, Alemania...). La base de la españolidad, de la forma de ser de los españoles, se halla en Castilla y en Castilla, en su hegemonía, se encuentra igualmente la ruptura con esta españolidad auténtica. Unamuno, el mejor representante «histórico» de la generación, lo explicará distinguiendo entre la casta originaria y el casticismo entendiendo la primera como el carácter verdadero de un pueblo y el segundo como la apariencia:
Aparentemente, Unamuno distingue entre casta española y casticismo castellano; a la libertad del espíritu colectivo del pueblo español, surgido para él tras la fusión de visigodos e hispanorromanos, contrapone el casticismo castellano cuyas notas distintivas serían el dogmatismo intelectualista, el espíritu inquisitorial, la fosilización del espíritu religioso, el entendimiento nacionalista del patriotismo y la concepción militarista del ejército. Dogmáticos en cuanto redujeron la vida del espíritu a fórmulas racionales invariables fueron para Unamuno todos los
y, consecuencia del dogmatismo serían el espíritu inquisitorial y la fosilización del catolicismo hispánico que se confunde con el sentimiento patriótico, tan dogmático e inquisitorial como el religioso. La contraposición entre casta española y casticismo castellano no es real: cuando se buscan las manifestaciones de la casta se recurre siempre a modelos castellanos, a la obra de Gonzalo de Berceo, al Poema del Mío Cid, al arcipreste de Hita, a Jorge Manrique, al Romancero... en los que la generación del 98 aprecia la espontaneidad; en su obra literaria se habrían manifestado, según Laín, «sin trabas, libremente, las tendencias naturales de la raza» que, a pesar del casticismo, se manifiestan o afloran esporádicamente en personajes, hechos u obras como fray Luis de León, San Juan de la Cruz, el Quijote, el Greco, Zurbarán, el Dos de Mayo... Tiene razón Laín cuando afirma que
que no en balde ha sido siempre el tema de estudio de otro hombre del 98: Menéndez Pidal.
1.3. El castellanismo historicista Si entre los no historiadores, los literatos del 98 han sido decisivos a la hora de aceptar una determinada imagen de Castilla, el castellanismo historicista tiene su paladín indiscutible en otro hombre del 98, en Menéndez Pidal. Su obra histórica es tan amplia y de tal importancia que no será posible en breves páginas hacernos eco íntegro de sus ideas; las seguiremos a través de algunas de sus obras sin pretender agotar todas las posibilidades. El prólogo a la primera edición de La España del Cid, escrito en 1929, es una declaración de castellanismo-españolismo:
porque, como ha indicado antes,
Diez años más tarde, recuerda que mientras «la epopeya de otros pueblos se engendra en edades primitivas en que la Historia no florece aún», España
La misma identificación Castilla-España se observa en casi todas las obras de Menéndez Pidal; véanse, por ejemplo, los artículos reunidos bajo el título La epopeya castellana a través de la literatura española:
y si se ha mantenido a través de los tiempos en manifestaciones poéticas, teatrales y novelísticas se debe a que
Los prólogos a los diferentes tomos de la Historia de España dirigida por él son una vez más prueba clara del españolismo-castellanismo de Menéndez Pidal; en el prólogo al tomo 1, reeditado con el título de Los españoles en la Historia, Menéndez Pidal destaca «algunos caracteres hispánicos que consideramos como raíz de los demás» y que no son otros que la sobriedad, la idealidad y el individualismo. Hablando de la sobriedad niega contra Unamuno que
porque cree que la sobriedad no es específicamente castellana sino española: no tiene un origen «geográfico», es una característica humana visible tanto en Castilla como en Andalucía, Galicia... desde el siglo I hasta la época actual. Manifestaciones de la sobriedad hispánica sería el desinterés por las cuestiones materiales en el que destaca Castilla, cuyos tercios renuncian al saqueo de Breda, cuyos hombres emprenden la ocupación de América sin pensar en los beneficios, «por el simple atractivo de la aventura, con menosprecio de toda ventaja material» (p. 20), cambian el trabajo productivo por la gloria de las armas o impulsan «la acción más grandiosa de nuestra historia, sacrificando todas sus propias conveniencias a sus deberes hegemónicos» (p. 27), afirmaciones que parecen estar en contradicción con las páginas dedicadas a narrar la oposición de Castilla a las guerras divinales «a causa de ser este reino el que soportaba la más pesada carga tributaria» (p. 188). Aunque Menéndez Pidal cree que el autor de un papel anónimo contra estas guerras-imposiciones tributarias expresaba el sentir de la minoría, no estará de más recoger algunas de sus expresiones:
Sobrios por naturaleza son todos los españoles y la sobriedad los iguala, a despecho de su riqueza o pobreza, al margen de su categoría social: «el alma es el único valor del hombre y ella hace iguales al siervo y al señor» (p. 33), al español (castellano) y al indio de América; todos son hermanos, todos son humanos y por tanto iguales: Viriato no se distingue de sus soldados, Trajano y Teodosio rechazan la gloria mundana, los castellanos del siglo xv se caracterizan por aborrecer las apariencias y las ceremonias y a este despego de los privilegiados —desmentido repetidas veces por las numerosas leyes suntuarias promulgadas en Castilla desde el siglo xiii precisamente para mantener las diferencias sociales incluso en los aspectos externos de vestido, calzado...— corresponden los hombres «de clase inferior» considerándose iguales a quienes están por encima de ellos por lo que no hay «país del mundo donde las clases estén más niveladas que en España» según Saavedra Fajardo, Cadalso, Balmes, Teófilo Gautier... También en este igualitarismo Castilla —ahora la Castilla originaria— precede a los demás reinos hispánicos: «Muy temprano, en el siglo X, los villanos comienzan a tener entrada en el orden de la caballería por obra de los condes castellanos Garci Fernández y Sancho García...» (p. 38). Sobrio, el español se conforma con lo que tiene y se hace tradicional: las novedades son peligrosas y más las de tipo cultural, por lo que se explica que el español no destaque en el «cultivo de los estudios científicos, siempre ávidos de progresivo ensanchamiento»; claro está que la afirmación se compagina mal con las «épocas medievales de vivo esplendor (ciencia arábigo-hispana; traductores toledanos; Alfonso X)», pero no importa, porque los españoles volverán por sus fueros en la época moderna y tendrán a gala «no ocuparse en lo que llamaban cavilaciones vanas de las humanidades y la gramática» para concentrar su atención en las ciencias necesarias: «la teología, la dialéctica, las leyes, la medicina...» (p. 40-41). La idealidad, entendida como desprecio de la vida por los ideales o principios, no es menos importante: antes que la vida están la fama y la vida eterna: «Todos sabían que, en último término, por lo que el soldado (español-castellano de los tercios) daba su vida era por su Dios» (p. 51). Sorprende que Menéndez Pidal afirme que fue España la única nación que «prolongando su inveterada decisión medieval, identificó sus propios fines nacionales con los fines universalistas de la Cristiandad, tomando éstos como propios a partir de Fernando el Católico», al que presenta movido por la religiosidad y no por la Razón de Estado, a pesar de que reconoce que Fernando fue uno de los modelos y héroes de Maquiavelo, el máximo defensor de la Razón de Estado. Hablando del individualismo español y de sus consecuencias contradictorias (justicia igual para todos sin acepción de personas y rango en las épocas de esplendor; arbitrariedad en tiempos de decadencia; envidia y desconocimiento voluntario de los méritos ajenos...), Menéndez Pidal cita continuamente casos castellanos: El Cid, Alfonso VI, Enrique IV, Isabel y Fernando..., no sin recordar que el «esmero selectivo (la elección de personas para los cargos en razón de sus méritos individuales y no de su categoría social) era más propio de Isabel» que de Fernando. Cisneros, Colón, Gonzalo Fernández de Córdoba y tantos otros debieron su elección al individualismo de la reina, y al individualismo de los reyes posteriores, aquejados de invidencia, se deberán las derrotas españolas del siglo xviiii porque selección e invidencia alternan en la historia española, en la historia de sus dirigentes, pues la masa se mantiene fiel a sí misma.
1.4. Américo Castro y Sánchez-Albornoz La generación del 98 continúa las discusiones sobre el carácter español equiparándolo prácticamente al carácter castellano y, en este sentido, puede considerarse a los hombres de la generación responsables indirectos, en cuanto propagandistas, de la identificación Castilla-España, para bien y para mal; pero ni los literatos ni los historiadores del 98 se plantean sistemáticamente el problema; sus continuadores, Américo Castro y Claudio Sánchez-Albornoz con La realidad histórica de España11 y España un enigma histórico 12, radicalmente opuestas y coincidentes en la identificación castellano-español, reavivaron en su momento la polémica. Frente a quienes consideran que los españoles y lo español han existido desde siempre, Américo Castro defiende que el «adjetivo español no puede aplicarse con rigor a quienes vivieron en la Península Ibérica con anterioridad a la invasión musulmana» (p. 12); los españoles serían el resultado de un proceso histórico: «de la voluntad y del esfuerzo de ciertos habitantes de la Península, interesados en constituirse como grupo social y político con vista a un futuro dependiente de un común quehacer» (pág. 28); importa pues saber quiénes fueron estos ciertos habitantes de la Península y cuál el común quehacer. El origen de lo español hay que situarlo en la ocupación de la Península por los musulmanes en el año 711, en la división de la Península en tres castas, moros, cristianos y judíos, diferenciadas por su religión y en pacífica convivencia frecuentemente alterada, pero que no impide los intercambios de ideas, de modos de vivir, la influencia de judíos y moros sobre los cristianos: «De las pugnas y rivalidades entre estos tres grupos, de sus entrelaces y de sus odios, surgió la auténtica vida de los españoles» (p. 41), una de cuyas características sería, por iniciativa de la vida hebrea y musulmana, la no «distinción entre vida religiosa y vida civil, entre Iglesia y Estado» (p. 47) que, paradójicamente llevaría en el siglo xv, cuando lo español-cristiano se halla consolidado, a la expulsión de los judíos y a la anulación de los musulmanes. A pesar de que Américo Castro no sólo alude a Castilla y a los castellanos, la identificación de éstos con los españoles, antes y después de la unión política, es clara: cuando habla de la influencia judía en la Literatura los ejemplos son siempre castellanos: Sem Tob, Alonso de Cartagena, Juan de Mena, Fray Luis de León, Santa Teresa..., y páginas más adelante, tras insistir en que «la producción de riqueza no aparecía como un índice de valor para la casta cristiana», afirma que «la conciencia de ser hidalgo por naturaleza (que llevaba consigo la no dedicación a tareas productivas) era sobre todo un rasgo castellano» (pp. 55-56), entendiendo por Castilla los antiguos reinos de León, de Castilla y de Andalucía, «sin excluir los vascos»; en otra ocasión, hablando de Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, y de su discurso ante el concilio de Basilea defendiendo la primacía de Castilla sobre Inglaterra, declara que «sus palabras rebosaban conciencia de hispanidad, y las preferencias y desdenes allí expresados son los mismos que venían singularizando a España desde hacía ya siglos» para inmediatamente introducir el discurso episcopal: «Los castellanos no acostumbran tener en mucho las riquezas, más la virtud... » (p. 85); más claramente aún en los siguientes párrafos:
que no es otra que el castellano, y los ejemplos puede multiplicarlos el lector sin esfuerzo. Enfrentado a Américo Castro en muchos puntos básicos (españolidad de quienes habitaron en la Península antes del 711, escasa influencia hebrea en el modo de ser español, negación de la incapacidad intelectual de los españoles...), don Claudio tampoco oculta su vinculación a los hombres del 98: Al margen de la aspereza de sus trallazos críticos, rezumaban amor por la patria las inventivas de la llamada generación del 98. Quienes integramos la inmediata, proseguimos la aventura de nuestros predecesores (entre los que se incluye Ortega y Gasset, cuya obra está esperando y merece un detenido estudio), con menos retórica y con mejor conocimiento de la realidad histórica (pág. II).
Este mejor conocimiento de la realidad histórica le lleva a adoptar posturas diferentes a las enunciadas hasta ahora, aunque en muchos aspectos su obra sirva para mantener la identificación Castilla-España. Puesto que don Claudio considera «españoles» a prerromanos, hispanorromanos e hispanovisigodos, adornados con virtudes y defectos que serán españoles, parecería lógico que Castilla no tuviera en la obra de don Claudio la importancia que tiene en la obra de Castro y, sin embargo, basta ver los epígrafes de España, un enigma histórico para darse cuenta de que también aquí Castilla no es España, pero sí casi toda España. Ciertamente, en el capítulo dedicado a España como unidad histórica habla de «Cataluña en España» o de «Vasconia o la España sin romanizar» y afirma, refiriéndose a Cataluña, que «España es tan obra suya como de los otros muchos grupos históricos peninsulares, sus hermanos por la sangre y el espíritu y sus iguales en derecho» (p. 445) o hablando del País Vasco escribe que
pero el carácter fundamentalmente castellano de los temas que estudia inducen a identificar, contra el pensamiento de don Claudio, a Castilla con España. Historiador de profesión, don Claudio es consciente de que
y estudia éste a través de la historia, no como una imposición de Castilla, sino como el resultado de una serie de confluencias que la hicieron necesaria para castellanos y aragoneses; el proceso de unión política serviría para acentuar el parentesco espiritual, aunque en ningún momento habría logrado que desapareciera uno de los rasgos característicos: «el milenario espíritu secesionista de todos los peninsulares». Los Reyes Católicos dan un primer paso en el camino de la unidad, pero no pudieron, no estaban en condiciones de profundizar en la unidad, de uniformar sus dominios, porque junto a la España teórica, imaginada por clérigos y literatos, se hallaba la España real,
Las minorías cultas, por su formación histórica o por su conocimiento de la realidad internacional del siglo xv, comprendían la necesidad de unión entre los reinos hispánicos, «pero la gran mayoría de cada uno de los pueblos sentía con fuerza la tradición de extranjería que los había separado durante siglos». Los catalanes consideran extranjeros a aragoneses y valencianos y son correspondidos de la misma forma, y los castellanos ponen límites al poder de Fernando precisamente por su condición de extranjero, de aragonés, aunque sus padres fueran castellanos. En consecuencia,
Su único aglutinante era la Corona, la obediencia a los mismos reyes y aun esto con limitaciones según hemos señalado en páginas anteriores. Para provocar la unidad inexistente, los Reyes Católicos recurren a
a las guerras de Granada seguirán las de Italia y a la expulsión de los judíos la persecución de los conversos por la Inquisición. Los sucesores de los Reyes Católicos poco o nada hacen por lograr la unidad e incluso la debilitan al poner en pie de igualdad a Castilla y Aragón con Austria, Borgoña y el Imperio Germánico:
el único aglutinante consistente es la monarquía; no puede hablarse durante el siglo xvi de un Estado español. Carlos V y Felipe II organizaron el Estado castellano y al hacerlo acentuaron los obstáculos que se alzaban en el hacer de España. Porque situaron en planos diferentes a Castilla, convertida en eje político esencial de la monarquía y en sostén fiscal de la misma, y a los otros reinos peninsulares, transformados en meros satélites de significación pareja a la de los otros estados europeos inscritos en el marco general de su gran imperio (p. 479). Para Sánchez-Albornoz el siglo xvi fue un siglo perdido en el proceso unitario y cuando éste se reanuda, en época de Felipe IV y del conde-duque de Olivares, la monarquía —recordemos, el único aglutinante de los reinos hispánicos— carecía de prestigio y de fuerza y, además, actuó torpemente y a destiempo, por lo que,
el mantenimiento de la unidad se debe, en definitiva, a la existencia de un carácter español anterior a la unificación de los Reyes Católicos y que ha pervivido hasta la actualidad. Este carácter, visible en todos los pueblos de la Península, incluyendo a los portugueses, se habría manifestado con mayor fuerza entre los castellanos, que deberían haber sido los principales beneficiarios de sus aspectos positivos y al mismo tiempo las víctimas fundamentales de sus características negativas. El primer rasgo de este carácter es el de querer ser y querer demasiado; el español de los siglos xv y xvr, en cuanto heredero del español de épocas anteriores y cumpliendo su destino histórico, quiso ser, según Sánchez-Albornoz,
y hombres más de voluntad que de razón, al intentar una empresa superior a sus posibilidades, los españoles
Ya he señalado antes que no creo en el carácter español como motor de nuestra historia, y el propio Sánchez-Albornoz parece dudar en ocasiones del empuje y fuerza de este carácter; páginas después de hablar del destino histórico, concretado en las guerras divinales contra musulmanes, paganos o herejes, recuerda que
que no fue la única beneficiaría: del mismo modo que la guerra contra los musulmanes —y entre los cristianos añadiríamos nosotros— sirvió para conseguir
Dicho de otra manera, la guerra exterior es una actividad económica importante para la monarquía, además de política al dar salida a la belicosidad nobiliaria, y para las minorías dirigentes; más dudoso es que lo fuera para la masa de la población que al financiar estas guerras con sus impuestos se queda sin medios para otras actividades productivas, en los siglos medievales castellanos y en los modernos españoles. La afirmación de que «la guerra... y las ganancias territoriales conseguidas apartaron de la actividad industrial y mercantil a los más osados y a los más audaces» es cierta, pero sólo es válido para una minoría poco representativa del conjunto que
Las gentes en Castilla financiaron las campañas de su monarca y de sus nobles y en su gran mayoría fueron más víctimas que beneficiarías; en ocasiones pagaron para que los nobles recibieran a tiempo soldadas suficientes y renunciaran a saquear ciudades y campos; en la mayor parte de los casos, los castellanos no fueron consultados: se les obligó a pagar, aunque esto supusiera detraer importantes recursos que podrían haberse dedicado a otras actividades económicas de interés más general que la guerra y la consecuencia fue que en Castilla no existió una actividad industrial y comercial fuerte, por lo que los beneficios económicos de la colonización de América no fueron para Castilla, sino para quienes habían desarrollado una industria poderosa, dentro y fuera de la Península. Para fraseando a don Claudio podríamos afirmar que el cumplimiento de su destino histórico por una minoría de castellanos llevó a los demás a caer
Cuanto hemos dicho de las guerras divinales como destino histórico de los castellano-españoles puede aplicarse, sin excesivas variaciones, a los demás rasgos del carácter español: un grupo es el único beneficiario y los demás, la inmensa mayoría, son las víctimas; la gloria y las riquezas quedan para los héroes; a quienes los soportan y financian sólo les queda la pérdida económica y, porque se sienten o los hacen solidarios, la responsabilidad de los actos negativos de los héroes. Así es la realidad de los castellanos: sobre sus espaldas recayeron las campañas europeas y americanas en las que perdieron la libertad como pueblo y en las que fueron identificados con un Estado que sólo se ocupó de Castilla, en cuanto colectividad, para utilizar sus recursos y sus hombres.
1.5. Castellano, libre y democrático Cada pueblo añora los tiempos pasados, felices, y recrea una época idílica en la que se afirma que todos eran iguales, se tomaban las decisiones conjuntamente y se actuaba siempre de acuerdo con un patrón de conducta que es consecuencia y al mismo tiempo fija el carácter nacional, la forma de ser de un pueblo. Personalmente, no creo en la existencia de ningún carácter nacional ni de pueblos elegidos y mi idea se acerca bastante a la expresada por Julio Caro Baroja cuando afirma que
La posición pasional lleva a buscar este carácter en la Literatura y en el Arte, en las actitudes ante la política y ante la economía, o, como veremos más adelante, en la forma de sentarse a la mesa y comer, prácticas de las que se deducen rasgos que, por ejemplo, diferencian claramente a los catalanes de los demás pueblos y les atribuyen virtudes-defectos llegados hasta el día de hoy. Por la identificación de Castilla-España a partir del siglo xvi, el carácter más estudiado, el carácter español, se identifica con el pretendido carácter castellano en el que muchos han visto una pretendida igualdad o democracia que diferencia de los demás a los castellanos, según algunos historiadores con Sánchez Albornoz a la cabeza. La igualdad o pretendida democracia se extiende a la forma de organizarse, a los concejos y a las asambleas políticas medievales, adopten o no la forma de Cortes. La amplia difusión que han tenido desde hace años, desde la publicación en 1956, de España, un enigma histórico, de Claudio Sánchez Albornoz, las ideas sobre el predominio de la libertad y la igualdad entre los castellanos nos permite pasar rápidamente sobre el tema, no sin llamar la atención sobre algunos textos significativos:
Don Claudio se refiere, claro está, a la Castilla originaria, libre de prelados y magnates, estrechamente unida a sus caudillos a los que ayudan militarmente en la lucha contra los musulmanes y asesoran políticamente a través de los concejos abiertos en los que todos participan, local y nacionalmente porque envían a sus hombres buenos para aconsejar a los caudillos-reyes en las Cortes cuando éstos chocan con la aristocracia; en el mejor de los casos, la libertad y la igualdad o democracia castellana habría desaparecido al generalizarse el control de los concejos por el grupo de los caballeros villanos, símbolo de la igualdad inicial, y prueba visible de su ruptura en cuanto se convierten en grupo privilegiado. Algo parecido podríamos decir de las Cortes y de las Hermandades, que van perdiendo su carácter originario a medida que los corregidores y los reyes son los organizadores y quienes designan a los representantes en Cortes, poco más que funcionarios al servicio de la monarquía en los años de Enrique IV y de los Reyes Católicos. El envío de corregidores grava pesadamente las finanzas de ciudades y villas, que han de hacerse cargo de su salario y mantenimiento, por lo que en diversas ocasiones los procuradores solicitan que el monarca se haga cargo de los gastos originados por los corregidores y que sólo se nombre corregidor en los lugares donde lo pida la mayoría de los regidores, vecinos y moradores; la petición se repite en las Cortes de Córdoba de 1455, con escaso éxito a juzgar por la respuesta del monarca: se enviarán corregidores siempre de acuerdo con las leyes del reino y «cuando yo entendiere que cumple a mi servicio»; siete años más tarde, los procuradores desplazados a Toledo se limitan a pedir que el corregidor sólo ejerza el cargo durante un año para evitar que se identifique con alguno de los bandos, y de nuevo Enrique promete atenerse a las leyes excepto cuando crea conveniente prolongar el nombramiento por un año más, cuando interese a la monarquía, que utiliza al corregidor para administrar justicia y para tener controlados a los concejos, para disminuir su autonomía: la figura del corregidor es el símbolo del poder monárquico, que se manifiesta igualmente en el nombramiento por el rey de regidores, alguaciles, jueces y escribanos, contra los usos y costumbres de los concejos. Los procuradores ante las Cortes representan inicialmente a sus electores, a los dirigentes de las ciudades, pero con el tiempo se convierten en funcionarios al servicio del monarca, que es quien nombra y paga a los procuradores aunque su elección corresponda legalmente a los concejos, y los regidores de Cuenca tendrán ocasión de comprobar que no se trata de una frase retórica: en 1455 elegirán como procuradores a Juan Hurtado de Mendoza y a Gonzalo de Beteta y Enrique impondrá a Lope de la Torre a pesar de las protestas del concejo y del electo Beteta al que se prometerá la designación para la próxima convocatoria; aunque no fue elegido por el concejo, Beteta, nombrado por Enrique, representó a Cuenca en la junta o ayuntamiento de Madrid en 1457 y este mismo año aparece como corregidor de Ubeda. No conocemos la documentación de otras ciudades pero es seguro que Enrique impuso a sus hombres como procuradores o que la fuerza de algunos servidores del rey hizo que fueran sistemáticamente elegidos y que en la representación ciudadana hubiera siempre altos cargos de la administración real: el contador mayor Diego Arias Dávila por Segovia o por Toledo y su hijo Pedro por Madrid, Miguel Lucas de Tranzo por Jaén, el Adelantado Pedro Fajardo por Murcia, Pedro y Rodrigo de Ulloa, parientes del consejero de Enrique Alfonso de Fonseca obispo de Ávila y más tarde arzobispo de Sevilla y de Santiago, por Toro...; otros muchos fueron, tal vez, independientes pero su voluntad sería fácilmente anulada o comprada mediante la oferta de sueldos y mantenimientos nada despreciables según ha puesto de relieve Cesar Olivera en cuya obra 13 se insinúa la posibilidad de que en algún caso concreto Enrique se limitaría a reunir a los representantes de las ciudades que estaban en la corte en virtud de sus cargos reales y con sólo su presencia y voto cubriría la apariencia legal del ayuntamiento y se haría conceder ayudas económicas importantes. En los Ayuntamientos y Cortes de Segovia, Córdoba, Madrid y Toledo, durante los siete primeros años de su reinado, Enrique IV dejó bien claro que sólo necesitaba a las ciudades y a las Cortes para la concesión de monedas y pedidos para hacer frente a los cuantiosos gastos de su política, y que podía y estaba decidido a imponer a sus servidores como procuradores, como representantes de villas y ciudades. Años más tarde, Isabel y Fernando llevarían a sus últimas consecuencias esta política autoritaria que borra cualquier sombra de igualdad y democracia en las Cortes, sobre cuya composición interna volveremos más adelante.
1.6. Castellano y leonés o la desviación del mito Los defensores del mito de la libertad y democracia castellana, en su afán de justificarse ante el resto de España y de hacerse perdonar la pretendida o real hegemonía de Castilla, han encontrado una víctima fácil en el reino leonés al que acusan de feudal e imperialista al tiempo que lo responsabilizan de la pérdida de la libertad y de la colonización de Castilla, primero, y de los demás reinos peninsulares, después. Poco importa que tal colonización no haya existido, y menos aún importa que el monarca castellanoleonés se titule ante todo rey de Castilla y sólo en tercer lugar rey de León; para ellos no hay duda: los reyes de León, en cuanto sucesores de los visigodos, son imperialistas, y por si hicieran falta pruebas recuerdan que fue un monarca leonés, Alfonso VI, el conquistador de la antigua capital visigoda que simboliza la unidad peninsular. Olvidan, y lo hacen conscientemente, que Alfonso VI en 1085 era rey de Castilla y de León, y no quieren recordar que cuando Castilla y León se separen, en 1157, Toledo no será leonés sino castellano, y que la sede arzobispal castellana, Toledo, será la sede primada de España. Para probar que Castilla estuvo formada por hombres libres, poco o nada imperialistas, se ha defendido que en Castilla no hubo feudalismo; esto nos diferenciaba claramente de Francia y constituía uno de los rasgos del carácter castellano-español. Hoy, la negación del feudalismo no es aceptable y mucho menos puede defenderse que en Castilla no existiera una sociedad feudal; si el feudalismo fuera una cuestión genética podría aceptarse que los vasco-cántabros eran inmunes y transmitieron la inmunidad a sus sucesores castellanos, pero el feudalismo es una etapa histórica y son las circunstancias históricas y no los genes las que interesan. La no existencia de grandes propietarios ni de grandes señores en el siglo X castellano ha llevado a hablar de castellanos libres e independientes, de una sociedad democrática en la que todos eran iguales, pero que no existieran grandes diferencias en el x no quiere decir que no las hubiera posteriormente; basta ver los estudios realizados por García de Cortázar y por Moreta 14 sobre los monasterios de San Millán y de Cárdena entre los siglos xxiii para comprobar esta realidad y poder colegir las consecuencias, entre las que cabe destacar la existencia en San Millán y en Cárdena de un dominio señorial en el que existen una reserva y unos mansos cuyos cultivadoresposesores (que no propietarios) deben censos y servicios en trabajo semejantes a los que realizan los campesinos dependientes de León, de Cataluña o de las zonas feudales clásicas de Europa. El proceso es el mismo en todas partes, aunque haya desfases cronológicos: el campesino pierde su propiedad (las menciones a campesinos libres propietarios de sus tierras coinciden con el momento en que pierden la propiedad por cederla o venderla) y con ella la libertad en favor de un gran propietario, quien ve reforzados sus derechos mediante concesiones de los reyes o condes. SánchezAlbornoz, tantas veces citado por los castellanistas resume el proceso de formación de la gran propiedad con las siguientes palabras:
es decir, las diferencias son cronológicas y no de fondo. Castilla se feudaliza más tarde, pero se feudaliza y los ejemplos son numerosos 16. Puesto que no es posible negar la existencia de campesinos dependientes, al hablar del Libro Becerro de las Behetrías, redactado en 1351, se establece una diferencia clara entre los leoneses y los castellanos desfigurando el significado de las behetrías, que son una forma de encomendación, de subordinación a un señor aunque los castellanistas entiendan por behetrías
Los estudios de Ferrari, Clavero y Martínez Díaz 18 sobre las behetrías nos eximen de cualquier comentario: las citadas repúblicas son señoríos, en alguno de los cuales se mantiene incluso a fines del siglo xiv la obligación de servicios en trabajo, desaparecida en la mayor parte de León en el siglo xiii. Más interesante que polemizar sobre el carácter de las behetrías es recordar que éstas se dan también en León como lo atestigua el Fuero de León de 1017, y la inclusión en el Becerro de las Behetrías de las merindades «leonesas» para los castellanistas, de Palencia y Valladolid, según ha demostrado Ángel Vaca en su estudio sobre Tierra de Campos 19 Cae así por tierra la afirmación de Anselmo Carretero de que en «Tierra de Campos... nunca llegaron a arraigar las instituciones castellanas» (p. 94) y de nada sirve que recoja la excepción de las behetrías para afirmar que son «análogas a las de la Montaña de Burgos, pero que aquí (en Tierra de Campos) degeneran rápidamente en simples señoríos feudales»; los estudios sobre las behetrías demuestran lo infundado de tal afirmación. Ni siquiera en los concejos castellanos de realengo puede hablarse de igualdad entre los pobladores; las diferencias son claras entre caballeros y peones y la «democracia» interna brilla por su ausencia desde el momento en que los caballeros se reservan los cargos municipales, hecho suficientemente conocido por lo que no merece la pena detenerse en su análisis. Baste recordar que en la Crónica de la Población de Avila, cuyo castellanismo nadie ha puesto en duda, los serranos, dedicados a la guerra, destacan inmediatamente sobre los demás habitantes de la ciudad, se constituyen en grupo oligárquico y se reservan en exclusiva las alcaldías y demás cargos municipales, prácticamente desde el momento de la población. La existencia de «Comunidades de villa y tierra» como característica típicamente castellana tampoco resiste el menor análisis serio; los castellanistas se curan en salud al recordar que estas comunidades existieron en Salamanca (también en la zona de Zamora, aunque lo ignoren) y lo achacan a la presencia en la ciudad de Alfonso el Batallador, rey de Aragón y Navarra; empeñados en mantener unas características «eternas» buscan antecedentes comunes para Castilla y Aragón en la época prerromana y hacen derivar la comunidad salmantina de la aragonesa en lugar de aceptar que se trata de una institución típica de los lugares de frontera, tanto castellanos como leoneses, y cegados por su afán diferenciador olvidan que las comunidades de villa y tierra no son en muchos casos sino una manifestación de las diferencias entre los aldeanos y los vecinos de la villa; la igualdad entre ellos no existe; los aldeanos son campesinos dependientes. Están por realizar estudios detallados sobre las connotaciones señoriales de las ciudades castellanas y leonesas, pero no es arriesgado afirmar que en muchos casos la ciudad es un señorío cuyo territorio es el alfoz y cuyos vasallos son los hombres que habitan en las aldeas; un ejemplo claro puede verse en Segovia cuyo concejo recibe, cambia, da o vende aldeas en las que, como en el caso de Bayona, tiene derecho a repoblar a fuero de Segovia, es decir, libertad para poner «de la misma Segovia alcaldes y jueces» y cobrar los foros correspondientes a los aldeanos, cuya situación no coincide con la de los segovianos según pone de relieve, entre otros documentos, el concedido por Alfonso X en 1278 ordenando que los «moradores dentro de los muros de la ciudad» (no los aldeanos) sean exentos de todo pecho. También en Avila o en Burgos pueden observarse estas desigualdades que han llevado a Ángel Barrios a afirmar que «las aldeas (de Ávila) pasaron a depender del concejo de la villa» y que la comunidad formada por Ávila y sus aldeas (el Asocio de Ávila) «sirvió en realidad para que el ganado de los guerreros de la villa dispusiera durante cualquier época del año de los pastizales existentes en los terrenos baldíos de las aldeas» cuyos habitantes pagan impuestos especiales como las cuadrillas, los portazgos o los votos de Santiago (de San Millán en otras zonas) de los que están exentos quienes no cultivan la tierra. Al igual que en Segovia, en Ávila los jueces urbanos entienden en las apelaciones de las villas, de la misma forma que el señor es juez de apelación en los señoríos eclesiásticos o laicos clásicos... Las conclusiones a las que llega Ángel Barrios pueden extenderse a otras comunidades de villa y tierra: ni todos los habitantes de la villa son iguales (el fuero de Sepúlveda lo confirma para quien tenga dudas) ni existe igualdad entre villanos y aldeanos. La diferencia es la norma, la igualdad y la democracia son la excepción: en los concejos leoneses y en los castellanos, mucho antes de que se produjera la unión definitiva de León y Castilla y este último reino se «leonesizara» y perdiera sus características propias, según quieren los castellanistas 20.. 1.7. La pervivencia del mito El mito del castellano libre y democrático ha resurgido en los últimos tiempos y ha intentado la aventura política. Los orígenes del «nacionalismo» castellano hay que situarlos en las obras de los segovianos Luis Carretero Nieva y de su hijo Anselmo Carretero Jiménez, seguidos recientemente por el abogado segoviano Manuel González Herrero, inspirador de Comunidad Castellana a cuyo manifiesto fundacional pertenecen los siguientes párrafos:
Leído superficialmente, el manifiesto es una obra maestra capaz de convencer a muchos; visto en profundidad, el manifiesto y las obras en las que se inspira, no resiste el menor análisis a la luz de los actuales conocimientos históricos; resumiremos en este apartado las ideas «castellanistas» para más adelante analizarlas con detalle. En Las nacionalidades españolas, obra aparecida en Méjico en 1948 y reeditada posteriormente en varias ocasiones, se recogen las ideas fundamentales de Luis y Anselmo Carretero, acertadas en muchos casos y equivocadas en otros; entre las últimas se cuenta una parte considerable de las referentes a Castilla y León. Divide Carretero Nieva y acepta Carretero Jiménez la división de España
en cinco grupos de los que nos interesan el primero, asturleonés o galaico que comprende Asturias, León, Galicia y Portugal, y el tercero, vasco-castellano en el que se incluyen Castilla, País Vasco, Navarra y Aragón 22. Uno y otro se diferencian claramente; la personalidad del primero, del leonés, arranca no del carácter de los pueblos primitivos sino «de la reconquista neogótica iniciada en Covadonga» (p. 67), mientras que en la del segundo «sobrevive en mayor grado y aun predomina el elemento indígena» (p. 143); León, creado por los restos de la nobleza y del ejército visigodo es un reino
El grupo vasco-castellano presenta, en cambio, «como característica general la conservación de una herencia prerromana de amplia base popular» (p. 143), es decir igualitaria y democrática. Las afirmaciones precedentes no impiden que se afirme que los tiempos prerromanos son «demasiado remotos e imperfectamente conocidos para poder señalar con precisión toda su herencia en la caracterización presente de los distintos pueblos peninsulares» (p. 72), por lo que sólo cabe analizar el desarrollo histórico, y volver con los Carretero «a la Edad Media, época decisiva en la formación de las actuales nacionalidades españolas», afirmación que comparto plenamente. Puesto que se va a insistir sobre las diferencias entre Castilla y León habrá que ponerlas de relieve desde el primer momento; no interesa recordar que en sus orígenes el reino asturleonés fue obra de astures y cántabros (castellanos) y se insiste sobre las diferencias étnicas anteriores a la dominación romana y sobre el asentamiento en Asturias-León de fuertes contingentes visigodos que habrían dado a este reino su caracterización tradicional: a ellos se debería la idea de Reconquista que resume las
También en Castilla se establecerán grupos visigodos, pero éstos no serán imperialistas:
En un caso, los visigodos son imperialistas; en otro democráticos. La población inicial y las diferencias entre los visigodos asentados en León y en Castilla explican que León sea un reino feudal, condición que se mantiene hasta épocas modernas, y que Castilla sea democrática; siendo esto así, nada tiene de extraña la oposición constante entre ambos grupos, aunque al explicarlo se incurra en contradicciones evidentes. Después de haber incluido en el grupo vasco-castellano a Castilla, País Vasco, Navarra y Aragón se indica que
El sustrato vasco de Castilla es la base de las libertades, y el sustrato vasco de Navarra ¿explica el feudalismo del reino? La contraposición leonesa-castellana queda reflejada en el siguiente párrafo:
Desgraciadamente, como ya hemos indicado, el cuadro idílico de Castilla no responde a la realidad ni siquiera en sus orígenes. La originalidad castellana se mantiene a través de los tiempos y si en parte se pierde lo debe a la influencia leonesa que contribuye a feudalizar Castilla «a partir de la unión definitiva de las coronas»; el nombre de Castilla se antepone al de León, pero las ideas por las que se rige la monarquía son las típicas leonesas:
No es extraño que después de leer estos y otro párrafos, el catalán Bosch Gimpera afirme en el prólogo a Las Nacionalidades que
González Herrero en su Memorial de Castilla sigue fielmente a sus maestros, a los que en ocasiones copia literalmente. Si cuanto unos y otro afirman fuera cierto, no cabría duda de que Castilla y León son claramente diferentes, pero sus planteamientos no siempre tienen la base requerida: en unos casos porque atribuyen falsos orígenes, falsos por incompletos, a la libertad castellana; en otros porque conceden validez poco menos que eterna a características que son propias del siglo X y van desapareciendo en épocas posteriores de acuerdo con un proceso semejante al leonés o catalán, con la única diferencia de que en León y en Cataluña la feudalización se inició antes; y en los últimos porque confunden sus deseos con la realidad, como cuando hablan de la independencia y de la igualdad de los habitantes de los concejos castellanos, modelo de democracia. La ya excesiva amplitud de este artículo impide realizar estudios similares sobre la pretendida democracia de los demás territorios peninsulares, mencióna da por Bosch Gimpera, pero no me cabe la menor duda de que tal democracia sólo existe en la mente de quienes quieren creer en ella.
2. LA DEMOCRACIA UNIVERSAL Volveremos más adelante sobre la democracia de las Cortes, pero conviene ahora recordar que cuando se habla de esta democracia se indica siempre que existió en épocas pasadas, en una sociedad mucho más primitiva, de claro predominio rural; podríamos decir con el tópico que «cualquier tiempo pasado fue mejor» y recordar las numerosas disquisiciones sobre la superioridad del campo sobre la ciudad, que se han resumido en «menosprecio de corte, alabanza de aldea», que lleva a sobrevalorar los viejos tiempos, o la vida rural sobre la urbana sin base histórica alguna basándose en poetas como Virgilio, miembro de la aristocracia romana que desde la distancia que le da su posición puede decir:
La añoranza de tiempos mejores y la búsqueda de una explicación de los cambios y calamidades están en el origen del mito, que tiene carácter universal y es aplicable al conjunto de la humanidad; el carácter nacional es consecuencia, efecto de los cambios generales sufridos por la sociedad, igualitaria —democrática en sus orígenes rurales si se prefiere el término— y, degradada para muchos al aparecer diferencias de todo tipo entre sus miembros. Puede verse, entre otros, el texto del obispo segoviano Pedro de Cuellar, autor en 1325, de un catecismo dirigido a los clérigos de su diócesis. En él puede leerse lo siguiente, a propósito del origen de las leyes, de los mandamientos dados por Dios a Moisés:
La aparición del concepto de propiedad es para nuestro obispo la razón por la que desapareció la igualdad entre los hombres; el Diluvio restableció la situación anterior y como las consecuencias del Diluvio no duraron mucho y pronto reapareció la diferencia entre lo mío y lo tuyo Dios envió a Moisés con las tablas de la ley, de los mandamientos en defensa de la propiedad como he demostrado en otro lugar 26.
2.1. La democracia e igualdad entre los árabes La existencia de una época primitiva en la que los hombres eran iguales y el gobierno democrático puede verse igualmente en la obra del gran tratadista musulmán Ibn Jaldún; su teoría, aceptada en la actualidad por muchos arabistas, viene a resumirse del modo siguiente:
La coparticipación, democracia, en el poder diferencia a la sociedad nómada de la urbanizada en la que el poder pertenece a un solo hombre:
Los estudiosos de los orígenes del Islam han tenido siempre en cuenta las teorías de Ibn Jaldún y basándose en ellas han podido explicar el éxito de Mahoma entre los árabes primero y posteriormente entre los pueblos ocupados por los ejércitos musulmanes. Divididos en tribus enemistadas entre sí a comienzos del siglo vn, en poco más de medio siglo los árabes han olvidado momentáneamente sus rivalidades para llevar a cabo una expansión cuyos límites se encuentran en la India y en la Península Ibérica. Esta obra gigantesca ha sido posible, entre otras causas, gracias a la labor de un hombre, Mahoma, que ha sabido crear una religión adaptada a la mentalidad y condiciones de vida de su pueblo, y con suficiente atractivo para ser adoptada por pueblos muy diferentes a las tribus árabes, aunque en principio fue concebida para éstas, para darles, por supuesto, una esperanza de salvación personal, y además una organización política, económica y social que puede entenderse recordando la situación de Arabia a fines del siglo vil De los tres millones de kilómetros cuadrados de la península arábiga, sólo la región del suroeste, la Arabia feliz, reúne las condiciones climáticas precisas para que surja en ella una vida sedentaria basada en la agricultura. En el centro y en el norte de Arabia predomina el desierto en el que habita una población nómada que vive del pastoreo, del transporte de mercancías y del saqueo de las caravanas que cruzan Arabia. El control de este comercio fue la base del florecimiento del reino de Petra en el norte de la Península, en los comienzos de la era cristiana; y en esta misma región y por las mismas causas se crean los reinos lajmí y gassaní, aliados respectivamente de Persia y de Bizancio, cuya rivalidad llevará a la destrucción de la ruta comercial del Eufrates y a la desaparición de ambos reinos. Los beneficiarios de esta situación son las tribus seminómadas instaladas en la franja occidental de la Península, en el Hechaz, y de modo especial la tribu de Qoraix, que controla la ciudad de La Meca, importante centro religioso situado en un oasis por el que cruzan las caravanas del Yemen, Egipto, Siria y Mesopotamia. El primer desarrollo económico de La Meca se debe a una hábil combinación de comercio y religión: coincidiendo con una importante feria comercial, los habitantes de la ciudad declaran sagrado el recinto del santuario local, la ciudad y parte del territorio y atraen a mercaderes y fieles garantizando la paz, prohibiendo en estos días y lugares la venganza de la sangre, lo que permite la presencia de todas las tribus árabes. En una segunda fase, los habitantes de la ciudad organizan el transporte de algunas mercancías y, por último, intervienen directamente en el comercio invirtiendo en él sus capitales, de los que obtienen beneficios calculados, para el siglo VII, entre el cincuenta y el ciento por cien. En esta ciudad controlada por mercaderes nace Mahoma, y su religión pretende ser una respuesta a los problemas sociales de la ciudad. Las condiciones de la vida nómada en el desierto llevaron a los beduinos a organizarse en tribus para subsistir y a desarrollar la solidaridad entre todos los miembros de la tribu a cuyo jefe se entrega la cuarta parte del botín conseguido en los ataques a las caravanas o a las tribus vecinas para que con él atienda a las necesidades de los miembros más débiles del grupo. La solidaridad se mantiene en teoría cuando la tribu se sedentariza y pasa a depender no del pastoreo sino del comercio y de la agricultura; en la práctica la solidaridad deja paso al individualismo del mercader, que rechaza la obligación de atender a los débiles cuando, con el cambio de forma de vida, desaparece la contrapartida del botín. El honor de la tribu y la atención a todos sus miembros son sustituidos por la apetencia de riquezas: aumentar la fortuna y el poder individual es el objetivo no sólo de los grandes mercaderes sino también de la masa de la población que aspira a imitarlos. Contra esta actitud reacciona Mahoma, que pretende hacer revivir algunas de las virtudes de la vida nómada-solidaria en esta sociedad individualista. Para Mahoma, la vida del hombre no ha de basarse en el disfrute de honores y en el aumento de riquezas y potencia, sino en hacer lo necesario para alcanzar el paraíso, al que sólo llegarán quienes hayan sido generosos con sus bienes, hayan hecho partícipes de los mismos a los necesitados y no hayan oprimido a los miembros más débiles de sus familias o clanes. La falta de generosidad y de respeto a los débiles son los puntos esenciales en que insisten las primeras predicaciones que, naturalmente, son rechazadas por los mercaderes, preocupados por el ascendiente que está alcanzando el profeta y que puede llevarle a controlar la ciudad y desplazar a los grandes mercaderes que gobiernan gracias a sus riquezas, a su experiencia personal y a la pertenencia a los clanes superiores aunque en teoría el poder corresponda, como en los tiempos nómadas, a la asamblea de los jefes de todos los clanes. El profeta y sus seguidores permanecen en La Meca hasta que la situación se hace insostenible y buscan refugio en la ciudad de Yatrib que en adelante recibirá el nombre de Medina o Ciudad del Profeta. La era o hégira musulmana se inicia con la huida de La Meca a Medina el 16 de julio del año 622. Sus partidarios de La Meca no tardaron en reunirse con él y junto con los miembros de ocho clanes de Medina formaron la primera comunidad islámica dirigida por Mahoma, que restableció en ella algunas de las normas tradicionales de la vida nómada: solidaridad, venganza de la sangre, entrega al profeta del quinto del botín... Muchas de las disposiciones responden a situaciones concretas y adquieren valor general sólo cuando Mahoma considera que son de interés para la comunidad; en caso contrario son suprimidas. Entre las conservadas abundan las de carácter igualitario y las destinadas a proteger a los débiles, y el profeta no se limita a declarar iguales a todos los creyentes y a pedir que se atienda a los necesitados sino que ofrece soluciones concretas como la obligación de dar limosna, que con el tiempo se transformará en el único impuesto que legalmente deben pagar los musulmanes, destinada a atender a «los pobres, los necesitados, los encargados del cobro, los que han de ser conciliados, los esclavos, los prisioneros, los deudores y viandantes, y los gastos de la guerra» 28.
2.2. La formación de los pueblos La última consecuencia de la ruptura de la ley original, tras el Diluvio, será la formación de pueblos claramente diferenciados y la confusión y proliferación de lenguas específicas de cada pueblo surgido tras el intento de construir la torre de Babel:
La diferencia de lenguas lleva a la división y a los enfrentamientos, a la creación de pueblos diferenciados de los que dan cumplida cuenta, entre otros, Isidoro de Sevilla del que procede la información medieval en la que ya aparecen algunos pueblos claramente caracterizados:
Entre las múltiples caracterizaciones que de los distintos pueblos se han dado en la Edad Media merece la pena recordar la escrita indirectamente, a comienzos del siglo xiii, por Diego García de Campos, autor del Planeta en el que en una loa ditirámbica del arzobispo toledano Rodrigo Jiménez de Rada se incluye lo siguiente:
Una lectura atenta de los textos medievales permitiría caracterizar a los distintos pueblos de forma muy distinta a la actual; recordemos simplemente que Vicente Ferrer acusa a las castellanas de vanidosas y de ir excesivamente enjoyadas, frente a la pretendida austeridad de la que todo el mundo habla; o que en las crónicas de Enrique IV se considera a las jóvenes portuguesas de costumbres tan libres como para escandalizar a las castellanas y a los castellanos. Conviene recordar, por otra parte, que lo que es para unos virtud es fallo para otros, aspecto que puede verse muy claramente en el caso de la mesa catalana vista por un moralista como Francesc Eiximenis o por un cronista regio, Pere Miquel Carbonell. Uno defiende y justifica el tradicional sentido del ahorro de los catalanes y lo convierte en virtud al hablar de la forma de comer de los distintos pueblos, y el otro lo niega y ofrece un modelo de generosidad y esplendidez. Según Eiximenis
Pere Miquel Carbonell habla de la mesa catalana cuando se refiere al banquete ofrecido en Barcelona a la emperatriz de Alemania, y su versión es totalmente opuesta: los catalanes —los barceloneses sobre todo— no se caracterizan por su sentido del ahorro sino por la esplendidez en las ocasiones que lo requieren:
3. CORTES DEMOCRÁTICAS La tendencia a la simplificación y a ofrecer planteamientos ideológicos ha llevado a los historiadores de las Cortes a contraposiciones simplistas y anacronismos evidentes: se han trasladado a la Edad Media conceptos modernos como absolutismo y constitucionalismo, se han visto las Cortes como la institución defensora de los derechos y libertades de los ciudadanos en abierta oposición al monarca y a sus consejeros, y se ha escrito, en definitiva, una historia parcial olvidando la realidad en la que se mueven las Cortes 34. Los asistentes a las Cortes, clérigos-nobles-ciudadanos, representan al Reino si no de acuerdo con la idea actual de representación, sí según el concepto medieval y la forma de organizarse la sociedad de estos siglos. La fuerte jerarquización de la Iglesia hace que el clero secular o diocesano esté suficientemente representado con la presencia en las Cortes de arzobispos, obispos y miembros de los cabildos catedralicios; los clérigos regulares (monjes y frailes) y los caballeros-monjes de las Ordenes Militares tienen como representantes a los abades, priores y maestres o comendadores, y unos y otros no sólo tienen la voz de los clérigos sino también la de los laicos que dependen de ellos, cultivan sus tierras o viven en lugares sometidos a su jurisdicción. Lo mismo puede decirse de los nobles, convocados a título personal, pero que, en cuanto señores representan a los guerreros a su servicio y a los campesinos que de ellos dependen. El resto de los habitantes del Reino vive en zonas de realengo, en lugares en los que el rey es el señor directo y, en buena lógica, podrían haber estado representados por el monarca de la misma forma que lo están por su señor quienes viven en lugares de solariego (de los nobles) o de abadengo (de los eclesiásticos), pero al adquirir la ciudad mayor importancia económica, política y militar y, en cierta manera, desvincularse del rey-señor feudal, sus hombres son llamados a las reuniones o asambleas del reino, a título personal o como procuradores elegidos por cada ciudad, villa o concejo que, juntos, forman el tercer Estado, Brazo o Estamento, el real, indebidamente llamado en épocas posteriores llano o popular. La representación es la que corresponde a una sociedad basada en la desigualdad y en el privilegio de unos pocos frente a las obligaciones de la mayoría. Por otra parte, la división de la sociedad en Ordenes (los que rezan, los que combaten y los que trabajan) es más teórica que real por cuanto existen claras diferencias dentro de cada uno de los Ordenes: junto a los grandes nobles (barones, ricoshombres, condes, duques...), existen infinidad de caballeros, hidalgos o infanzones, y los únicos que son convocados y forman parte de las Cortes son los primeros; por cada obispo o abad hay decenas, centenares o miles de clérigos a los que para nada se consulta y cuya opinión no cuenta; y entre los «trabajadores» sólo tienen importancia y sólo son llamados a Cortes los miembros de la caballería villana que controla y se reserva los cargos municipales en los concejos semiurbanos de Castilla, León y Portugal, o quienes se han destacado en los centros urbanos como mercaderes, a los que las fuentes llaman patricios, ciudadanos o burgueses. Los estudios llevados a cabo por D. Ramón de Abadal sobre la población catalana del siglo xiv ilustran suficientemente esta doble organización de la sociedad: desde un punto de vista ideológico (organizada en órdenes) o teniendo en cuenta criterios económicos y sociales. De los 400.000 habitantes de Cataluña, dependen directamente del rey 144.000 (90.000 en las ciudades y 54.000 en el campo); 170.000 habitan en señoríos de la nobleza laica (12.500 en las ciudades y 157.500 son campesinos), y la Iglesia controla a 121.500 personas (22.500 en las ciudades y 99.000 en el campo)... La situación jurisdiccional, la dependencia del monarca, de la nobleza o de la Iglesia explica y justifica la presencia y la división de las Cortes en tres brazos, aunque el hecho de ser clérigo, hombre de armas o trabajador no baste para ser llamado a las Cortes. Socialmente, los catalanes están divididos en tres grandes grupos, en cada uno de los cuales tienen cabida nobles, clérigos y trabajadores. El estamento o mano mayor, al que pertenecen los representantes en Cortes, lo forman: 1) Los altos cargos eclesiásticos. Su número ascendería a 100; 2) Magnates o nobles de primera fila: 5 grandes propietarios con títulos nobiliarios de condes y vizcondes; y caballeros o propietarios rurales con posesiones suficientes para vivir de las rentas y dedicarse a las armas, y segundones de las grandes familias nobiliarias. Su número se aproxima al millar, y son convocados a las reuniones de Cortes unos cincuenta; y 3) Miembros de la alta burguesía urbana y funcionarios importantes de la administración: ciudadanos honrados, baúles de las ciudades más importantes y veguers que dirigen las catorce veguerías en las que se halla dividido el Principado. El estamento mediano lo forman oficiales de menor importancia y profesionales (notarios, médicos...), comerciantes e industriales y maestros artesanos, clérigos de menor importancia, pequeños caballeros... El último grupo o mano menor lo forma el pueblo, integrado por labriegos y pastores, pescadores y marineros, con la mayor parte de los artesanos que no han llegado a maestros en su oficio, clero rural... Reducidos a porcentajes, estos grupos sociales representarían el uno, diez y ochenta y nueve por ciento de la población respectivamente, y si desde el punto de vista jurisdiccional puede afirmarse que todos están representados, socialmen-te el noventa y nueve por ciento de la población carece de voz y voto y depende de lo que, por ellos, acuerde el uno por ciento. Teóricamente, todos están representados y se cumple el principio de Derecho Romano según el cual lo que a todos atañe por todos ha de ser tratado; en la práctica, sólo la minoría de mayor fuerza económica, política y militar está presente en las Cortes y aunque, como representantes de los demás se ocupen del bien común, del bien de la tierra, con frecuencia confunden éste con sus intereses personales o de grupo; afirman defender los fueros, usos y costumbres del Reino y en numerosos casos se ocupan de mantener sus privilegios, de cerrar el paso a cuantos pretendan acceder al poder político. Por otra parte, hay Reinos como el de Mallorca que carecen de Cortes y los mallorquines se ven obligados a aceptar lo que se acuerde en las Cortes catalanas, a las que no tienen derecho a asistir; y en Castilla el brazo real se limitará a los procuradores de un pequeño número de ciudades que se atribuyen la representación de todo el Reino. 3.1. El brazo real Nos limitamos a hablar de éste porque, en las Cortes castellanas y portuguesas prácticamente sólo intervienen los procuradores de los concejos y porque, al estar libres de impuestos nobles y eclesiásticos, sobre las ciudades recae el peso de la mayor parte de las ayudas concedidas a los reyes en todos y en cada uno de los reinos. Implícitamente lo reconocen los asistentes a las Cortes valencianas de 1418 cuando fijan al diputado del brazo real un salario cinco veces superior al que reciben el eclesiástico o el militar, porque tiene más trabajo. En la Corona de Castilla, desde mediados del siglo xv sólo diecisiete ciudades tienen derecho a enviar procuradores a las Cortes, a pesar de que numerosos textos recuerden que todas las ciudades y villas pueden enviar procuradores. El descenso del número de ciudades presentes (cerca de cincuenta a fines del siglo xiv) se debe en parte a las mercedes de los Trastámara (los lugares de señorío no tienen derecho a estar presentes), en parte a la renuncia de algunas villas y ciudades debido al gasto que supone el envío de procuradores y, también, al interés de las ciudades más importantes por reservarse en exclusiva este privilegio. Las ciudades con representación en Cortes son Burgos, León, Zamora, Toro, Salamanca, Ávila, Soria, Segovia, Valladolid, Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén, Murcia, Cuenca, Guadalajara y Madrid a las que se añade Granada después de 1492. El número de representantes de cada ciudad no aparece regulado hasta época tardía y si en los primeros momentos podemos encontrar tres, cuatro y hasta ocho procuradores de una misma ciudad, en 1430 se pide que sólo dos procuradores representen a cada ciudad y así ocurrió en los años posteriores aunque en algunos casos determinadas ciudades sólo enviaran un representante, en ocasiones por falta de medios y en otras por la imposibilidad de llegar a un acuerdo en el nombramiento para un puesto que al prestigio social añade, desde mediados del siglo xv, un salario más que aceptable o privilegios como el otorgado en 1480 para que los procuradores pudieran hacer hereditarios sus cargos municipales. En Portugal parecen haber mantenido el derecho y la costumbre de asistir a las Cortes prácticamente todas las ciudades y villas y, en algunos casos, están representados hasta noventa y cinco lugares, cada uno de los cuales envía uno o dos procuradores. En Aragón, tras algunas vacilaciones en los momentos iniciales de las Cortes unionistas, a las que asisten representantes de Zaragoza, Huesca, Jaca, Barbastro, Tarazona, Teruel, Calatayud y Daroca, el número de ciudades y. villas se amplía en el siglo xiv hasta un total de veinticuatro entre las que se cuentan, además de las citadas, Albarracín, Ainsa, Alcañiz, Almudévar, Ariza, Alagón, Borja, Ejea, Huesa, Montalbán, Monzón, Pertusa, Sariñena, Tamarite, Uncastillo y Zuera. Hecho importante por lo que se refiere a la representatividad es la convocatoria y asistencia de comunidades de aldea, representadas por el procurador de la villa o ciudad o por sus propios representantes: en 1287 son convocadas las comunidades de Teruel, Calatayud, Daroca y Sariñena; las de Calatayud y Daroca en 1289; éstas y las de Teruel en 1290... Desde fines del siglo xiv y a lo largo del siglo xv figuran en las Cortes representantes de Fraga, Tauste, Sos, Sádaba, Magallón, Alquézar... y cada vez es menos frecuente la presencia de las comunidades de aldea. Los representantes de algunas villas son caballeros y pretenden, con la oposición de las demás ciudades y villas, sentarse con el brazo de los caballeros y contribuir con ellos: en menor proporción que el brazo real. En Valencia, puede aceptarse con Sylvia Romeu, que Junto a ciudades y villas de presencia constante (Valencia, Játiva, Morella, Sagunto, Alcira, Burriana, Alpuente y Castellfabib) hay otras que tras un período de vacilación se consolidan a finales del siglo xvi (Ademuz, Villarreal, Castellón, Orihuela y Alicante) y un tercer grupo que aparece esporádicamente (Cullera, Onteniente, Guardamar, Liria, Penáguila, Castalia, Bocairente, Biar y Jijona). Si en Aragón el número de procuradores oscila entre uno y dos, la ciudad de Valencia se considera con la misma fuerza que la mitad del reino y exige tener tantos representantes como las demás villas y ciudades juntas, y en algunos casos (juramento del heredero) la capital del reino envía una representación numerosa en la que figuran jurados, representantes de las doce parroquias de la ciudad y de los catorce oficios... En líneas generales asisten a las reuniones cinco o más síndicos valencianos y de uno a tres por los demás lugares. A las Cortes catalanas de 1283 asistieron representantes de trece ciudades y villas en número que varía en función de la importancia de los lugares: Barcelona, Lérida, Gerona y Tortosa envían cuatro representantes, tres Tarragona, dos Vic, Cervera, Montblanc, Tárrega, Villafranca, Manresa, Berga y Besalú y posiblemente asistieran otros muchos de las ciudades y villas y lugares de Cataluña. A la reunión de 1377 fueron convocados los representantes de Barcelona, Lérida, Gerona, Tortosa, Vic, Manresa, Tarragona, Perpiñán, Tárrega, Puigcerdá, Villafranca del Panadés, Montblanc, Berga, Figueras, Cotlliure, Villafranca del Conflent, Fraga, Torroella de Montgrí, Igualada, Cambrils... que son prácticamente las mismas que asisten a las Cortes en la Edad Moderna, con los añadidos de Cervera, Balaguer, Agramunt, Mataró, Granollers, Besalú, Berga, Santpedor, Camprodón.., hasta un total de cuarenta y dos ciudades o villas a cuyo frente está Barcelona; el conseller en cap ostenta la presidencia del brazo real. Barcelona cuenta además con cuatro representantes frente a uno, dos o tres de las demás ciudades. El número de ciudades y villas navarras asistentes a las Cortes varía considerablemente, así como el de representantes de cada lugar. Pamplona encabeza la relación seguida de Estella, Sangüesa, Olite, Laguardia, Viana, Puente la Reina, Monreal, Roncesvalles, San Juan de Pie de Puerto, Tafalla, Aoiz, Villafranca, Huarte Araquil, Mendigorría... En 1390, Pamplona tiene seis representantes por cuatro de Estella y Tudela, dos de Sangüesa, Olite... y uno de Laguardia y Lumbier; un siglo después, tres vecinos representan a Pamplona y Olite, dos a Estella y uno a Sangüesa, Tafalla y Lumbier...; y en 1494, Pamplona y Olite están representadas por seis procuradores, Tudela por once, Estella, Sangüesa y Tafalla por nueve..., por lo que no puede hablarse de una regulación ni en el número de ciudades con derecho a intervenir en las Cortes ni sobre el número de representantes de cada lugar de realengo. La colaboración dentro del grupo es la norma, pero no faltan enfrentamientos por el orden de precedencia: los síndicos de Cervera acuden a las Cortes con órdenes precisas: después de besar las reales manos y entregar las cartas de procuración, deben informarse
Rivalidad similar se encuentra en el reino de Valencia donde Morella y Castellón se disputan el primer lugar entre las villas; y es suficientemente conocida la pugna entre Burgos y Toledo por ocupar el primer lugar, que obliga al rey a tomar, diplomáticamente, partido: Yo hablo por Toledo, hable Burgos 35. Dentro de las limitaciones ya señaladas a la representación del brazo real, es evidente que ésta es mucho menos efectiva en las Cortes de Castilla que en cualquier otra de los reinos peninsulares, aunque siempre se haya hablado de las Cortes castellanas como de un modelo de participación, representatividad y democracia.
NOTAS
1 Julio Caro Baroja, El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo, Madrid 1970. 2 Id., p. 88. 3 Id., p. 89 4 Id., pp. 102-103. 5 Id.,pp. 107-109. 6 Pedro Laín Entralgo, A qué llamamos España, Madrid 1975, p. 69. 7 Id., pp. 74-75. 8 Ob. cit., p. 232. El amor y el odio o el desprecio a Castilla surgen inequívocos en las páginas dedicadas por Laín al paisaje castellano y a los hombres que lo habitan, inseparablemente unidos uno y otros a la concepción que de la historia tienen los hombres del 98; al amor al paisaje, hasta cierto punto representante de la casta, se une el desprecio por los hombres de Castilla: secos, duros, recortados, lentos y tenaces para Unamuno los de Gredos; duro, inflexible, feroz, sin ternura, cruel para Azorín el hombre manchego, por no recordar los versos de Machado sobre el hombre soriano:
Para Baroja, estos hombres de caras terrosas, miradas de través, hoscas y pérfidas son «gente de vicios sórdidos y de hipocresías miserables»..., y las citas podrán multiplicarse sin esfuerzo el día que se dedique una obra al tema de la Castilla noventayochista, que aquí no hemos hecho sino esbozar para ofrecer al lector una breve idea de la ambivalencia con la que los hombres del 98 veían a Castilla-España, ambivalencia que ha llegado hasta nuestros días. 9 Ramón Menéndez Pidal, La España del Cid, Madrid 1929, pp. VIII-IX. 10 La epopeya castellana a través de la literatura española, Madrid 1974, pp. 11-12. 11 Américo Castro, La realidad histórica de España, Méjico 1965 (cuarta edición). 12 Claudio Sánchez-Albornoz, España un enigma histórico, Barcelona 1973 (4a edición). 13 Las Cortes de Castilla y León y la crisis del reino (1445-1474). El registro de Cortes, Burgos 1986. 14 J. A.. García de Cortázar, El dominio del monasterio de San Millán de la Cogolla (siglos x a xiii), Salamanca 1969; Salustiano Moreta, El monasterio de San Pedro de Cardeña, Salamanca 1971. 15 Sánchez-Albornoz, Viejos y nuevos estudios sobre las Instituciones medievales españolas, 2ª ed., Madrid 1976. vol. III, pp. 1332-1333. 16 Me he referido a algunos en Castellano y libre, pp. 109 y ss. 17 Anselmo Carretero, Las nacionalidades españolas, 3a ed, San Sebastián 1977, p. 167. 18 Ángel Ferrari, Castilla dividida en dominios según el libro de las behetrías, Madrid 1958; Bartolomé Clavero, «Behetría, 1255-1356. Crisis de una institución de señorío y de la formación de un derecho regional en Castilla», Anuario de Historia del Derecho Español, 44, 1974, pp. 201-342; Gonzalo Martínez Diez, Libro Becerro de las Behetrías. Estudio y texto crítico, León 1981. 19 Ángel Vaca Lorenzo, «Estructura socioeconómica de la Tierra de Campos a mediados del siglo xiv», Tello Téllez de Meneses, 39 y 42, pp. 226-398 y 205-387. 20 Ángel Barrios García, Estructuras agrarias y de poder en Castilla. El ejemplo de Ávila (1085-1320), Salamanca 1984; interesan especialmente las páginas 173-219 y 133-186 del volumen segundo. 21 Manuel González Herrero, Memorial de Castilla, Segovia 1978. V. la refutación de esta obra en el trabajo de Ángel García Sanz. 22 Anselmo Carretero, Las nacionalidades españolas, San Sebastián 1977, pp. 62-64. 23 ld., La personalidad de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos, San Sebastián 1977, p. 101. 24 Bucólicas. Geórgicas. Apéndice Virgiliano, traducción de Tomás de la Ascensión Recio García, Madrid 1990, pp.313-314. 25 José-Luis Martín y Antonio LinaGe, Religión y sociedad medieval. El catecismo de Pedro de Cuellar (1325), Valladolid 1987, pp. 172-173. 26 «Pecado y dominación feudal», Pecado, poder y sociedad en la Historia, Instituto de Historia Simancas, Universidad de Valladolid 1992, pp. 43-62. 27 Ibn Jaldún, Introducción a la historia universal (Al-Muqaddimah) Méjico 1977, Libro II, cap. I del libro II. 28 Proceden estas ideas de la lectura de la obra de Dominique Sourdel y Janine Sourdel-Thomine, La civilisation de l'Islam classique, París 1968. esta obra ha influido sobre un gran número de historiadores como ha puesto de relieve Paulina lópez Pita, Historia del Islam medieval, Madrid 2002. 29 José Oroz Reta y Manuel A. Marcos Casquero, San Isidoro de Sevilla, Etimologías, I, Madrid 1993, pp. 743-764. 30 Manuel Alonso, Diego García natural de Campos. Planeta, Madrid 1943, pp. 178-179. 31 Francesc Eiximenis, Lo crestiá, Terç, cap. 372, edición de Albert Hauf, Barcelona 1983, pp. 147-149. 32 Id. id, Dotzé, cap. 24, fols. C-CI, Valencia 1484. 33 Agustí Alcoberro, Pere Miquel Carbonell, Cróniques d'Espanya, Barcelona 1997, pp. 9-11. 34 La mayor parte de las páginas sobre las Cortes tienen su punto de partida en mi obra Las Cortes Medievales, Madrid 1989 (reed. 1999), y en el artículo «Las Cortes Medievales», VIII Centenario de las Cortes de Benavente, en prensa. 35 Eloy Benito Ruano, La prelación ciudadana. Las disputas por la precedencia entre las ciudades de la Corona de Castilla, Toledo 1972.
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