Cataluña
es gobernada,
hasta el siglo XIII, por los señores feudales, dueños de la
tierra y «propietarios» de quienes la cultivan. Cada señor goza
en sus dominios de una autonomía que sólo limita la costumbre,
convertida en ley y codificada en los
Usatges
o usos que regulan las relaciones
entre señores y entre éstos y el conde de Barcelona, el primera
de los señores feudales, a cuya autoridad están sometidos,
además de los habitantes del señorío condal, todos los hombres
de Cataluña. Unos —los señores— son sus vasallos directos, y
otros —los campesinos— le están sometidos indirectamente a
través de la dependencia que tienen respecto a sus señores, que
son los únicos que tienen acceso a la
Curia
condal —organismo que asesora al
conde en las decisiones que afectan al conjunto del Principado—;
el resto de los catalanes para nada interviene en la dirección
de Cataluña: los señores laicos y eclesiásticos representan, sin
que éstos intervengan para nada, a sus vasallos, y el conde
representa a quienes le tienen por señor.
Esta organización corresponde a una
sociedad en la que la tierra es la base casi única de la
economía: quien posee la tierra tiene el medio de presionar a
los cultivadores para que se mantengan bajo su autoridad y posee
al mismo tiempo el poder político, que sirve para reforzar el
económico y para afirmar la autoridad de los señores sobre sus
vasallos. Al adquirir importancia económica los burgueses o
habitantes de las ciudades, cuyo modo de vida poco o nada tienen
que ver con el de los vasallos-campesinos, la organización
política tiene que tener en cuenta los intereses de este nuevo
grupo social: las
constituciones de paz y tregua
del siglo XII
se hacen eco y protegen sus actividades —viven del comercio y de
la industria—, y sus representantes son llamados, en 1214, a
participar en la asamblea que decidirá la política del
Principado durante la minoría de Jaime I. Pero todavía no puede
hablarse de una intervención activa del grupo urbano en la
dirección política; para llegar a este estadio será preciso que
las ciudades se liberen parcialmente de la tutela señorial y
creen su propio sistema de administración y gobierno. Los
burgueses aislados o sometidos al poder feudal carecen de
fuerza, como representantes de una comunidad económicamente
poderosa y en cierta medida independiente, tienen un poder que
nadie puede ignorar, y menos que nadie el conde, en cuyos
dominios se hallan las ciudades más importantes, y para quien la
participación de los burgueses en la Curia puede servir de
eficaz contrapeso a las presiones de nobles y eclesiásticos. A
partir de 1283, Cataluña tendrá como organismo supremo de
gobierno a las Cortes o asamblea, en la que participan, bajo la
dirección del conde, los dirigentes de la nobleza y de la
Iglesia y los delegados de las ciudades más importantes situadas
en el dominio condal.
Representación minoritaria
Comparadas con la antigua Curia, las
Cortes son representativas, pero de ahí a afirmar su carácter
democrático media un abismo: los hombres de señorío —más de dos
tercios de la población catalana— tienen como único
representante a su señor; los campesinos dependientes del
conde-rey carecen de representación; no todas las ciudades del
brazo real tienen derecho a enviar diputados, y los que asisten
—aunque teóricamente llevan la representación de todos sus
conciudadanos— pertenecen al grupo de los patricios, cuya
autoridad no es aceptada por todos, como probaría, dos años más
tarde, la sublevación popular dirigida por Berenguer Oller
contra los dirigentes de Barcelona.
Si consideramos que, según el
esquema clásico, la sociedad catalana se halla dividida en tres
grupos:
oratores
(eclesiásticos),
bellatores
(nobles) y
laboratores
(originariamente campesinos y por
extensión quienes trabajan, aunque no vivan de la tierra), las
Cortes son un modelo de representatividad, en el que tienen
cabida todos los catalanes, pero de hecho a esta organización
estamental de la sociedad se ha superpuesto una división en la
que las diferencias por la riqueza predominan sobre las
derivadas de la función que cada persona realiza; los grandes
nobles, los miembros de la jerarquía eclesiástica y los
dirigentes urbanos forman la «mano mayor», a la que pertenece el
1 por 100 de la población, y sólo sus miembros asisten a las
Cortes.
En muchos casos, los diputados toman
acuerdos que benefician al conjunto de los catalanes (supresión
de impuestos, limitación o negativa de los subsidios pedidos por
el conde-rey, control de los gastos de la Corona...) o que ponen
coto a las arbitrariedades del monarca y de sus oficiales
(obligación de adoptar en Cortes y con el consentimiento de la
mayor parte de los diputados las decisiones que afecten al
conjunto de los súbditos —para lo que Pedro el Grande se
comprometió, en 1283, a convocar Cortes anuales—, obligación de
los oficiales de someterse a un control de su actuación...),
pero en otras ocasiones los intereses de grupos predominan sobre
los de la comunidad y los diputados utilizan su poder político
contra quienes discuten su control económico y su preeminencia
social.
Legislación partidista
Las Cortes de 1283, consideradas por
numerosos historiadores como el inicio del constitucionalismo
catalán por cuanto en ellas se determinó que el conde-rey no
podría gobernar sin el consentimiento de los súbditos, son al
mismo tiempo una prueba clara de que las Cortes legislan en
favor de sus miembros; la sumisión de Pedro el Grande fue
acompañada del reconocimiento de los derechos feudales, entre
los que figuraban la administración de justicia por los señores
en sus dominios y en el territorio de sus castillos, el derecho
de los señores a maltratar a «sus rústicos» y ocupar sus bienes,
la obligación de los campesinos de permanecer en las tierras que
cultivaban o de pagar, para cambiar de residencia, las
cantidades exigidas por el señor en concepto de redención o
remensa...
Limitación de los poderes del rey y
defensa de los intereses de clase van unidas, y la primera no es
sino condición para la segunda; a lo largo del siglo XIV, debido
a las continuas guerras que obligan al monarca a depender cada
vez más estrechamente de la ayuda económica y militar de las
Cortes, el poder monárquico disminuye al tiempo que aumentan las
atribuciones de las Cortes que, desde mediados
del siglo, privan a Pedro el Ceremonioso
incluso del derecho a administrar las. ayudas que le conceden.
Una comisión designada por las Cortes se encargará del cobro y
distribución de los impuestos extraordinarios, y pronto esta
comisión tendrá carácter permanente y se convertirá en la
Diputación del General de Cataluña, organismo que, desde los
años iniciales del siglo XV, tendrá atribuciones políticas.
Cortes y Diputación desempeñan un
papel de primera importancia en los conflictos sociales que
tienen lugar en Cataluña a lo largo del siglo, y se convierten
en defensores de los señores frente a los campesinos y de los
patricios de Barcelona contra los
buscaris,
que exigen participar en el gobierno
de la ciudad como medio para impulsar las actividades económicas
de las que depende su vida. En ambos conflictos, el rey —más por
interés personal que por convicción— estará al lado de los
rebeldes, únicos que pueden ayudarle a reducir el poder de las
Cortes y a recuperar la autoridad perdida.
El conflicto campesino, cuyas
primeras manifestaciones conocidas datan del siglo XIII,
adquiere mayor gravedad en épocas de crisis económica, como la
ocurrida en la segunda mitad del siglo XIV y prolongada, con
intermitencias y altibajos, a lo largo del XV. A consecuencia
del descenso de población provocado por la crisis que se resume
en la peste negra de 1348-1350, gran parte de las tierras son
abandonadas, y para mantenerlas en cultivo los señores se ven
obligados a cederlas en condiciones favorables para los
campesinos sobrevivientes. Cuando las tierras son poco
productivas, la mejora de las condiciones de explotación no
basta, y los señores proceden a poner de nuevo en vigor las
leyes que impedían a los campesinos abandonar la tierra, y
buscan nuevos ingresos, así como un mayor control sobre los
payeses mediante el recurso a los llamados «malos usos», por los
que el señor recibe una parte de los bienes del campesino que
muere sin testar o sin descendencia, de aquel cuya mujer es
sorprendida en adulterio, de quien se ve obligado a pedir la
autorización señorial para hipotecar los bienes que tiene en
usufructo y del payés que, involuntariamente, prende fuego a las
tierras. Al descontento de los campesinos, carentes de libertad
de movimiento y sometidos a los «malos usos», se une pronto el
de los más afortunados, que ven cómo los señores pretenden
reducir o anular las ventajas concedidas durante la crisis y
expulsarlos de las tierras ocupadas o imponerles nuevos
contratos más onerosos.
A las manifestaciones del malestar
campesino responden las Cortes presionando al monarca para que
se aprueben o confirmen las leyes que garantizan los derechos
señoriales. En 1413, Fernando de Antequera, necesitado de ayuda
militar para oponerse a la sublevación de Jaime de Urgel, accede
a reconocer el derecho de expulsar a los payeses cuando los
propietarios quieren cultivar personalmente las tierras,
cederlas a otros campesinos o cuando se ven obligados a
venderlas por fuerza (para pagar a los acreedores). En 1432, la
concesión de subsidios a Alfonso el Magnánimo tiene como
contrapartida una nueva puesta en vigor de las leyes
anticampesinas promulgadas en 1283... Los campesinos y el
monarca tienen un enemigo común en los nobles y eclesiásticos, a
los que se han unido los dirigentes urbanos, convertidos en su
mayoría en propietarios agrícolas y, consiguientemente, en
señores feudales.
Cuando las tensiones entre el
monarca y las Cortes se agudicen, los aliados naturales del rey
serán los campesinos, que ofrecerán el dinero que las Cortes
niegan al monarca y pedirán a cambio que se les autorice a
organizarse para conseguir la supresión de los «malos usos».
Estos serán abolidos por Alfonso el Magnánimo en 1455, pero las
Cortes no aceptarán la decisión real y el problema campesino
será uno de los que lleven a la guerra civil de 1462-1472.
Durante la guerra, los payeses de remensa combatirán al lado del
monarca, y en su mayoría se negarán
a aceptar las tardías propuestas hechas por la Diputación en
1462 y
1463
para llegar a un acuerdo sobre los «malos usos». A pesar de la
derrota sufrida, el poder nobiliario no desapareció y las Cortes
de 1480-1481 conseguirían que fueran anulados los acuerdos de
1455, lo
que daría lugar a un nuevo levantamiento remensa, que
finalizaría con la imposición por Fernando el Católico de un
acuerdo entre señores y campesinos en 1486.
El enfrentamiento entre patricios
(bigaris)
y
buscaris
de Barcelona coincide
cronológicamente y tiene las mismas raíces que el conflicto
campesino. Mientras los dirigentes de Barcelona han sido
burgueses emprendedores interesados en el desarrollo del
comercio y de la industria, sus intereses coinciden con los de
la ciudad y ésta los acepta como dirigentes, pero cuando a
consecuencia de las crisis del siglo XIV los patricios prefieren
invertir su dinero en el campo o en la compra de rentas, sus
intereses personales dejan de coincidir con los de los
gobernados. Estos exigen una mayor dedicación a los asuntos que
afectan a todos, hacen responsables de los problemas del
comercio y de la industria a los dirigentes de la ciudad, y ante
su falta de reacción intentan sustituirlos, para desde el
Consell
poder tomar las
medidas que consideran urgentes y necesarias.
En
1386 los
descontentos presentaron a Pedro el Ceremonioso un memorial en
el que pedían una mayor participación popular en el
Consell que
regía la ciudad, la reducción de los gastos municipales
(disminución de los salarios de
consellers
y oficiales), poner fin al
acaparamiento de cargos y a la utilización de éstos en beneficio
propio, y adoptar medidas para estimular el comercio. El monarca
aceptó las peticiones y procedió a nombrar un nuevo
Consell,
pero su muerte,
un mes más tarde, permitiría a los patricios anular las reformas
emprendidas, y la tensión urbana hallaría un desahogo en el
asalto, en 1391, al
barrio judío. El ataque a los judíos no era un fin en sí mismo,
sino un episodio más del enfrentamiento urbano; los patricios
fueron incapaces de dominar a las masas y tuvieron que aceptar
la participación en las deliberaciones del Consejo de Ciento de
gran número de personas que no formaban parte del
Consell.
En estas
reuniones, en las que predominaba el estamento popular, fueron
ordenadas investigaciones sobre las cuentas del trigo y de los
impuestos municipales, se pidió la disminución del sueldo de los
consellers,
se dispuso que fueran rebajados los
impuestos sobre los productos alimenticios, que se rebajaran los
alquileres de las casas... Durante cinco meses Barcelona y otras
ciudades de Cataluña estuvieron en manos de los menestrales,
pero los patricios no tardarían en reaccionar, y con la ayuda de
tropas reales pondrían fin al movimiento, que no se
reorganizaría hasta mediados del siglo XV, pero algunas de sus
propuestas tuvieron que ser aceptadas: disminución de los
impuestos sobre los productos alimenticios, reforma de la moneda
para hacer competitivos los productos catalanes en el exterior y
adopción de medidas favorables al comercio.
El grupo popular aparece de nuevo
organizado a mediados del siglo XV, y del mismo modo que los
campesinos, busca una alianza con la monarquía, a la que
interesa tener en las Cortes un grupo de ciudadanos adictos. En
1453, el lugarteniente del rey en Cataluña —Galcerán de
Requesens— procederá a nombrar un Consejo
buscari
que
inmediatamente inició la reforma: adopción de medidas
proteccionistas, supresión de cargos innecesarios, rebaja de
salarios, devaluación de la moneda..., que fueron frenadas por
los patricios a través de su alianza de clase con los nobles y
eclesiásticos que formaba parte de las Cortes y de la
Diputación. Las Cortes no aceptaron a los nuevos representantes
de Barcelona, se opusieron por todos los medios a la devaluación
monetaria e hicieron imposible la adopción de medidas
proteccionistas, y, en consecuencia, las reformas fracasaron y
llevaron al descrédito a sus defensores, que fueron perseguidos
y muchos de los cuales fueron ajusticiados durante la guerra
civil.