A la memoria de Joseph Ijsewijn, por su magna labor.
Acepto
gustoso la invitación que me han cursado los editores de este
ramillete de artículos para que lo abra con un trabajo
panorámico, una suerte de proemio militante que ponga de relieve
la importancia del latín y, por ende, de la cultura clásica en
el bagaje de un medievalista. Sin dejar de cumplir con el
encargo, esto es, sin perder de vista en ningún momento que mis
primeros lectores serán precisamente eso, medievalistas, me he
tomado la libertad de extender mis pesquisas en términos
temporales y espaciales para reforzar mi idea y ampliar su
alcance. Cronológicamente, abarcaré desde la más temprana Edad
Media (donde quiera que situemos el inicio de ese periodo) hasta
el mismísimo día de hoy. Por lo que afecta a su distribución
geográfica, seré igualmente comprehensivo en mis pesquisas, dado
que el fenómeno interesa de un modo muy directo a la totalidad
de lo que, en términos políticos y culturales, se conoce como
Occidente; no obstante, debe considerarse que el legado de
Grecia y Roma también se deja sentir en casi cualquier rincón
del globo, bien se deba a la expansión de Europa por el mundo
(con sus imperios y sus colonias en todos los continentes
habitados), bien al poder de impregnación de ese formidable
intermediario que es Estados Unidos y a la implantación
generalizada de un ideal de vida: el
American
way of life,
con su
cultura de elites y masas, y muy particularmente con el cine y
la televisión.
Fijados el
tiempo y el espacio en que habré de moverme, mi acotación sólo
puede completarse con una referencia a las materias que
interesan para la ocasión, que engloban la historia y el
pensamiento, las artes plásticas y literarias, y aun todas
aquellas áreas, constituidas a manera de sólidos basamentos
culturales, que corresponden a las distintas ciencias (médica,
farmacéutica, biológica...) y al Derecho. Por lo tanto, queda
claro, ya de entrada, que cualquier aproximación al fenómeno de
la tradición clásica afecta a las más diversas disciplinas
académicas, lo que obliga a quebrantar los límites -siempre
artificiales- que nos separan en áreas de conocimiento, en
departamentos, y hasta en facultades. El estudio de la tradición
clásica, poliedro de infinitas facetas, cae con toda naturalidad
y al ciento por ciento, en el ámbito natural de esa corriente de
análisis que inexorablemente nos va absorbiendo a todos: la
Historia de las Ideas o Historia de las
Mentalidades. Baldío resulta también cualquier esfuerzo por
acotar la materia apelando a uno de los términos más linajudos
de la cultura occidental:
Humanismo.
Como digo,
esa pretendida tarea reduccionista es en realidad estéril, ya
que nos lleva derechos a la
mainstream
de los estudios de tradición
clásica, hasta el punto de que ambos conceptos se confunden y
entremezclan con no poca frecuencia; la dificultad adicional
deriva del hecho de que la voz
Humanismo
apenas si sirve a la hora de
deslindar, ya que se hace de ella un uso, más que amplio,
prácticamente universal. Apelamos a ella con una flexibilidad
tal que permite cubrir desde el más temprano prerrenacimiento
medieval (y tampoco sería fácil ponernos de acuerdo sobre este
primer jalón, pues no faltan quienes, antes de Carlomagno, se
refieren ya a un prerrenacimiento isidoriano) hasta, al menos,
la era del Barroco (y es que, en sentido lato, con la voz
Humanismo
se abarca, de hecho, hasta nuestros
propios días); por otra parte, la captura de cualquier vestigio
humanístico es también tarea de amplio espectro, ya que ocupa
por igual a los historiadores del Derecho, la Farmacia, la
Medicina, la Arquitectura, la Ciencia, las Instituciones, etc.
Estudiar
tradición clásica supone, antes de nada, entregarse a la lectura
de un inabarcable corpus de libros distribuidos en tres grandes
grupos: el formado por las fuentes (vale decir, los clásicos
propiamente dichos), por los transmisores (esto es, la latinidad
media, lo que fuerza una primera alusión a Ernst Robert Curtius)
y por los beneficiarios (tan dispersos y difusos que se antojan
infinitos). A este respecto, además, no valen distingos ni
barreras que separen nombres y títulos de acuerdo con el oficio
o especialidad de cada cual, ya que hoy, por fortuna, filólogos,
filósofos e historiadores consideran igualmente suyas las bellas
letras y la escritura científica. No creo que haya filólogos (y
reivindico este oficio con decisión y entusiasmo, frente a la
verdadera proscripción que su solo nombre ha padecido en las
últimas tres décadas a ambos lados del Atlántico,
particularmente en Norteamérica) que no ensanchen su horizonte
de miras al máximo, como tampoco, entiendo yo, hay un solo
estudioso de la literatura clásica que se limite al estudio de
autores como Homero y Virgilio, mientras reserva a Aristóteles y
Plinio el Viejo para los historiadores de la Filosofía o la
Ciencia, y a Heródoto o Flavio Josefo los deja en manos de los
historiadores a secas.
En fin, es
de tal magnitud el concepto
tradición
clásica
que no es que permita sino que, ya
se ha visto, obliga a abarcar la literatura occidental en su
conjunto, en atención a la transmisión textual de los grandes
autores grecolatinos y en pos de las infinitas huellas que éstos
han ido dejando. Esta operación, en definitiva, es obligada para
establecer los fundamentos humanísticos de una cultura nacional
concreta cuando no para trazar los derroteros de Occidente en su
conjunto. Así las cosas, en las líneas que siguen no se me
ocurrirá circunscribirme al ámbito de mi especialidad (proceder
así supondría una especie de castración de la materia), como
tampoco ir desgranando, una tras otra, unas cuantas referencias
bibliográficas, por muy frescas e interesantes que resulten; no
obstante, cuando me convenga, daré nombres... y hasta algún que
otro título. Pero sobre todo me ocuparé de ideas generales,
voluntariamente amplias y pretendidamente estimulantes. Antes de
nada, me congratularé por el hecho de que, a estas alturas,
nadie vea en la prospección a que aquí doy inicio la rara
empresa de un cimarrón académico (un
maverick,
como suele decirse en inglés); de
hecho, a día de hoy, nuestros colegas de los
Departamentos de Latín y Griego trabajan intensamente, y sin
complejos, con la tradición clásica en toda su amplitud. A los
latinistas y helenistas no les basta ya con atender sólo a la
literatura del Mundo Antiguo: ahora también se ocupan de su
proyección posterior y, por supuesto, de esos formidables
reservorios que son las literaturas mediolatina, neolatina y
bizantina, que actúan como caja de resonancia de aquélla. El
buen estado de salud de que gozan tales estudios se debe al
tesón de una legión de investigadores, deudores todos del
erudito belga Joseph Ijsewijn, desaparecido hace pocos años, a
quien con justicia hemos de considerar como el verdadero padre
de los estudios de neolatinidad, al dar vida a la revista
Humanística Lovaniensia
y publicar sendas entregas de su
Companion to Neo-Latin Studies
(1990 y 1998).
En
paralelo, los especialistas en literaturas vernáculas han
logrado superar un prejuicio de consecuencias funestas: aquel
que, por largo tiempo, ha llevado a apartar los textos latinos
de su universo de referencia inmediato, centrado en una o, a lo
sumo, en varias lenguas modernas y sus correspondientes
literaturas. Hoy, por fortuna, consideramos a la par -pongo por
caso- al Petrarca latino y al vernáculo, o, de quedarnos en
España, estudiamos conjuntamente los escritos en latín y en
castellano de Alfonso de Cartagena, Alfonso de Palencia, Alfonso
del Madrigal (alias, El Tostado) o Antonio de Nebrija, autor
éste que llegó a lo que puede tenerse por el colmo en el sentido
que aquí nos interesa al publicar una versión romanceada de sus
Introducciones latinae,
con
la apostilla
contrapuesto el romance al latín.
No obstante, ya en el único ejemplar
conocido de la edición príncipe de las
Introductiones
(1481), a mano y con tinta
desleída, se había llevado a cabo (acaso por parte de Nebrija
mismo) un primer intento por romancear todas las voces latinas.(2)
Si pasamos al siglo siguiente, cabe añadir otro tanto respecto
de la obra de Garcilaso de la Vega o Fray Luis de León, frente
al silencio con que se envolvían hasta hace poco los versos
latinos de ambos poetas renacentistas. La atención respecto de
ese Fray Luis latino, a partir de su poemario castellano, la
había llamado ya Alberto Blecua; suya es, de hecho, una frase
que marcó época: "Fray Luis quiso ser, y lo fue, el primer poeta
humanista en lengua vulgar" (99); con todo, ha sido Francisco
Rico quien lo ha dicho de un modo más categórico y provocador:
"Fray Luis es un poeta neolatino en romance" (1981, 246).
Ha costado
lo suyo, pero la batalla se ha ganado entre los estudiosos del
Medievo y el Renacimiento, aunque no sé si tanto entre los que
se ocupan del Barroco y siglos posteriores. Sin embargo, queda
fuera de toda duda que las principales herramientas de trabajo
para los especialistas de estos periodos están también en latín
y que muchos entre los grandes artistas y pensadores se
expresaron en esa lengua. ¿Cómo puede anotarse debidamente una
edición sin tener cerca las polianteas de Ravisio Textor (cuyo
verdadero nombre era Jean Tissier o Tixier, Señor de Ravisi),
con sus afamadas
Officina sive theatrum historicum
et poeticum, Cornucopia
y
Silva
epicthetorum?
¿Cómo obviar, en idénticas
circunstancias, la obra de Joseph Lange, igualmente famoso por
sus manuales latinos? ¿Cómo no acudir, aunque sea de vez en
cuando, a los estupendos diccionarios deesa familia de
impresores y eruditos franceses que fueron los Estienne o
Etienne, o a la labor de Ambrogio Calepino, cuya
Cornucopiae
contó con tantos continuadores?
Dentro del siglo XVII, y por limitarme a un par de escritores
españoles, considero escandaloso el desconocimiento probado de
la obra de un escritor en lengua latina de fama universal: Juan
Eusebio Nieremberg (una simple consulta en Internet muestra el
largo número de libros que los anticuarios tienen a la venta de
este gran escritor, a quien se debe, entre otras obras, la
enciclopédica
Historia naturae, maxime peregrinae,
libris XVI distincta,
de 1635); del mismo modo, el
pensamiento literario y el científico de esa centuria (pues el
autor a que voy a referirme unía formidables conocimientos de,
entre otras ciencias, retórica, matemáticas o astronomía) no
alcanza a comprenderse sin Juan Caramuel, otra figura tan
universal y poco conocida como la anterior.(3)
Fuera de España, los ejemplos son infinitos, aunque sobra con
una simple y reveladora alusión a un escritor neolatino llamado
René Descartes.
Tan
escueta nómina me sirve para validar una idea que Keith Whinnom
vertió hace tiempo en atención al siglo XV español. Ponía ahí de
relieve el maestro británico que el foso abierto por el
hispanismo con respecto a las letras latinas no podía sino tener
consecuencias funestas, toda vez que el pensamiento filosófico y
científico más avanzado y más innovador se sirvió de esa lengua
paneuropea a lo largo de todo el Medievo. A ese respecto, sólo
hay que apostillar que la condición de
lingua
franca
académica todavía la conservaría el
latín en la Era Moderna, según acabo de señalar. Como
complemento a la reflexión de Whinnom, vale añadir, además, que
tampoco es posible comprender el siglo XII sin tomar en
consideración la nueva poesía latina rítmico-acentual (de la que
los goliardos son los más conspicuos representantes); del mismo
modo, se pierde inevitablemente el hilo de la literatura
vernácula cuando se ignora la comedia elegíaca de los siglos
XII-XIII (con el pseudo-ovidiano
Pamphilus
de amore
a la cabeza de los demás títulos),
aunque su más preclaro descendiente (el episodio de don Melón y
doña Endrina en el
Libro de Buen Amor)
viese la
luz unas cuantas décadas después.
La
afirmación de Whinnom se refuerza al incidir en el hecho de que
las grandes vulgatas de la cultura medieval -esto es, las
enciclopedias- se compusieron en latín, con hitos sucesivos en
Hugues de Saint-Victor o Guillaume de Conches, en el siglo XII;
san Alberto Magno, Vincent de Beauvais o el divulgadísimo
Barthélemy de Glanville, en el siglo XIII. Todos ellos
constituyen ejemplos extraordinarios, por su proyección
paneuropea, del recurso a esa lengua universal en las tres
centurias que abarcan desde la expansión inicial del vernáculo
literario hasta su hegemonía total (al respecto, véase
Michelangelo Picone). De circunscribirme a España, lo cierto es
que, aunque hoy sus nombres resultan familiares a los más, aún
no son debidamente conocidos los dos grandes enciclopedistas
españoles del siglo XIII: un Diego García de Campos, cuyo
Planeta,
escrito al alborear la centuria,
enmarca el universo cultural del
Libro de
Alexandre
(a pesar de sus excesos al adjudicar
ambas obras al mismo autor, esta lección queda clara en José
Hernando Pérez), y un Juan Gil de Zamora, cuya
Historia
naturalis
y demás obras latinas, que compuso
ya entrada la centuria, resultan fundamentales, entre otras
cosas, para entender la empresa cultural de Alfonso X el Sabio
(por ahora, se ha destacado sobre todo su común encuentro en el
campo de la literatura mariana, historiográfica y científica).
Paul Oskar
Kristeller lo demostró con su tenaz labor de exploración de
fuentes primarias humanísticas: el Renacimiento y el movimiento
cultural que lo caracteriza, el Humanismo, sólo se vislumbran
tras dos operaciones de rastreo de los clásicos greco-latinos.
La primera pasa por el estudio de los viejos inventarios de
libros (ahí está la labor de Charles B. Faulhaber, que precisa
de una ampliación que él como nadie podría llevar a cabo); la
segunda consiste en la búsqueda de tales libros en los anaqueles
de las bibliotecas del presente (esta precisa tarea es la
acometida por Kristeller en
Iter
italicum,
obra que por sí sola merece un
monumento). Las conclusiones derivadas de tales pesquisas pueden
cambiar por completo la percepción que se tiene del fenómeno.
Para demostrarlo apelaré a cierta anécdota que gustaba recordar
a Kristeller, cuando daba cuenta de la formidable sorpresa que
se llevó tras acceder a la biblioteca catedralicia del Burgo de
Osma allá por los años cincuenta. España, en aquel momento, era
una pura tarjeta postal al gusto de los románticos; o, de hacer
caso a Andrés Trapiello, cuando se retrotrae a su infancia en la
biografía que no hace mucho trazó de Cervantes, España era
perfectamente cervantina. Dice Trapiello (y llora uno ante la
monstruosa transformación arquitectónica sufrida por España de
los años sesenta para acá, particularmente desde el
boom
inmobiliario de 1998 a nuestros
días): "Hasta hace cuarenta o cincuenta años los paisajes que se
veían desde el tren podían pasar por cervantinos" (26). Me
interesa mucho el dato, pues ayuda a entender la sorpresa que se
llevó Kristeller al comprobar que la iglesia mayor de un pueblo
soriano alejado de los cauces de la civilización moderna,
literalmente parado en el tiempo, guardaba el fruto de los
desvelos de los filólogos de varias épocas. Allí, en sus
anaqueles, estaban los grandes clásicos recuperados por Europa
desde el prerrenacimiento carolingio en adelante; allí se
percibía, en toda su grandeza, la labor de los humanistas, como
rastreadores de obras y como editores; para que no quedase
ninguna duda, allí estaban -allí están hoy, de hecho- tan
preciados libros. Y en latín, por supuesto.
Progresaré
un grado más y, al hacerlo, seré igualmente categórico para
afirmar que, incluso cuando lo que se tiene en las manos es
literatura romance, las bases son casi siempre greco-latinas. Lo
son en el trazo grueso, en atención a la teoría literaria y,
sobre todo, a una praxis que une a Homero con los escritores de
nuestros días; y lo son también en el detalle, grande o pequeño,
pues la tradición tiene en la retórica su principal aporte y, a
la vez, su sustento básico. De nuevo, en este caso son de
considerar la teoría y la praxis, con especial atención a una
literatura mediolatina en la que Curtius encontraba el quid de
la cuestión; para completar el panorama, buscamos hoy el
complemento de la oralidad, al ser éste un canal de transmisión
básico incluso en el caso de aquellos géneros más estrechamente
ligados al libro como soporte. Valga el componente oral que se
halla en la base del Nuevo Testamento griego a modo de argumento
definitivo, de todo punto irrefutable. Al cauce de la oralidad,
ignorado por Curtius en su libro de 1948 y asociado sólo a la
poesía épica desde el seminal trabajo de Alfred Lord, atiende la
crítica en las tres últimas décadas, con nombres tan importantes
como Walter J. Ong, Paul Zumthor (1987), Jack Goody, Luis Gil
Fernández o Margit Frenk (y con vergüenza añadiré el mío propio
por haberme ocupado del fenómeno en el Medievo tardío, Gómez
Moreno [1994]). Apelar a la oralidad no supone ni el abandono
ni, peor aun, la traición con respecto al principio de
transmisión o tradición a que me vengo refiriendo. Se trata, por
el contrario, de un importante refuerzo, aunque, con no poca
frecuencia, amplía de tal modo nuestro horizonte que termina por
llevarnos al puro ejercicio comparatista o, ya en el último
peldaño posible, al vasto dominio de la antropología.
Lo normal
es que el crítico inteligente vea cómo el paso del tiempo
agranda su universo de referencia. En clase, me gusta poner un
ejemplo y a él vuelvo ahora: el del francés Paul Zumthor, quien,
hasta los años sesenta, hizo pura historia literaria; de hecho,
suyo es uno de los más célebres manuales de literatura francesa
medieval (1954). En plena madurez, sin embargo, se destapaba con
un libro revolucionario a ojos de medievalistas: su
Essai de poétique médiévale
(1972),
donde los tradicionales planteamientos histórico-filológicos se
someten a los dictados de la crítica literaria del momento,
sirviéndose sobre todo de la piedra de toque que le aportaban
las corrientes derivadas del estructuralismo y el formalismo,
entre otras. Llegado a la década de los ochenta, Zumthor hacía
gala de un declarado espíritu comparatista, en atención al
conjunto de la Romania (La
lettre et
la voix),
algo que no podía extrañar a nadie,
ya que, algo antes, había adoptado una perspectiva más propia de
un etnógrafo o de un antropólogo (me refiero a su
Introduction á la poésie orale,
en que
atiende al mismo tiempo a la cultura europea y la africana). Por
fin, su último libro (La
mesure du
monde. Représentation de l'espace au Moyen Age)
se ofrece
como una suma de sus diversos saberes y competencias: ahí,
Oriente y Occidente se dan la mano de continuo, mientras el
Medievo se fundamenta sobre el Mundo Antiguo para proyectarse
sobre la Era Moderna, con lecciones que, desde el pasado, miran
al hombre del presente y le ayudan a desbrozar el camino; de
nuevo, en su interior abundan las pinceladas del más genuino
comparatismo y de la mejor antropología.
Para el
asunto que aquí me ocupa -nunca, por supuesto, para mi actividad
docente e investigadora-, la técnica comparatista implica una
grave amenaza, desde el momento en que, con demasiada
frecuencia, quebranta el principio de la tradición y persigue
cualquier atisbo de poligénesis; o lo que es lo mismo: se ocupa
de testigos nacidos por pura generación espontánea, sin contacto
alguno en el espacio o el tiempo. Los límites entre tradición y
poligénesis difícilmente quedan claros, como señaló Dámaso
Alonso al ponderar la seminal idea de Curtius y como demuestran
de continuo cuantas prospecciones osan perseguir formas y
motivos fuera del que se considera el ámbito natural de cada
investigador. Francisco Rico señaló los peligros del método de
Curtius en un artículo-reseña al libro de Peter Dronke,
Poetic Individuality in the Middle Ages,
publicado
en
Romance Philology
(1973) e
incorporado luego como prólogo a la traducción española (1981).
Oigamos al maestro de la Universidad Autónoma de Barcelona (p.
13 de la versión española):
Curtius,
buscando la unidad de la literatura europea, tropezó sin darse
cuenta con una serie de motivos que apuntan más bien a una
suerte de unidad profunda de la mente en la expresión literaria;
vale decir, andando a caza de
tópoi
peculiares de la cultura europea,
halló lugares comunes de toda cultura (o poco menos) y mezcló
unos y otros indiscriminadamente. Hoy estamos bien preparados
para advertir ese error.
El
comentario me parece irreprochable, aunque no me convence tanto
la última, breve y taxativa frase: "Hoy estamos bien preparados
para advertir ese error". Muy al contrario, creo que en tales
casos lo único que cabe -tengamos conciencia de lo limitado de
nuestras fuerzas- es la sospecha, formulada como pregunta o
articulada a modo de duda. Es a lo más que podemos aspirar; en
mi caso, al menos, esa ha sido la meta a la que pretendía llegar
(y perdonen de nuevo la autocita) en trabajos como "Poesía
española medieval y lírica sefardí: entre tradición y
poligénesis" (2000). Por si faltara poco, el sabio Claude
Levi-Strauss vino a complicar aún más las cosas al trazar,
primero, su teoría de las "estructuras del espíritu humano" y al
afirmar, a continuación, aquello de que en el universo nada hay
espontáneo o poligenético: que existen senderos por los que el
hombre se ha comunicado con otros hombres en algún momento
histórico. Y esto lo afirma ese gran antropólogo teniendo en
mente pueblos y culturas tan remotos como los
inuit
del Ártico, las tribus de la
Amazonia o los maoríes de Nueva Zelanda. Así las cosas, pocas
tareas eruditas pueden resultar tan estimulantes como la de
adentrarse, con clara conciencia y no poca valentía, por este
intrincado laberinto.
Ahora
bien, mientras en el caso de la poligénesis sólo cabe la
sospecha, la tradición -más que permite- obliga a buscar el dato
certero, a profundizar en busca de nuestras posibles raíces, en
la idea de que, como ha dicho más de un sabio (a la memoria
viene de inmediato el nombre del gran poeta británico Percy B.
Shelley y su
Hellas,
drama
lírico que vio la luz en 1822, año de su muerte), todos los
occidentales "somos griegos". Pienso, por ejemplo, en el George
Steiner de
Errata: An Examined Life
(1997), donde sitúa el inicio de su
cursus
honorum
en su primera lectura de la
Iliada,
justo al cumplir seis años [1998,
69-85]; pienso también en otro ensayo suyo recién aparecido,
The Idea of Europe
(2004), en
que este pensador cifra las señas de identidad de Occidente y de
los occidentales en una suma de Atenas (de la que Roma es la
continuación natural) y Jerusalén. La unidad de cristianismo y
cultura clásica, una verdad que nada tiene que ver con la fe del
estudioso de turno, la sostiene el propio Steiner desde la idea
de que cristianismo y socialismo utópico son productos derivados
del judaísmo (y apostillaré que no es el primero en decirlo y
que, a manera de vulgata, puede leerse en el siempre formidable
Paul Johnson [1987, 347], cuando, en torno a Marx y el marxismo,
afirma: "His Communist millennium is deeply rooted in Jewish
apocalyptic and messianism"). Steiner lleva mucho más lejos esa
afirmación y, con su estilo inteligente y provocador, concluye
que ambos, respecto del judaísmo, son "sus dos principales notas
a pie de página"
(2005, 59).
Ciertamente, tradición clásica y cristianismo son compañeros de
viaje inseparables; es más, a pesar de los continuos reparos
vertidos sobre la literatura pagana desde el seno de la Iglesia,
ésta salvó y fortaleció a aquélla. Atenas con Roma y el
cristianismo con susraíces judaicas están en la base de la tan
traída y llevada
question d'Europe
(recordemos a Jorge Luis Borges cuando afirmaba, rematando la
frase ya analizada: "Si pertenecemos a la civilización
occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas
aventuras de la sangre, somos griegos y judíos", en "Yo, judío",
artículo aparecido en 1934 en
Megáfono,
cuyas palabras han sido repetidas
por una legión de intelectuales y artistas). Lo que llama la
atención es que aún se alberguen dudas al respecto y haya que
discutir lo obvio. Un principio que tengo por inobjetable y al
que volveré al final de esta presentación puede formularse del
modo siguiente: la tradición clásica actúa a manera de faro,
vale decir, de referencia permanente en la historia del
pensamiento occidental, por encima de épocas y corrientes, por
muy transgresoras o innovadoras que se ofrezcan o se nos
antojen.
Entre
nosotros los medievalistas, no es de extrañar que, después de no
pocos tumbos y tras vacunarnos de los excesos de un apasionante
y apasionado Américo Castro en su exilio estadounidense (lejos
queda el autor de
El pensamiento de Cervantes,
de
1929, obra formidable de la que, paradójica y
significativamente, renegó en esa segunda fase de su vida
investigadora), encontremos casi siempre la clave cierta en la
literatura latina, que se proyecta pura y diáfana desde la
Antigüedad o se presenta convenientemente elaborada por los
autores mediolatinos. A este respecto, me permitiré aducir unos
cuantos casos especialmente llamativos. Por ejemplo, ha habido
que esperar largas décadas para que alguien -en concreto,
Vicente Beltrán- concluya taxativamente que los orígenes del
zéjel nunca pudieron estar en la poesía árabe y que su carácter
panrománico -indubitable a todas luces- se justifica por las
raíces de esta estrofa, que debemos perseguir necesariamente en
la baja latinidad. Del mismo modo, después de décadas de
ensimismamiento erudito y de considerar la cuaderna vía como
algo característicamente español (recordemos que, para Antonio
Machado, en el verso de Gonzalo de Berceo se mostraba diáfana el
alma de Castilla, como he recordado en mi prólogo al valioso
libro de Sanmartín Bastida), la crítica -pongo por caso a
Francisco Rico (1985) y, modestamente, a un servidor (1984 y
1988 [ver Alvar])- ha demostrado la europeidad de este metro y
su literatura, y ha perseguido sus múltiples manifestaciones por
Francia y el Norte de Italia.(4)
La razón
de que así sea, de que la geografía del tetrástico monorrimo
tenga tal amplitud, hay que buscarla en los poemarios de los
goliardos y sus coevos, al desarrollar el triscaidecasílabo
latino y otras tantas formas narrativas; del mismo modo, el
imperio absoluto del pareado narrativo en toda la Romania sólo
se entiende de tener en cuenta el éxito -previo o en paralelo-
de esta estrofa entre los poetas mediolatinos. De que no hay que
perder ese referente de vista en ningún momento es buen ejemplo
el que me brinda un filólogo de primera, Alfredo Stussi, en su
reencuentro con el manuscrito que guarda los primeros versos de
amor de la literatura italiana, perdido durante largas décadas.
Y es que al lado de su magistral análisis, en que compara este
testimonio con la lírica vernácula primitiva, echo en falta la
que entiendo es la clave primera: la poesía latina del Medievo,
que ilumina de repente el poema, al igual que le ocurriera poco
antes en España a nuestra
Razón de
amor,
puesta
ahora en relación no sólo con la goliardesca serie de la
Altercatio vini et aquae
o con la
Altercatio Phyllidis et Florae
sino también con varias de las
joyitas de los
Carmina Rivipullensia
(en el
punto de partida, un jovencísimo Mario Barra acompaña a un
siempre madrugador Rico [1982] y a Gómez Moreno [1988; ver
Alvar], aunque la mejor manera de adentrarse en el texto y sus
dificultades la ofrezca ahora la edición de Gómez Redondo).
Espero que
estos detalles se tomen como ejemplos reveladores, como pruebas
que, por vía metonímica, validan una idea general: la de que la
tradición clásica es el primero entre todos los factores que hay
que considerar al estudiar la literatura occidental en su
conjunto y la española en particular. Ese verdadero imán, ese
norte magnético arroja luz sobre la Edad Media y el Renacimiento
y está en el origen de fenómenos tan importantes como la
lay
literacy
o cultura laica, hecho éste al que
los estudiosos británicos han puesto nombre y del que nos
ocupamos apasionadamente los estudiosos del siglo XV desde hace
más de veinte años. Los clásicos y la nobleza, los clásicos y la
bibliofilia, los clásicos traducidos o romanceados son temas
primordiales cuando se trata de buscar las bases ideológicas de
la Era Moderna y se pretende dibujar un mapa de la conciencia
europea, tanto en el Viejo Continente como en la posterior
proyección de Europa por todo el mundo. De ahí en adelante, no
conviene trazar líneas infranqueables (trampas innecesarias, por
cuanto somos nosotros mismos quienes se las tienden) entre latín
y vernáculo. Malo es que el helenista o el latinista se arredren
ante textos escritos en lenguas modernas, pero peor es si cabe
que les pase otro tanto a los estudiosos de las distintas
literaturas nacionales cuando se hallan ante un latín que
permaneció perfectamente activo hasta los años del Romanticismo.
Por supuesto, la práctica desaparición de las bellas letras y la
escritura técnica y científica en latín no tuvo como correlato
la eliminación de la enseñanza del latín y, siempre en menor
medida, el griego (sobre su pujanza, véase Francisco García
Jurado).
Acabo de
referirme al inicio del siglo XIX como
terminus
ad quem
y creo proceder de forma correcta. Y
es que, en términos generales, es imposible hacerse una idea
clara del alcance del Neoclasicismo si sólo se tiene la vista
puesta en la literatura vernácula. En esa época
artístico-cultural, abundaron las ediciones de autores clásicos
y unas traducciones que en España alcanzan su cima en el
Salustio (La conjuración de Catilina
y
La
guerra de Yugurta,
en traducción de Gabriel Antonio,
hijo de Carlos III) editado en la imprenta madrileña de Joaquín
Ibarra (1772). De atender a un género concreto, el epigrama
latino, comprobamos que continuaba cultivándose en ese siglo
como en los previos; por ello, las antologías del momento, como
la de Dominico Salvagnino de 1746,
Epigrammatum selectorum libri tres, ad usum maxime scholarum,
entre otras muchas que vieron la luz
por esos años, unen los clásicos con las principales plumas del
Quattrocento y del Cinquecento (Poliziano, Bembo, Pontano,
Alciato, Sannazaro, Navagiero); a su lado, quedan otros autores
menos conocidos que permiten avanzar cronológicamente hasta bien
entrado el siglo XVII (en otras tantas antologías dieciochescas,
la selección incluye a poetas contemporáneos). Esa y otras
ediciones revelan una realidad inobjetable: la escritura
epigramática en latín seguía apasionando a esas alturas. La idea
que queda de nuevo es la de que existe un hilo conductor, un
continuum,
que, sin
fisuras, da unidad a la cultura europea -y, por ende, a la
occidental- a lo largo de los siglos.
Las señas
de identidad europeas se fundamentan sobre el principio de la
tradición clásica y han alcanzado hasta el último rincón del
orbe en distintos momentos históricos, desde el pasado lejano
hasta hoy mismo. La historia explica que el imaginario europeo
esté por doquier y que en infinitas ocasiones se perciba nítido
en Hispanoamérica o en las zonas de penetración británica; por
supuesto, es más fácil entender el hecho de que las raíces de
los Estados Unidos sean profundamente europeas y que, por eso
mismo, abunden cada vez más las voces que ponen en relación a
Roma y Norteamérica. Más allá de ciertos lugares comunes, me
interesan testimonios como el del joven historiador Tom Holland,
autor de
Rubicán.
En su
obra, Holland traza un sinfín de paralelos, en todos los
órdenes, entre la historia de Roma y el presente que nos ha
tocado vivir, con especial atención al papel que desempeñan los
Estados Unidos. De todo lo que hasta aquí se ha escrito al
respecto, lo que más me gusta lo encuentro aún -y repito la
fuente, por lo que automáticamente se me incluirá entre los
muchos forofos de este autor- en la aproximación de ese genial
halcón británico que es Paul Johnson (1997), que hurga en el
pasado europeo de Estados Unidos y ve cómo se proyectan en sus
tierras las guerras de religión o cómo calan hondo los ideales
de la
translatio imperii
y la
translatio studii,
animadas
por un providencialismo patente por doquier: desde el lema del
billete de un dólar ("In God we trust") hasta el mensaje que
subyace a la mayor parte de las grandes películas de Hollywood.
Atendamos
por un momento al europeísmo de Norteamérica. Dejados aparte los
contados testigos de época colonial, el primer gran arte
estadounidense es el neoclásico europeo, que servirá para erigir
los capitolios de cada uno de los Estados de la Unión y que hará
las delicias de unos nuevos patricios que construirán en ese
estilo sus fastuosas mansiones (como curiosidad, señalaré que en
Estados Unidos, y de rebote en Europa, asistimos a un potente
revival
de este
estilo arquitectónico, cuya plasmación suele ser por lo común de
gusto más bien dudoso). Los ritmos artísticos y culturales
europeos se perciben con nitidez en Norteamérica, que ofrece
muestras de las principales tendencias decimonónicas, con su
cierre modernista o de
Art nouveau,
y que, al
alborear el siglo XX, destaca por un excepcional
Art decá,
inserto en el conjunto de las
tendencias artísticas de vanguardia. En las décadas previas,
habrá millonarios estadounidenses que, en su voluntad de imitar
y emular la grandeza europea de otras épocas (y aquí tenemos el
viejo y seminal principio renacentista de la
imitatio
atque emulatio veterum),
vivirán
envueltos en una atmósfera en que se conjugan más o menos
armónicamente aromas de Francia, Italia o España, en sus
mansiones y en los objetos que las pueblan. A este respecto, una
visita a la ciudad de Boston resulta verdaderamente iluminadora;
en ella, el paradigma lo tenemos en Fenway Court, la casa-museo
de Elizabeth Gardner (aconsejo una visita guiada por la lectura
de María Dolores Bastida de la Calle).
Repito
que, si no fuese por la segmentación geopolítica moderna,
veríamos en los Estados Unidos una perfecta proyección europea
en todos los órdenes y desde sus orígenes. Y digo desde sus
orígenes porque Grecia y Roma son los referentes primeros, como
se percibe en continuos detalles de la arquitectura del Nordeste
(a la que se vuelve de continuo, con una curiosa expansión, esta
vez de retorno, por tierras de Europa) o en las artes
decorativas y como se desprende del afán del nuevo patriciado
estadounidense, al cambio de siglo, por hacerse con cuadros de
Sir Lawrance Alma-Tadema, cuyas escenas de la vida cotidiana en
Grecia o Roma acabarían decorando algunas de las principales
mansiones e influirían, tiempo después, en películas como
Quo
vadis?
o
Ben-Hur
(véase, por ejemplo, Russell Ash).
La
tradición clásica explica los mejores y los peores momentos en
la historia de Europa: sus sueños y sus pesadillas. Sirve para
entender el ideal de una gran Italia que va del Mundo Antiguo a
Petrarca; de éste a Garibaldi y, por fin, al Nuevo Orden de
Mussolini. El imaginario clásico está en Hitler y en un
nacionalsocialismo que perseguía parte de sus ideales y de su
imaginario en Grecia y en Roma (y salto por encima del Segundo
Reich y Guillermo I de Prusia). Aunque nunca llegó a descubrir
enteramente sus planes y no sabemos qué destino tenía preparado
para los países mediterráneos, está claro que el referente
primero de Hitler estaba en la Grecia Clásica, en términos de
raza, cultura y arte, si bien es cierto que, con ello no hacía
más que abundar en unos ideales que le sobrevivieron. A ese
respecto, Hitler no era en absoluto original: esa creencia venía
de lejos, pero se había potenciado durante los años del
Romanticismo;5 además, continuó activa tras la hecatombe del
Tercer Reich, influida por el poderoso aroma del
Gymnasium.
Todavía, de hecho, en la
Historia de la Literatura Romana
de Ernst
Bickel se leen páginas que no dejan de producir sorpresa por ese
tufillo romántico que poco antes había engendrado terribles
monstruos. Pienso, por ejemplo, en el epígrafe del capítulo II:
"Afinidad electiva entre el espíritu artístico de los griegos y
de los alemanes". Como muestra adicional, basta una breve cita
para mostrar esa sempiterna obsesión alemana por Grecia y Roma
en clave del
Volksgeist
hegeliano
y romántico: "Al comparar el espíritu artístico ático-helénico y
romano-itálico se robustece nuestra sensación de que
precisamente aquellos tres signos distintivos del gran arte
literario griego son también rasgos distintivos del alma
alemana" (68-69).
El otro
referente inevitable, hipertrofiado en Hitler, era, en efecto,
Roma: por su organización jurídica y militar, que permitió la
expansión del Imperio por Europa y el Mediterráneo; por su
organización laboral, basada en el sistema esclavista (no otra
era la pretensión nazi respecto de los
Sclavi
o pueblos eslavos); y hasta por sus
ideales estéticos, que la nueva Alemania tuvo presente a cada
paso, como se desprende de sus artes plásticas, de las paradas
militares hitlerianas y hasta del diseño de unos edificios que,
en el ocaso del nuevo orden, darían en unas estudiadas ruinas.
Mucho después de la caída de este imperio, el espectador
-pensaba Hitler- quedaría extasiado al contemplar la grandeza de
su civilización; de su boca, saldrían frases admirativas del
mismo tenor que las dedicadas a Roma tras venirle su gran
decadencia:
Quanta Roma fuit ipsa ruina docet.
Así se expresaban los
Mirabilia
Urbis Romae
o ciertos célebres versos de
Hildeberto de Tours o Lavardin (ca. 1056-1133) ante los
vetera vestigia
de la Ciudad Eterna. Aunque todo
este imaginario aparece nítido en el arte nacionalsocialista,
Rosa Sala Rose (2003)ha hecho una labor formidable al reunir,
entre otros muchos materiales, aquellos símbolos nazis,
hiperabundantes de veras, que remiten al universo de referencia
que aquí importa.
El celo
que ponían los ideólogos del régimen nazi contaba con un doble
refuerzo artístico-ideológico: parte del soporte se lo daban los
humanistas italianos y europeos, en su estudio aplicado de las
ruinas clásicas, a la manera de Leon Battista Alberti, Flavio
Biondo o Andrea Mantegna; en segundo término, y de modo más
directo, influían los gustos románticos y tardorrománticos, con
esas ruinas que colman sus artes plásticas, en Alemania y
Europa, y que seguían presentes en el arte academicista que
cultivaba ese pintor mediocre que era Hitler. Pero no nos
llamemos a engaño: en su apuesta por unas raíces artísticas
griegas y romanas, clásicas en definitiva, la Alemania
hitleriana no estaba haciendo nada radicalmente distinto de lo
que acontecía en el resto de Europa por esos mismos años. Como
muestra, me permitiré incorporar un excurso que no es sino la
adaptación para la presente circunstancia de un trabajo reciente
(2001). En ese lugar, incido en el hecho de que, tras un siglo
XIX clasicista y academicista, la revolución de las Vanguardias
dejó muchos cadáveres estéticos, pero no se atrevió a tocar
-mejor dicho, sí lo hizo, pero para sublimarlos- los fundamentos
clásicos, que constituyen la clave de todo el arte occidental,
desde el Mundo Antiguo para acá.
El
clasicismo del
Art déco
es
una especie de neoclasicismo vanguardista en que se atiende más
a los modelos griegos que a los romanos: se caracteriza por las
líneas puras y el gusto por la simetría, con torres rematadas
por figuras de Apolo, de Mercurio y, sobre todo, de Atenea, la
misma diosa que se cuela por doquier en los logotipos y en los
carteles de época. Sólo a la luz del mito clásico (del griego
muy en particular) se entienden las tendencias artísticas de
Europa entre los años veinte y treinta: no sólo en la Italia de
Mussolini, la Alemania de Hitler o la Rusia del primer Stalin
sino también en el resto de Europa. Para quien se adentra en ese
complejo universo ideológico, los hoplitas del
nacionalsocialismo no resultan figuras aisladas, ya que tienen
correspondencias por doquier; del mismo modo, el culto al
cuerpo, plasmado en las teorías higienistas de esos años,
encontraría eco a ambos extremos del espectro ideológico para
alcanzar al ideario de pensadores y artistas de tendencias
opuestas, como -y pongo dos ejemplos femeninos rotundos- la Leni
Riefenstahl que filmó las Olimpiadas de Berlín de 1936 o esa
fascinante figura que es la española Margarita Nelken.(5)
El mundo de la publicidad, de los carteles comerciales o
políticos, de los años veinte y treinta es también una verdadera
mina cuando se llevan a cabo prospecciones de esta índole (caso
llamativo es el Federico Comps Sellés, muerto al estallar la
Guerra Civil con tan sólo 21 años, tras caer prisionero de los
militares sublevados, que estaban al tanto de su militancia
anarquista; de este genial ilustrador zaragozano, hay tres
magníficos originales de inspiración clasicista en la siempre
sorprendente colección de mi hermano Félix).
En ningún
caso confundamos los términos: el clasicismo vanguardista
coincide con el nacimiento de algunas de las corrientes
ideológicas más despreciadas de toda la historia; no obstante,
ese arte no debe entenderse como un fruto directo del fascismo,
del nacionalsocialismo o del estalinismo. Las Vanguardias dieron
la puntilla a muchas de las obsesiones artísticas del
Romanticismo, perfectamente activas al inicio del siglo XX
gracias al
Art Nouveau
internacional y al Modernismo español e hispanoamericano. Me
refiero al medievalismo, al orientalismo y a un realismo
retrospectivo (la pintura de historia) de signo claramente
academicista; de esa labor de acoso y derribo, tan sólo se salvó
-y no sólo eso, sino que se vio potenciado o sublimado- un mundo
clásico más presente que nunca. Como digo, conviene liberarse,
de esa falsa opinión, que asocia ese resurgimiento de Grecia y
Roma con los totalitarismos del siglo XX. ¿Necesitamos algún
ejemplo?
De
ser así, me bastaría el de ese genio de la arquitectura española
que fue Secundino Zuazo, a quien se debe la amable arquitectura
con regusto regional de la Casa de las Flores en Madrid o la
Casa-Museo de Victorio Macho en Toledo (sobre la literaria Roca
Tarpeya), mientras en paralelo acometía el proyecto, en 1932, de
un edificio marcadamente clasicista (y con mucho, además, de
escurialense), los Nuevos Ministerios de Madrid, por encargo de
su amigo el político socialista Indalecio Prieto. No estamos,
por lo tanto (frente a lo que muchos, poco advertidos, creen),
ante una muestra más de la estética franquista, que apelaría a
los modelos clásicos en el Valle de los Caídos o en el Arco de
la Victoria.(6)
Éste era, lo repito, el signo de los tiempos, el común
denominador de una tradición clásica que ya había marcado las
revistas de las Vanguardias, como puede verse en sus simples
títulos:
Apolo, Atenea, Castalia, Centauro,
Diana, Prometeo, Themis
o bien
Ulises
(todos estos materiales, y otros
muchos del mayor interés para la ocasión, se reúnen en el
espléndido
Diccionario
de Juan
Manuel Bonet, aunque mi discípulo Andrés Ortega trabaja en la
actualidad sobre el asunto, en una tesis doctoral que codirijo
con Vicente Cristóbal). Por supuesto, en ningún caso se me
escapa que el grado de contacto entre el mundo clásico y los
intelectuales y artistas de esta época varía en cada caso, pues
mientras hay quien muestra haberse empapado en cultura clásica,
no faltan, sino al contrario, aquellos otros que llegaron a ese
universo estético por puro apego a la moda.
Si las
Vanguardias, con su voluntad renovadora, potenciaron muchos de
los elementos de la tradición clásica, el posmodernismo de los
años ochenta, que alcanza hasta nuestros días, no ha hecho sino
volver a ellos para capturar algunas de sus principales
aportaciones: por una parte, el minimalismo del arte de Extremo
Oriente (con su quintaesencia en el
haiku
poético y el
hiragana
caligráfico); por otra, las líneas
purísimas del particular clasicismo vanguardista, en función de
intermediario, del mismo modo que la letra carolina hizo de
intermediaria de la humanística en la recuperación de la
escritura de los antiguos romanos. Cierto es, la estética
moderna se apoya, y resulta obvio en la arquitectura y en las
artes decorativas, en un tamizado
Art Déco
que cuenta con referentes españoles
tan estupendos como el genial arquitecto Luis Gutiérrez Soto, no
tanto cuando levantaba casas de vecinos, que también, como
cuando construía piscinas, cines y gasolineras. Ahora bien, los
modelos inmediatos no pesan tanto como los de una tradición
clásica que nos rebota desde el Nuevo Mundo. Me refiero a lo
mucho que la posmodernidad artística y cultural le debe a Nueva
York, y, en los ejemplos precisos que acabo de poner, al Miami
de los tonos pastel, y a la desnudez y linealidad del Hollywood
de los años veinte y treinta.
He obviado
un dato que ya es moneda de uso común entre los especialistas en
cultura clásica: la pasión por Oriente, que no sólo hizo las
veces de transmisor, vale decir, que no sirvió simplemente como
eslabón en la larga cadena de la tradición clásica durante los
siglos medios. Oriente es referencia primaria en la propia
cultura griega desde mucho antes de la empresa de Alejandro
Magno. Oriente está también en los basamentos más profundos de
Roma; por ello, percibimos nítida su impronta en la cultura
etrusca, como comprueba de inmediato el visitante del Museo
Nazionale Etrusco de Villa Giulia. En pleno Imperio, la moda
egipcia calaría hondo y llenaría Roma de obeliscos y hasta
animaría al tribuno Gayo Cestio a erigir un monumento funerario,
a manera de pirámide, allá por el año 12 a. C. (situada en uno
de los puntos neurálgicos de Roma, el turista se da de bruces
con ella a la entrada del Trastevere). ¿Cómo puede extrañar que
Egipto rebrotase en el ideario renacentista? Grecia, Roma y
Egipto van así juntas de la mano en la
Hypnerotomachia
Poliphilii,
obra de Francesco Colonna que salía
de las prensas venecianas de Aldo Manuzio el Viejo en 1499.
Desde ahí, podríamos saltar a Napoleón y hasta acercarnos a
nuestros propios días. Tengo para mí, no obstante, que basta con
el recorrido que me he trazado y aquí concluye (de desear una
mayor profundización en esta última materia, habría que comenzar
por el mítico libro de Edward Said).
Con esta
prospección, que ha pasado rauda por encima de siglos y códigos
artísticos, no sólo defiendo la idea de que el medievalista debe
empaparse en literatura clásica o que ha de cultivar el latín
tanto como el romance (y, por desgracia, no resulta ocioso un
recordatorio como éste, dada la formación que hoy reciben los
estudiantes aficionados al Medievo a ambas orillas del
Atlántico). He ido ciertamente más lejos, al afirmar que los
clásicos brindan el primer referente cultural y estético de
Occidente antes y después del Medievo, siglo tras siglo e
incluso en los momentos de mayor rebeldía artística, hasta
alcanzar a nuestros propios días. Esta idea, a modo de tirón de
oreja, la han venido defendiendo mucho más lúcida y sesudamente
grandes maestros como Harold Bloom, Allan Bloom o Italo Calvino.
Autor de reseñas periodísticas a algunos de los libros de tan
ilustre tríada, mi compañero Carlos García Gual ha dicho con
toda razón:
Los
autores clásicos antiguos, griegos y romanos, son los que más
siglos han resistido los vaivenes de acompasar el canon en la
marejada literaria de las corrientes estéticas de todos los
tiempos, sujetos también ellos a modas y variaciones, de acuerdo
con el fervor de un público que los sostiene o los arrumba. Eso
no quiere decir que la valoración de sus méritos no resulte de
pautas más amplias que las meramente subjetivas. Los clásicos
son, como escribió Schopenhauer, "la literatura permanente",die
bleibende Literatur,
que está en la base de la permanente
revolución cultural.
(216)
Entiéndanse el ensayo que aquí concluyo como el modesto
recordatorio de una voz menor que, junto a tanto gran maestro,
abunda en la idea de que hemos errado la senda durante demasiado
tiempo; que debemos retomar con decisión el camino de nuestros
mayores, que nunca anduvieron equivocados al imponer el estudio
obligatorio del latín durante al menos dos cursos antes de
cumplir los catorce años. La presente, de hecho, es la primera
generación de estudiantes que, en Europa y Norteamérica, está
creciendo ajena a ese revulsivo cultural de primer orden que es
el estudio directo del latín. Rehagamos nuestra historia
cultural con una vuelta, decidida y libre de complejos (pienso
en ese fantasma del eurocentrismo que nunca he alcanzado a ver),
a los clásicos; continuemos recuperando la literatura latina y
estudiándola a la par con los escritos vernáculos de su misma
época; y no perdamos de vista el hecho de que Occidente entero,
del Medievo para acá, y de forma directa o indirecta, ha bebido
de ese formidable venero sin temor a saciarse.(7)
NOTAS
2 De este esfuerzo, dejamos constancia
Antonio Cortijo y un servidor en la transcripción que ambos
hicimos para ADMYTE (1992).
3 Mi discípula
Lucía Díaz Marroquín viene ocupándose de Caramuel y atiende, en
particular, a la vertiente retórica de su prolífica obra
4 Delante de todos los demás recordatorios
del carácter paneuropeo y latino del tetrástico debe ponerse el
de Avalle d'Arco (1962); como corolario, hay que esperar a que
mi discípula Elena González-Blanco García concluya su exhaustivo
rastreo sobre esta estrofa en la Europa medieval.
5 Así ocurrió también en el cambio de
siglo. Reparemos, al respecto, en que la magna revolución
estética de Gustav Klimt y la Secession vienesa pasó,
inicialmente, por un retorno a los patrones clásicos, más en
concreto a los helénicos.
6 A este importante dato atiende en
especial Paul Preston en su reciente semblanza, de significativo
título: "Margarita Nelken: amor a los humildes y a la belleza".
7 Por cierto, en arquitectura se percibe no
menos claramente el importante papel que desempeñan los
intermediarios, como el Monasterio de El Escorial en este caso,
pues al elevarse a la categoría de referente inmediato hermana
al artista bilbaíno con otros de signo ideológico contrario al
menos en apariencia. Estoy pensando, concretamente, en Luis
Gutiérrez Soto, a quien se aludirá de inmediato, al proyectar el
edificio del Ejército del Aire en Moncloa, que sólo se entiende
de apelar a las siluetas del Alcázar de Toledo y el edificio
herreriano.
8 La reivindicación del mundo clásico desde
el presente la están llevando también a cabo los helenistas,
como Víctor Davis Hanson, que ha vuelto sobre el asunto junto a
J. Heath & B. S. Thornton. Sobre la actualidad del mundo clásico
y la presencia del latín en el currículo escolar de las
distintas naciones europeas versa el volumen de actas editado
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