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Los testimonios escritos que alberga cualquier cenobio y los monumentos que lo conforman son el claro referente de lo que fué su vida interior y el marco de sus relaciones exteriores y, por supuesto, evidencian la huella de sus éxitos y de sus fracasos. En ese sentido, el extraordinario desarrollo dominical del monasterio riojano de San Millán de la Cogolla durante la Plena Edad Media generó un fondo documental de primera magnitud, que acabó dispersándose como consecuencia de la desamortización del siglo XIX entre los archivos Histórico Nacional de Madrid y el del propio monasterio, sin olvidar los innumerables documentos escritos que pasaron a manos particulares. De aquella primera etapa de gran importancia religiosa y de un imparable crecimiento económico, nos centraremos en este momento en el análisis del cambio de signo económico que se experimentó en el centro emilianense a finales del siglo XII, y lo haremos a partir del estudio exclusivo de las cartas que fueron generadas por la propia abadía, para conocer de primera mano cómo fue el siglo XIII emilianense y cómo lo vieron y vivieron los monjes que componían aquella comunidad monástica. A lo largo de las siguientes páginas nos centraremos exclusivamente en aquellos textos que reflejan directamente los hechos jurídicos y administrativos que atañen a la vida monástica y a las poblaciones del valle del río Cárdenas o "Valle de San Millán", a saber: Santurde, Barrionuevo, Berceo, Madriz, Estollo, Badarán, etc. Ahora bien, una investigación de naturaleza específicamente histórica debería atender inexcusablemente a la totalidad de los fondos emilianenses dispersos por los diferentes archivos, sin considerar aspectos como el centro emisor de los documentos. Por ello, no se persigue un estudio definitivo del proceso histórico vivido por el monasterio emilianense entre los años 1200 y 1300, sino exclusivamente un acercamiento de carácter global a su pasado mediante la formulación de unas sencillas consideraciones en torno al contenido de las fuentes eminentemente emilianenses del siglo XIII[1]. Son muchos los factores por analizar para comprender el desarrollo histórico que siguió el monasterio de San Millán de la Cogolla durante el siglo XIII. De entre ellos es necesario aludir, en primer lugar, a su situación económica. Lejos queda el esplendor monacal de los siglos anteriores, sustituido, ya desde la segunda mitad de la duodécima centuria, por los primeros signos de crisis. Este periodo de estancamiento económico alcanza en las últimas décadas del siglo siguiente su mayor incidencia, con signos evidentes de un retroceso generalizado. De análoga entidad, y directamente relacionada con el devenir del dominio monástico, resulta la separación de bienes del centro religioso en dos mesas o tablas, es decir, el reparto de la propiedad de la hacienda monástica, y su reorganización administrativa, que asumen los distintos oficiales del monasterio. Estos factores económicos e institucionales repercuten decisivamente, tal como era de esperar, en el desarrollo espiritual de la familia monástica y en el proceso cultural vivido por sus miembros. Tampoco van a ser ajenos en las relaciones exteriores planteadas con otros señoríos, religiosos o laicos, y con los concejos. En efecto, todas estas cuestiones configuran una visión precisa del monasterio de San Millán en el siglo XIII, de los problemas con que se enfrentaron diariamente sus miembros y de las soluciones que aportaron. San Millán, a partir de 1163, año en que el obispo de Calahorra cede al monasterio las tercias de una serie de iglesias diocesanas de él dependientes, hasta 1226, en que surge nuevamente el conflicto de jurisdicciones con los obispados próximos, vive un "período de optimismo", circunstancia que se constata en un engrandecimiento de su patrimonio. Ahora bien, hay que advertir que, simultáneamente a este factor de prosperidad, los monjes reorganizan el señorío a fin de obtener de él la mayor rentabilidad posible. En un primer análisis, ambos hechos -crecimiento dominical y redondeamiento de las haciendas- pueden estimarse simultáneos, sin embargo tampoco es difícil ver en ellos un carácter sucesivo, siendo el año 1200, más o menos, el que señalaría el paso de una a otra actitud[2]. Esta situación provoca el abandono paulatino de las posesiones más alejadas del territorio riojano, mientras que aquí se amplía su patrimonio, en especial en las proximidades de la abadía, mediante los sistemas clásicos de compraventas e intercambios. En el primer cuarto del siglo XIII la reserva monasterial experimenta un destacado engrandecimiento mediante la compra de tierras. Concretamente, entre 1220 y 1222, San Millán escritura 43 operaciones de adquisición de bienes -cantidad, sin duda, muy superior a la que se registra en el resto de la centuria, en el que apenas hay ejemplos comprobados-. Estas compras las salda, casi sin excepción, mediante el pago en metálico. Los contratos, generalmente suscritos por el abad durante los siglos XI y XII, aparecen en este caso encabezados por el camarero del monasterio, Don Pedro, oficio que, al igual que otros que se verán más adelante, irá adquiriendo un progresivo afianzamiento durante el siglo XIII. A través de esta gestión adquisitiva la política monacal aspira a la concentración y redondeo de posesiones y, sobre todo, a participar en los beneficios de un proceso de explotación del territorio, centrado en este momento en los lugares de Badarán y Roxo. Estas operaciones de compra se realizan con los pequeños propietarios rurales, por lo común a título individual, encabezados frecuentemente unas veces por mujeres y otras por niños. Sin embargo, las cartas de enajenación, como es habitual, no expresan los motivos que les llevan a desprenderse de sus propiedades. La actuación adquisitiva del monasterio se centra sobre todo en la compra de tierras dedicadas al cereal (47 unidades) y a la viña (33 casos). Pero este último cultivo se encontraba en retroceso sensible ya desde el último tercio del siglo XII, quizás como consecuencia de la necesidad de reservar el terreno para siembra de cereales con que alimentar el creciente número de pobladores. Esta política monástica de adquisición de tierras, además de ser, como ya se ha visto, un método de ampliación territorial en el marco de un área restringida, cercana al monasterio y de administración más sencilla, va a favorecer la apropiación de otras parcelas apetecidas por San Millán, que pasan a formar parte de su patrimonio mediante el intercambio con propietarios particulares de los bienes recién comprados. Los precios que llegan a alcanzar las viñas (17 maravedíes) son, con diferencia, muy superiores a los abonados por la compra de tierras (9 maravedíes), pero los valores medios son similares en ambos casos. Las tierras adquiridas por San Millán se ubican en la cuenca del río Cárdenas, afluente del Najerilla, en torno a la localidad de Berceo, en las proximidades del propio monasterio y, especialmente, en Badarán. Esta última localidad, en pleno proceso de expansión[3], presenta un término municipal dividido en distritos territoriales perfectamente diferenciados en función del aprovechamiento agrario. En efecto, mientras se adquieren varias decenas de plantaciones de viña en Pago de Badarán, centro económico de dedicación vitícola del área circundante, en Roxo, zona cerealista, son otras tantas parcelas de sembradura las que pasan a pertenecer al dominio monástico. Unas y otras lindan con explotaciones de la misma especie, en buena parte propiedad a su vez de San Millán, lo que favorece, claro está, su administración y cultivo. De otro lado, los vendedores, probables cultivadores de estas tierras hasta el momento de la firma del contrato, debían trasladarse a las unidades de explotación desde sus residencias, casi siempre ubicadas en otros núcleos de población (Cordovín, Terrero, Villa Olquit, Villagonzalo, etc.), con el objeto de llevar a cabo las labores propias de cada época. Llama la atención a este respecto el hecho de que más de la mitad de los personajes que citan las cartas llevan en sus formas antroponímicas el nombre de su lugar de procedencia. Frente a la gestión adquisitiva llevada a cabo por los monjes en el primer cuarto del siglo XIII, en el resto de la centuria la comunidad emilianense efectúa algunas compras aisladas, de cualquier modo muy escasas, que no responden a ninguna política económica sino, decididamente, a coyunturas circunstanciales. A partir de 1230 el monasterio de San Millán adopta una política de clara defensa de su patrimonio, que se extenderá hasta bien mediado el siglo. En el origen de esta nueva actitud se encuentra, en primer lugar, el nuevo enfrentamiento con el obispado de Calahorra a propósito de las tercias episcopales de algunas iglesias dependientes de San Millán, que finalizará en 1246[4] cuando los jueces delegados pronuncien sentencia favorable al cenobio emilianense y, más tarde, en 1259, en el momento en que el papa Alejandro IV reciba al monasterio bajo la protección de la Silla Apostólica[5]. A este elemento distorsionador hay que añadir, asimismo, el número, cada vez menor, de donaciones entregadas por particulares a San Millán y la emigración hacia el Sur de parte de la población riojana ante la llamada de Fernando III a la reconquista y repoblación de Andalucía[6]. San Millán de la Cogolla no supo adaptarse a la nueva situación ni a las nuevas necesidades socioeconómicas, aunque, cierto es, intentó concentrar su patrimonio mediante el cambio de posesiones y procuró la sustitución de prestaciones personales por censos, medidas ambas que no contribuyeron a paliar la crisis estructural en que se encontraba inmerso el monasterio. Como es bien conocido, mediante las operaciones de intercambio los señoríos pretendían concentrar las propiedades monásticas y mejorar su explotación. Sin embargo, el número de ejemplos recogidos en la documentación emilianense, muy reducido, su contenido contractual -los bienes entregados y los recibidos-, casi idéntico, y la falta de una descripción cualitativa más esclarecedora de los bienes en canje, son factores que nos llevan a pensar que los cambios no supusieron un incremento patrimonial considerable y que no se abandonaron las parcelas más lejanas al centro de explotación en favor de otras próximas al mismo. No obstante, es razonable pensar que los cambios acordados con otros monasterios o con particulares tuvieron que entrañar una variación cualitativa en su patrimonio o, tal vez, una aproximación a antiguas heredades monásticas, pero nunca un acercamiento a la Casa Madre emilianense. Otra medida de actuación de los monjes de San Millán va a ser el contrato de cesión de bienes a particulares a cambio de unos pagos y servicios, sistema cómodo que permitía mantener el control de los inmuebles cedidos. Su aplicación, que consta ya desde finales del siglo XII, aunque su volumen cuantitativo es muy escaso durante el XIII, tiende a reducir la superficie de explotación directa del patrimonio dominical. El abad, con otorgamiento de nuestro conuiento (1240, 48), o por ruego de [...] nuestro monge e nuestro sacristano (1284, 65), cede a particulares, de por vida o para siempre, algunas casas, herrenes y solares, a excepción de la curam animarum e toda la derechura que pertenece al espirital, que es competencia del abad (1240, 48). San Millán recibe como pago de los bienes arrendados una cantidad anual de dinero y otra en especies. Ambas presentan un monto aparentemente inamovible: la primera derivada de la devaluación de la moneda y del aumento de la producción; por su parte, la entrega de especies, cifrada en cantidades fijas y no en volúmenes proporcionales a la cosecha, asegura una parte de los productos necesarios al consumo de la comunidad y refleja, frente a la obtención de rentas en dinero, el carácter defensivo adoptado por el monasterio, orientado en exclusiva a alimentar a la gran familia monástica. Los censos en dinero van destinados, aunque no en su totalidad, al abad (1240, 48; 1284, 65). Por su parte, los distintos oficios monasteriales reciben generalmente productos de la tierra (pan y vino), pescado, pimienta y aguasal (1240, 48; 1253, 54), que se computan mediante la fanega y el almud rendero, en el caso del pan, y las cocas najerinas, para el vino. Además de estas retribuciones, los contratos formulan otros requisitos: unas veces, piadosos (e que sean cantadas las ecclesias de todas horas tot siempre e allumnadas, 1240, 48); y otras, materiales (e si las casas o las ecclesias cayeren o alguna cosa dellas, que las fagades e que las mantengades, ídem). Los problemas económicos que soporta San Millán durante la primera mitad del siglo XIII se agravan sustancialmente en las décadas siguientes. La crisis arrastra a su paso a todos los miembros de la comunidad y sus consecuencias se muestran claras en nuestra documentación. Así, se produce un fuerte distanciamiento entre el abad y los monjes y entre los propios miembros del convento; se generan pleitos entre San Millán y las instituciones y particulares de los alrededores, etc., mientras que los poderes papal y real se van alejando asimismo de la defensa de los intereses de la Cogolla. Estos hechos, a los que hay que añadir los agravios que sufrieron constantemente los centros monásticos desde otros señoríos, llevarán al emilianense a buscar protección, en primer lugar, en los monasterios más allegados y, posteriormente, en el procedimiento de la encomienda. Hacia mediados del siglo XIII la comunidad monasterial estaba formada por el abad (en cuya persona se centraba la dirección espiritual y el poder administrativo), el prior mayor, el suprior, el prepósito, el camarero, el cillerero, el hospitalero, el sacristán, el capellán del abad y un número indeterminado de monjes, pero desconocemos si en estos momentos administraban en común sus bienes. En general, la situación de pobreza, cada vez mayor, en que se veían insertas las abadías hispanas, junto a la progresiva autonomía del abad como administrador de los bienes y su constante alejamiento de la comunidad, son hechos que pudieron favorecer la separación de la hacienda monástica entre la mesa abacial y la conventual[7]. En otras palabras, estos factores impulsan a los monjes a intervenir en la gestión y dirección de los asuntos económicos, favoreciendo, por supuesto, la tendencia a la mutua autonomía económica que llevaba consigo la separación de bienes. La finalidad última de esta división era proporcionar a los monjes la comida que prescribían la Regla y la costumbre y facilitarles el ejercicio de la oración con la seguridad de que habían de estar bien atendidos. En fin, este sistema tenía como objeto facilitar la administración de los diferentes bienes, a la vez que pacificar las de por sí tensas relaciones entre el abad y el convento. Esta ruptura se produce en pleno proceso de señorialización del abad, que goza de los servicios, entre otras personas, de un capellán, un escudero,vasallos[8a] y omnes, todos ellos bajo su autoridad (1237, 47; 1221,12; 1240,48). Ahora bien, no debemos olvidar la siguiente formulación: mientras que la comunidad constituía el sustento importante de su prestigio, y por eso el abad se preocupa de mantener la obediencia de los monjes, los monjes procuraban no perder la dirección de un superior. Como era fácil de prever, estas circunstancias acabarán provocando una relajación en su marco de relaciones. Efectivamente, la división en dos mesas llegó a consumarse y no resultó en general pacífica. Los testimonios escritos recogen términos alusivos a estas disputas, en especial en el último cuarto del siglo XIII, y remiten a saqueos cometidos por el abad contra los bienes del convento (1274, 62). Estos atropellos fueron frecuentes[8], según se desprende de las medidas tomadas por el propio abad emilianense, encaminadas a encontrar una salida práctica a este gran problema. De tal modo que, en el momento de firmar una carta de hermandad, por ejemplo, con el monasterio burgalés de Oña, los responsables de ambos centros religiosos determinan que, en caso de pleito entre el abad y los monjes de uno de los dos centros, será la comunidad del otro monasterio (y en algunas ocasiones, las dos) la encargada de buscar una solución al problema: que ningún monge non sea echado de su monasterio sin juyçio de amos los abbades e de amos los cabildos[9]. Igualmente, no son inhabituales los enfrentamientos entre los propios miembros de la congregación, lo que origina grand escándalo e grand contienda entre si (1274, 62). Este ambiente adverso produce un clima de inseguridad dentro del monasterio, que promueve el abandono del centro de algunos monjes sin liqenqia. Para amortiguar los efectos de esta marcha, se establecen medidas: los religiosos de Oña deberán acoger a los de San Millán, y viceversa, de tal modo quel den y todas las cosas que ouiere menester, assi commo a uno de los otros monges que y fueren, tan bien del vestiario commo el coro e el riffitorio, saluo en cabillo que non y vaya, sinon quando fuere llamado[10] La división de las tablas se realizaría, lógicamente, por un convenio entre los monjes y el abad, con la intervención del obispo diocesano, garante de su cumplimiento. Aunque la mayor parte de la información registrada en la documentación emilianense alude a la tabla conventual -unas veces mediante indicaciones directas, otras a través de referencias al patrimonio de los monjes en contraposición al del propio del abad-, son muy escasas las noticias sobre la tabla abacial, de tal manera que la mayor parte de los testimonios nos hablan a lo sumo de la figura del superior monástico. Al igual que sucede en otros centros religiosos, el abad es el responsable único de mantener las normas de tipo espiritual en el monasterio. Además, en la administración de la hacienda dominical aparece representando normalmente los intereses monásticos -asiste a pleitos como arbitro, hace de cabezalero y se ocupa de gestionar una gran parte de las transacciones que lleva a cabo San Millán-, pero siempre actúa con otorgamiento de nuestro conuiento. Sin embargo, esta aparente permisividad no impide que una gran parte de los bienes enajenados en las diferentes operaciones en que interviene directamente le pertenezcan (1240, 48; 1241, 49), así como otros situados dentro del dominio emilianense (1289, 69). Las donaciones, tanto procedentes de particulares como de los monarcas, disminuyen espectacularmente a lo largo del siglo XIII. Incluso las escasas que se constatan fueron ejecutadas casi siempre por personajes pertenecientes al propio cbntro benedictino, generalmente el abad (1241, 49,1268, 59) y aisladamente el prior (1241,50), y recaen, a partir de mediados de siglo, en el convento de San Millán, en los distintos oficios que gestionan su patrimonio, esto es, la enfermería, el hospital o la sacristanía, y en sus administradores. Cabe pensar que eran muchas las razones que llevaban al abad a entregar una parte de los bienes de su tabla al convento. Entre otras, insistimos, la comunidad constituiría el mejor sustento de su prestigio, y por eso no es de extrañar que se preocupase de la obediencia y respeto de los monjes. Sin embargo, la causa más reiterada en los textos es la situación verdaderamente dramática por la que estaba pasando el convento emilianense. Esta circunstancia es, principalmente, la que fuerza al abad a entregar una parte de su hacienda a los necesitados: ante tal pobreza, es mi entenqion sana e la noluntad bona de annader algo a los sennores que son dichos el conuento de Sant Millan, porque ellos ayan mas algo pora la tabla del su común e que son ayudados en tal razón por el seruicio que lis yo fere (1280, 63). En cualquier caso, estas demostraciones de benevolencia no atenúan los conflictos surgidos entre los monjes y el abad, y que ocasionalmente harían obligada la intervención de una autoridad externa para resolver las desavenencias. Pues bien, junto a las razones expuestas, no debemos obviar otra que resulta singular: el abad no dona por pura benevolencia, sino que impone condiciones, aunque estas puedan conceptuarse como piadosas; así, de paso, satisface las exigencias de los cuerpos mal alimentados y vestidos a cambio de oraciones y sufragios (1285, 66; 1289, 70). Como se mencionó más arriba, son más frecuentes las noticias referentes a la tabla conventual, que en su totalidad evidencian una situación de ruina generalizada: el conuento de Sant Millan auien mucho lazerio e mucha mengua por las cosas que auien menester pora la su tabla (1280, 63). Al frente de los intereses generales de los monjes parece situarse el prior, aunque la comunidad en absoluto resulta uniforme. En efecto, la administración y propiedad de los bienes patrimoniales se reparte entre varios oficiales, que los explotan bajo la dirección atenta de ese superior. Esto es, se constituirían unidades consagradas al sustento material de los monjes. Sin embargo, más difícil es concluir si se dio una coincidencia total entre el conjunto de los oficios y la parte del dominio consagrado a la comunidad -por oposición al abad-, en cuyo caso podríamos hablar de la comunidad bajo el poder del prior en oposición a la autoridad del abad. En cualquier caso, los oficios monásticos aparecen con frecuencia en los contratos de enajenación de bienes. Su actuación garantiza al convento los productos básicos, sobre todo vino y cereales, fundamentales en la alimentación de los monjes. Estas necesidades primarias eran responsabilidad directa del celleruelo o mayordomo, encargado de ayudar desde la mardomia o mayordomía del convento al prior en aspectos relativos a la intendencia diaria y procuraba que la cocina pudiera satisfacer las necesidades cotidianas de la familia monástica (1289, 69). La documentación concede una mayor atención a otra necesidad primaria, el vestuario, que siempre se presenta vinculado a una figura de primer orden en San Millán durante todo el siglo XIII, el camarero, encargado, entre otras funciones, de administrar y vigilar la cámara, es decir, el tesoro del monasterio (1274, 62). Consta que el camarero era colocado al frente de la cámara por el abad. Desde ella, ya en la primera mitad de siglo, en especial durante los años 1220 y 1222, el camarero don Pedro desarrolla una intensa actividad de compraventa de tierras en favor de San Millán. Para llevar a cabo su labor cuenta con uno o varios escuderos a su servicio, criados jóvenes, como evidencia la utilización del vocablo rapaz para designarles (1221, 38). Pero a partir de mediados del siglo XIII, el camarero se encarga de proveer de ropa a los monjes del convento, generalmente recaudando rentas, que en parte destina a ese fin (1274, 62). Sabemos que las prendas de abrigo se elaborarían en su mayor parte en el mismo monasterio. Así, la piel, traje de encima, se hacía con la participación de expertos pellejeros[11], y las sayas anchas -prendas más o menos largas, ablusadas, lo que permitía levantar una de sus puntas y sujetarla con el cinturón-, con la colaboración del alfayate (1269, 60). Otras ropas se adquirirían fuera, para lo que era preciso utilizar dinero. No obstante, la falta de rentas lleva al abad a tomar medidas alternativas, como determinar que las pieles viejas, que se devolvían a la cámara, continuaran en manos de los monjes para un mejor reaprovechamiento (1274, 62). Con el fin de garantizar el mantenimiento del vestuario, además de la buena administración del camarero -que estaba obligado a informar al convento de la situación de la cámara tres veces al año: la una uez [por] la Sant Johan e la otra por la Sant Martin e la otra por la confession (ídem)-, la comunidad recurría constantemente al abad. Éste destina una parte de los bienes de su mesa a tal propósito (1285, 66); otras veces confirma antiguas donaciones en favor del cenobio (1274, 62). Además, no debemos olvidar que el convento posee bienes y rentas que son del uestiario[12]. Otra parte importante de las rentas de la mesa conventual iba dirigida a procurar la salud física de la familia monástica y la de los pobres que acudían hasta San Millán, de ahí la coexistencia de dos entidades bien diferenciadas, con fines presumiblemente distintos: la fermeria, quizá para uso exclusivo de los miembros del convento, y el ospital, cercano al monasterio, para contener la ospitalidad de los pobres y peregrinos (1241, 49). La primera de ellas, la enfermería, que pertenecía al convento, también sufrió grant estrechura por la embestida de la crisis económica, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIII. Su frágil patrimonio -un dormitorio y una cozina- era administrado por el fermerero [enfermero]. A sus órdenes servía un celleruelo, pero pronto necesitó las ayudas complementarias del resto del monasterio. En efecto, recibe del abad todo lo que es en contra la fermeria: del esquina de la cozina de la fermeria, que es cerca el palonbar del ospital, fasta la esquina del dormitorio como ua por el oriella del regaial que ua por el corral del ospital (1289, 69). Por su parte, el hospital y su administrador reciben igualmente protección del abad. A mediados de siglo, don Juan Sánchez entrega al hospital de San Millán el de Azofra (1241, 49 y 1288, 68), muy cerca de Nájera, en el Camino de Santiago y al lado de la vía que conduce directamente a la Cogo11a. En él, sus visitantes conocerán la importancia de la figura de San Millán y la del monasterio que lo albergaba, incluso algunos, los más atrevidos o los más religiosos, se acercarían a rezar junto a las reliquias del santo antes de regresar a sus tierras y de dar a conocer lo que habían visto. El hospitalero es el encargado de administrar el dormitorio, el palaçio [en realidad, una habitación], el corral y el palomar del hospital (1289, 69), al igual que su hacienda. Se trata de la persona idónea, porque atenderá meior la ospitalidat que otro seglar, e sera mas en poder del abbat de Sant Millan defer gelo cunplir bien (1241, 49). Para llevar a cabo su labor, cuenta con normas emanadas de la propia abadía. A partir de ellas, el ospitalero de Sant Millan que non sea poderoso de arrendar a otra persona ninguna, si non sienpre que sea en [poderío] del ospitalero; e que ponga sus omnes et su lauor por que los pobres sean hy muy bien recebidos; e los bienes que daquel logar uinieren, que sea tenudo el ospitalero de Sant Millan de los espender en seruicio de Dios et de los pobres (1288, 68). El sacristán participaba igualmente de otra parte considerable de las rentas procedentes de la mesa abacial. Era el encargado de administrar la sacristanía, entre otras razones, porque las reliquias del monasterio non eran tan bien alunbradas nin tan honesta mente como deuien (1269, 60). Desde su cargo, el abad enajena en favor de la sacristanía de San Millán sus propios bienes (1241, 50). Además, el sacristán -ayudado por so omne (1253, 54)-recibe donaciones y establece algunas cesiones de sus bienes, eso sí, representado siempre por el abad; recauda las rentas que le corresponden y está obligado a mantener encendidos las lámparas y cirios durante todo el día dentro de los lugares de culto; por ejemplo: ante la ymagen de Sancta Maria, que esta en la claustra en somo del panno do cuelgan los escudos (1241, 50); ante el altar de Sant Juan e ante el cuerpo sancto de sennor Sant Felizes e ante las reliquias que hy son (1268, 59) o sobre las fuessas de los obispos e de los abbades que yazen en esti monesterio (1289, 70). Del mismo modo, el sacristán tiene obligación de ayudar al convento en la compra del vestuario. Ahora bien, ¿qué riesgos llevaba implícita la división del monasterio en tablas y el reparto de la tabla conventual entre varios oficiales? La situación en que viven los monjes emilianenses durante el siglo XIII, similar a la que sufren otras instituciones religiosas hispanas, presupone riesgos considerables, que al menos conviene enumerar. El voto de pobreza que el monje realiza en el momento de admitir el compromiso religioso queda en entredicho al relajarse sustancialmente el vínculo secularmente existente entre la autoridad del abad y la cada vez mayor autonomía de los oficiales monásticos. Estos disponen de las rentas conventuales, a veces, a su antojo. Además, a la división en dos mesas claramente diferenciadas, abacial y conventual, hay que añadir la dispersión administrativa de los bienes propios de la última, que, sin duda, va a propiciar un más acentuado desconcierto económico en la gestión de los monasterios. De lo visto hasta ahora, puede concluirse que la paulatina desaparición de donaciones reales y particulares durante el siglo XIII, la restricción de compras y la vinculación de la explotación de sus propiedades monásticas a la contratación a cambio de rentas, son factores que agravaron la situación económica de San Millán y forzaron la división del dominio monástico en dos mesas, lo que fue creando, como ya se ha visto, una disfunción en la comunidad y una crisis interna, seguramente bastante grave. Pues bien, a la consabida estrechez económica se añaden las negativas de los vasallos emilianenses a pagar los tributos debidos, a la par que surgen múltiples pleitos con las instituciones próximas y disminuyen, cuando no se cortan, las relaciones con los poderes papal y real, sin olvidar, por su importancia, el decaimiento del culto a las advocaciones que tanto prestigio y renombre dieron al monasterio durante los siglos XI y XII. En cuanto al incumplimiento de las obligaciones fiscales, hay evidencia de que una buena parte de los lugares que pertenecían al monasterio intentó sacudirse las cargas derivadas de su condición de vasallos. Estos, en efecto, solían actuar a título individual, aunque no faltan ejemplos en los que se apiñaban en una actitud claramente reacia a cualquier pago, lo que sucederá, entre otros casos constatados, con el concejo de Grañón. Tampoco serán ajenos a San Millán los intentos de algunos de sus vasallos de abandonar la jurisdicción monástica en favor del señorío de realengo. Para terminar con esta situación, el rey Sancho IV ordena que los vasallos de las sus aldeas et de los sus logares que vengan poblar ['vuelvan'] cada uno en aquellos logares donde se fueron; et si non quisieren venir, que entreguedes al abbat et al conviento todos los heredamientos que son de las aldeas y de los sus logares[13]. No es una novedad que la expansión territorial del dominio emilianense entre en conflicto con otros intereses. Esta situación provocará, sobre todo en períodos de crisis, rivalidades y conflictos. Son numerosos los pleitos y los arbitrajes por intereses patrimoniales en los que San Millán aparece directamente implicado: unos, provocados al ponerse en evidencia la propiedad de una parte de su patrimonio señorial; otros, a causa de la disputa de los diezmos correspondientes al monasterio por la posesión de sus iglesias. Otras veces, la causa deriva de la construcción de iglesias en el mismo lugar donde ya tenía alguna San Millán, y también de la negativa de los vecinos de algunas localidades, como, por ejemplo, los de Logroño y Nájera, a pagar los "Votos de San Millán", etc. Estos pleitos se datan en el primer cuarto del XIII, hacia 1215-1216, con anterioridad, cuando no de forma simultánea, a las malas relaciones con el obispado de Calahorra, pero se extienden de forma irregular por la segunda mitad del siglo. Evidencian más, si cabe, la grave crisis económica que sufrió el monasterio y sus luchas frente a las intromisiones de propietarios seculares y eclesiásticos, que acabarán abocando al monasterio a la encomienda nobiliar. Como era de prever, la vida religiosa de la comunidad emilianense no queda al margen de los efectos de la situación descrita. La depresión del siglo XIII afecta incluso a lo más profundo de sus creencias -a saber, la advocación a la Virgen y a los santos firmemente vinculados a la congregación- y provoca un semi abandono de los monumentos y actividades cultuales -las cartas repiten insistentemente noticias sobre la ausencia de medios destinados a este fin. Y el patrimonio no cabe duda de que es muy grande. Conocemos la existencia de los objetos litúrgicos imprescindibles y los bienes materiales necesarios para poder ofrecer a los fieles un correcto servicio espiritual[14]. En efecto, los objetos litúrgicos se dividen en razón de su valor intrínseco y por su función, en los pertenecientes al tesoro y a la pauleja. El primero, el tesoro de la iglesia, custodia, entre otros objetos, los elaborados con metales valiosos (cálices de plata, cruces, incensarios, un acetri o 'hisopo', ampollas o vinajeras, campanas y esquilas o 'campanas pequeñas'), el vestuario probablemente destinado a los días festivos (casullas y capas de seda, casullas de lino y uestimientas con so aparejamiento), los libros preciados por los materiales y elaboración o por su rareza (misales; breviarios, temporales y santurales; officieros; pistoleros; salterios; sermonarios; libros de los Reys; antifonarios, etc.), las imágenes de los santos patronos y el cirio pascual. Por el contrario, la pauleja, como sinónimo de baratija o minucia, incluye los objetos usados a diario, similares a los anteriores pero de peor calidad. Por lo tanto, a la luz de lo dicho, San Millán de la Cogolla y sus dependencias contarían con medios humanos y materiales suficientes, en especial durante la primera mitad del siglo XIII, para atender espiritualmente a la feligresía del Valle y a los múltiples peregrinos que abandonaban provisionalmente la ruta hacia Santiago y se adentraban en el río Cárdenas atraídos por la fama del santo eremita. Durante los primeros 50 años de la centuria, mientras se va divulgando la obra mariana y hagiográfica del poeta Gonzalo de Berceo, las fuentes documentales emilianenses revelan una preocupación singular por la Virgen y por el resto de los patronos del lugar. Cierto es que, desde su construcción, el monasterio de Yuso estuvo dedicado a la Virgen, cuya imagen se encontraba en el altar mayor de la iglesia -que esta en la claustra en somo del panno do cuelgan los escudos (1241, 50), y que albergaba las reliquias del sennor Sant Millan (1274, 62)-, junto al altar de San Juan, en el que se encuentran depositado el cuerpo de San Felices (1269, 60). Pues bien, hasta 1279 no existira un altar dedicado a San Millán. En esa fecha, porque non auie en el monesterio altar de Sant Millan, unos particulares dotan una capilla y ponen y altar que ouiesse nonbre Sant Millan [...], y dieron pora la capiella sobredicha uestimientas e cálices e libros e todo conplimento, qual pertenece pora dos capellanes[15]. En cualquier caso, San Millán figura en Yuso en tercer lugar, tras Jesucristo y Santa María (1289, 60). Pero, de lo que no cabe ninguna duda, es de que, antes de mediar el siglo XIII, se multiplican las noticias sobre el abandono de los altares mencionados, que no tienen misacantanos (1274, 62) y sus imágenes no cuentan con iluminación (1269, 60). La sacristanía del convento, responsable de la restauración de su antigua dignidad, no parece tener los medios económicos suficientes para cubrir estas necesidades. En su ayuda, el propio abad de San Millán, en ocasiones, secundado por particulares[16], entrega al sacristán algunas rentas (1241, 50; 1268, 59) para que las imágenes se mantengan constantemente iluminadas y los altares provistos de las personas necesarias para el cumplimiento del culto (1280, 63). En este ambiente propicio al lamento y la milagrería, queremos recordar cómo plasmaron sus sentimientos los monjes al componer piezas como ésta, que sin duda supone el primer testimonio de un milagro en romance totalmente personalizado:
Los monasterios se convierten en instituciones económicamente poco activas y apenas consiguen remozarse. Los monjes tratan de buscar soluciones e ir adaptando su realidad a los imperativos de una sociedad en transformación y de salir airosos de la competencia que suponía el nacimiento, ya desde el siglo XII, de otras fundaciones religiosas. Lejos de ampliar su patrimonio, adoptan una política de clara defensa del mismo -concentración de propiedades y cesión temporal de bienes. Pero, incluso esta gestión conservadora requiere, en primer lugar, apoyos, que ya no encuentran como en épocas pasadas. Son escasas las noticias sobre los lazos mantenidos con la Santa Sede, a excepción de las solicitudes del monasterio para quedar bajo la protección papal. Asimismo, la gravedad de la crisis lleva al monasterio a buscar también la protección de los monarcas. En este sentido, las cartas emitidas por la cancillería real menudean en la segunda mitad de siglo. Entre otras, destacan las confirmaciones de privilegios, muy abundantes bajo el reino de Sancho IV, en un intento claro por pagar el apoyo que recibió, entre otros, de los nobles en el momento de su nombramiento como heredero al trono. Esta protección, por el contrario, no dio los frutos deseados: no se evitaron los atropellos de la nobleza, a los que con insistencia se alude en los textos. Los primeros indicios de enajenaciones de los nobles proceden de 1240, y se harán constantes a partir de esa fecha. Por ejemplo, en 1257, se cede a renta la iglesia de San Martín de Grañón a Sancho Velasco y a su mujer Guiomar a cambio, por un lado, de tributos en especie y, por otro, de hacerse cargo de la celebración de los servicios religiosos y de mantener la iglesia bien iluminada, hechos estos que tuvieron que resultar frecuentes según consta por la queja del monasterio al rey Sancho IV. Aún más, con alguna frecuencia fue el propio rey el que obligó a los monasterios a entrar en tratos desventajosos, entre otros al riojano de San Millán, para atender a las necesidades políticas y económicas más importantes del reino. Alfonso X le tomó los lugares de San Martín de Berberana y Berberanilla a cambio de las martiniegas de Madriz, Ledesma y Pazuengos, aunque en este caso resulta difícil determinar hasta qué punto el monasterio salió perjudicado por el cambio[18]. El perjuicio es claro ante la usurpación de los lugares de Yembre, Yembres, San Juan y San Asensio para poblar con sus vasallos las villas de Sajazarra y Davalillo, por los que no consta que ofreciese algún tipo de contraprestación. Sí lo hizo Sancho IV en 1286, que ofreció al monasterio, por la pérdida de aquellos vasallos, las aldeas sorianas de Tera y Tejadillo. Frente a los apoyos perseguidos en la Santa Sede o en la Cancillería real, que suponen un gran esfuerzo, en ocasiones insuficientemente compensado, los monjes de San Millán se procuran ayuda y protección de aquellas instituciones más próximas en el espacio y de mayor afinidad, esto es, de los monasterios con quienes regularmente mantiene relaciones y con los que suscribe cartas de hermandad, como, por ejemplo, Oña[19] y San Salvador del Moral[20]. Estas hermandades intentan resolver por sus solos medios los agravios internos que afectan a sus respectivas comunidades, tanto los emprendidos por el abad contra sus monjes, como los promovidos entre estos mismos; igualmente atenderán el mantenimiento del culto en cada uno de los centros y darán acogida a los miembros de los conventos que abandonen libremente o por la fuerza sus respectivos monasterios. También con el objetivo de recuperar el esplendor económico y cultural de tiempos pasados, el monasterio recurre a su propio archivo y a su magnífica biblioteca; al primero, para desempolvar sus antiguos pergaminos, organizados y compilar cartularios. Precisamente, el denominado Becerro III o Bulario data de hacia finales del siglo XIII. Por otro lado, personajes como Gonzalo de Berceo airearían los materiales de la biblioteca monacal. Así, en la Vida de San Millán, en opinión de eminentes estudiosos, encabezados por Dutton[21], el poeta riojano pretendía sobre todo restaurar las finanzas del monasterio divulgando los pretendidos votos de Fernán González, una superchería de pies a cabeza -como tantas se forjaron en la primera mitad del siglo XIII[22]-, que contó, a su vez, con el apoyo de la iglesia y de la monarquía. Ahora bien, si el espíritu que animaba la obra de Gonzalo de Berceo era, en opinión del medievalista inglés, "primariamente" económico y propagandístico, con el objetivo de conseguir el mayor renombre de San Millán y la mayor prosperidad de su monasterio, debemos añadir que nunca fines tan honrosos lograron resultados tan pobres; en otras palabras, en la segunda mitad del siglo, cuando la obra de nuestro primer poeta empezaba a conocerse por toda Castilla, el monasterio de San Millán reconoce graves dificultades y carencias, que irán acentuándose al aproximarse la centuria siguiente. Es más, a nuestro juicio, habrá que insistir en que fueron sobre todo objetivos artístico-literarios y propósitos religiosos y didáctico-moralizadores los que animaron incuestionablemente a Berceo a dedicar sus poemas, entre otras advocaciones, a San Millán de la Cogolla. A partir de finales del siglo XIII, sobre todo bajo el reinado de Fernando IV, se produce un cambio en los postulados mantenidos hasta ese momento entre los nobles regionales y el monasterio, al abandonarse la política de donaciones en favor del usufructo directo o indirecto de los bienes monásticos. Como es bien sabido, esas cesiones fueron frecuentes y beneficiosas para el centro emilianense, hasta el punto de suponer, junto a los beneficios procedentes de los distintos monarcas, uno de los principales fundamentos económicos. Esta actitud de la nobleza, general en un territorio que desborda con mucho a La Rioja, coincide con el debilitamiento del poder monárquico, antes de que se desencadenasen abiertamente los conflictos entre la noblezay la monarquía que se siguieron arrastrando hasta la mayoría de edad de Alfonso XI. Pues bien, si sumamos a la falta de rentas, las usurpaciones y ataques nobiliares al señorío monástico emilianense, la falta de apoyos exteriores, los factores de debilidad ya mencionados, y que se agravan a lo largo del siglo XIII, no deberá extrañarnos que el abad y el convento de San Millán busquen protección en el linaje de Haro. Efectivamente, el 18 de octubre de 1299 don Lope Díaz de Haro recibe en [...] guarda e en [...] comienda e en [...] [defendimiento] al abbat e al conuento e al monesterio de Sant Millan de la Cogolla e a sus vasallos e a sus granjas e a [sus ganados e a todas las su]s cosas por doquier que las ayan[23]. notas [1] Un análisis multidisciplinar de las mismas puede verse en C. y J. García Turza, Una nueva visión de la lengua de Berceo a la luz de la documentación emilianense del siglo XIII (Logroño, 1996). En adelante, las cifras que aparezcan en el texto (año y número de documento) hacen referencia a la colección diplomática que acompaña a la mencionada obra. [2] J. A. García de Cortázar, El dominio del monasterio de San Millán de la Cogolla (siglos X a XIII). Introducción a la historia rural de Castilla Altomedieval. Salamanca, 1969, 325. [3] Sobre la reorganización del poblamiento en la cuenca de Cárdenas, cfr. los artículos de J. A. García de Cortázar, "Una aldea en la Rioja medieval: aproximación metodológica al caso de Badarán", Segundo Coloquio sobre Historia de La Rioja, I. Logroño (1986), 247-256; y "Aldea y comunidad aldeana en la Rioja medieval: el caso de Villagonzalo (Badarán)", Príncipe de Viana (Hom. a J. M. Lacarra). Pamplona (Anejo 2-1986), 191-211. [4] Archivo de San Millán de la Cogolla (en adelante, ASM.), leg. 24-111. [5] ASM., leg. 32-57. [6] Un estudio sobre la presencia riojana en el contexto peninsular puede verse en M. González Jiménez, "Logroñeses y riojanos en la repoblación castellana", Historia de la ciudad de Logroño, II (Coord. A. Sesma Muñoz). Logroño, 1994, 373-378. [7] Para J. Pérez de Urbel (Los monjes españoles en la Edad Media. Madrid, 1934,555-556) estos hechos se empiezan a constatar en la segunda mitad del siglo XII, si bien no abundan hasta la siguiente centuria. [9] ASM., leg. 3-128. [10] ídem. [11] ASM., leg. 3-136. [12] ídem. [13] ASM., leg. 14-76. [14] Este es el caso de la iglesia de Cihuri, pequeño centro religioso dependiente de San Millán (1240, 48). [15] ASM., leg. 104. [16] ASM., leg. 104. [17] Texto inserto en uno de los frecuentes blancos del Códice 31 de la Real Academia de la Historia de Madrid, fol. 74 v. [18] Cfr., a este respecto, M. Diago Hernando, "El intervencionismo nobiliario en los monasterios riojanos durante la Baja Edad Media. Encomiendas y usurpaciones", Híspanla, 182 (1992), 820. [19] ASM., leg. 3-128. [20] ASM., leg. 16-137. [21] B. Dutton, La "Vida de San Millán de la Cogolla" de Gonzalo de Berceo. London, 1967. [22] L. Serrano, Cartulario de San Millán de la Cogolla. Madrid, 1930, XXVIII-XXX. [23] ASM., leg. 16-34.
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