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Este Occidente renovado de los siglos XI y XII, pleno de vitalidad y optimismo, dotado de una fuerte armadura militar, no sólo fue capaz de defenderse sino de contraatacar ganando terreno en todas direcciones para el Cristianismo, ya por la predicación misionera, ya por el filo de la espada. Fue la época de la Caballería, de las Cruzadas y de las Ordenes Militares. y a la par que realizaba estas proezas renacía la actividad artesanal, se abrían rutas marítimas, se multiplicaban las bibliotecas monacales, se fundaban las primeras universidades y se creaba un arte que, sobre un fondo clásico, romano (de aquí el nombre de Románico) añadía elementos nórdicos, bizantinos y otros que eran producto de la libre actividad creadora de los artistas. Ciñéndonos a los aspectos políticos y económico-sociales de esta época, podemos sintetizar sus elementos característicos como sigue: una demografía expansiva que necesitaba nuevas tierras para alimentar una población creciente; una economía que ya no era totalmente cerrada y rural como la de la Alta Edad Media, aunque persistiera la tendencia de los pueblos y los grandes dominios al autoabastecimiento; aparición de signos de vida urbana, de economía dineraria y de comercio a gran distancia; una sociedad jerárquica en la que el puesto de cada uno estaba definido dentro de lo que se ha llamado la «pirámide feudal» cuya coronación era el rey; un rey cuya. autoridad era con frecuencia más nominal que efectiva, a causa del poder que detentaban los grandes señores feudales. Y en lo más alto, como símbolo de la unidad básica de la Cristiandad por encima de la dispersión feudal, el Papa y el Emperador, por desgracia en frecuente conflicto por los límites mal definidos de su competencia, pues la confusión entre lo temporal y lo espiritual, entre lo sagrado y lo profano, fue también un rasgo característico de la Edad Media. Dentro de este marco general, cada uno de los países europeos tenía ciertos rasgos peculiares, y los de la Península Ibérica eran muy definidos, confiriéndole una personalidad acusada. Por supuesto, para esta época no puede usarse el nombre de España en el mismo sentido en que hoy lo hacemos; era un concepto vago y general, que englobaba todas las formaciones políticas en que se había fragmentado lo que fue la Hispanidad romana y su sucesora la monarquía visigótica; la división política era normal; lo que daba un sello especial al mundo ibérico era la división entre dos credos religiosos que correspondían a dos grandes áreas culturales, la cristiana y la islámica. Esta situación de frontera y contacto es, sin duda, el rasgo más importante y original de nuestra Edad Media. En el centro y norte de Europa la presencia musulmana fue desconocida; en Francia se redujo a contactos esporádicos; en Italia fue vivaz en el sur, sobre todo en Sicilia; pero sólo en España el mundo árabe aspiró a la ocupación total, y casi llegó a realizarla. Al comenzar la época románica, hacia el año 1000, la frontera cristiano-musulmana corría muy al norte, como consecuencia de las arremetidas de Almanzor. Tras la destrucción de León, Santiago y Barcelona, la Cristiandad hispánica estaba aterrada y deshecha. Todo cambió cuando, tras la desaparición del temible guerrero, el poderío del califato cordobés se hundió, fragmentándose en débiles reinos de taifas. Entonces la Reconquista cristiana avanzó a pasos de gigante. Fernando I, que unió por primera vez los reinos de Castilla y León, hizo tributarios a los reyes de Zaragoza, Toledo y Sevilla, y en la región que más tarde se llamó Portugal se apoderó de Coimbra. Alfonso VI traspuso las montañas del Sistema Central y conquistó Toledo el año 1.085. Fue un hecho de gran trascendencia, porque aún duraba el prestigio de la antigua capital visigótica, centro eclesiástico de España y foco del saber. A la conquista de Toledo siguió la de todo el valle del Tajo. Las amplísimas llanuras de la Mancha se convirtieron en lo que antes habían sido las del Duero: una tierra de nadie donde las incursiones de uno y otro bando hacían la vida muy precaria, casi imposible, si no era a la sombra de fuertes castillos. La reacción que produjo en el mundo musulmán la caída de Toledo se concretó en la arremetida de los almorávides, que durante algún tiempo sustituyeron el débil mosaico de los reinos de taifas por un estado unitario cuyo centro de gravedad estaba al otro lado del Estrecho, en las tribus berberiscas del Mahgreb. No hay que olvidar que si la España cristiana tenía tras si el apoyo del Occidente, la España musulmana era la avanzada del mundo islámico; no era una nación partida en dos mitades la que luchaba, eran dos mundos, dos civilizaciones las que se enfrentaban. Antes de morir, Alfonso VI conoció la amargura de la derrota en Zalaca (Badajoz) y más tarde en Uclés, donde perdió a su único hijo y heredero varón. La reacción almorávide, aunque al principio pareció temible, fue incapaz de reconquistar Toledo, y pronto aquel imperio también se debilitó y deshizo, dando lugar a otra serie de reinos de taifas que facilitaron las conquistas de Alfonso VII. La penetración de sus raids fue tan profunda que llegó pasajeramente a conquistar Córdoba y Almería, esta última ciudad con la colaboración de naves catalanas, genovesas y pisanas. Estas conquistas fueron efímeras, porque los avances de uno y otro bando no podían consolidarse si la ocupación militar de los territorios no iba acompañada de una repoblación. Del fondo del Mahgreb, de las tribus marroquíes y saharianas llegó otra nueva oleada, la de los almohades, creadores de un imperio hispanoafricano cuya capital peninsular fue Sevilla. Alfonso VIII sufrió las consecuencias de su ofensiva en Alarcos, pero pocos años después, en 1212, con el concurso de otros monarcas peninsulares, se resarció con la decisiva victoria de las Navas de Tolosa, que abría a las fuerzas cristianas los caminos de Andalucía. En las zonas orientales el avance cristiano fue más lento. Navarra vió pronto frenadas sus posibilidades de expansión hacia el sur; la Rioja fue una región disputada, pero al fin fue castellana, no navarra. Aragón, desde sus modestos orígenes pirenaicos, con capitalidad en Jaca, progresó en dirección sur hasta Huesca, pero sólo en 1118, mucho después de que los castellanos conquistasen Toledo, consiguió Alfonso I entrar en Zaragoza. También se aprovechó este rey de la decadencia del imperio almorávide para efectuar incursiones en el Andalus, . pero sus resultados fueron tan poco duraderos como los que alcanzó Alfonso VII; uno de los pocos resultados tangibles fue el asentamiento en Aragón de millares de mozárabes andaluces amenazados por la intolerancia almorávide. Cataluña nació como una prolongación del imperio de Carlomagno; fue su hijo Luis el Piadoso el reconquistador de Barcelona. Aquél territorio, denominado Marca (o frontera) Hispánica fue gobernado por condes que se independizaron paulatinamente del dominio franco. A la reconquista de la Cataluña Alta o Cataluña la Vieja, sucedió la de las tierras más meridionales, terminando con la de Tortosa en 1154. Posteriormente se verificaron la unión con Aragón, la expansión por las tierras francesas al norte de los Pirineos y la reconquista de Baleares y Valencia, hechos decisivos que configuraron a la Corona de Aragón como gran potencia mediterránea pero que caen fuera de la época románica. Al hacerse la Reconquista de norte a sur a partir de varios focos independientes, el resultado fue la formación de varios estados que avanzan paralelamente a costa de los musulmanes; varios de estos estados se funden, otros se desgajan, y como resultado de un largo y laborioso proceso, cuya terminación cae fuera de la época de que tratamos, nos encontramos con dos grandes formaciones políticas: una al centro-oeste, Castilla-León, de la que se aparta lo que luego será el reino de Portugal; otra a oriente, la confederación catalanoaragonesa. Cada una de estas áreas políticas corresponde a un área cultural, que coincidía, con más o menos aproximación con un ámbito lingüístico: el galaicoportugués al oeste, el castellano al centro y el catalán, emparentado con las lenguas de oc del sur de Francia, al este. El área del vasco quedó repartida entre Navarra y las tres provincias: (Álava, Guipúzcoa y Vizcaya) que, tras haber pertenecido a este reino se incorporaron, en régimen autonómico, al de Castilla. La Reconquista fue un hecho sin paralelo en las demás naciones de Europa; no sólo por lo que tuvo de lucha ininterrumpida, susceptible de moldear el espíritu de un país, sino porque los hechos de armas fueron acompañados de una actividad repobladora que fue la que dió sus exactas dimensiones a este fenómeno histórico. La dureza de la lucha era tal que amplias regiones quedaban desertizadas antes de que se estableciera una barrera defensiva a cuya protección pudieran acogerse los nuevos pobladores. Este proceso de desertización y repoblación establecía un corte con lo anterior. Examinándolo atentamente, sin pasión, se observa que puede explicar las teorías contrapuestas de Américo Castro y Sánchez Albornoz; el primero sostiene que la historia de España arranca de la Reconquista, y que lo anterior no es más que recuerdo inoperante; el segundo se opone a esta concepción, pero al sostener que se produjo el vacío total en la cuenca del Duero, implícitamente reconoce que hubo una solución de continuidad con la España anterior; lo que ocurre es que ambos han exagerado y extremado unas teorías que, reducidas a sus justos límites, podrían compaginarse. Este proceso de sustitución de una población por otra tuvo diversas modalidades; en los países de la Corona de Aragón, pobre en hombres, se transigió con la permanencia de la antigua población musulmana, que siguió siendo muy numerosa en Aragón y Valencia: mucho menos en Cataluña y casi inexistente en Baleares; los vencidos quedaron en patente situación de inferioridad y sometidos a un régimen señorial muy duro, aunque se les reconoció el derecho a seguir practicando su religión. En Castilla y León la situación fue diferente, porque las tierras montañosas del norte siempre tuvieron excedentes demográficos que hicieron posible la repoblación de la cuenca del Duero; participaron también de estas tareas repobladoras muchos cristianos mozárabes que huían del sur en busca de tierras y de libertad religiosa, y no pocos extranjeros, sobre todo francos, franceses. La repoblación, interrumpida por las campañas de Almanzor, recomenzó con gran actividad en los siglos XI y XII bajo la égida de los monarcas, que conceden vastas extensiones a los monasterios y a los magnates. Estos, deseosos de atraer colonos a unos lugares peligrosos, conceden fueros y cartas pueblas, en los que se enumeran las ventajas y privilegios de que gozarían los habitantes. Se restauran antiguas ciudades: León, Salamanca, Segovia ... y se crean otras nuevas, como Burgos, Santiago. Estas ciudades aunque pequeñas según nuestros módulos actuales, pues ninguna tendría más de cinco mil habitantes, desempeñaban funciones múltiples: eran puntos defensivos, como lo demuestran sus fortificaciones, entre las que nos restan, como ejemplo insigne, las formidables murallas de Ávila. Eran centros religiosos, nacidos a la sombra de un monasterio (Nájera, Sahagún) de una sede episcopal o de un santuario. Ningún ejemplo más célebre que el de Santiago de Compostela, al que luego nos referiremos. Su importancia administrativa era escasa, puesto que no existía más que una rudimentaria burocracia, pero sí desempeñaban un papel económico, más bien en el aspecto comercial que en el industrial, reducido este a ciertas artesanías, mientras que el comercio, favorecido por la concesión de privilegios a los mercados y ferias, atraía mercaderes, con frecuencia extranjeros, que se aposentaban en los arrabales o extramuros. La gran mayoría de la población castellanoleonesa era rural; la gran extensión de tierras disponibles favoreció la formación de una clase de pequeños propietarios libres, hecho entonces insólito en el resto de Europa. Más tarde se desarrollaron también los señoríos nobiliarios y monásticos en la cuenca del Duero, pero aquel aire de libertad que se respiraba en sus orígenes nunca dejó de alentar en Castilla. Cuando la Reconquista progresó hacia los valles del Tajo y Guadiana la situación ya no era la misma; el país no estaba del todo desierto y con los cristianos convivieron grupos de mudéjares, o sea, de musulmanes sometidos. También se aprecia una mayor presión señorial y mayores diferencias de clases. La hidalguía casi general en la costa cantábrica, y muy numerosa en Castilla la Vieja, en la Nueva fue más escasa. Lo mismo en La Mancha que en Extremadura y Andalucía se aprecia la marcha hacia el sur de las estirpes nórdicas en el predominio de apellidos nobiliarios cuyo solar y origen está en las tierras del Norte. En resumen, durante los dos siglos del Románico el centro de gravedad estuvo en la meseta norte, siguió estándolo mucho tiempo. La herencia de este predominio fue el gran número de castillos, monumentos y ciudades de voto en Cortes. Las tierras situadas al sur del Duero constituyeron los extremos o fronteras; la palabra Extremadura se aplicó a las comarcas de Soria y Segovia antes de concretarse a las zonas occidentales. En estos extremos coexistían ciudades realengas de extensísimos términos con los territorios concedidos a las Ordenes Militares, institución que tiene sus orígenes en el siglo XII, aunque su gran desarrollo corresponda a una época posterior. La primera orden militar fue la de Calatrava, fundada en 1158 para defender esta plaza, vital para la defensa del valle del Guadiana contra ataques procedentes de Andalucía. Le siguió la de Santiago, cuyos centros principales fueron San Marcos de León y Uclés. La tercera fue la de Alcántara, que tomó su nombre de esta ciudad extremeña, cedida por el rey Alfonso IX de León. Hubo también dos órdenes extranjeras, la de los templarios y la de los hospitalarios. Se consideraban como verdaderas órdenes monásticas, y constaban de religiosos profesos que observaban la regla del Cister y de seglares dedicados sólo al ejercicio de las armas. La suprema autoridad de cada orden era el maestre; los comendadores tenían a su cargo encomiendas, o sea, territorios, villas y castillos cuyo gobierno y defensa les estaban encomendados. Los simples caballeros vestían un hábito sobre el que lucía una cruz. Las Ordenes Militares desempeñaron en su etapa inicial una importante labor de defensa y repoblación de territorios fronterizos; fue mucho más tarde cuando degeneraron, convirtiéndose en instrumentos de las ambiciosas políticas de sus maestres, y el porte de sus hábitos en motivo de vanidad como prueba de que quien los llevaba había hecho pruebas de nobleza y limpieza de sangre. En los primeros tiempos de la Reconquista todos los pobladores eran a la vez soldados. Más tarde, conforme la presión del Islam se fue haciendo menos agobiante, la obligación militar se limitó a períodos determinados y a la vez se verificaba una especialización de funciones; los villanos y siervos no combatían, o lo hacían sólo en calidad de peones, de tropas auxiliares, mientras que la principal carga militar incumbía a los que eran capaces de mantener un caballo, ya que la Caballería era la reina de las batallas. Dentro de aquella sociedad democrática que era la Castilla primitiva, para ser considerado caballero bastaba tener riqueza suficiente para mantener caballo y armas; surgió así una caballería villana, cuyos miembros, con el tiempo, fueron confundiéndose con la nobleza de linaje. La justificación teórica de la nobleza era la función militar; ellos defendían al labrador, al sacerdote, a toda la población no combatiente. La realidad nunca coincidió con este esquema teórico, pero en la Edad Románica se le aproximó bastante. Surgió así una sociedad en la que el honor militar y el ideal caballeresco daban la pauta, indicaban un modelo que todos querían imitar. El valor, el honor y la lealtad se convirtieron, para muchos siglos, en la norma que regía todas las clases sociales, lo mismo para los caballeros e hidalgos de Castilla, o los ricos hombres e infanzones de Aragón que para los simples vasallos. Sólo quedaban fuera de estas normas las clases inferiores y marginadas, los siervos, los mudéjares, los judíos. El exponente máximo de este espíritu guerrero fue Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Su figura ha sido objeto de interpretaciones divergentes, pero se acerca más a la realidad, la de Menéndez Pidal, aunque está algo idealizada, que la que lo asimila a un aventurero sin escrúpulos. Rodrigo Díaz vivió en la segunda mitad del siglo XI. Comenzó su carrera militar como alférez o abanderado de Sancho II de Castilla; tras el asesinato de éste ante los muros de Zamora, tomó juramento a Alfonso VI de no haber tenido intervención en este hecho, pero la cólera del rey y el destierro del Cid no dimanaron de esta ceremonia, sino de posteriores acusaciones de desobediencia. Acompañado de una hueste que se incrementaba con el rumor de sus hazañas y la riqueza del botín; puso su espada al servicio de cualquiera que pudiese pagarla. Ayudó al rey AI-Mutamin de Zaragoza contra el conde Berenguer II de Barcelona, al que apresó; protegió también a AI-Cádir de Valencia. Sin embargo, siempre evitó un enfrentamiento con Alfonso VI, a quién seguía considerando su señor, ya quién ofreció en vasallaje las tierras que conquistaba en Levante. Cuando más fuerte era la ofensiva almorávide contra los reinos cristianos el Cid la frenó y haciendo ya campaña por su cuenta, consiguió su máximo éxito, la conquista de Valencia (año 1093). Había muerto. su antiguo protegido AI-Cádir, asesinado por Ben-Yehaf. La cruel muerte de hoguera que el Cid dictó contra éste fue una venganza por aquel asesinato y por la actitud infiel del rey vencido; pero fue también un acto impolítico que le enajenó la voluntad de los musulmanes. Muerto el Cid en 1099, si viuda Doña Jimena resistió algunos años a los almorávides, pero al fin tuvo que evacuar la ciudad. Ejemplo típico de las virtudes y defectos de una época dura y revuelta, la figura del Cid, no es sólo castellana; sus estrechas relaciones, ya de rivalidad, ya amistosas con todos los pueblos de España, se prolongaron aún después de su muerte; una de sus hijas casó con Ramiro de Navarra y otra con Berenguer III de Barcelona; la fama de sus hazañas no se circunscribió a Castilla; fue el héroe legendario de toda la Edad Media peninsular. Si el Poema de Mio Cid fue compuesto por un anónimo castellano, la Gesta Roderici, un poema latino que ensalza sus hazañas, parece seguro que es de origen catalán. Además de guerrera, la Era Románica fue profundamente religiosa, con una religiosidad primitiva, compatible con costumbres rudas que aparecen en los documentos y en las crónicas, en las que abundan los rasgos de ferocidad y una gran libertad de costumbres sexuales, incluso entre los miembros del clero. Aquellos hombres, grandes pecadores, eran también sinceros creyentes; la incredulidad era planta desconocida. El pensamiento de la muerte y de las postrimerías (muerte, juicio, infierno y gloria), estaba siempre presente, si no a través de la letra escrita, accesible sólo a una pequeña minoría, sí por medio de la predicación y por las pinturas murales, los capiteles esculpidos y las esculturas de las portadas de los templos, medios entonces de comunicación de masas que servían para inculcar las verdades fundamentales sobre el mundo, el hombre y la Divinidad. Incapaces de evitar el pecado y aterrados por sus consecuencias, aquellos hombres rescataban sus culpas con duras expiaciones, coleccionaban reliquias, a las que atribuían un poder liberador, construían para guardarlas preciosos relicarios, y emprendían largas peregrinaciones a santuarios venerados que retribuían con indulgencias las penalidades de los peregrinos. Estas penalidades eran muchas por el pésimo estado de los caminos, la falta de alojamientos y el peligro que representaban los bandoleros. No pocos pagaban aquellas interminables caminatas con la vida. Sin embargo, una peregrinación no era sólo una dura penitencia; para otros era un medio de ver mundo, satisfacer el ansia de aventuras y vagabundear a costa de la caridad ajena. La peregrinación más difícil y más premiada con indulgencias era la de Tierra Santa; después, la de Roma; en tercer lugar, la de Santiago de Compostela. En el siglo IX se esparció la noticia de haber sido hallado el sepulcro del apóstol en aquél extremo del mundo conocido. En el terrible siglo X la esperanza en el auxilio de Santiago confortó a los cristianos, amenazados de exterminio por Almanzor. A partir del siglo XI la peregrinación al sepulcro atrajo personas de todas las categorías, desde príncipes hasta mendigos. Llegaban de Alemania, de Inglaterra, de los Países Bajos y, sobre todo, de Francia. La masa principal de los peregrinos entraba en España por Roncesvalles; otros muchos atravesaban el Pirineo Central por Jaca y ambas corrientes se reunían en Puente la Reina (Navarra) dirigiéndose hacia Santiago por Nájera, Burgos, Sahagún, León y Ponferrada. Los reyes de Castilla, Navarra y Aragón favorecieron estas peregrinaciones mejorando los caminos, construyendo albergues y hospederías y concediéndoles la protección real, no sólo por motivos de piedad sino por que era una fuente de enriquecimiento material y espiritual. A lo largo de los caminos de la peregrinación se levantaron ciudades, se instalaron mercaderes y se estableció una intensa corriente de ideas y de productos que afirmó el carácter europeo de esta proa de la Cristiandad. En el mismo siglo XI, decisivo en tantos aspectos para la formación de España, otros hechos revelan la creciente apertura hacia las novedades que ocurrían más allá de los Pirineos; algunos de estos hechos eran de carácter civil, como los tres sucesivos matrimonios de Alfonso VI con otras tantas princesas francesas o la entrada de mercaderes, artífices y sol.: dados extranjeros; pero son más frecuentes los de carácter religioso, lo que no debe extrañar en una época en que la religión informaba todos los aspectos de la vida. Anotemos, por ejemplo, la más frecuente relación con el pontificado romano entonces también en trance de renovación, y con aspiraciones a dirigir toda la Cristiandad; detalle importante es que el rey Sancho Ramírez de Aragón (como más tarde Pedro II) se declarara vasallo de la Santa Sede e introdujera en el monasterio de San Juan de la Peña el rito romano en sustitución del mozárabe. Esta sustitución la realizó también Alfonso VI, monarca muy afrancesado, que colocó en la sede de la reconquistada Toledo a un francés y protegió a los cluniacenses, monjes que representaban una reforma de la orden benedictina, a la cual pertenecía el Papa Gregario VII. Mucho disgustó el cambio de rito y el nuevo modo de decir la misa, pero hubieron de plegarse los vasallos a los deseos del rey. Impusieron también los cluniacenses el cambio de la escritura visigótica por la francesa. Con el apoyo de los reyes y el pretexto de reformar la disciplina monástica los franceses no sólo crearon monasterios nuevos sino que se apoderaron de varios de los más antiguos y famosos: San Juan de la Peña, Leyre, San Millán de la Cogolla, Oña, Sahagún ... No puede negarse que en algunos aspectos su acción fue beneficiosa, pero también se concitaron la aversión de los naturales por su sed de mando y de riquezas. Los incidentes más graves fueron los que ocurrieron en Sahagún, rico monasterio y panteón real, a cuya sombra había crecido una comunidad agrícola y mercantil formada por francos y naturales. El intento del abad de aplicarle un régimen de vasallaje feudal según el modelo francés motivó una primera revuelta en 1085, reproducida varias veces a comienzos del siglo XII aprovechando la circunstancia de que la debilidad de la reina Doña Urraca y los disturbios de su reinado no aseguraban a los monjes la misma protección que les dispensó Alfonso VI. Los burgueses de Sahagún maltrataron a los monjes, bebieron el vino de sus bodegas, les negaron el derecho a monopolizar el horno y otros servicios municipales, y aunque no consiguieran la emancipación total quebrantaron el poder político que quería arrogarse el monasterio. Sin embargo, es imposible negar la función cultural que desempeñaron los monasterios. Aunque el canto coral y la administración de sus fincas absorbieran casi todo su tiempo, constituían un oasis de cultura en medio de una sociedad ruda y analfabeta. En todos había una librería, aunque con frecuencia sólo constaba de manuscritos bíblicos y litúrgicos; como el coste de estos manuscritos era desmedido, la única manera de procurárselos era copiándolos en el scriptorium monástico, una estancia en la que algunos monjes copiaban con bella caligrafía las obras y otros las ilustraban con artísticas viñetas. En no pocos de ellos se daban también enseñanzas de ciencias sagradas, y en algunos casos también de las profanas. Quizás el caso más destacado en la era románica sea el de Santa María de Ripoll, situado en la falda de los Pirineos, en la actual provincia de Gerona. Había sido fundado por los condes de Cataluña en el siglo IX; su prestigio llegó a su punto más alto en el siglo XI, bajo la dirección del abad Oliva, que a la vez (como en el caso de otros monasterios), acumulaba la dignidad episcopal sobre una extensa comarca. Oliva costeó importantes obras arquitectónicas e incrementó la biblioteca del monasterio hasta ser una de las más copiosas de Occidente, pues sus manuscritos se contaban por centenares. La prueba del importante centro de estudios que llegó a ser Ripoll es que allí se formó el monje Gerberto, más tarde papa Silvestre 11; allí aprendió árabe, Matemáticas y Astronomía, bebiendo a la vez en fuentes latinas y arábigas, como correspondía a una zona de contacto de dos culturas, que por ello podía ofrecer oportunidades que rara vez se daban en otros países europeos. El monasterio aragonés de San Juan de la Peña y el navarro de San Salvador de Leyre fueron (como más tarde El Escorial) centros religiosos y políticos, basílicas y panteones regios, núcleos de incipientes estados. No tuvieron tanta significación cultural como Ripoll, aunque en Leyre encontró San Eulogio de Córdoba obras de clásicos latinos que en vano había buscado en su Bética natal. Leyre era cabeza de un reguero de abadías y prioratos extendidos a lo largo del camino de la peregrinación. Aceptó la reforma cluniacense, y decayó mucho cuando, en el siglo XII, se creó la sede episcopal de Pamplona, a quien pasó la jurisdicción espiritual del reino navarro. En esta rápida reseña es imposible dejar de mencionar al monasterio de Silos, también de fundación inmemorial; tras las destrucciones de Almanzor, Santo Domingo de Silos patrocinó una etapa de gran prosperidad, favorecida por generosas donaciones de reyes y magnates; llegó a dominar sobre veinte villas y miles de vasallos. Santo Domingo enriqueció la librería, comenzó el famoso claustro, y el tesoro monacal se enriqueció con preciosas obras de plata y marfil y artísticas miniaturas. Muy antigua era también la tradición monástica en Galicia; en aquel país rural, pobre en ciudades, los monasterios desempeñaban algunas de las funciones urbanas, y llegaron a dominar una gran parte del suelo gallego. No hubo allí una solución de continuidad en el poblamiento como en Castilla la Vieja; tampoco hubo fueros, libertades municipales, extensión a la masa campesina de la mentalidad nobiliaria; el campesino gallego quedó marcado desde la Edad Media por una servidumbre que le colocó frente al castellano en una situación de inferioridad no sólo material sino psicológica. Las semillas del siglo XI brotan y florecen en el XII. El peligro sarraceno persiste, pero ya está claro que la Cristiandad no perecerá; por el contrario, su avance, con alternativas, será inexorable. Al mismo tiempo, se estrechan las relaciones entre los reinos peninsulares. Alfonso VII incluso toma el título de emperador no sólo para marcar su independencia frente al Imperio germánico, sino porque realmente domina una gran parte de la Península, tanto la cristiana como la musulmana, por medio de lazos de vasallaje; pues el feudalismo, aunque no se implante entre nosotros tan sólidamente como en otros países, se infiltra y se extiende, como producto que es de un ambiente y de unas circunstancias muy generales que imponen unas relaciones personales, un concepto patrimonial del Estado (incluso con repartos familiares) que señalan el eclipse del concepto romano de la res publica. El centro de gravedad se ha desplazado al sur, fijándose en Toledo, capital fronteriza, urbe abigarrada en la que conviven mozárabes, o sea, cristianos de tradición visigótica; cristianos inmigrados, procedentes del norte; francos (el primer arzobispo, Bernardo, es uno de ellos) judíos y musulmanes. La convivencia no carece de roces, pero no tiene las aristas agudas que tomará siglos más tarde, y en conjunto resulta provechosa por el intercambio de herencias culturales de diverso signo: la oriental, la clásica, la germánica. La oriental que representan los musulmanes también es en gran parte clásica; se trata de un clasicismo helénico, superficialmente oriental izado a través de traducciones de textos clásicos hechos en tierras de Egipto y Mesopotamia; y también se registra la aportación hindú, producto de contactos marítimos, pues aquel mundo islámico, extendido enormemente a lo largo de los paralelos, comunica sus diversas partes mediante naves que surcan el Mediterráneo y el Indico y mediante caravanas que recorren los océanos arenosos del desierto. Por la Europa del siglo XII se extiende la noticia de que en Toledo pueden estudiarse libros y adquirirse saberes que no se pueden conseguir en otro sitio, y lo que había hecho Gerberto a título individual en Ripoll lo hacen ahora grupos de estudiosos de varias naciones en Toledo; allí llegan italianos como Gerardo de Cremona; ingleses como Adelardo de Bath; escoceses, germanos ... Se ponen en contacto con hombres cultos que dominan a la vez el árabe y el latín, idioma internacional de cultura. Algunos no son meros traductores; por ejemplo, Juan Hispalense fue un filósofo de cierta importancia. Las obras que se traducen, y que entran en el torrente circulatorio de la Europa culta, produciendo una verdadera revolución espiritual, son de muy distinto género: las hay puramente literarias, de preferencia apólogos y cuentos; las obras religiosas (El Corán, el Talmud) también suscitan interés; parece que fue a través de la traducción latina de la Escala de Mahoma como Dante conoció la Escatología musulmana, cuyas huellas en la Divina Comedia detectó Asin Palacios; las obras científicas eran sobre todo matemáticas, astronómicas y médicas, y no incluían sólo obras clásicas, sino también las aportaciones de autores musulmanes. Lo mismo sucede con las de índole filosófica; el máximo interés lo acaparaban las de Aristóteles, hasta entonces muy mal conocido en la Europa cristiana; pero también las de sus comentaristas, ante todo Averroes, causaron sensación y dieron un gran impulso a la naciente Escolástica. No quisiera terminar esta sucinta reseña de algunos aspectos de la vida española en el Románico sin aludir a una característica de aquella edad; la abundancia de vigorosas personalidades, hecho que contradice el tópico usual que contrapone una Edad Media corporativa a una Edad Moderna individualista. Hay que desconfiar de estas generalizaciones. Las fuertes individualidades todas son extremadamente numerosas en nuestro Medievo, lo mismo del lado islámico que del cristiano. Hemos hablado ya del Cid; terminemos dedicando un recuerdo a otro personaje no tan famoso pero cuya existencia apenas fue menos agitada: el arzobispo Gelmirez. Nació hacia el año 1070, es decir, que pertenece a una generación posterior a la cidiana. Fue hombre de confianza del Alfonso VI; cuando este rey nombró condes de Galicia a su hija Doña Urraca y su marido Raimundo de Borgoña, Gelmirez fue su canciller. Como tantos prelados de aquella época, no le parecía impropio de su estado ceñir la espada y revestir la armadura. Ya una vez, acompañando a Don Raimundo en una expedición contra los musulmanes, estuvo a punto de morir en una refriega a las puertas de Lisboa, y otro tanto le aconteció en Astorga, cuando luchaba en favor de Doña Urraca contra su segundo marido, Alfonso el Batallador de Aragón. Se vió mezclado en todas las turbulencias de aquél reinado, siempre fiel a Urraca y a su hijo Alfonso VII el Emperador. También mostró no sólo temple guerrero, sino visión política al formar una escuadra, la primera que tuvo Castilla, para defender las costas gallegas de las incursiones de normandos y sarracenos. Como prelado de Santiago su actuación fue decisiva; también allí hubo de hacer frente a los burgueses que desconocían su autoridad y llegaron a incendiar su palacio, e incluso la iglesia catedral en la que se había refugiado. De todo triunfó gracias a su energía y su buena estrella; aliado a los cluniacenses, que eran la gran fuerza eclesiástica del momento, consigue de Roma el título arzobispal, e incluso, transitoriamente, se reconoció a la sede de Santiago como la primada de España. Sorprende que en medio de tantas luchas e intrigas tuviera tiempo para ocuparse de la restauración y ornato de la espléndida basílica, y que alentara la formación de un núcleo culto en el que surgió una de las más importantes obras históricas de nuestra Edad Media, la Historia Compostelana, escrita por un panegirista de Santiago y de Gelmirez.
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