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En la Alta Edad Media la lectura es un patrimonio singular que requiere mucho estudio previo y gran concentración en el momento. Aunque en conjunto puede tenerse por el primer grado de la instrucción intelectual, no por eso deja de ser costoso su aprendizaje, como es costoso su ejercicio. Uno pensaría que la existencia de libros es equivalente de la existencia de grupos de lectores que beben ávidamente su contenido. La realidad es algo diferente. Los libros por los que se llega a la lectura, no la determinan, apenas la suponen. Sin duda sólo los libros permiten el acceso a los textos que contienen; pero los mecanismos medievales son tan complejos que ello no implica necesariamente que hayan sido leídos personalmente para alcanzar este resultado. En un medio monástico como San Millán, habríamos de referirnos a las costumbres y reglas que rigiesen la lectura: pero lo cierto es que no conservamos ningún Codex regularum emilianense. Y aunque así hubiera sido, no dispondríamos de mayor información, porque entre las Reglas que se tenían presentes como norma en la Península sólo la de Isidoro de Sevilla se cuida de regular la lectura de libros, con grandes restricciones[1]; las restantes Reglas sólo dan instrucciones sobre cómo se debe leer en voz alta durante las refacciones, como veremos. Hay pues, que tener presentes estas normas que suelen ser producto de experiencia consuetudinaria para caer en la cuenta de que debía ser reducido el hábito de la lectura: en todo caso, se establecen controles sobre las lecturas, que han de hacerse en plazos limitados y con la autorización formal del superior, prepósito o abad. Sería importante, por consiguiente, averiguar las razones por las cuales un centro monástico, en su caso una iglesia, se podía permitir el lujo de decidirse a hacer copiar, o adquirir, una obra de un autor cristiano (y mucho más si se trata de un autor profano). El coste de un libro era siempre muy elevado, aún sin contar con la mano de obra del copista que solía trabajar por razones religiosas. Una buena parte de los colofones que adornan muchos de los antiguos manuscritos que conservamos, señalan nominalmente que el libro fue ejecutado siguiendo las instrucciones, o contando con la anuencia (que venía a ser lo mismo) del abad del monasterio, cuyo nombre suele hacerse figurar. La mayoría de los códices se copiaban, pues, por deseo y por tanto a expensas del propio monasterio, a modo de empresa común, generalmente con destino a la biblioteca del centro[2]. ¿Cómo se justificaba, pues, el gasto inmenso que significaba la confección de un códice, singularmente si éste tenía cierto cuerpo? A pesar de las reservas que ante los libros mantiene la ascética cristiana vigente en la Alta Edad Media, de la que es soberano testigo el libro III de las Sentencias de Isidoro de Sevilla[3], parece seguro que si bien no se usaban con frecuencia los libros se les consultaba por lo menos a menudo. Este uso, por poco rentable que se nos pueda antojar hoy, parece haber justificado sobradamente la producción y conservación de libros en la Alta Edad Media. Es probable que en aquellos tiempos de penuria el libro ya no tuviera nunca el carácter de instrumento de ocio y muestra de bienestar que en parte había alcanzado en época tardorromana; el libro es un depósito de valores con el que se necesita contar, aunque no sea más que para ponerlos en uso en un momento dado. El libro es ahora una reserva de bienes, y por tanto, un bien en sí mismo, que vale la pena sacrificarse por adquirir y conservar. Esta visión del libro como depósito de vida, y generalmente de vida eterna, ha de tenerse presente para comprender todo el problema de las lecturas y de los lectores en la Alta Edad Media, y aún después. Prescindamos por un momento del problema de la frecuencia de lecturas. Nos interesa ahora pensar en un lector cualquiera, intemporal, abstracto. Algunos colofones han conservado unas advertencias serias que un copista hace a eventuales lectores: rogo te lector qui et manus mundas in spatium teneas ne littera deleas[4]. El copista, pues, tiene ante sí la imagen del lector y de las técnicas usuales en la lectura. ¿Podríamos, a partir de aquí, encontrar un método que nos permitiera adentrarnos en el conocimiento de la frecuencia de lectura en este tiempo? El lector, en efecto, tenía el hábito de leer siguiendo con el índice derecho el texto en el manuscrito, para facilitar la articulación en voz baja que caracteriza la lectura altomedieval. Este pasar el dedo por el folio ha debido dejar huellas en éste; a partir de estas huellas acaso se podrían obtener datos interesantes. Podemos considerar dos posibilidades diferentes: que los dedos se hubieran humedecido, como se hace para pasar ahora las hojas de papel; o que se mantuvieran secos y el seguimiento se hiciera pausadamente, como corresponde a la velocidad usual de lectura con esta técnica. Los modernos procedimientos de análisis nos hacen saber que si se hubieran humedecido los dedos, cabría la posibilidad de que hubieran quedado sobre el folio restos de células de las mucosas bucales, que de conservarse hasta hoy (lo que no se daría más que en condiciones óptimas y situaciones muy limitadas) serían analizados gracias a las posibilidades de investigación con el ADN. Si se hacía la lectura con el dedo seco, deslizándolo solamente, la escamación de células ahora analizables sería rarísima dada la resistencia de la epidermis digital. Dicho brevemente, por este camino no podemos esperar resultados jamas[5]. Nos queda la esperanza de que en algunos casos pudiera, sin embargo, valorarse la lectura, de manera aproximada, no por los restos orgánicos persistentes, sino por otros medios: el daño que se haya podido causar a las letras del renglón siguiente, especialmente a los astiles; y en el caso de la particular estructura del cenobio emilianense, manchas de cera o aceite, o de humo de los candiles. Pero tampoco estamos seguros de que todos estos análisis fueran fiables, porque en el mejor de los casos, nos dejarían ver la presencia de algún lector, pero no nos proporcionarían informaciones sobre la frecuencia de la lectura. No parece, pues, de esperar que por ninguno de estos procedimientos lleguemos a conocer el grado de utilización de un manuscrito. Por descontado que en ciertos casos se puede tener por segura la utilización de manuscritos. Es el caso de los litúrgicos (aunque no de todos por igual), que por su propia función están destinados a ser utilizados con mucha frecuencia. No escapaba ésta a los ojos experimentados del copista, por lo que los manuscritos litúrgicos no tienen nunca indicaciones como las que hemos visto, sino otras bien diferentes: ruegos, más o menos insistentes, para que el usuario agradezca la acción del copista aplicando por éste las oraciones, o algunas de las oraciones, que eleve al Señor guiándose con el libro. Así leemos en un colofón en Silos; humiliter precamur presentium et futurorum piam in Xpo dilectionem qui in hos libellos sacrificium deo obtuleritis predic-tos nos flagitiorum mole grabatos memorare non desistatis[6]. El hecho de que la petición de oraciones se dé en los códices litúrgicos quiere decir, sin duda, que se supone el daño que el frecuente uso del manuscrito infligirá a éste. Y se piensa además que pronto será necesaria la sustitución del ejemplar estropeado por el uso. Es decir, los libros más leídos son precisamente aquellos para los que el copista no puede tomar ninguna clase de advertencias que inciten a cuidarlos y respetarlos: era inevitable su deterioro. Tenemos, pues, toda la razón al excluir totalmente los libros litúrgicos de nuestra consideración, cuando estamos tratando de lectores. Diríamos que estos libros los tenían abundantes, pero lo eran de oficio. Para saber un poco más de lectores disponemos, en primer lugar, y precisamente para manuscritos de San Millán, de otro grado de testimonios, cuyo valor ha de ser matizado, pero que representa una valiosa aportación. Me refiero a los manuscritos glosados. En principio las glosas se deben a la actividad de un lector que, leyendo y reflexionando sobre el texto, se siente obligado a hacer anotaciones marginales, unas veces para aclarar puntos oscuros de la lengua del texto, sean vocablos, sean expresiones; otras veces la propia reflexión lo lleva a hacer juicios sobre el contexto; de vez en cuando se añaden textos paralelos o menciones de los mismos, resultado de la memoria del lector; no faltan someras indicaciones del interés que un pasaje ha despertado en él lector, que éste se encarga de registrar para uso propio posterior, o para despertar y facilitar la atención de otro lector posterior. Son estas marcas las que sin ninguna duda nos proporcionan informaciones de lectura. Claro es que hemos de descontar aquí las notas (adiciones, inversiones, etc.) debidas al propio copista, o frecuentemente, al corrector que actúa de oficio[7]. A veces, ciertas glosas han sido transcritas por el propio copista que trabaja sobre un manuscrito glosado, tratándolas como si formaran parte del texto que tenía que copiar. Así, uno de los manuscritos más ricamente glosados de San Millán es el códice 29, con la Ciudad de Dios agustiniana, probablemente copiado en San Millán en 977[8], en el que el copista emilianense se ha cuidado de transcribir en los márgenes todas las anotaciones que contenía su modelo, que evidentemente había estado en manos de eruditos cordobeses, del ámbito de Sansón, porque notas que se refieren a éste hacen alusión a anotaciones que a su vez serían de la mano de Albaro de Córdoba, y a doctrinas o puntos de vista de Eulogio u otros, constituyéndose en un repertorio de noticias sobre los círculos mozárabes que podrán arrojar nueva luz sobre los problemas y tensiones allí reinantes. El prototipo de manuscritos glosados es, como todo el mundo sabe, el códice 60: sus glosas constituyen las Glosas Emilianenses, que abundan en dos tipos; uno, de indicaciones gramaticales, y otro, de equivalencias léxicas, que son las que han interesado a los estudiosos por el gran número de formas populares, en riojano-aragonés o en vasco testimoniadas[9]. Es innegable que las glosas acreditan a la vez la actividad de un lector que las pone, y la conciencia de que habrá otros más que las lean y saquen provecho de su presencia. Más de una vez he manifestado mi impresión de que las glosas aparecen como resultado de un movimiento más o menos extenso, pero real, con que se responde a la necesidad de interpretación de los textos. Creo que en San Millán fueron los códices glosados muchos más que los que poseemos. Por suerte se nos ha conservado de entre ellos el códice 60, por ser un libro que contenía piezas de marcado sabor escatológico, muy aptos por tanto para la lectura y el comentario, pero de mediano valor codicológico, por lo que fue especialmente apreciado por los glosadores para realizar en él sus ensayos, una y otra vez como revelan las capas de glosas. Todavía no estamos seguros de los criterios con los que se puede datar, siquiera de modo aproximado, los distintos signos de atención que presentan los manuscritos. Puede asegurarse que los índices (esquema exterior de una mano con sólo el índice extendido) son peculiares del siglo XII y sucesivos, pero podrían ser anteriores. Sólo en los siglos XIV y XV se hacen subrayados de los pasajes interesantes con tinta aguada. Al siglo X y XI parecen en cambio corresponder las condensaciones de Nota, en forma de anagrama, y de tal manera que el trazo exterior de la N puede alargarse para delimitar el pasaje que se quiere poner en relieve. Parece obvio que cuando un lector pone una de estas marcas en el manuscrito es por una de estas dos razones, bien porque quiere llamar la atención a sí mismo para cualquier nueva lectura del texto, bien porque espera poder rendir servicio a otro lector con esta advertencia. Tal sería el valorde avisos como adtende o monace, o metuendum ualde, en medio de otras glosas latinas, en el códice 24 del siglo X. La previsión del lector se reconoce también en otras advertencias, a menudo debidas al propio copista: perge nil dubites[10], para indicar que nada falta, aunque lo parezca, o señalamientos similares. Faltos de más advertencias que nos aseguren de la presencia de lectores, nos queda sólo suponer y dar por sentado que era frecuente en San Millán la lectura y los usuarios. Sólo de esa manera se explica la gran abundancia y variedad de los libros conservados. La arqueología emilianense no ha podido hasta hoy darnos informaciones seguras sobre cómo estaría situada la biblioteca de que hacían uso los monjes. Esta biblioteca era extensa y muy rica por la diversidad de textos que contenía. Aquí como en otras partes, no podemos olvidar que la mayor parte de los monjes de un monasterio tomaban conciencia de muchas obras cristianas, generalmente de carácter hagiográfico o ascético, de oídas, por las lecturas que se hacían en el refectorio[11]. De estas lecturas nos quedan abundantes huellas. Muchos manuscritos han conservado textos, singularmente de educación, que llevan indicaciones formales de división en lecciones. Casi siempre se ha pensado que se trata de las lecturas de Maitines, donde solían leerse fragmentos de textos de toda clase, especialmente de Vidas de Santos o de Sermones clásicos. Pero si tenemos en cuenta la diversidad de los textos que llevan estas indicaciones, y sobre todo la considerable longitud que alcanzan algunas de estas lecciones marcadas, uno tiene derecho a preguntarse si no estamos ante una situación diferente. Estas lecturas serían las que se hacían a lo largo de varios días, generalmente una semana o novenario, en el refectorio del monasterio, de acuerdo con las instrucciones de las Reglas. Sé que no es ésta la interpretación usual, pero creo que merece la pena considerar esta explicación, que aclararía por qué ciertos textos espirituales se presentaban de esta manera, como podía ser el tratado ildefonsiano de virginitate Mariae, y otros por el estilo no tan adecuados a una verdadera lectura litúrgica en las Horas. Nos encontraríamos así ante una nueva forma de lectura, no individualizada, sino profesional, que exigiría una mayor variedad de lecturas, y un uso más frecuente de obras diversas. Por supuesto que esto no impide el uso litúrgico que se haría sobre otros textos más adecuados al oficio divino. Es de corregir así, con gran probabilidad, cuanto escribí en otra ocasión a propósito del manuscrito emilianense 47[12], y en otros momentos. Un aspecto interesante que se ha de considerar siempre es el de los contenidos de los códices. Uno se siente tentado de prestar atención a los escritos que presentan los códices. Pero cuando se tomaba uno en las manos, acaso para buscar una obra determinada, se encontraba el lector con otras piezas menores, a veces simples añadidos, extractos o fragmentos de obras, que saltaban a la vista del lector y contribuían a su formación e instrucción. Se explica así que casi todos los códices contengan además de la obra que lo marcaba sustancialmente otras piececillas que no siempre convenían en el tema con lo que constituía el núcleo del manuscrito. Así se comprende el interés de notas o pequeños textos que resultaban de interés secundario, y que a nosotros nos sorprenden actualmente por su diversidad y su impertinencia dentro del códice. Tal puede ser la razón de que se nos hayan transmitido textos que interesaba conservar, y que serían del interés o la curiosidad de futuros lectores, como la Nota Emilianense, himnos como el De defuncto, o textos como el De cursu ribulorum, por poner unos pocos ejemplos. Dejado de lado en este momento cuanto se refiere a lecturas como tales, privadas o comunitarias, me permito elaborar un índice de las obras que se tenían a disposición en el cenobio de San Millán en el siglo XI[13]. Claro es que nos tenemos que mover en un campo limitado, a saber, el de los manuscritos conservados; pero aunque podamos pensar que habría más manuscritos en el siglo XI en la biblioteca emilianense, es casi seguro que no variaría mucho el esquema fundamental[14]. Es casi seguro que desde los primeros tiempos figuraría en la biblioteca, y estaría a disposición de lectores y estudiosos la Biblia de Quisio (ms. 20). En casi todos los centros monásticos solía, en efecto, existir un ejemplar completo de la Biblia, que complementa la lectura bíblica usual, que solía hacerse con el Salterio, del que tenemos al menos un ejemplar (Madrid AHN 1006B, sector A), y con el Líber Comicus (ms. 22), con su organización de la lectura de Profetas (Antiguo Testamento), Apóstol (Epístolas) y Evangelios para la Misa. La formación bíblica se operaba además con la lectura y consideración de las grandes obras exegéticas, de las cuales los monjes emilianenses tenían a su disposición las breves introducciones que había escrito Isidoro en su de ortu et obitu patrum (ms. 22), Jerónimo Comentario a Mateo (ms. 39, sector A), Casiodoro in psalmos, obra poco frecuente pero cuyo interés se deja ver por el éxito que tuvo en esta región (ms. 8), Gregorio Magno homiliae in Ezechielem (ms. 38). En otro orden de cosas dentro del mismo ambiente tenemos que recordar que las Formulae spiritalis intelligentiae de Euquerio de Lyon, tan relevantes desde su publicación, se conservan en doble ejemplar (ms. 39, sector B; ms. Madrid AHN 1007B). Y todavía una obra de época reciente que muestra la profunda y continua influencia de allende los Pirineos, como las flores psalmorum de Prudencio Galindo, obispo de Troyes (ms. Madrid AHN 1006B, sector B), sin contar con no pocas homilías y sermones, en conjuntos variados, que suelen desarrollar reflexiones sobre pasajes de la Escritura (ms. 63, sector A; ms. 39, sector A). Los conocimientos generales, no sólo sobre las siete artes liberales sino sobre todo el conjunto del saber antiguo, estaban a disposición en un magnífico ejemplar de las Etimologías de Isidoro (ms. 25). Esta obra no sin razón suele figurar en otras bibliotecas bajo la rúbrica de libros de gramática. La formación moral se alcanzaba de manera suficiente, junto con una visión global de los problemas humanos y religiosos, en los Morales de Gregorio Magno, que conservamos nada menos que en doble ejemplar, a pesar de su enorme volumen, y por consiguiente, su gran coste (ms. 5, donde va acompañado de una introducción; originario quizá de La Rioja misma: ms. 2). Y por si fuera poco, disponían de una obra en que se mezclaban numerosas cuestiones de orden dogmático (sacadas casi siempre de Agustín), de orden escriturístico (sacadas de Jerónimo) y de orden moral (síntesis derivada de Gregorio Magno) que eran las Sentencias de Tajón de Zaragoza (ms. 44, sector B). Como suma condensada de preceptos morales hay que recordar la obra de Martín de Braga, formulae vitae honestae (Madrid AHN 1007B). Y para aquellos que preferían una síntesis en forma métrica, en el mismo manuscrito se transmiten, y podían ser leídos, los versos de virtutibus, que los monjes emilianenses conocerían bajo la supuesta autoría de Alcuino de York (Madrid AHN 1007B). La formación gramatical y exegética no limitaba las necesidades de cierta instrucción dogmática, que se alcanzaba, no sabemos en qué medida ni con qué provecho, de Agustín enchiridion (ms. 39, sector B) y dialogus quaestionum (ms. 39, sector B). En distintos grados, pero siempre dentro de este ambiente que pudiéramos denominar más teórico hay que contar también con el adversus lovinianum y la epístola ad Pammachium de Jerónimo (Madrid AHN 1007B), de los que el primero está íntimamente relacionado con el de virginitate Mariae de Ildefonso de Toledo (ms. 47). Añadamos el importante tratado de Potamio de Lisboa de substantia trinitatis (Madrid AHN 1007B), que podían leer bajo el nombre de Jerónimo, así como una larga serie de escritos originales o atribuidos a Juan Crisóstomo, que constituyen el ms. 27. Se explica bien que, a falta de Reglas monásticas, se haya cuidado especialmente, y de manera abundante, la formación monástica como tal. Aquí el gran patriarca es Casiano, cuyas conlationes, aparecen en doble ejemplar (ms. 32, ms. 24), y las instituía (ms. 32). Al mismo género, y obedeciendo a las mismas razones se conservan los apophthegmata de Pascasio de Dumio (ms. 60, sector A). Estos datos nos permiten inferir una conclusión que nos deja ver un aspecto sumamente interesante de San Millán: se saca la impresión, después de leídas las notas anteriores, que el monasterio más bien pertenecía al grupo de los seguidores del monacato oriental, con neto predominio de la ascesis anacorética sobre la cenobítica. Probablemente, a mediados del siglo X los monjes emilianenses fueron descubriendo poco a poco el monasticismo cenobítico, descubrimiento que quizá cambió no poco de sus hábitos e ideales anteriores, en que no hacían más que seguir de cerca el ejemplo del santo fundador del monasterio, San Emiliano, cuando ya desde finales del siglo IX se hicieron ardientes propagandistas de la obra de Esmaragdo de Saint Michel con los Comentarios a la Regla benedictina, de los que conservamos todavía dos ejemplares emilianenses (ms. 26; Madrid BN 18672-99, fragmentario). Del propio Esmaragdo disponían asimismo de una Via regia (Madrid AHN 100 7B, adición del s. Xex.). Dado el tema de esta obra, bien puede pensarse que surgió el interés por ella en función de las relaciones con el reino de Nájera. A relaciones quizá exteriores, no a necesidades internas del propio monasterio, se deben sin duda la Regla de Leandro (ms. 53, sector D), y otro conjunto de extractos de Esmaragdo feminizados, para su uso probablemente en alguna dependencia femenina (ms. 53, también sector D). En estos siglos ocupa un lugar preferencial la espiritualidad escatológica, que se podía desarrollar con lecturas como las del prognosticon de Julián de Toledo, de que había varios ejemplares (ms. 53A; ms. 53B), y poco después con los Comentarios al Apocalipsis atribuidos a Beato de Liébana (ms. 33). Quizá el campo en que mejor se hace patente la atención prestada a la formación integral de los monjes y a su edificación, lo tenemos en la hagiografía. El más rico material depende de la Compilación hagiográfica de Valerio del Bierzo (ms. 13), bien conocida y entendida en San Millán, porque fue copiada y estudiada sustancialmente, con su gran número de vidas de santos y santas y sus fragmentos de vida espiritual, pero además fue completada con numerosas Vidas que no figuraban en el repertorio del asceta bergidense: el conjunto de textos referentes a San Millán, con la biografía debida a Braulio de Zaragoza, las Vidas de Padres de Mérida, la Vida de Agustín por Posidio, la Vida de Ambrosio por Paulino de Milán, el conjunto de textos alusivos a Martín de Tours, que arrancan en su mayor parte de Sulpicio Severo. Además se incluyeron en este manuscrito la Vita Syluestri, la Vita Martialis, la Vida de Gregorio Magno debida a Paulo Diácono y la Vida de Jerónimo compuesta por Sebastián de Monte Cassino. Es curioso que por primera vez en la Compilación valeriana se haya constituido un conjunto de las seis Vidas de santas que contenía. Podían leer también la Vita Ildephonsi por Cixila (ms. 47), o la Vita Iohannis eleemosynarii de Anastasio (ms. 53, sector C). Para darnos una idea de cuáles eran las resueltas preferencias de los monjes emilianenses y la idea que se hacían de los materiales que debían tener a disposición de sus lectores, es de recordar que hay un nuevo ejemplar de la Vida de San Millán por Braulio, y de la Vida de San Martín por Sulpicio Severo en el ms. 47. Hace tiempo que se ha señalado que en un momento dado la librería emilianense mostró interés por las obras históricas, u obras que contribuían a dar una formación histórica a los monjes preocupados por estas cuestiones. A este movimiento sin duda alguna pertenece la copia del precioso ejemplar (precioso por su origen mozárabe y sus huellas de uso entre aquellos grupos) de la Ciudad de Dios de Agustín (ms. 29), seguida por su interés por la cronística (copia de la Albeldense y otras piezas conexas en Escorial d.I.l), que se repite todavía en otra rica compilación (ms. 39, sector B). Podemos hasta cierto punto incluir en este ambiente la serie de uiris illustribus (Jerónimo, Genadio, Isidoro, Ildefonso y sucesores) que se podía leer en el llamado Códice Emilianense (Escorial d.I.l). La variedad de intereses que supone un centro tan poderoso y activo como San Millán explica que haya todavía otros manuscritos que cubren campos tan importantes como el derecho visigótico (Escorial d. I. 1; ms. 34, acaso no del todo emilianense), y el derecho canónico de la Hispana (Escorial d.I.l; ms. 44, sector A), así como piezas sueltas (Madrid BN 6126); y todavía un tratado teórico, pero tan enjundioso como el de ecclesiasticis officiis de Isidoro de Sevilla (Escorial d.I.l). Lo que podríamos definir como curiosidades, que contribuían a mayores conocimientos, viene representado por las preocupaciones cosmográficas y geográficas de piezas como el De cáelo uel quinque circulis eius (ms. 25); los nombres de los ríos de España (Madrid AHN 1007B), los nombres de las sedes episcopales (ibidem), y otras menudencias por el estilo. De esta manera, los monjes de la Cogolla podían sentirse provistos de los materiales más relevantes para una extensa formación. Esta misma formación les permitía sentir curiosidad por temas muy diferentes, a la que procuraban satisfacer mediante la copia de nuevos manuscritos. En todo caso, podemos decir que cuanto interesante circuló por el Norte de la Península acabó siendo conocido en San Millán, sin duda el centro cultural más significado de los reinos occidentales de Hispania en los siglos X y XI.
NOTAS
[1]Isid. reg. 8 (p. 103 ed. J. Campos, Santos Padres españoles II, Madrid (BAC 321) 1971): Omnes códices cusios sacrarii habeat deputatos, a quo singulos singuli fratres accipiant, quos prudenter lectos uel hábitos semper post uesperum reddant. Prima autem hora códices diebus singulis expetantur. Qui uero tardius postulant nequáquam accipiant. Gentilium autem libros uel haereticorum uolumina monachus legere caueat. "Todos los libros téngalos confiados el sacristán, del que recibirá cada monje un libro; una vez leído con prudencia o tenido en su poder lo devolverá siempre después de vísperas. A la hora de prima cada día pueden ser pedidos los libros; y quienes los pidan más tarde, no los podrán recibir. Las obras de los gentiles y los libros de los herejes guárdese el monje de leerlos." [2] En San Millán se procedió en el siglo X a copiar repetidamente los Comentarios a la Regla benedictina de Esmaragdo. Los diversos ejemplares eran quizá vendidos o cedidos no sabemos en qué condiciones a otros monasterios. En ciertos casos, es probable que en la Cogolla como en otros lugares, el monasterio obtuviera ciertos beneficios de la copia de obras con destinos diversos. [3] Cap. 11-13. [4]Códice de las Colaciones de Casiano, del año 917, ahora Madrid BAH cod. 24. «Te ruego a tí que te dispones a leer que mantengas tus manos limpias en aire, no sea que dañes las letras». [5] He contado con el asesoriamienro del Prof. Luis Concheiro, del Departamento de Medicina Legal, a quien doy las gracias por sus informaciones, y sus ensayos. [6] Silos BA ms. 4, Liber ordinum de Monte Laturce, a. 1042. «humildemente pedimos el afecto piadoso en Cristo de presentes y futuros, todos los que con estos formularios ofrezcáis a Dios el santo sacrificio, para que no dejéis de acordaros de mí el arriba citado, cargado de un sinfín de pecados». [7] Es difícil separar ambas situaciones, a no ser con estrictos criterios paleográficos, que tampoco son siempre definitivos. Sobre estos problemas he escrito en Las primeras glosas hispánicas, Barcelona 1978. [8] Díaz, en Augustinus, 1980,157-180. [9]Las Glosas Emilianenses fueron editadas por vez primera por Menéndez Pidal, Orígenes del español, Madrid 1930, 1-9. Una nueva edición reproducción del manuscrito se debe a J. Olarte Ruiz, Las Glosas Emilianenses, Madrid 1977. Todavía existe otra edición, hecha con criterios filológicos y estudio lingüístico por H. J. Wolf, versión española de S. Ruhstaller, Las Glosas Emilianenses, Sevilla 1996. Un nuevo facsímil y edición con revolucionarios estudios en Las Glosas Emilianenses y Silenses, Burgos, 1993. [10] En el f. 38 del códice Madrid BAH cod. 3, con los Moralia in Iob de Gregorio Magno, se lee una frase similar: transí securus nichil dubites. [11] Isid. sent. 3, 14: Cum sit utilis ad instruendum lectio, adhibita autem collatione maiorem intelligentiam praebet. Melius est enim conferre quam legere. «Por mucho que sea útil la lectura para instruir, haciendo uso del coloquio proporciona mayor comprensión. Pues es mejor comentar que leer». [12] Libros y librerías, 181-182. [13] Un primer ensayo sobre caracteres de la librería emilianense di en Libros y librerías, 261-267. [14] Los manuscritos que se citan están copiados en los siglos X y XI, salvo poquísimas excepciones. Sigo la convención de señalar con sólo la abreviatura «ms.» los códices emilianenses que se conservan en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid. Los restantes serán designados con la signatura correspondiente.
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