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DE CÓMO NACIÓ LA LITERATURA EN LENGUA ESPAÑOLA
Las primeras obras literarias escritas en una lengua española aparecieron hacia el año 1040 de nuestra era. Su nacimiento fue muy humilde, pues se trataba de unas cancioncillas de tema amoroso (por lo general de una doncella que se lamenta de la ausencia de su amado) compuestas de dos a cuatro versos que servían de estribillo a unas composiciones largas, escritas en árabe o hebreo. Esas cancioncillas anónimas, llamadas jarchas, fueron escritas en una lengua hablada por los mozárabes, es decir, por cristianos que habitaban en territorio sometido a los árabes. Para comprender mejor cuanto acaba de formularse y lo que a continuación seguirá, conviene tener en cuenta que en el siglo XI la Península Ibérica estaba dividida en dos bloques: la España cristiana y la España musulmana. La primera, constituida por pequeños reinos (León, Castilla, Navarra, Aragón y Cataluña) separados de los musulmanes por los ríos Tajo y Ebro, era pobre, austera y con un proyecto de vida colectivo que influyó decisivamente en la manera de vivir y en el sistema de valores de todos sus habitantes. Ese proyecto de vida colectivo era nada menos que la reconquista de las tierras que desde el año 711 habían ocupado los árabes, empresa ardua, en la que se emplearían casi ocho siglos. La segunda mitad de España en el siglo XI también estaba fraccionada en pequeños reinos (llamados taifas) y un territorio, tan amplio como todos ellos, dominado por los almorávides, que llegaba hasta el extremo sur de la Península, lindando con el mar. En ese continuo avance hacia el sur que fue la Reconquista quedarían enclaves humanos de uno y otro bando en las ciudades conquistadas o perdidas: se llamarían mozárabes a los cristianos que vivían en territorio musulmán, y mudéjares a los musulmanes que habitaban en los estados cristianos. Por último, hubo también comunidades judías que indistintamente habitaron en territorios moros o cristianos. No hay que suponer ingenuamente que los ocho siglos que duró la Reconquista fueron de lucha y aniquilación incesantes; hubo largas treguas de paz en las cuales moros y cristianos se trataron amigablemente, intercambiaron saberes, técnicas y hasta modos de vivir. Siempre adversarios y sólo enemigos en las etapas de lucha abierta, hubo más tolerancia y respeto mutuos que intransigencia y desprecio. En cuanto a la lengua hablada en la España medieval, ocioso parece recordar que hubo dos bloques lingüísticos: en la España musulmana se hablaba árabe, en la cristiana un latín que con el paso del tiempo fue transformándose en varias lenguas (lenguas románicas) que en su última evolución son las que hoy día hablamos los españoles: castellano, gallego y catalán. (El vasco no entra en la precedente explicación por tratarse de una lengua que no procede del latín.) Volviendo a las jarchas, primer testimonio literario escrito en lengua romance, diremos que no es de fácil comprensión su lectura: el dialecto mozárabe del siglo XI en el que están escritas se manifiesta salpicado de palabras árabes, lo cual complica mucho su entendimiento. He aquí una muestra:
Estos cuatro versos del arcaico dialecto mozárabe quieren decir: « Madre, mi amigo / se va y no tornará más. / Dime, qué haré yo, madre: / ¿No me dejará [siquiera] un besito?» Así se expresaban miles de españoles del siglo XI en las ciudades ocupadas por los árabes. El encanto de tales cancioncillas cautivó a muchos escritores árabes y judíos de aquel entonces, y, oídas de humildes labios mozárabes, aquellos escritores cultos y refinados las insertaban en sus poemas cultos como una nota pintoresca y exótica.
CANTARES DE GESTA: HÉROES y GUERREROS
En la España de los reinos cristianos del siglo XII, las cualidades más apreciadas de un hombre eran el valor físico y la capacidad para organizar un ataque guerrero, una resistencia o una ciudad conquistada. La lealtad a los jefes y a los compañeros de lucha, la protección a los débiles - mujeres, niños y ancianos- y el respeto y devoción a la fe cristiana eran condiciones ineludibles que debían ponerse de manifiesto en cualquier hombre que aspirase a ser cabeza de una comunidad. La respuesta que la literatura daría a las exigencias mencionadas, fueron los poemas épicos o cantares de gesta. Aunque se tiene la certeza de que se escribieron muchos, sólo uno nos ha llegado completo: El Cantar de Mío Cid, Se exalta en él la figura de don Rodrigo Díaz de Vivar, infanzón castellano nacido hacia 1043 y muerto en Valencia en 1099. Héroe de carne y hueso que inspiró nuestra primera obra literaria. El Cantar de Mío Cid ha llegado hasta nosotros en un sólo manuscrito de autor anónimo, pues únicamente sabemos el nombre de la persona que hizo la copia, un tal Per Abbat. Esa copia única y preciosísima se conserva guardada en la Biblioteca Nacional de Madrid. Está compuesto de 3.735 versos y dividido en tres grandes partes, a saber: El destierro, Las bodas de las hijas del Cid, y La afrenta de Corpes. En ellas se relatan las hazañas del Cid, nombre dado por los musulmanes a don Rodrigo Díaz de Vivar (sidi en árabe significa «señor»), desde su salida de Castilla, desterrado por el rey, hasta la conquista de Valencia. En el Cantar Primero (El destierro) se cuenta la salida de Castilla, la despedida del Cid de su esposa, doña Jimena, y de sus hijas, doña Elvira y doña Sol, y la entrada en tierras de moros del pequeño ejército cidiano, con las primeras escaramuzas, batallas y victorias. En esta parte conocemos a los principales personajes del Cantar: a Minaya Alvar Fáñez, lugarteniente del Cid; a Martín Antolínez, «el burgalés cumplido, el burgalés de pro», caballero pícaro que engaña a los judíos Raquel y Vidas, obteniendo de ellos un préstamo de seiscientos marcos a cambio de unas arcas llenas de arena que Martín Antolínez asegura que están repletas de oro; engaño que permite al Cid abastecer a su pequeño ejército de amigos y parientes. En este Cantar Primero está uno de los episodios más finamente humorísticos de la obra: el vencimiento y prisión del conde de Barcelona, quien declara una huelga de hambre, que cesa al ser invitado por el Cid a una suculenta comida, tras la cual el conde, malhumorado, fanfarrón y cobardica, recobra su libertad, otorgada generosamente por don Rodriga. El rey de Castilla Alfonso VI comienza a dar señales de reconciliarse con el Cid cuando recibe los obsequios que éste le envía a través de Minaya Alvar Fáñez. El Cantar Segundo (La bodas) se inicia con la campaña levantina hasta el cerco y conquista de la ciudad de Valencia. El rey se reconcilia formalmente con don Rodriga y propone a éste las bodas de doña Elvira y doña Sol con los infantes de Carrión. Celébranse las bodas en Valencia. El Cantar Tercero (La afrenta de Corpes). Los yernos del Cid, don Fernando y don Diego, infantes de Carrión, que en principio fueron bien acogidos por los guerreros y parientes cidianos, al dar pruebas de indudable cobardía ante el enemigo musulmán son tratados con desprecio y burla por quienes anteriormente les habían recibido con respecto y afecto. Despechados los infantes se despiden del Cid y, con el pretexto de mostrar a sus esposas las tierras de Carrión, abandonan Valencia. En el camino desfogan en sus jóvenes esposas todo el resentimiento y la ira que han ido acumulando, las golpean brutalmente y las abandonan, medio desnudas e inconscientes, en el Robledal del Corpes. De allí son rescatadas y auxiliadas por su primo Félez Muñoz. Cuando el Cid se entera del inicuo comportamiento de sus yernos, actúa ateniéndose a la legalidad: en vez de tomarse la justicia por su mano, solicita del rey una reunión urgente de las Cortes en Toledo. Allí tendrá lugar lo que hoy llamaríamos un juicio civil en el cual don Rodrigo recupera sus espadas Colada y Tizona (valiosísimas, ofrecidas como regalo a los infantes con motivo de las bodas) y la dote de sus hijas. Liquidada la cuestión civil, los infantes son acusados de felonía y cobardía. Estas acusaciones se dirimen en un duelo que tres semanas más tarde tiene lugar en las tierras de Carrión y en presencia del rey. Luchan por el honor del Cid, Pero Bermúdez y Martín Antolínez contra don Fernando y don Diego, los infantes de Carrión. Salen vencedores en el duelo los caballeros del Cid, por lo cual, según las leyes del honor medieval, queda restaurado el buen nombre de don Rodrigo Díaz de Vivar y de su familia. Los últimos versos del Cantar nos dan noticia de los nuevos casamientos de doña Elvira y doña Sol con los príncipes de Navarra y Aragón, lo que gozosamente hace exclamar al autor del Cantar: « Hoy los reyes de España sus parientes [del Cid] son I a todos alcanza honra por el que en buena hora nació». El resumen que acabamos de exponer sobre el argumento del Cantar de Mío Cid es una pobre muestra de lo que ofrece al lector un libro singularísimo pleno de hallazgos literarios tan geniales en una obra tan primitiva. Su anónimo autor (o autores, si hemos de aceptar la teoría de don Ramón Menéndez Pidal de que fueron dos poetas quienes intervinieron en la redacción) poseía el don de individualizar a cada personaje adjudicándole una característica propia, real y convincente: Pero Bermúdez es tartamudo, y como tal se atasca cuando comienza a hablar, pero una vez que arranca no hay quien le pare; del infante de Carrión don Fernando se advierte que es hermoso, pero cobarde («¡Eres fermoso, mas mal barragán!»); Asur González, hermano mayor de los infantes, se presenta ante las Cortes arrastrando el manto y rojo y abotargado de lo mucho que ha comido y bebido, por lo cual un hombre del Cid le recuerda a voces que su aliento repugna a todos a quienes Asur se acerca. Podríamos seguir enumerando otras muchas caracterizaciones, pero como muestra basten las enunciadas. El Cantar ofrece un buen número de episodios que reflejan el genio de un poeta rudo y delicado a la vez. Es conmovedora, por su mezcla la ternura y altiva compasión, la escena de la niña de nueve años que detiene al Cid a la puerta de la posada de Burgos rogándole que no entre porque, de hacerlo, el rey castigará cruelmente a sus moradores. Es divertido el incidente del león huido que entra en la estancia donde el Cid duerme en su sillón, y mientras sus hombres lo rodean, aprestándose a su defensa y protección, los dos yernos huyen despavoridos; uno, don Diego, gritando «¡Nunca veré Carrión!» y ocultándose tras una viga de lagar, de la que saldrá todo sucio; el otro infante, don Fernando, no duda en ocultar su miedo metiéndose bajo el sillón donde duerme el Cid. Para abreviar, piénsese en escenas de mayor autoridad: la del Robledal de Corpes y la que transcurre en las Cortes de Toledo. El poema se escribió y fue utilizado para la transmisión oral, por ese motivo hay cientos de sus versos en los que se percibe que están allí para ser oídos y no leídos; que se cuenta con la emoción del auditorio, al que se espolea para que haga un esfuerzo y vea lo que oye. No obstante, un lector moderno puede gozar con su lectura. Lo arcaico de su lengua dificultará a algunos el goce, aunque pueden soslayar la dificultad acudiendo a excelentes versiones en español moderno realizadas con escrupulosa fidelidad al texto primitivo. Recomendamos la excelente versión del profesor López Estrada, entre otras varias que existen. La figura literaria del Cid no se echó en olvido en los siglos siguientes. A partir del siglo XV en cientos de romances aparecen don Rodrigo y sus amigos y familiares. Luego se hicieron comedias sobre él, como Las mocedades del Cid, del valenciano Guillén de Castro; en Francia, Corneille escribió Le Cid, que aún hoy día sigue representándose; poetas de principios de siglo han recibido inspiración de figuras y episodios del viejo Cantar, como Rubén Darío y Manuel Machado; de la patética escena del Robledal de Corpes surgió el drama Las hijas del Cid, de Eduardo Marquina. En 1961 la figura de don Rodrigo Díaz de Vivar alcanzó una popularidad internacional al ser llevada al cine en la película El Cid, protagonizada por el norteamericano Charlton Heston y la actriz italiana Sofía Loren, en los papeles de don Rodrigo y doña Jimena. Por último, en 1974 el comediógrafo Antonio Gala ha estrenado una obra titulada Anillos para una dama, cuya protagonista es doña Jimena, ya viuda del Cid, presentándonosla víctima de la sociedad que le tocó vivir y, sobre todo, víctima del mito cidiano, puesto que el tema principal de la comedia de Gala es que doña Jimena no puede tener una vida personal (amar a Alvar Fáñez, ser su esposa; no, es la viuda del Cid y en ella se prolonga el mito de su esposo). Para terminar, recordamos lo anteriormente advertido: aunque sólo se nos conserva completo el Cantar de Mío Cid, otros muchos poemas semejantes a él, pero con otros héroes, se escribieron. De ellos nos quedan partes incompletas y fragmentos desperdigados. Entre aquellos de que se tiene noticia, están los siguientes: Roncesvalles, Los siete infantes de Lara, el Cerco de Zamora, el Cantar de Rodrigo y el Rey Fernando y el Cantar de la campana de Huesca.
EL ADMIRABLE SIGLO XIII: POETAS, INTELECTUALES Y GUERREROS
Alfonso X el Sabio: Por vez primera en la historia española aparece un rey intelectual, es decir, preocupado por el saber y por los misterios del mundo y del hombre. Ese rey fue Alfonso X de Castilla, justamente apellidado el Sabio. Su padre, Fernando 111 (1217-1250), había dado un avance prodigioso a la Reconquista con la toma de las ciudades arábigo-andaluzas más florecientes: Córdoba cayó en su poder en 1236, Jaén en 1242 y, por fin, Sevilla en 1248. No pasaría a la historia don Alfonso por sus dotes de guerrero, sino por algo que le granjearía mayor gloria: fue un propulsor extraordinario de cultura, dotado de un sentido civilizador, que imprimió a todas sus obras, y de una visión totalizadora del mundo y de los seres humanos. Aprovechando un centro cultural de traducción y copia de libros que había existido en Toledo, Alfonso X el Sabio, organizó en esa ciudad una institución, a la que se ha dado el nombre de Escuela de traductores de To/edo. Con hombres sabios, cristianos, moros y judíos y con la añadidura de algunos más extranjeros, se formó la Escuela, que tuvo su sede en el castillo de San Servando, que aún hoy podemos admirar, ya que continúa al otro lado del río Tajo, enfrente de la ciudad. El grupo de estudiosos allí reunidos trabajó bajo la dirección personal del rey. Las obras que resultaron de ese admirable trabajo de equipo pueden c1asificarse bajo un denominador común: el interés por el hombre y por la historia humana. Atendiendo al pasado, Alfonso X el Sabio y su' equipo de traductores y eruditos escribieron dos libros de historia: la Crónica General o Estoria [sin h] de España, y la General Estoria. En la primera, se trató de hacer una síntesis de todas las noticias habidas sobre la Península Ibérica desde sus más remotos orígenes hasta el reinado de Fernando III el Santo. En la General Estoria, la ambición informativa fue aún mayor, pues el rey se propuso narrar la historia de todos los pueblos conocidos hasta el siglo XIII. El proyecto, como es de suponer, fue un sueño irrealizable en su totalidad, es más, ni siquiera llegó a realizarse una mínima parte de él, pues quedó interrumpido en el punto y momento en que se trataba de ¡San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María! Como gobernante que fue, el rey Alfonso planeó y dirigió obras de suma utilidad para sus súbditos, la más notable de todas ellas fue el código de las Siete Partidas. Tal vez el propósito de componer un código de leyes que abarcase la materia civil, la militar y la penal, y en donde no faltasen normas sobre la constitución del Estado y no se echara en olvido otras más sobre comportamiento y educación de los príncipes del reino, la nobleza y el pueblo, surgió en la mente del rey, ante la caótica situación de su reino, donde cada ciudad, incluso muchos pueblos y villas, tenían sus propias leyes civiles y penales. Los castellanos se regían por los fueros propios de cada sitio, y por ello, delitos que en una ciudad eran castigados con la pena de muerte, en otra, a veces cercana, recibían un castigo benigno o quedaban libres tras el pago de una multa pequeña. Las Siete Partidas, llamadas así por estar dividida la obra en siete partes (división que acaso tuvo algo que ver con las siete letras del nombre del rey, o porque el siete era el número mágico de gran tradición), ofrecen una visión fascinante de la sociedad española en el siglo XIII, la imagen de un rey sabio, consciente de su papel de protector de la justicia y la ley y amparador de sus vasallos, nobles y plebeyos, poderosos y humildes. Algunos de los, textos venerables de las Siete Partidas se recuerdan con devoción y bastante añoranza: La Universidad («Estudios» llaman a esa institución académica Las Partidas) es «ayuntamiento de maestros y escolares que está hecho en algún lugar con voluntad y con entendimiento de aprender los saberes», y debe tener «buen aire y hermosas salidas ... (... ) para que los maestros y escolares vivan sanos y puedan descansar y recibir placer a la tarde cuando se levantaren cansados del estudio». Para ocio y diversión de sus vasallos, el rey Alfonso ordenó la composición de El libro del ajedrez, dados y tablas, el más famoso de su especie en toda la Edad Media europea. Fue redactado en Sevilla en 1283, y su manuscrito se conserva en la biblioteca del Monasterio del Escorial. El manuscrito está ilustrado con preciosas miniaturas que muestran a caballeros y damas sentados en el suelo sobre cojines, en torno a un tablero de ajedrez. Se explican en el texto las jugadas e incluso se explica a los maestros ebanistas cómo deben hacerse las piezas del juego. Otra importante obra alfonsí es El Lapidario, tratado sobre piedras preciosas y semipreciosas, en cuyas páginas, juntamente con la descripción de cada mineral - tamaño, color, lugar donde puede hallarse, etc. -, aparece un dibujo en colores (es decir, una miniatura, que era la forma de ilustrar los códices en la Edad Media) que representa la piedra descrita en el texto. Por último, se dice también la virtud de cada piedra, esto es, el poder que tiene contra las enfermedades y contra o a favor de sentimientos y pasiones como el amor, el odio, la amistad, la ambición, etc. Una de las grandes preocupaciones de los hombres medievales, fue la Astrología, ciencia o sapiencia que trata del destino del hombre supeditado a la fecha de su nacimiento y ésta a los signos celestes del Zodíaco. No nos asombremos: en nuestros días cientos de revistas semanales acostumbran a dar el horóscopo, y hay gentes, no precisamente incultas, que se interesan por saber si usted es Escorpión, Leo, Piscis o Libra. Los estudiosos de la corte de Alfonso X el Sabio también redactaron manuales de Astrología, traduciendo o consultando tratados árabes: el Libro de las Cruces, el Libro complido en los juicios de las estrellas y el Picatrix son buenos ejemplos de tales curiosidades. Más interesantes, desde el punto de vista científico, aunque se tratase de una ciencia en mantillas, son los Libros del Saber de Astronomía, en los que, con los precarios medios que pueden suponerse, intentaron la descripción del firmamento. Finalmente, queda por reseñar la verdadera obra de creación personal de Alfonso X el Sabio: las Cantigas de Santa María. Se trata de 527 poemas, escritos en lengua galaico-portuguesa y dedicados a la devoción de la Virgen María. La mayor parte de esos poemas son historias inspiradas en leyendas españolas y europeas en las que la Virgen es loada como benefactora de mortales que acuden a Ella en demanda de auxilio, para escapar de un peligro o librarse de una situación comprometida. La cántiga 94 es famosa internacional mente, y en ella se han inspirado multitud de obras. Allí se relata la historia de una monja tesorera que abandona el convento por causa del amor a un hombre, pero antes de huir se encomienda a la Virgen, dejando las llaves del convento en el altar de Santa María; después de muchos años de mala vida, abandonada del galán, vuelve arrepentida y encuentra las llaves en el mismo sitio donde las dejó al marcharse y a la Virgen ocupando el puesto de la pecadora, sin que nadie lo haya advertido porque la Virgen ha tomado la misma figura de la monja tesorera. En los cuatro manuscritos que de las Cantigas se conservan, además del texto primorosamente copiado, hay miniaturas ilustrando las historias y la notación musical correspondiente para que puedan ser cantadas. Texto, ilustraciones y música que convierten a uno de los manuscritos conservados en la biblioteca de El Escorial en una joya de valor incalculable.
LA CLERECíA: MONJES E INTELECTUALES
La sociedad medieval estaba dividida en tres grandes grupos: el pueblo llano (campesinos y artesanos), el clero y la nobleza. En aquella sociedad el clero, además de su función específica religiosa, asumió la tarea de enseñar y transmitir la cultura. Cada monasterio, abadía o convento tenía maestros, biblioteca y escritorio, lugar este donde se copiaban a mano los libros y se los ilustraba con preciosas miniaturas pintadas al temple sobre dibujos minúsculos. Todo un estilo de escribir y redactar nació en los monasterios y en las abadías: en España el llamado mester de clerecía fue cultivado por poetas, a quienes se llamó «clérigos», que no sólo lo eran en el estricto sentido de la palabra, sino también porque muchos de tales autores habían sido educados en los conventos, aunque nunca recibieran órdenes sagradas, y otros eran caballeros que habían tenido como maestros a miembros del clero. Generalmente el nombre de «clérigo» designaba por entonces a cualquier hombre culto, tal vez algo semejante a lo que hoy día se designa como «intelectual». Las obras del mester de clerecía se distinguen por estar escritas en estrofas de cuatro versos monorrimos, que reciben el nombre de «cuaderna vía»; sus temas solían ser de asunto religioso (vidas de santos, leyendas marianas, martirios, etc.) o inspirados en argumentos de origen clásico greco-Iatino. Fue una poesía escrita por hombres cultos que se tomaban el trabajo, tal vez como un juego, de hacer ameno y divertido lo que escribían, con el fin de educar a una sociedad compuesta en su mayor parte de analfabetos; por supuesto, no se contentaban con entretener i¡ divertir, aspiraban a edificar por medio de relatos de los que fuera sencillo extraer una moralidad inspirada en la piedad cristiana. Escritas sus obras para ser leídas ante auditorios populares e indoctos, abundan en descripciones pintorescas, escenas de intriga y finales sorprendentes y siempre edificantes; su lenguaje también se acomodaba al auditorio, es de fácil comprensión y con frecuencia salpicado de expresiones que sin duda pertenecían a la lengua hablada de aquel tiempo. Las obras del mester de clerecía comenzaron a escribirse a finales del siglo XII y terminaron de cultivarse a principios del XV. Gonzalo de Berceo: Es el primer escritor español en lengua castellana de nombre conocido. Poquito se sabe de su vida: fue un clérigo, sacerdote y no monje, que mantuvo buenas relaciones con los monjes de los monasterios riojanos de San Millán y Silos; parece que murió de edad avanzada. Sus obras, que todas pertenecen al mester de clerecía, cubren una amplia gama de temas y asuntos religiosos, a saber: tres de ellas se centran en la devoción mariana (Loores a nuestra Señora, Milagros de Nuestra Señora y Duelo que hizo la Virgen María el día de la pasión de su hijo Jesucristo); otras tres, en las que se relatan vidas de santos (Vida de Santo Domingo de Silos, Vida de San Millán de la Cogolla y Vida de Santa Oria, y tres obras más que se dedican a temas religiosos diversos (El Sacrificio de la Misa, Los signos que aparecerán antes del Juicio y el Martirio de San Lorenzo). De entre todas esas seis obras de Berceo, la que sobresale, destaca y posee, aún para nosotros, hombres y mujeres de finales del siglo XX, un indudable atractivo es los Milagros de Nuestra Señora. En los veinticinco milagros contados por Berceo en estrofas de cuaderna vía se repite el mismo esquema argumental que en muchas de las Cantigas de Alfonso X el Sabio: siempre hay un pecador o una pecadora que en circunstancias críticas son salvados, ayudados o protegidos por la Virgen María; en todos, o en casi todos los casos, el pecador o la pecadora son devotos de María; a pesar de que hayan cometido delitos sin cuento o pecados graves, la Señora no les dejará de su mano. Los milagros realizados por Santa María cubren un amplio y maravilloso abanico de soluciones: la monja abadesa que espera un hijo es salvada de la deshonra pública; el ladrón, devoto mariano, que en trance de ser ahorcado implora la protección de la Madre de Dios, quien con sus preciosísimas manos debajo de los pies del delincuente sostiene en vilo el peso del cuerpo, evitando que la cuerda atenace el cuello del ladrón, salvándole así de la asfixia; la mujer en estado de buena esperanza que al cruzar la playa del Monte de San Miguel (entre Bretaña y Normandía, en Francia) es sorprendida por la súbita y caudalosa subida de la marea y, cuando las olas cubren enteramente su cuerpo, invoca la ayuda de la Virgen María, quien la cubre con su manto divino, bajo el cual tiene lugar el parto de la infeliz mujer, la cual, al descender las aguas, aparece sana y salva con su hijito recién nacido en los brazos, ante el asombro de la multitud que de lejos ha presenciado la catástrofe. No falta entre los Milagros el motivo del pacto satánico, es decir, la historia de un hombre que a cambio de renegar de Cristo y de Santa María por medio de un documento escrito y convenientemente sellado, recibe honras y riquezas, pero que, arrepentido de su apostasía, recurre a la Gloriosa, que, compadecida, recobra la carta y da paz y consuelo al infeliz Teófilo, que éste es el nombre del pecador. Otras obras, además de las de Berceo, fueron escritas por autores desconocidos en el mismo estilo de mester de clerecía y en el siglo XIII. Tal vez la primera de ellas fue el Libro de Apolonio, muestra curiosísima de libro de aventuras que parece una novela. En ella se cuenta la historia del rey Antíoco, enamorado de su hija, por lo cual pone toda clase de obstáculos al casamiento de la joven. La resolución de un acertijo que el padre incestuoso propone a los pretendientes de la muchacha, advirtiéndoles que de no resolverlo serán ejecutados, corresponde al joven príncipe Apolonio, quien, al mismo tiempo que da con la solución, descubre el nefando secreto del rey. Apolonio tiene que huir de las. iras de Antíoco, y en su deambular por tierras extrañas se casa con una princesa, de la que tiene una hija, Tarsiana. Pierde a ambas, esposa e hija, y al final las encuentra, una en un monasterio, otra convertida en juglaresa. El argumento, trufado de historias y cuentos exóticos, debió de hacer las delicias de quienes lo conocieran, muy lejos de imaginar por sí solos tan extraordinarias aventuras: aislados en monasterios y pueblos de la Castilla del siglo XIII. Algo parecido debió de suceder con el Libro de Aleixandre, que toma como modelo al famoso personaje histórico, rey guerrero y formidable conquistador, Alejandro "Magno. En la vida real de su tiempo histórico Alejandro había sido un hombre de rara perfección: dotado de fortaleza, valor, ingenio y belleza, discípulo del filósofo griego Aristóteles, se hizo dueño de toda Grecia y de la parte occidental de Asia, llegando con sus ejércitos hasta la India. Murió joven, cercano a Ios treinta años de edad, acorde con el proverbio griego de que «los elegidos de los dioses mueren jóvenes». La fascinante historia de su vida tuvo innumerables cronistas desde la más remota antigüedad (murió en el año 323 a. de Jesucristo!. El anónimo autor del Libro de Aleixandre empleó más de 10.000 versos en relatar la vida del héroe, intercalando hechos históricos con otros fantásticos y, sobre todo, presentando a Alejandro como un ejemplo moral de ser humano que llegado a la cumbre de la mayor grandeza insiste insaciable en conocer los misterios de la naturaleza, y de rechazo los desiqnios de Dios. Así, una vez más, una pieza de literatura medieval fue un ejemplo didáctico y moral. El poema de Fernán González, de autor anónimo, escrito en el siglo XIII, como todos los que venimos tratando, ofrece la particularidad de ser un tema épico, escrito en mester de clerecía, lo que es bastante insólito. Se trata en él del conde Fernán-González, primer conde independiente de Castilla, que hasta su época había dependido de los reyes de León. Parece una obra escrita con una cierta intención propagandística: la exaltación de Castilla como la región privilegiada, forjadora de la unidad nacional.
EL SIGLO XIV: CIUDADES, COMERCIANTES, AMBICIÓN DE LA NOBLEZA Y DINERO
En el siglo XIV la Reconquista está llegando a su fin; si aún transcurre un siglo más hasta que pueda darse por concluida es porque los reyes castellanos se enzarzan entre ellos en luchas egoístas, porque Castilla padece una racha de individuos reales enfermos e ineptos, cuando no abiertamente anormales, y porque la clase noble, llena de ambición, puso frenos a la autoridad de los reyes, solicitando privilegio tras privilegio. Otra suerte corrieron los reinos de Aragón y Cataluña, que tuvieron gobernantes más equilibrados y reyes que establecieron contactos fructíferos con Europa. Las fronteras con los moros se habían alejado tanto que ya en muchas regiones de la Península no se tenía consciencia de peligro del «moro enemigo», y las ciudades, pueblos y villas vivían seguras de no sufrir ataque alguno. Por todo ello se desarrolla una vida ciudadana en la que comienza a haber comercio, talleres y obradores de artesanos; la mujer cobra un valor nuevo, ella es la impulsara del lujo, del confort y del arte del buen comer y beber, que en el siglo siguiente producirá dos excelentes libros de cocina: el Arte cisoria, de don Enrique de Villena, y el del cocinero aragonés Ruperto de Nola, escrito en catalán, que en su versión cast~llana se titula Libro de los guisados. La influencia de la mujer - ya lejanos los tiempos de la silenciosa y dócil doña Jimena, esposa del Cid- desarrolla una producción literaria pro y contra -literatura feminista y antifeminista -, en la cual, como es obvio, tuvo un lugar preferente el tema amoroso. Las cortes reales, pululantes de intrigas, las nacientes ciudades, con su vida mercantil, y el auge de las relaciones interpersonales crean una realidad punzante y turbadora en la que el amor, el dinero y la ambición manifiestan su preponderancia. El arcipreste de Hita: Se llamaba Juan Ruiz, era natural de Alcalá de Henares (Madrid) y fue durante un tiempo arcipreste en el pequeño pueblo de Hita (Guadalajara). Vivió en Toledo, donde posiblemente estuvo preso por razones aún no bien dilucidadas, y viajó, acaso por motivos derivados de su ministerio sacerdotal, por los pueblos, caminos y sierras cercanas a Madrid, Segovia y Guadalajara. Todos estos datos biográficos los conocemos por la única obra que de él se nos conserva: el Libro de Buen Amor. En el mismo libro nos cuenta cómo fue físicamente, famoso autorretrato literario en el que no cuida de agraciar su vulgar aspecto:
Fue, sin duda, un hombre de la iglesia culto, buen gozador de la vida, alegre, con ribetes de socarrón, y enormemente inteligente. Mucho más optimista que pesimista, aunque conoce las debilidades del ser humano, confía en su libertad de decisión y en la formación moral, inspirada en el cristianismo, que le ayudará a salvarse como hombre y como creyente. Su Libro, en el que tanto se habla del amor humano, es indulgente con el pecador y confía, sin reservas, en la misericordia divina. La lectura del Libro de Buen Amor puede desconcertar a los hombres de nuestros días, porque el arcipreste, culto, divertido, malicioso y burlón, ha construido una obra literaria muy compleja, en la que se reúnen materiales heterogéneos y temas, situaciones y estilos de muy diversa índole e interpretación. Tal vez una sinopsis de sus diferentes partes ayudará a interpretar su complejidad y servirá de guía a un lector moderno. Veamos su desconcertante estructura: 1.º Es una historia que bajo forma autobiográfica (escrita en primera persona) relata las aventuras amorosas (quince en total) del presunto protagonista. Como mediadora de gran parte de esas aventuras actúa una vieja alcahueta llamada Trotaconventos, que es el antecedente literario español de la que un siglo más tarde será la Celestina, en la obra de Fernando de Rojas. 2.º A lo largo del Libro, e intercalados en las historias amorosas, se embuten innumerables cuentos, fábulas y anécdotas, con intenciones morales y didácticas, generalmente rezumantes de humor y buen sentido común. 3.º Una serie de sátiras, muy actuales entonces, contra el poder del dinero, contra la vida disipada de los clérigos, contra la ineluctable muerte y contra el poder de la pasión carnal. Pero junto a estas diatribas se ofrecen consejos sabios para el amante, incluyendo en ellos las condiciones que debe tener una mujer para ser bella y apetecible, y la estrategia que debe seguir el galán en su cortejo para conseguirla. 4.º Una serie de poesías líricas dedicadas al culto mariano nos muestran al arcipreste devoto y contrito. 5.º Un poema alegórico cuyos protagonistas son don Carnal y doña Cuaresma (el cuerpo concupiscente y la penitencia moderadora de los excesos de la carne), que entablan una guerra (La batalla de don Carnal y doña Cuaresma) en la que las huestes de don Carnal son los animales terrestres de carne comestible y las de doña Cuaresma los pescados de los ríos y del mar. Primero vence el ejército de doña Cuaresma, y don Carnal es hecho prisionero; más tarde, transcurrido el tiempo de la penitencia cuaresmal, don Carnal, liberado, entra en Toledo en compañía de don Amor, con quien dialoga discretamente el arcipreste.
El libro de Buen Amor rezuma el espíritu del siglo XIV: hay alegría y goce de vivir, pero también hay una buena dosis de tristeza embozada; hay esperanza y hay temor. El arcipreste tuvo consciencia de la ambigüedad que contenía su obra, que puede ser interpretada según el talante de quien la lea. ¿Fue el arcipreste un clérigo corrompido e inmoral? ¿Fue un creyente austero que por modo divertido quiso prevenir a sus lectores de los peligros del amor humano? La crítica moderna se inclina a suponer que fue sencillamente un clérigo de su tiempo, indulgente con las debilidades humanas y no demasiado preocupado por el castigo divino que de ellas procediera; creía en un Dios misericordioso, Padre justo, pero benevolente, y la intercesión benefactora y decisiva de la Madre de Dios Jesucristo: Esa significación tienen las canciones líricas dirigidas a la Virgen. Por último, conviene advertir que es la obra del mester de clerecía escrita en estilo más personal y que el Libro de Buen Amor es una de las joyas literarias de la Edad Media. Don Juan Manuel (1282-1348): Un caballero intelectual y político. He aquí todo un hombre de su siglo y de su clase aristocrática. Nieto de rey (Fernando 111 el Santo), sobrino de rey (Alfonso X el Sabio) e hijo de un infante, tuvo cuanto en su tiempo podía poseer un magnate de su alcurnia: poder y riqueza. Intervino en guerras, intrigó y conspiró contra sus reyes legítimos, casó tres veces con doncellas nobilísimas y vio a sus hijos e hijas matrimoniar con reyes y personalidades influyentes en la vida política de diferentes estados españoles. Nació en Escalona en 1282 y murió en Murcia en 1348. En su agitada vida halló reposo y tiempo para escribir un buen número de obras literarias. Y como hombre altivo y orgulloso que fue, supo que todas ellas valían la pena del esfuerzo y merecían ser conservadas para la posteridad. Se preocupó de ello ordenando que se hiciese una copia de todas ellas, corregidas y revisadas por él mismo, y dispuso que se conservasen en el castillo-convento de Peña fiel para que quien lo desease pudiera comprobar la exactitud de cuanto en ellas dejó estampado. (Desafortunadamente esa copia corregida de puño y letra por el mismo don Juan Manuel es la única que ha desaparecido). Es el único escritor español de la época medieval del que conservamos su retrato: Está en un retablo de la catedral de Murcia (el retablo de Santa Lucía), pintado por el artista italiano Bernabé de Módena; en la parte inferior del retablo aparece representado don Juan Manuel en actitud orante. La obra más importante de don Juan Manuel (escribió al menos quince, aunque todas ellas no han llegado a nosotros) es el libro titulado El Conde Lucanor. Escrito en prosa, está compuesto en su parte principal por cincuenta y un cuentos, que don Juan Manuel llama exemplos. Cada cuento o exemplo posee una estructura muy sencilla: Un noble caballero -el conde Lucanor- pide consejo a su ayo Patronio cada vez que se ve precisado a tomar una decisión o a resolver una cuestión; o pide un juicio sobre alguna persona o hecho; o solicita aclaraciones sobre problemas éticos, religiosos o de comportamiento. Su ayo Patronio no le responde directamente, se limita a relatarle una historia de la que se deduce la decisión que conviene adoptar, el comportamiento que procede o la resolución de la duda. El conde queda muy satisfecho porque su ayo concluye aplicando la historia al caso propuesto por su señor, y ordena que el cuento sea copiado en el libro y hace unos sencillos versos (dos monorrimos) que resumen sentenciosamente la moral de la historia. Entre los cuentos más famosos de don Juan Manuel, se halla el de doña Truhana, que no es otro que el muy popular de la lechera que va al mercado pensando y recreándose con la idea del dinero que le va a proporcionar la venta del cántaro que lleva sobre la cabeza (en don Juan Manuel es un olla repleta de miel); con ese dinero la mujercilla se propone comprar una partida de huevos, de los cuales nacerán gallinas que venderá para comprar ovejas, y de compra en compra se ve rica y rodeada de yernos y nueras, oyendo a la gente pregonar su riqueza y bienestar; cuando llega a ese momento de sus ensoñaciones, ríe y se da una palmada en la frente por lo que la olla de miel cae al suelo rota en pedazos: ¡Todas sus ilusiones se las lleva el viento! El versito de El Conde Lucanor apostilla convenientemente la historia:
El cuento de El mancebo que casó con mujer brava ilustra la manera de amansar el insufrible carácter de una mujer mandona y desobediente, desde el día de la boda. Referidas igualmente a la mujer son dos historias de casadas contenidas en el cuento veintisiete: Una de las mujeres es la esposa de un emperador, la otra lo es de Minaya Alvar Fáñez (personaje que aparece en el Cantar de Mío Cid). La esposa del emperador hace la vida imposible a su marido con su mal carácter y su pertinaz desobediencia; el egregio esposo, desesperado, decide desembarazarse de una mujer tan insoportable, para lo cual le tiende una trampa fatal: delante de testigos advierte a su esposa que no debe usar una hierba que tiene para envenenar las flechas que se emplean contra los ciervos; hecha esta advertencia, el emperador se marcha de caza. Acostumbrada a hacer su gusto y llevar sistemáticamente la contraria, la emperatriz, nada más ido su esposo, se aplica sobre el cuerpo el ungüento fatal, que no tarda en darle la muerte. A este siniestro relato le corresponde el siniestro privilegio de ser el primer crimen perfecto de la literatura española. La otra historia marital narrada en el cuento veintisiete de El Conde Lucanor ofrece en la figura de doña Vascuñana la personificación más absoluta de la sumisión femenina: la esposa de Alvar Fáñez acepta y asiente a todo cuanto dice o asegura su marido, por más que sean puros disparates que el mero sentido de la vista pone en evidencia. Muchos otros cuentos, o ejemplos, del libro adoctrinan sobre situaciones y aspectos varios de la conducta humana: se previene en uno de ellos contra la desesperación de creerse el más pobre y desgraciado de los mortales, pues siempre existe un hombre que nos aventaja en desventura; en otro se advierte contra la desmedida ambición de poder y riquezas; el cuento treinta y siete (« De lo que aconteció a un rey con los burladores que hicieron el paño») es el origen de una pieza teatral de Cervantes -el entremés de El retablo de las maravillas- y de un cuento infantil del danés Hans Christian Andersen. Se narra en él la historia de un rey a quien tres pícaros aventureros ofrecen tejerle una tela maravillosa que sólo puede ser vista por aquellos que sean hijos de padre conocido y legítimo. Como es obvio, la susodicha tela nunca existirá, pero los pícaros aprovechan el papanatismo y el temor del rey y sus cortesanos a ser tenidos por hijos bastardos, para sacar buenos dineros del necio monarca y burlarse cumplidamente de él haciéndole pasear desnudo por las calles de la ciudad, convencido de que va vestido, y acongojado porque no ve la dichosa tela de su mágico traje; un humilde criado del rey, a quien no importa lo que puedan pensar de su origen, es el único que se atreve a descubrir la superchería declarando que el rey se pasea desnudo; no tardan en decir lo mismo otros muchos y finalmente el propio rey se rinde a la evidencia. Las historias narradas en El Conde Lucanor reflejan, en general, una ética sui generis con la cual don Juan Manuel parece decimos: En este mundo hay muchos pillos y tontos, y de algún modo hay que defenderse de ellos estando siempre alerta; no seamos parcos en el castigo cuando éste sea preciso y, sobre todo, no permitamos que nadie nos inquiete, nos turbe o pretenda apoderarse de lo nuestro. Moral práctica pero egoísta, que en algún caso conduce al crimen perfecto, como en el cuento del emperador y su desobediente esposa. Por otra parte, y para equilibrar el fiel de la balanza, no cabe duda que en el siglo XIV y en el XX nuestro, algún adarme de prevención y cautela es honestamente necesario. El resto de las demás obras conocidas de don Juan Manuel están escritas con el claro propósito de hacer un cuerpo doctrinal de la ideología y formas de vida de la sociedad aristocrática española, especialmente la castellana, en el siglo XIV. Así, el Libro del Caballero y del Escudero y el Libro infinido o de los Castigos [consejos] a su hijo don Fernando, se preocupan de la educación y cultura que deben poseer los jóvenes de la nobleza. En el Libro de los Estados, partiendo de una antiquísima leyenda sobre la vida de Suda, llegada a conocimiento de don Juan Manuel a través de traducciones árabes, se propugna un ideal de vida apacible y prudente. El Libro de la caza es asimismo un manual de ocio, es decir, de entretenimiento, para quienes practicaban esa afición como uno de los deportes más estimados entre los grandes señores medievales.
El canciller don Pero López de Ayala: un político culto y pesimista. La vida de este noble señor transcurrió entre 1332 a 1407. Durante cuatro reinados ocupó altos cargos en la corte de los reyes castellanos, el nombramiento de canciller le situó en la cúspide del poder. Desde esa atalaya pudo asistir al desmoronamiento de la sociedad feudal, conoció muy de cerca el poco valer de sus máximos representantes, los reyes, y la ambición sin tasa de la nobleza. La visión que tuvo de su patria fue ciertamente desoladora, y de ahí su consciente pesimismo. Dentro de ese espíritu, don Pero López de Ayala, escribía el Rimado de Palacio, última obra escrita en estrofas de mester de clerecía. La obra no responde a ningún criterio de unidad, como no sea el de manifestar su profundo pesimismo por los males de su tiempo, dominado por las guerras internas, por el desastre de la guerra castellana contra los portugueses, la miseria reinante y la peste negra, que asolaba el país. Ante ese cúmulo de desgracias, el canciller adopta un tono severo y moralizante, en el que se trasluce la añoranza por los viejos tiempos pasados: la eterna queja de los moralistas en épocas de cambio - y el siglo XIV lo fue en sus postrimerías - cuando se horrorizan del presente y claman jeremíacos por el tiempo pasado que, según ellos, «fue mejor». Dentro de ese espíritu, don Pero escribía en prosa las crónicas de los reyes castellanos Pedro 1, Enrique II, Juan 1 y Enrique III, cuatro calamidades nacionales. De las cuatro crónicas, la más interesante fue la del reinado de Pedro 1, llamado el Cruel por unos, y por otros, el Justiciero. El canciller se cuenta entre los enemigos del rey Cruel, y la crónica que le dedicó tiende a mostrárnosle como tal, por más que el infeliz Don Pedro, muerto a puñaladas por su medio hermano Don Enrique, quien obtuvo el trono de Castilla después de cometido el fratricidio, ni fue tan cruel ni tan justiciero como unos y otros se empeñan en presentárnosle, sino más bien un ser desequilibrado y lleno de extraños complejos.
EL SIGLO xv: SE EXTINGUE LA EDAD MEDIA y AFLORAN IDEALES RENACENTISTAS
En toda Europa fue el alba de una nueva época, en la que se fue indagando sobre el misterio del hombre y de la naturaleza. Una serie de descubrimientos alteraron profundamente las condiciones de vida de los pueblos europeos: en primer lugar, la difusión del uso de la pólvora, invento chino que los árabes introdujeron en Europa y que ya en el siglo XIII había sido utilizada por Alfonso X en el sitio de Niebla; después, la brújula, pieza fundamental para la navegación de altura, cuyo empleo facilitó la aventura de los descubrimientos de tierras lejanas; por último, pero no lo último sino más bien lo primero en el plano civilizador y cultural, el descubrimiento de la imprenta. La imprenta hizo posible la extensión de la cultura a todos los estamentos sociales, abaratando el libro y consiguiendo que de cada obra se imprimieran cientos de ejemplares. Desde el punto de vista literario, el siglo XV español fue de una calidad extraordinaria; en su primera mitad, innumerables poetas cortesanos escriben poemas líricos, satíricos y morales, que son recitados en fiestas aristocráticas o en reuniones selectas de hombres y mujeres cultos pertenecientes al círculo de la nobleza. El «hacer versos» y la afición por la poesía llegó a ser una condición indispensable para todo caballero que quisiera figurar y triunfar en la vida de la corte; muchos hasta pagaban a poetas pobres para que les escribiesen composiciones que luego ellos pregonaban por suyas propias. Reyes y grandes señores encargaban la recopilación de todo poema, canción o estrofa que se escribiera en su corte. De esa intención nacieron los Cancioneros, que eran colecciones antológicas de poesías de diversos autores, en las que se mezclaban, sin orden ni concierto, lo mismo obras de un poeta exquisito que otras de un zafio versificador, canciones líricas que exaltaban el amor más puro con otras chocarreras y de impresionante obscenidad. Los dos Cancioneros más famosos de la primera mitad del siglo XV son el Cancionero de Stúñiga, que mandó recopilar Alfonso V de Aragón, y el Cancionero de Baena, hecho por encargo de Juan II de Castilla. En la corte de Juan II, en un ambiente cultural en donde la poesía, como se ha indicado más arriba, era profesada por multitud de cortesanos, y entre ellos el propio rey y su favorito don Alvaro de Luna, sobresalieron dos grandes poetas: Juan de Mena e lñigo López de Mendoza, marqués de Santillana. Juan de Mena (1411-1456l. Natural de Córdoba, estudiante en Salamanca y viajero por Italia, debió de ser uno de esos hombres a quienes el estudio y la continua lectura llenan la existencia y les hacen sabios, moderados y prudentes. Esas cualidades le serían muy necesarias para convivir, sin mayores riesgos, en el ambiente enrarecido de envidias y pasiones de la corte castellana. Su función en ella fue la de secretario de cartas latinas, es decir, no solamente traductor oficial de documentos y redactor de ellos, sino cargo delicado y de cierta responsabilidad. Sin embargo, no consta que llegase a alcanzar ninguna influencia política, y sus amistades con nobles influyentes de la corte parece que se limitaron al ámbito de lo estrictamente personal y afectivo. Así, Juan de Mena, discreto, ensimismado en sus libros, dedica la mayor parte de su vida a escribir, en verso y prosa, obras muy esmeradamente trabajadas. De ellas destaca un gran poema alegórico de intención política y moral titulado El Laberinto de Fortuna o Las trescientas (este sobretítulo le fue adjudicado por alusión al número de estrofas de que está compuesta la obra ... , aunque a la postre resulte que su número exacto es de 297). En el famoso poema se describen tres enormes ruedas que están en el palacio de la diosa Fortuna y que representan el pasado, el presente y el 'futuro, ilustradas con escenas alusivas a la vida de personajes míticos o históricos del pasado y del presente contemporáneo de Mena. El Laberinto es un poema culto, escrito para un círculo de personas que estaban preparadas intelectualmente para comprender las alusiones mitológicas y las referencias históricas que en él se contienen; con esa intención selecta, Mena se propuso asimismo la creación de un estilo literario que se distinguiera del lenguaje hablado comúnmente, empleando una serie de palabras cultas, derivadas del latín, o inventando otras nuevas y ordenando las frases según la sintaxis latina (hipérbaton). En El Laberinto se pone de manifiesto también, un anhelo que difusamente aún se albergaba en los espíritus de los mejores hombres de la época: la idea de la unidad nacional entre todas las regiones de España. En otro gran poema titulado La coronación, exalta la personalidad de su amigo el marqués de Santillana, el mejor poeta de la corte de Juan II de Castilla. El marqués de Santillana (1398-1458l. Don lñigo López de Mendoza nació en Carrión de los Condes; huérfano de padre a los siete años, fue educado por su madre y su aouela, extraordinarias mujeres que hicieron de él un hombre culto, valiente y de suma prudencia y habilidad. En los sesenta años que alcanzó su existencia luchó contra los moros, intervino activamente en la política de Castilla y dejó al morir una. obra señera, tanto en calidad como en cantidad. Fue un gran poeta que dedicó su inspiración a dos tipos de poemas: las canciones y los decires; las primeras estaban hechas para el canto, los decires para ser leídos o recitados. Entre los poemas más notables salidos de su pluma son inolvidables el de Bías contra Fortuna, escrito para confortar a amigos y parientes en situación apurada, poema el de Bias en que por boca de este filósofo griego aconseja valor y entereza en la adversidad; el titulado Doctrinal de privados, cuyo protagonista es don Alvaro de Luna, primer ministro y hombre de confianza del rey Don Juan II. Acosado por el odio de los nobles, entre los que se hallaba el marqués de Santillana, don Alvaro fue decapitado en Valladolid por orden del rey. En el poema que comentamos, la ejecución del favorito se considera como una lección ejemplar para los gobernantes. Son estremecedoras las invocaciones que pone en boca del desgraciado favorito al pie del cadalso:
Cierto sentimiento trágico de la vida, fortalecido por la fe cristiana y la fuerza altiva de la dignidad en el ser humano, se ponen de manifiesto en otro poema, La comedieta de Ponza, en el cual se describe la batalla naval de Ponza con la derrota del rey Alfonso V de Aragón, su prisión y la patética lamentación de la reina madre. En otro orden de temas, el marqués de Santillana dedicará un buen número de sus obras a las cuestiones amorosas: el Triunfete de Amor, el Sueño y el Infierno de los enamorados, y muchos cantares y decires testimonian cumplidamente de la preocupación e interés por el sentimiento amoroso en un hombre sensible y apasionado como don lñigo López de Mendoza. Las más atractivas de todas esas obras, y por supuesto las que aún impresionan gratamente, son las conocidas con el airoso nombre de Serranillas; en ellas se ofrecen diez encuentros con otras tantas mujeres - ésas son las serranillas - , en las cuales el marqués unas veces consigue disfrutar del encuentro y otras es rechazado con picardía o con rudeza. Finalmente, se impone recordar que escribió dos trataditos en prosa muy curiosos: la Carta-prohemio al Condestable de Portugal, en la que resume para su ilustre amigo la historia de la literatura española, le cuenta sus impresiones de lector y su concepto de la poesía y del arte literario en general; en los Refranes que dicen las viejas tras el fuego se encuentra la primera colección de esas sentencias populares que representan mucha de la sabiduría popular, práctica y utilitaria. En esta primera mitad del siglo, de la que vamos espigando los autores más relevantes, no sería justo olvidar a Fernán Pérez de Guzmán autor de Generaciones y semblanzas, colección de biografías de personajes importantes en las cortes reales de Enrique III y Juan II; la idea hizo fortuna y sirvió de inspiración para que años más tarde Hernando del Pulgar, que murió a finales del siglo, escribiera otra colección de biografías con el sonoro título de Claros varones de Castilla. Fuera del ámbito cortesano, un clérigo llamado Alfonso Martínez de Toledo, nacido en 1398 (es decir, el mismo año que el marqués de Santillana) y arcipreste de Talavera, escribió una obra que se conoce con el nombre de Corbacho y el expresivo subtítulo de «Reprobación del loco amor». El motivo principal del libro es un ataque a las mujeres, contando sus malas cualidades, sus vicios y sus trapacerías para dominar al varón; es, por tanto, una obra antifeminista. Dejando a un lado el partidismo del autor, para quien la mujer es una de las mayores calamidades humanas, el estilo con que cuenta los desastrados casos en que intervienen las mujeres es enormemente sugestivo, lleno de gracia y de picante mala intención. En las antologías literarias de este período no falta la inclusión de un pasaje del Corbacho en el que se transcribe con toda fidelidad el torrente de exclamaciones, juramentos, reniegos y consideraciones que lanza una mujer a quien se le ha perdido una gallina. Es un texto prodigioso sobre el lenguaje hablado del siglo XV. Otras historias del Corbacho parecen extraídas de las actas de procesos criminales, así de realistas y estremecedoras son todas ellas. Pero, sin duda alguna, y por encima de su enconado antifeminismo, lo más impresionante es que el arcipreste de Talavera llegue a la conclusión de que la mujer es el obstáculo más grande que se le presenta al hombre para alcanzar a Dios. Una serie de acontecimientos que se producen en el último tercio del siglo influirán decisivamente en la sociedad española y, como reflejo de ella, en las obras literarias. En 1474 se introduce la imprenta en Valencia, de cuyas prensas saldrá el primer libro impreso español: una antología en castellano, valenciano y catalán, titulada Troves en lahors de la Verge Maria, que son ni más ni menos que las poesías presentadas a un certamen convocado por el Cabildo de la ciudad del Turia en honor de la Concepción de la Virgen María. En el año 1492 coinciden dos eventos de categoría extrema: la terminación de la Reconquista, con la conquista del reino moro de Granada, y el Descubrimiento' de América. En el mismo año maravilloso se publica la primera Gramática castellana, escrita por un andaluz, Elio Antonio de Nebrija, catedrático de la Universidad de Salamanca. También en la misma fecha se consuma la expulsión de los judíos que no quisieron convertirse al cristianismo. Esta expulsión, que afectó a miles de españoles de raza hebrea, tuvo como inmediato resultado la creación del Tribunal de la Santa Inquisición, encargado, en principio, de inquirir, o sea, de investigar, sobre la autenticidad de la conversión de los judíos que acababan de ingresar en la comunidad de fieles cristianos, pero que con el paso del tiempo se convirtió en una institución poderosísima que durante los siglos siguientes pesaría sobre la vida intelectual, social y hasta política de todo el país.
EL ROMANCERO, Río POÉTICO QUE NO CESA ...
Desde finales del siglo XV, en que comienza a extenderse por todo el país, la riada de romances no cesará nunca. Es la forma literaria poética de más sencilla fórmula: los romances están compuestos de un número de versos ilimitado (hay romances de diez versos y hay romances de cientos de versos); cada verso tiene ocho sílabas (precisamente las que suele tener la unidad fónica -es decir, frase hablada o escrita de las lenguas peninsulares hispánicas de origen latino - de más frecuente uso) particularidad que facilita la cpmposición de un romance, aun por individuos analfabetos. Los versos pares - recuérdese que se llama verso a cada una de las líneas que constituyen una composición poética - riman en consonante (son iguales las dos últimas sílabas de la última palabra: barbado, amado, colgado, etc., o divisaba, daba, cansaba, etcétera.), o riman en asonante (son iguales solamente las dos vocales de la palabra final de verso: lazo, caballo, trabajo, etc., o caña, mañana, charra; las primeras tres palabras del ejemplo riman en asonante a-o, las tres siguientes en a-a). Los romances aparecen cuando los grandes poemas épicos, como el Cantar de Mío Cid, dejan de recitarse y cantarse. Posiblemente el público oyente comenzó a pedir que se les recitasen solamente trozos aislados de los grandes poemas, aquellas escenas más emotivas, las que por alguna razón les impresionaran más. Como resultado de esa demanda, los juglares compondrían los primitivos romances, que tal vez son de finales del siglo XIV. En general, son piececillas cortas, limitadas a contar historias de pocos personajes, con escenas dialogadas y un final en el que se corta bruscamente el relato, dejando en suspenso la intriga del desenlace. Los temas que en ellos se tratan cubren un amplio abanico de posibilidades: hay miles de romances que tratan de temas históricos (acontecimientos, personajes, anécdotas, etc), hay otros de temas novelescos (el de la Doncella guerrera, que hace la guerra en traje de varón y de la que se enamora el hijo del rey, que percibe la condición femenina de la muchacha a pesar de su disfraz; el romance de La condesita, recién casada, «que no dejaba de llorar» después de que el marido había partido a la guerra, y que pasados veinte años de ausencia emprende su busca, vestida de romera, hasta que halla al esposo ausente a punto de contraer nuevo matrimonio ... y lo recupera felizmente); hay preciosísimos romances líricos de fascinante atractivo, como el Romance del prisionero que encerrado en oscura mazmorra «ni sabe cuándo es de día, ni cuándo las noches son», y cuyo único consuelo es el canto de una avecilla que traspasa los muros de su prisión, y a la que un ballestero mata, dejando al prisionero en la más desoladora angustia. Hay romances llenos de gracia y picardía, como el de La misa de Amor, con la descripción de una dama hermosa, coqueta, bien vestida y alhajada que entra en la iglesia en día de misa mayor produciendo tal conmoción que el abad que oficia en el altar no acierta a pronunciar palabra y los monaguillos «por decir, amen, amen / decían amor, amor». Los romances moriscos ofrecen una visión amable y caballeresca de los adversarios moros en el período de la Reconquista, entre estos romances hay un buen número dedicado al tema del cautivo y la cautiva cristiana en territorio musulmán. Los romances españoles se transmiten oralmente, de ahí las diferentes versiones de cada uno de ellos. No obstante, con motivo de la aparición de la imprenta, a principios del siglo XVI comienzan a ser impresos. La transmisión escrita se hace entonces por medio de tomitos de pequeño formato llamados Romanceros y por los llamados Pliegos de cordel, que eran cuadernillos de ocho a treinta y dos hojas que vendían en tenderetes al aire libre, colgados de cordeles (de ahí el nombre por el que son conocidos). La popularidad de los romances no sólo alcanzó a todas las regiones españolas (y a todas las lenguas habladas en nuestro país, pues hay romances en gallego, catalán y valenciano, y otros que recogen peculiaridades regionales andaluzas, extremeñas, murcianas, etcétera, aunque la lengua más utilizada en ellos sea el castellano); también los romances llegaron a las tierras americanas descubiertas por los españoles, y los judíos expulsos (sefardíes) siguieron cantándolos y recitándolos en el destierro, y aún se pueden oír entre las comunidades sefardíes de Centroeuropa, el Cercano Oriente y Marruecos. Estos romances primitivos que siguen transmitiéndose oralmente se llaman romances viejos, y al conjunto de todos ellos, Romancero viejo. La evolución del Romancero desde la Edad Media hasta nuestros días merece, al menos, una pequeña explicación biográfica: Los romances viejos, anónimos y de transmisión oral y popular, perviven todavía en nuestros pueblos y aldeas, raramente en las ciudades, donde sólo personas ancianas pueden recordar algunos; a finales del siglo XVI, alrededor de 1580, poetas de nombre conocido, y algunos famosísimos, comienzan a escribir romances y los ponen de moda en los círculos literarios de aquel entonces; a este conjunto de romances se le llamará Romancero Nuevo. Los poetas de estos romances nuevos, cuando eran individuos que también escribían obras teatrales, utilizaban la forma métrica del romance si los personajes de las comedias tenían que representar una escena en la que se relataba algún suceso o alguna aventura; así el romance llegó a las tablas escénicas en obras de Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca y otros muchos. En el siglo XVIII, aunque continúan recitándose los romances viejos -eso siempre, no se olvide-, los literatos los desprecian, incluso prohíbe el gobierno que se utilicen, como había sucedido hasta entonces, los cuadernillos de los pliegos de cordel para enseñar a leer en las escuelas. Cierto es que en las ciudades dieciochescas apareció un nuevo tipo de romance, pero de tan ínfima calidad, de tono tan bajo y hasta soez, que ni la mejor buena voluntad se podría atrever a dar lugar a tales engendros en una historia de la literatura; los temas mayormente «cultivados» en esos romances son de crímenes, de costumbres que se critican y satirizan, de intención política, igualmente satíricos, y muchos referidos a infidelidades matrimoniales y sobre las malas condiciones de las mujeres. Romancero populachero y no popular, en suma. Los escritores románticos del siglo XIX, resucitan la afición y el gusto por el romance. El duque de Rivas y José Zorrilla, el celebérrimo autor de Don Juan Tenorio escribieron bellísimos romances a la moda romántica e inspirados en leyendas españolas del pasado. Finalmente, en nuestra época contemporánea, poetas de la importancia de Antonio Machado y Federico García Lorca no han desdeñado escribir obras en la venerable forma poética del romance: La tierra de Alvar González, de Machado, y el Romancero gitano, de García Lorca, son testimonios inestimables de su valeroso y feliz intento. Llegamos al final de este repaso de la literatura medieval española. Dos obras han de cerrar la historia literaria de este período, porque además de ser de la más alta calidad, cancelan la época tratada por ser obras de tránsito hacia una época nueva: las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, y la Tragicomedia de Calixto y Melibea, más conocida con el título de La Celestina. Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Su autor fue un caballero de la noble familia de los Lara; nació hacia 1440 en la villa de Paredes de Nava (Palencia) y murió antes de alcanzar los cuarenta años de su vida en una acción de guerra contra el castillo de Garcimuñoz, al mando de tropas partidarias de Doña Isabel de Castilla (quien pasaría a la historia con el nombre de Isabel la Católica) en plena guerra civil por los derechos al trono castellano. Don Jorge Manrique, muy hombre de su época, había escrito poesías desde muy joven; fruslerías de moda en aquel tiempo: cancioncillas de amor y algunas inocentes sátiras contra su madrastra, poca cosa, en fin. Pero en 1475 muere, «en la su villa de Ocaña», su padre, don Rodrigo Manrique, todo un personaje de la alta nobleza, patriarca indiscutible de una numerosísima familia, pues se casa tres veces, y con cada una de sus esposas tiene un montón de hijos, a quienes va situando por medio de buenos enlaces matrimoniales y en excelentes cargos de la milicia o el clero. Todo un soberbio tipo humano de aquella sociedad, donde el jefe de la familia daba con su ejemplo la pauta de lo que se debía ser y lo que debía hacerse. Su hijo Jorge describirá para el futuro el talante de aquel hombre.
Las Coplas están compuestas de cuarenta estrofas que suman un total de 480 versos. La estrofa manriqueña es una combinación de dos versos octosílabos más uno tetrasílabo que se combinan emparejados con otros semejantes (véase la copla XXVI, que acabamos de citar). Se ha dicho, con evidente acierto, que el verso de pie quebrado realza notablemente el tono elegíaco de las Coplas, dando un ritmo semejante al doblar de las campanas, incluso la última palabra de esos versos es profundamente significativa, apréciese en una de las estrofas más conocidas:
Las Coplas son uno de los homenajes más conmovedores que un poeta haya dedicado a su padre; pero no porque nos mueva al llanto, ni a la angustia, ni siquiera al dolor por la pérdida irreparable del ser amado, sino por la dignidad con que el padre acepta la muerte (con «voluntad placentera, clara y pura», dice el poema) y por las conclusiones que de ella saca su hijo («que aunque la vida perdió/dejónos harto consuelo/su memoria»). La Celestina, de Fernando de Rojas. Siete años después del descubrimiento de América, siete años después de la expulsión de los judíos y de la Conquista de Granada se publicó en Burgos, con el título Tragicomedia de Calixto y Melibea, una obra con 16 actos y en prosa que entusiasmó a sus contemporáneos y produjo un revuelo de encontradas opiniones y comentarios. La obra volvió a editarse en la rica y alegre Sevilla en 1501, y, de nuevo, en la misma ciudad y con la adición de cinco actos más en 1502. Éxito editorial extraordinario en una obra de aquellos tiempos. Pronto cambia el largo nombre de la primera edición por el más conciso de La Celestina. No tarda en traducirse al italiano, en 1506; al alemán en 1520, al francés en 1527 y al inglés en 1530, siendo éste el primer libro en lengua castellana traducido a esta lengua. En 1605 Cervantes dice, refiriéndose a La Celestina: «libro en mi opinión divino si encubriera más lo humano». En la época moderna se estrena en un teatro de París y es encomiada por la crítica y el público. En España se representa varias veces durante los últimos años. «Una obra contemporánea de Colón», es la frase publicitaria con que se anuncia. Se explica en las cátedras de Universidades e Institutos, se escribe sobre ella, crece su fama con el tiempo. Se considera, en fin, a la Celestina como uno de los tres grandes mitos o caracteres que ha dado la Literatura española a la universal: los otros dos son Don Quijote y Don Juan. Pero ¿qué es y qué tiene en sí la Celestina para que su gloria permanezca inmarcesible? Su argumento parece sencillo y baladí, como el de todas las grandes obras del ingenio humano, si le despojamos de las escenas, de las situaciones, del lenguaje directo de sus héroes. Un joven caballero llamado Calixto entra un día, en pos de un halcón, en una huerta. Ve allí a una dama, casi adolescente, llamada Melibea, y se enamora súbitamente de ella. Al declararle su amor es rechazado con violencia. Regresa a su casa y cae en la más aguda desesperación. Enterado uno de sus criados de cuál es la naturaleza del mal que aqueja a su amo, le propone acudir en demanda de ayuda y remedio a una mujer vieja llamada Celestina, que es conocida en la ciudad por sus seis oficios: «labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites, alcahueta y un poquito hechicera». Celestina viene, y pronto, con su conocimiento extraordinario del corazón de la gente moza, consigue que Melibea hable, a escondidas de sus ancianos padres, con el enamorado Calixto. Celestina comienza a recibir la paga de su ayuda. Sempronio y Pármeno, criados de Calixto, cegados por la codicia, exigen a Celestina parte de lo que ha obtenido como intermediaria de los amores de su amo con la gentil Melibea. La vieja avara se niega a entregar nada, y los criados la asesinan. La justicia los prende y son degollados en la plaza pública. El verdugo pregona a voces su infamia: «Manda la justicia que mueran los violentos matadores». Calixto se acongoja: «¡Oh mi triste nombre y fama, cómo andas al tablero de boca en boca! ¡Oh mis secretos más secretos, cuán públicos andaréis por las plazas y mercados!» - dice -, pero aturdido con el amor de Melibea olvida la infamia de los criados y va aquella noche a la cita de su amada. Cuando están en el jardín entretenidos en amorosas pláticas y deleites, oye Calixto gritar a un criado suyo que ha dejado de vigilante en la calle. Deja a Melibea y corre en socorro de su servidor, pero al bajar por una escala adosada al muro, pone un pie en falso y se estrella contra las piedras del suelo. Melibea, transida de dolor, sube a lo alto de una torre de su misma casa y desde allí se arroja, no sin antes confesar a su padre su pecado. Quedan solos los padres de Melibea. Pleberio, el padre, da fin a la obra con un largo monólogo que es una interpretación angustiosa y pesimista de la vida humana y de sus errores. Calixto y Melibea son para los españoles como Romeo y Julieta para los ingleses: la representación del amor encarnado en dos seres jóvenes y bellos. Pero la tragedia shakespiriana tiene su origen en la rivalidad de dos familias, mientras que la de Calixto y Melibea se fundamenta en la propia ceguera pasional de los dos amantes. ¿Por qué Calixto recurre a Un3 vieja corrompida para conseguir el amor de Melibea? ¿Por qué no pide la mano de la doncella a los padres de ella? La respuesta a estas dos preguntas ha obsesionado a lectores y críticos. Es innegable que la intervención de la Celestina es absurda desde el punto de vista de las conveniencias sociales entre familias nobles del siglo XV. Para explicar esta insólita situación se han sugerido dos teorías. La primera se basa en la naturaleza misma del amor-pasión que enajena a los protagonistas y les impide buscar por el camino honorable del matrimonio la realización de sus deseos. La segunda consiste en suponer que Calixto, perteneciente a una familia de cristianos viejos, no puede ni soñar con la idea de que la sociedad de la que forma parte se avenga a admitir su matrimonio con Melibea, hija - dicen los defensores de esta hipótesis - de cristianos nuevos, o sea judíos conversos. Escrita la tragicomedia por Fernando de Rojas, judío converso, esta hipótesis es muy sugestiva. Por otra parte, toda la obra es en sí un cúmulo de inquietantes dudas y afirmaciones que sólo pudieron salir de la pluma de un hombre conturbado por su propio problema religioso. Por último, la vieja Celestina, el genio del mal, como la ha llamado Menéndez y Pelayo, representa en la obra la sabiduría y la exaltación del placer. Sabiduría humana sin ayuda de libros que le enseñen lo que ella conoce muy bien: el corazón humano, sobre todo cuando está cegado por la pasión. Exaltación del placer porque es ése su oficio: invitar a su goce y facilitarlo: «Goza tu mocedad, el buen día, la buena noche, el buen comer y beber. Cuando pudieres hacerla, no lo dejes», aconseja. Por boca de ella nace a la literatura española el goce y deleite pagano del Renacimiento. Pero no, antes de concluir un libro de moral tan perniciosa, Fernando de Rojas, el desasosegado, rompe este cuadro epicúreo con el estertor de Celestina apuñalada, los gritos de los criados degollados, la invocación de Calixto al caer de la escala - ¡Válame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión! - y el ruego de Melibea a su padre segundos antes de precipitarse al vacío desde lo alto de la torre: «Pon tú en cobro este cuerpo que allí baja». El castigo, cual reja de hierro, cierra la entrada al jardín del deleite. El goce de vivir de una época que empieza - el Renacimiento - es sofocado por el castigo y la frustración de una época que aún no ha muerto: la Edad Media.
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