La utilización de los prefijos pre- y post- o del concepto de
transición en la historia de la literatura depende
necesariamente de la idea que se tenga sobre cómo ha de
escribirse esa historia, igual que este cómo se deducirá
de los fines que el historiador se proponga a la hora de
escribir. Plantearse, pues, los fines constituye una base
imprescindible para deducir el método histórico que ha de
utilizarse. Desgraciadamente, esta previa meditación no ha sido
frecuente.
En esta comunicación voy a exponer teóricamente, sin entrar en
ejemplos concretos, por razón del tiempo, lo que estimo que
pueden ser las bases de una historia de la literatura que, por
ser historia, trate de acercarse lo más posible a la realidad
que se intenta historiar.
No me parece pertinente ahora, ante tan ilustres colegas,
resumir las ideas formuladas por otros teóricos ni analizar sus
resultados prácticos, porque no conduciría a nada, a pesar de
ser norma académica tradicional comenzar por exponer el estado
de la cuestión. Todos nosotros conocemos lo suficiente del
estado de la cuestión, y por ello puedo ahorrar en este momento
preciosos minutos.
En mi opinión, el concepto de historia de la literatura,
disciplina distinta de un lado de la crítica literaria y del
otro de la erudición literaria, aunque sean tres disciplinas que
se necesitan mutua y constantemente, debe arrancar de dos hechos
reales:
a) en un mismo momento se están escribiendo y publicando
obras de diversos autores, que conviven en paz o en guerra, y
b) en cada momento nada se crea ex nihilo, sino
que hay siempre una relación con lo precedente, para seguirlo o
para negarlo, y hay también un contexto extraliterario que pesa
sobre toda la producción literaria de una manera o de otra.
En consecuencia, teniendo en cuenta estas dos realidades, creo
que la historia de la literatura sólo puede ser una narración
lineal, en el tiempo. Cada punto, o conjunto de puntos, de esa
línea diacrónica, a lo que llamaré etapa, será a su vez
el resultado del conjunto sincrónico de hechos
histórico-literarios que se den en cada etapa.
Por lo tanto, parece que debemos analizar:
a) cómo se puede definir un conjunto sincrónico o etapa;
b) qué condiciones deberán reunirse para que podamos
hablar de etapa histórico-literaria, y
c) qué hemos de estudiar diacrónicamente.
La obra literaria aislada forma parte de la historia, pero sólo
en cuanto es un fenómeno que tiene concomitancias con otras
obras literarias. Al analizar el conjunto de obras de una etapa
podemos deducir la existencia de unos elementos concordantes
entre las múltiples obras, al mismo tiempo que decididos los
elementos concordantes, podemos a su vez determinar los que
hacen a la obra única e irrepetible dentro del conjunto. Esos
elementos concordantes, que pueden ir desde la base cultural
hasta el uso preferente de una palabra, constituyen los
ingredientes que entran en la definición histórica de la etapa.
Sin embargo, conviene establecer inmediatamente una diferencia
entre unos elementos que no son sólo propios de una etapa y los
elementos que le pertenecen en exclusiva. Para la definición de
la etapa todos son elementos unificadores; pero diacrónicamente
unos son unificadores respecto de etapas anteriores o
posteriores, y otros diferenciadores respecto de esas mismas
etapas.
Veámoslo en el siguiente esquema
1:

Este esquema nos puede servir para plantear teóricamente todos los
presupuestos. Los siete elementos de cada etapa son unificadores
respecto de la descripción de la etapa, mientras que los cuatro
primeros actúan de unificadores entre etapas, frente a los otros
tres que son diferenciadores. En los elementos unificadores entre
etapas he supuesto cuatro casos: el elemento que viene de atrás y
continúa a las etapas siguientes, el que viene de atrás y continúa,
pero por poco tiempo, el que viene de atrás y se agota en la etapa y
el que nace en esa etapa y va a continuar a las siguientes.
Cómo definir una etapa
¿Cuándo podemos decir que existe una etapa distinta a la anterior?
Sin duda, es éste el principal problema; pero creo que nuestro
esquema nos puede aclarar algo.
Si una etapa se define por elementos uniformadores, es indudable que
existe en tanto que hay una interrelación entre esos elementos. Si
uno de ellos es el epíteto y se relaciona con una cultura platónica,
es indudable que funcionará de forma distinta que si la cultura
vigente fuera de raigambre aristotélica. Por lo tanto, puede
decirse que hay una etapa en tanto que permanecen más o menos
inamovibles las funciones de los elementos que la componen. En el
momento en que esas funciones han cambiado de manera visible, nos
encontramos ante una nueva etapa. Si perviven elementos de la etapa
anterior, es muy posible que funcionen de manera distinta, en virtud
de la desaparición de unos elementos y de la aparición de otros.
En consecuencia una etapa histórica tiene vigencia en tanto que la
tienen también los mismos elementos y en la misma relación. Como es
lógico, habrá siempre un problema de fechas: los cambios no suelen
ser bruscos, sino lentos. Por otro lado, hay momentos históricos más
dinámicos que otros, momentos en los cuales se acelera el cambio y
momentos en los que se frena. Hay casos en los cuales los cambios
son poco visibles, aunque reales, y casos en que los cambios son
radicales. El historiador deberá tener todo esto en cuenta.
Etapa y estilo
Una de las más graves confusiones que se han producido en la
historia de la literatura, y que se sigue produciendo, es la de no
diferenciar la etapa histórica del estilo de época o de
grupo. Sin embargo, son dos conceptos totalmente distintos.
La etapa histórica sólo puede definirse por los elementos
unificadores de carácter sincrónico, en tanto que esos elementos
funcionan en una determinada relación, y en consecuencia el conjunto
sincrónico se diferencia del anterior o del posterior, porque los
posibles elementos comunes están en relación distinta. El estilo
de época, y en algunos casos el estilo generacional o de
grupo, participa de los elementos unificadores de su etapa, pero
aporta peculiaridades propias, especialmente en el ámbito
estilístico. Además conviene advertir que en la realidad es
frecuente que convivan en una misma etapa diversos estilos, e
incluso que un autor practique dos o más, bien sucesivamente, bien
simultáneamente.
El problema está, entonces, en establecer con precisión la
definición de la etapa, esto es, los elementos unificadores que
pertenecen a su definición, y diferenciarlos de aquellos otros que,
sin ser elementos unificadores de la etapa, constituyen rasgos
típicos de un estilo determinado.
Sirva de ejemplo el grave confusionismo que se ha organizado con el
término «barroco». Mientras para unos pocos se refiere a una etapa
histórica, para los más se aplica a un estilo. Lo inaceptable de
esto último radica en que se engloban cosas tan distintas como las
Soledades de Góngora y las narraciones de Torres Villarroel,
la obra de Quevedo y el Adonis de Porcel, haciendo que el
estilo barroco perviva durante siglo y medio, lo cual es
históricamente imposible.
Sin embargo, si por «barroco» se entendiera una etapa histórica,
definible fundamentalmente, pero no exclusivamente, por elementos
culturales, cabría analizar dentro de ella múltiples estilos;
culteranismo, conceptismo, clasicismo barroco, manierismo barroco y
otros, especialmente a partir de
1680,
a los que nadie ha puesto nombre
todavía, porque hablar de «barroco degenerado» no es definir un
estilo.
Volvamos a nuestro esquema
1. En él veíamos
el elemento A, que venía de atrás y estaba presente en las
tres etapas. Podría ser la presencia constante de los clásicos
latinos. Ahora bien, en cada una de las etapas funciona de manera
distinta. Supongamos que la etapa Y fuera la etapa barroca.
A´ la uniría al clasicismo anterior y posterior, mientras
B', D' y E
serían los componentes reales de la etapa. Los elementos
sincrónicamente diferenciadores podrían ser los diversos estilos,
cada uno de los cuales estaría formado a su vez por diversos
elementos estilísticos. Véase el esquema 2.

Si J es el culteranismo, K el conceptismo y L
el clasicismo barroco, la definición de cada estilo vendrá dada por
los elementos unificadores de las obras que siguen cada estilo. En
el esquema se puede observar que he repetido los elementos a, c y
d; con ello pretendo decir que en estilos simultáneos, e incluso
en estilos sucesivos, puede haber elementos de carácter estilístico
que aparecen en varios de ellos, sin que sean elementos definitorios
de la etapa. Las flechas pretenden indicar que determinados
elementos pueden no agotarse con el estilo J,
K o L, sino que perduran y reaparecen
en estilos posteriores, distintos, pero enlazados a los anteriores
por algunos de sus elementos definidores. La consecuencia es clara:
cualquier estilo posterior que contenga el elemento b del
estilo J, por ejemplo, un determinado
tipo de metáforas, no puede llamarse por eso estilo J,
puesto que tendrá en su composición otros elementos
que no están en J.
Es obvio que si el análisis nos
demostrara lo contrario, esto es, que en Porcel encontráramos los
mismos elementos que en Góngora, lo que no es cierto, tendríamos que
hablar de otra cosa, de imitación arcaizante, por ejemplo, y en
consecuencia, Porcel no entraría en la definición de su etapa ni del
estilo al que cronológicamente pertenezca. Es el caso de fray Diego
González, cuando imita a fray Luis de León en la traducción de
diversos capítulos del Libro de Job, que apenas serían
discernibles, si fray Diego no hubiera puesto una señal en lo que es
suyo.
Por otro lado, los estilos pueden darse simultánea o sucesivamente.
Para la metodología histórica este hecho es intrascendente, puesto
que en definitiva se tratará sólo de ver relaciones sincrónicas o
relaciones diacrónicas.
Los límites de la etapa
Si una etapa se define por los elementos unificadores que en ella
concurren, es indudable que el análisis debe ser lo suficientemente
fino como para discernir todos los elementos, pero sólo los
verdaderamente unificadores. La etapa comenzará
en el momento en que esos elementos funcionen interrelacionándose, y
terminará en el momento en que ya no se dé esa interrelación. Está
claro, pues, que los elementos peculiares de un estilo no deben
entrar en la definición de la etapa más que como componentes
parciales que se integran en ella.
Naturalmente, la duración de cada
etapa es variable. Hay momentos históricamente muy dinámicos y hay
otros muy conservadores* La obra genial puede aparecer en cualquier
momento, porque depende fundamentalmente de la genialidad
individual, y menos de las condiciones históricas en que nace. Por
ello, no podemos atribuirla a una etapa dinámica por principio.
Los conceptos de pre- y post-
Si todos los principios que he sostenido
hasta ahora se aceptan, está entonces también muy claro que ninguna
etapa histórica podrá definirse anteponiendo el prefijo pre- a una
posterior o el prefijo post- a una anterior. El esquema
1
nos sirve también para
explicarlo. Hay o no una etapa histórica. Si la hay, sus elementos
no coinciden con la anterior ni con la posterior. Para llamar
entonces a la etapa X pre-etapa Y el historiador sólo
puede atender al hecho de que algunos elementos de Y están en
X; por ejemplo, el elemento D; pero el elemento D
no tiene por qué funcionar en la etapa X igual que
funciona en la etapa Y. La consecuencia está entonces muy
clara: se ha falsificado la historia, esto es, se ha tratado de
definir la etapa X por uno de sus elementos, y además por la
función de ese elemento en una etapa posterior. Lo mismo ocurriría
en la etapa Z, si se intentara definirla en función del elemento
E' como post-etapa y.
Ahora bien, es frecuente que nos
encontremos con momentos históricos en los que hay, digámoslo así,
vacilaciones. La vida real de cada elemento no coincide
necesariamente con la de los otros de su propio conjunto sincrónico.
Unos se van amortiguando, o desaparecen, mientras otros inician
tímidamente su aparición. Ocurre entonces que la estructura de los
elementos de la etapa anterior empieza a hacer agua, sin que se vea
clara una nueva estructura. ¿Podemos hablar de etapa de transición?
Creo que no.
La etapa de transición me parece que es
otra cosa. Por lo pronto una etapa definible en sí misma; pero con
elementos cambiantes. Una etapa dinámica, en la que unos elementos
desaparecen rápidamente y otros aparecen súbitamente. El tiempo que
dure, generalmente breve, se caracteriza porque sus elementos están
funcionando por su interrelación, es decir, la etapa ha de tener
entidad propia, aunque sea una entidad que trata de agotar lo que
fue la etapa anterior, porque ésta ha entrado en crisis, al mismo
tiempo que pretende algo nuevo que acabará cuajando posteriormente.
Por lo tanto, hay que distinguir los años en los que se está
produciendo un cambio, sin que nada quede todavía claro, de aquellos
años en los que el cambio se está produciendo con entidad
diferenciada, y por lo mismo, lo que podríamos llamar variables de
una etapa propiamente dicha.
Cómo ha de ser la historia diacrónica
Establecidas las etapas históricas,
analizados sus elementos unificadores, nuestra historia sólo podrá
basarse en un estudio de las obras individuales. En el esquema se ha
establecido que en cada etapa, además de sus elementos unificadores,
entran en juego los elementos individuales. No se insistirá
suficientemente en que cada obra es única e irrepetible, y que si
por una parte coincide con otras obras de su propia etapa histórica,
por otra tiene sus propias características. La historia de la
literatura no podrá jamás olvidar ambas caras del problema.
Ahora bien, he venido hablando de hechos
histórico-literarios, de obras individuales, y esto exige una
explicación respecto del autor. ¿Es que el autor no cuenta para nada
en una historia literaria? Naturalmente que sí; pero sólo en cuanto
explicación de la obra individual. En lo que el autor coincida con
los otros autores de su etapa histórica, no nos ofrece ninguna
particularidad digna de relieve; pero en cuanto aporta
particularidades propias suyas a su propia obra, está fuera de la
historia, porque se trata de un fenómeno concreto. Ahora bien, en la
historia literaria, como en cualquier historia, los fenómenos
individuales están haciendo historia en cuanto forman parte del
conjunto sincrónico, pero tienen un valor concreto en sí mismos, que
el historiador no puede olvidar ni desconocer. No se trata, por
tanto, de hacer una
historia en la que sólo interesen los elementos comunes, sino de
engarzar las obras concretas en ese conjunto sincrónico. Pienso, por
ejemplo, en Cervantes, en la Galaica y en el Quijote,
en La Numancia y en las Ocho comedias, en las
Novelas ejemplares y en el Persiles. Creo que Cervantes
sólo puede estudiarse atendiendo estrictamente a la cronología, y
poniendo en cada caso su obra en relación con lo que entonces está
ocurriendo.
Final
Sólo unas palabras más para terminar mi comunicación. Vuelvo a lo
dicho al principio. El historiador de la literatura debe plantearse
el método de su historia en función de los fines que persiga. Con
esta perspectiva puede hacer desde una historia literaria hasta una
enciclopedia de autores; pero lo que importa es no confundir
las cosas.
No pretendo que el método que he expuesto sea el único válido. En
algo tan sujeto a la opinión subjetiva como es la literatura,
semejante creencia sería de una ingenuidad sin límites; pero sí creo
que este método, que he ensayado desde hace años en mis clases, que
constituyó la base de partida para mis ponencias en el II Simposio
sobre el P. Feijoo y su siglo, en
1976, y en el
Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas de Toronto,
en 1977, y que he aplicado a los dos
capítulos sobre literatura del XVIII para la Historia de España de
Menéndez Pidal; este método, digo, me ha dado resultados muy
satisfactorios y me ha permitido entender mejor lo que no conseguía
comprender con las historias literarias al uso.
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