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El desarrollo del monacato, desde sus debatidos orígenes hasta su configuración final en determinados espacios geográficos, puede ser considerado como uno de los rasgos más extraordinarios e interesantes del cristianismo oriental.

Con el retiro de San Antonio al desierto (251-356), no había hecho más que comenzar este movimiento que en seguida atraería a gran número de personas, tanto desde el punto de vista material (anacoretas y cenobitas), como desde el psicológico, puesto ,que el entusiasmo y la imaginación-populares iban a ser excelentes aliados de estos monjes que predicaban la autodisciplina, el abandono de los bienes terrenales y la lucha continua frente a los espíritus del mal.

Con Pacomio (286-346) se inicia una segunda etapa, caracterizada por la ruptura con el aislamiento total que sostenía el eremitismo, en favor de una vida comunal. Pronto, en todo Egipto, Siria, Asia Menor o Mesopotamia, florecería el monacato con unos fines idénticos, pero conservando cada uno de ellos una serie de particularidades que oscilaban entre la sencillez y lo llamativo o extravagante, como el caso de Simeón el Estilita en Siria.

Fue Basilio el Grande quien reajustó la vida cenobítica, inaugurada por San Pacomio: mayor equilibrio entre el trabajo y la oración, reducción del número de monjes por cada monasterio, etcétera. En definitiva, defendió una forma de ascetismo que, al momento, hizo fortuna.

Las disputas cristológicas del concilio de Calcedonia, o las conquistas musulmanas a partir del siglo VII, incidieron desfavorablemente en el desarrollo del monacato oriental; circunstancias que no impidieron el paso de su herencia a la clerecía ortodoxa bizantina, para difundirse más adelante en Rusia.

 

 

En torno a sus orígenes

 

La preferencia de San Antonio por el desierto, así como sus experiencias y los relatos sobre su vida ermitaña, potenciaron un ideal de comportamiento, una opción alejada de la realidad inmediata que, en breve, estaría respaldada por un número importante de adeptos. Sin embargo, no se puede hablar de comienzos absolutos y ver en San Antonio al fundador del monacato; la realidad de los hechos fue mucho más compleja.

Cuando Antonio, siendo joven, quiso renunciar al mundo, se encontró ya en una aldea cercana a Qeman, con un hombre que practicaba la vida solitaria desde hacía bastantes años. Algo parecido le ocurría a Pacomio, al hacerse discípulo del anciano Palamón, quien vivía retirado en los alrededores de Khenoboskion (Tebaida).

Estos organizadores o fundadores se habrían basado, pues, en una experiencia existente. Por ello, y sin que esto menoscabe el valor de su presencia, consideramos de interés resumir las teorías que, desde la época de San Jerónimo, se formularon sobre el nacimiento del monacato.

H. Weingarten defendía en su tesis (1876) que las raíces del monacato cristiano debían buscarse en el paganismo egipcio, con los denominados katochoi, o reclusos de los templos de Serapis, quienes renunciaban a su hacienda, vivían en clausura, practicaban la ascesis y combatían a los demonios; notas que, como veremos más adelante, caracterizarán a los primeros monjes cristianos.

Otros historiadores vieron en ellos a meros imitadores de los solitarios del budismo; incluso algunos, como R. Reitzenstein, opinaban que el monacato cristiano se produjo a partir de una combinación de ideas filosóficas del mundo helenista entre los siglos II y IV.

También se ha observado cierto paralelismo entre el hombre divino del pitagorismo y nuestros monjes. Igualmente, es conveniente recordar el interés que suscitó el descubrimiento en 1946 de unos manuscritos hebreos, denominados rollos del mar Muerto, en la región de Qumran. En ellos se habla de una comunidad judía (los esenios) que en el siglo II a. de C. floreció en el desierto de Judea, viviendo en comunidad y celibato y guardando obediencia a sus leyes y superiores.

Pero si dejamos a un lado las especulaciones de historiadores actuales, nos encontramos con que los monjes más antiguos opinaban que su ascendencia se hallaba en Elías o Juan Bautista. Así, San Jerónimo manifestaba:

Considerad, ioh monjes!, vuestra dignidad: Juan es el príncipe de vuestra institución. Es monje. Apenas nacido, vive en el desierto, se educa en el desierto, espera a Cristo en la soledad ...

Sin restar mérito a dichas tesis, parece más convincente y objetivo considerar que el monacato fue el fruto de una combinación: por un lado, las infiltraciones procedentes de otras corrientes espirituales anteriores; por otro, una serie de circunstancias que propiciaron este movimiento, con características que oscilaban entre unas causas exclusivamente morales y otras ligadas a la pura coyuntura histórica.

¿Dónde y por qué nace el monacato? Hasta no hace muchos años, la casi totalidad de estudios referentes al tema coincidían en presentar a Egipto como la cuna de los primeros monjes.

Esta conclusión se apoyaba en dos particularidades del medio geográfico. En primer lugar, Egipto contaba con extensos territorios despoblados; en segundo, los monjes estuvieron enseguida allí exentos de prestar servicio militar, pagar impuestos y realizar trabajos obligatorios.

Sin embargo, hoy se duda, e incluso se niega, que el monacato cristiano fuese un producto de exportación de la Iglesia copta y se prefiere subrayar un origen múltiple en distintos lugares.

No obstante, esta teoría admite que los monjes egipcios llegaron a ser los más famosos, y que este territorio se convirtió a fines del siglo IV en el paraíso de los monjes.

 

 

La vida en el desierto. San Antonio

 

Al analizar el espíritu, las vicisitudes y los fines de los primeros anacoretas o monjes del desierto, se plantea un inconveniente inicial: las fuentes. ¿Dónde termina la fábula y comienza la verdad?

Tanto la Historia Lausiaca de Paladio, como la Vita Antonii de San Atanasio, adolecen de ciertas inexactitudes: anacronismos, identificación de acontecimientos históricos con anécdotas, recuerdos o hechos extraordinarios. Pero, sin embargo, ambos textos constituyen un precioso relato de lo que se ha denominado historia psicológica.

La Vida de San Antonio logró convertirse enseguida en un clásico del monacato y de la espiritualidad; consigue ser el prototipo de hagiografía y contribuye a la expansión monástica, gracias a las enseñanzas que proporcionaba al monje sobre cómo servir mejor a Dios.

Por su parte, la obra de Paladio, independientemente de intercalar anécdotas que circulaban por aquel entonces, describe ciudades, aldeas y personajes, según él, con gran exactitud:

Después de recorrer en viaje a pie y por un fin piadoso muchas ciudades y aldeas. todas las lauras y tiendas de los monjes del yermo. he descrito con gran exactitud lo que yo visité en persona y lo que oí en boca de los Santos Padres (His. Laus. Proemio).

En su favor debemos decir también que el autor no pretendía hacer una apología del monaquismo, por lo que no dejó de mencionar las apostasías y pecados en que caían los monjes, criticando, sobre todo, su orgullo y vanidad.

Hemos hablado de historia psicológica. lo que merece una explicación. El tema del monacato en Oriente es, quizá, uno de los que mejor se prestan para llevar a cabo un estudio bajo el prisma de la historia de las mentalidades. Porque en esta ocasión, como en otros acontecimientos históricos, la imaginación desbordante, el sentimiento espiritual, la fantasía, e incluso la superstición, superan el mero tratamiento cronológico y la búsqueda del hecho fidedigno.

Ya mencionamos la Historia Lausiaca y la Vita Antonii como un tipo de literatura donde la fantasía y la realidad se hallan estrechamente unidas. Relatos que no son únicos; pensemos, por ejemplo, en los Apophtegmata Patrum, los escritos de Juan Casiano sobre los monjes del desierto de Escete, o la Historia Monachorum.

En todos ellos se concede a las maravillas, oídas o vistas, un lugar destacado junto a la enumeración de las actividades cotidianas de estos ascetas: métodos crueles para dominar cualquier apetito fisiológico, su alimentación y vestido, la oración, etc.

Siguiendo, pues, y sin despreciar las dos facetas sobresalientes de dichas historias, resumimos la vida del desierto en dos tipos de características, materiales y espirituales, con todas sus implicaciones maravillosas.

 

 

La «apatheia»

 

La vida monástica en Egipto, desde el siglo IV. no constituía un todo homogéneo. sino que las formas de ascesis eran muy variadas. Ya San Jerónimo habló de tres clases de monjes: los anacoretas, los cenobitas y los remnouth. formada esta última por gentes pendencieras y vanidosas.

No obstante, se dieron un conjunto de principios, unas normas de vida y, sobre todo, un deseo de alcanzar la apatheia, más o menos comunes a todos, y en especial entre los ermitaños, cuyo máximo exponente se halla en San Antonio.

La apatheia era un reto a la naturaleza humana, el fin más alto alcanzable en la tierra. Conseguirla significaba lograr la paz profunda, la imperturbatio, perder la tentación del mal. Pero para obtener esta impasibilidad, el monje debía eliminar previamente todas sus pasiones y dominar en solitario las inclinaciones de la naturaleza.

¿Qué pasos se necesitaban para obtener la tranquilidad de espíritu? Paladio, en su Historia Lausiaca enumera las condiciones: alejarse del mundo a través de la reclusión, superar vicios como la ira, envidia, vanagloria, calumnia, gula y lujuria, y conseguir las virtudes de la humildad, simplicidad, obediencia, continencia, caridad y castidad. También recomienda el trabajo manual e intelectual, así como varios deberes sociales.

La vida de San Antonio en el desierto se nos ha mostrado en el arte, repleta de paisajes fantasmagóricos y fauna demoniaca (Grünewald, el Bosco, Breughel el Viejo y el Joven, J. Callot); cuadros que pudieron ser el resultado de la lectura de la obra de San Atanasio. Desde luego, la Vita Antonii favorece la imaginación, pero de ella se obtienen igualmente datos históricos interesantes.

San Antonio nació en Qeman (251), en el seno de una familia copta acomodada. Hacia los veinte años vende sus tierras y regala los beneficios a vecinos y pobres para irse con un anciano asceta. Ya en soledad absoluta, su régimen de vida se hace cada día más severo: sólo comía pan, sal y agua una vez al día, tras la puesta de sol, o una vez cada dos.

Al cabo del tiempo fue a habitar un sepulcro abandonado (espelunca), donde permaneció veinte años. Allí acudían enfermos, convencidos de su poder milagroso, a que los sanara. Pero él siempre recordaba que los prodigios no dependían de su obra, sino del Salvador.

Al encontrarse tan acosado por el gentío, ante la imposibilidad de vivir en soledad, decidió marchar a la Tebaida, donde nadie le conocía.

Hasta el final de sus días, la vida de San Antonio se caracterizó por un ascetismo riguroso. Su búsqueda de la apatheia le condujo, incluso, a aplicarse hierros candentes para evitar todo deseo mortal. También el milagro ocupa un lugar relevante: hace brotar agua, cura a Frontón y a una joven de Pusir de Trípoli. Pero quizá la característica más sobresaliente fue la lucha incesante contra la tentación, contra el diablo.

 

 

El diablo y la tentación

 

 

La importancia del diablo en la vida del desierto es esencial. La existencia del monje se convierte en una milicia constante; debe vigilar continuamente las agresiones de los espíritus malignos, porque están en todas partes, con figuras y estratagemas diferentes.

El más temido era, según expresión bíblica, el demonio del mediodía. Juan Casiano nos habla de él:  

Cuando este demonio se apodera del alma infortunada (de un monje) le inspira horror por su vida, disgusto por su celda, desprecio y desestima por sus hermanos... Le vuelve flojo y perezoso ...

Dicho demonio consigue el resultado de esta inrationabilis confusio mentis (confusión irracional de la mente). Hace desear el abandono de la vida ermitaña y a las mujeres, transformando al monje en un desertor Christi miles (soldado desertor de Cristo). Así, tanto Evragio Póntico como Juan Clímaco, se preocupan de describir la languidez interior que al mediodía inunda a los que se ejercitan en la vida religiosa.

Las violencias demoníacas eran temidas hasta el extremo de que los monjes no se atrevían a dormir sin que alguien montara guardia. Los espíritus del mal se mostraban bajo múltiples formas: hipocentauros, áspid, como un feo etíope o bellas mujeres desnudas.

Las tentaciones de San Antonio fueron las más conocidas, así como elogiada la fuerza del santo para luchar contra ellas. El diablo le recordaba sus riquezas, el amor, el placer. Sin embargo, aquel temido enemigo no era lo bastante fuerte para conmover la resolución de Antonio. Quedó vencido por su constancia y derrotado por las continuas oraciones de Antonio (Vita Antonii, página 29).

Ante él, tomaba forma de dragón, de niño negro, de mujer o bestia. ¿Cómo vencerlo? En el discurso ficticio de San Antonio se da la respuesta: sólo la fe, el ayuno y la oración podrán derribarlo por tierra. A la vez nos ofrece la explicación de que tales espíritus no fueron creados malos por Dios, sino que perdieron su sabiduría celeste y fueron arrojados:

Hacen todo lo que pueden para cerramos el camino del cielo y que no ocupemos el lugar que ellos perdieron.

Las tentaciones de San Antonio. El Bosco. Museo del Prado, Madrid

 

Desarrollo del cenobitismo

 

Aunque admiraba a San Antonio, Pacomio creyó en las ventajas de la vida en común, convirtiéndose, pues, en el padre del monacato cristiano en su forma cenobítica.

Tras estudiar siete años con el viejo Palamón, se interna en el desierto para practicar el anacoretismo hasta que, según la leyenda, oye una voz en Tabennisi que le aconseja construir una morada para que acudan los monjes.

Sin embargo, su primer intento de vida comunitaria fracasaría, al no ser obedecidas sus reglas. La castidad, pobreza y obediencia constituían las bases para llegar a una auténtica unión de los corazones; idea que se materializaría con los servicios recíprocos de los monjes.

El primer problema que se presentó fue la rudeza de sus seguidores, que fácilmente caían en la idolatría; falta que obligó a expulsarlos. Más adelante modificaría esta actitud: ¿Quién es él para arrojar de este asilo a un hermano?

Pero por encima de su fracaso inicial y de continuos inconvenientes, en vida suya se llegaron a fundar nueve monasterios; uno de ellos, el de Pbow, logró contar en el año 352 con 600 monjes.

El monasterio pacomiano era un vasto recinto con un muro de clausura que lo rodeaba. En su interior se hallaba un determinado número de casas, cada una para unas veinte personas, con una celda para cada dos y una sala de reunión. El xenodochium estaba destinado a los visitantes; también tenían una iglesia, bodega, cocina, biblioteca, refectorio y huertas.

Cada miembro debía realizar una labor previamente designada (los semaneros); pero todos, sin excepción, obedecían a una jerarquía en la que destacaban el superior y el ecónomo, quien estaba al frente de la economía doméstica.

Su regla no era rígida: no se permitían las mortificaciones corporales, se daba comida abundante (no vino, ni aceite, ni carne) y había pocas oraciones obligatorias. Aunque, eso sí, el trabajo era obligatorio, y las faltas de los monjes se sancionaban.

El paso siguiente fue dado por San Basilio, reformador del cenobitismo. Observaba en el eremitismo muchos inconvenientes, pero tampoco encontraba la solución en la regla de Pacomio. Por lo que inició una reforma apoyada en las virtudes y en la jerarquía como guías.

Por un lado, reforzó las prerrogativas del superior, quien tan sólo podía ser reprendido por los más ancianos; por otro, la obediencia pasó a ser la virtud esencial del monje. Respecto a la vida individual, recomendaba la meditación de la Biblia, el trabajo manual y, como más adelante veremos, el estudio del mundo clásico.

De cualquier forma, el monasterio había dejado de ser una mera yuxtaposición de ascetas para convertirse en una verdadera comunidad, cuyo fin supremo era trabajar para la Salvación.

Si las figuras de Antonio, Pacomio y Basilio resumen el monacato oriental, su desarrollo en la zona sirio-palestina merece una mención especial por representar un paso intermedio entre el eremitismo y el cenobitismo.

Entre sus anacoretas o monjes destacaron, por ejemplo, San Hilarión (291-371), que tras su visita a San Antonio en el año 307 inaugura la vida eremítica en Palestina; Simeón el Estilita (389-459), representante muy especial del monaquismo contemplativo, o San Eutimio.

Lo típico en Palestina, en cuanto a forma de vida se refiere, es la Laura. Estaba formada por un conjunto de celdas separadas y habitadas por solitarios (kelliotes), subordinados a un superior, el abad. Sólo se reunían una vez a la semana para realizar la liturgia dominical, también comían reunidos, pero el resto de las jornadas lo pasaban en sus celdas respectivas, en donde cada uno era, según San Sabas, el higumeno.

En el siglo V, de acuerdo con el modelo mencionado, se fundaron en Palestina grandes lauras, por obra de San Eutimio (377-473) y de San Sabas (439-532), quien, además de ser el legislador de esta forma de monaquismo, fundó la Gran Laura a orillas del Cedrón.

En Siria se caracterizó el monacato por un fuerte rigorismo. El cenobio sirio no contaba con una estructura ni unas bases establecidas, ya que su único interés era servir de escuela a los futuros ascetas, y su misión exclusiva la de propiciar vocaciones.

El poder económico y el apoyo popular que logró el monacato en Bizancio provocó un enfrentamiento directo entre éste y el Patriarcado y Estado bizantinos. No son de extrañar las luchas emprendidas por patriarcas como Nicéforo I (806-815), o emperadores como Nicéforo Focas (963-969) contra este grupo que, canónicamente, no formaban parte del clero y que constituían una especie de república con instituciones y leyes particulares que eludían toda obligación y reglamento social. Sin embargo, al margen de su evolución histórica, en sus orígenes no se adivinan sus características finales.

El monaquismo en Bizancio presentó dos formas: una imitaba la actuación de los ascetas egipcios y sirios; otra, de tipo helénico, era fiel a los preceptos de San Basilio.

En el primero de los casos, los anacoretas practicaban un ascetismo extremo; en el segundo, se guiaban por el obispo de Cesarea, fundador de un género de vida monástica que se apartaba de las concepciones orientales para adaptarse mejor a la cultura helénica.

 

 

     Si alguno se presenta a la puerta del monasterio con la voluntad de renunciar al mundo y ser contado entre los hermanos, no tendrá la libertad de entrar. Se comenzará por informar al padre del monasterio. El candidato permanecerá algunos días en el exterior, delante de la puerta. Se le enseñará el Padrenuestro y los salmos que pueda aprender. El suministrará cuidadosamente las pruebas de lo que motiva su voluntad (de ingresar). No sea que haya cometido alguna mala acción y que, turbado por el miedo, haya huido sin demora hacia el monasterio; o que sea esclavo de alguien. Esto permitirá discernir si será capaz de renunciar a sus parientes y menospreciar las riquezas. Si da satisfacción a todas estas exigencias, se le enseñará entonces todas las otras disciplinas del monasterio, lo que deberá cumplir y aquello que deberá aceptar, ya sea en la sinaxis que reúne a todos los hermanos, en la casa o dónde fuera enviado o en el refectorio. Así instruido y consumado en toda obra buena, podrá estar con los hermanos. Entonces será despojado de sus vestidos del siglo y revestido con el hábito de los monjes. Después será confiado al portero que, en el momento de la oración, lo llevará a la presencia de todos los hermanos y lo hará tomar asiento en el lugar que se le haya asignado. Los vestidos que trajo consigo serán recibidos por los encargados de este oficio, guardados en la ropería y a disposición del padre del monasterio.

de la Regla de San Pacomio

 

Su reforma logró que la Iglesia griega lo considerara el legislador monástico por excelencia, a pesar de no haber fundado orden alguna ni redactar una regla detallada.

La materialización de su programa conventual la llevó a cabo en un monasterio fundado cerca de Neocesarea (Ponto). En él, además de vigorizar la vida en común, la obediencia al superior y el trabajo manual, San Basilio se preocupó muy en especial por la instrucción de los monjes.

Le parecía indispensable el estudio de la Antigüedad pagana; su legislación representa un esfuerzo por adaptar el movimiento cenobítico al espíritu helénico: se obligaba a estudiar, copiar manuscritos e instruir a los novicios.

Este ideal monástico sería recogido más tarde en las novelas de Justiniano, al rechazar siempre dicho emperador el tipo oriental de la laura. No obstante, las presiones y el sentimiento popular consiguieron que se tolerara la existencia de ciertos anacoretas o hesychastas.

El Imperio bizantino entró en contacto con Rusia en el siglo VI, distinguiendo enseguida a sus habitantes del resto de los eslavos. Con la cristianización de la Rusia del Kiev (bautismo de Olga en el 957 y la oficialidad del cristianismo con Vladimiro en el 988), la cultura bizantina comenzó a propagarse: arquitectura, literatura hagiográfica, pintura, etcétera.

Esta influencia se dejaría notar también, no sólo en los orígenes del monacato ruso; en los siglos XIV y XV el movimiento masivo de ermitaños recordará igualmente la vida y costumbres de sus anacoretas.

Crónicas y literatura ascética rusa coinciden en presentar a los monjes como seres poseedores de diferentes dones espirituales: unos adivinaban los pensamientos, otros curaban, eran visionarios o profetas.

Quizá el documento más interesante sobre la ideología monacal de los siglos XII y XIII sea el llamado Paterikon del monasterio-cueva de Kiev, en donde se tratan dos temas de forma relevante: ascesis y demonología.

Las figuras centrales, por supuesto, son los eremitas, que en la soledad de sus cuevas se olvidan de todo aquello que no sea la lucha por la salvación de sus almas y contra el demonio; no es difícil hallar en la literatura ascética del siglo XII, por ejemplo, una presentación del hombre como juguete a merced de las fuerzas del mal.

 

Se desconoce por qué se pasó tan rápidamente de las ermitas-monasterios a los grandes territorios monacales, de la pobreza ascética a la riqueza arrogante. Se dan diferentes causas: los privilegios fiscales otorgados por los grandes duques, el gran aumento de limosnas, su economía centralizada o su establecimiento en zonas que no eran de propiedad señorial.

El caso es que, si hasta el siglo XIV, los monasterios eran, por regla general, fundaciones principescas o boyardas, donde los ricos donantes pensaban acabar sus días como monjes, desde entonces, con la propagación de las corrientes ascéticas, se transforma la vida espiritual y socioeconómica de estos centros.

Respecto a las reglas o estatutos redactados para los monasterios, hay que destacar el realizado por losif Voltski. Este político de la Iglesia refleja un ideal religioso opuesto al de San Nil: su preocupación ya no era la perfección espiritual, sino la decencia, y el resorte principal al que apela, el temor, temor a Dios, temor a la muerte, temor al castigo.

Destaca también el argumento de utilidad aducido por Iosif en la cuestión de la propiedad monacal. Al ser su monasterio muy rico, podía dar numerosas limosnas a los pobres. Además, si a los monasterios no les es lícita la posesión de bienes, ¿cómo es posible que un hombre digno y noble quiera meterse a monje?

 

 

 
 

 

 

Los monjes de Oriente

(los monjes que cambiaron Europa)

 

Ana Arranz Guzmán

Profesora de Historia Medieval
Universidad Complutense

HISTORIA16 año VII, nrº. 70 febrero 1982  PAG.62-68