1. Introducción.
1.1. La naturaleza de la guerra.
1.2. La naturaleza de la guerra medieval.
2. Primera parte. Los hechos.
2.1. La expansión del islam y el final del Mundo
Antiguo.
2.1.1. El islam es el fin del Mundo Antiguo.
2.1.2. Con el islam se expande una nueva y
completa cosmovisión.
2.1.3. El islam es la más destructiva de las
invasiones que sufrió el Imperio Romano.
2.1.4. El pensamiento del
islam sobre el judaísmo y el cristianismo.
2.1.5.
La islamización de
Jerusalén.
2.2. La resistencia de la
cristiandad a la invasión islámica en los inicios de la Edad
Media
2.2.1. En la antigua
Hispania
2.2.2. En la antigua Galia.
2.2.3. Se extiende y se
consolida la resistencia en Hispania
2.3. La resistencia de la
cristiandad a la invasión islámica en la Alta Edad Media.
2.3.1. Las luchas entre el
Imperio y el Papado
2.3.2. Las Cruzadas
2.3.3. La continuación de la
resistencia española a la dominación islámica
2.4. La resistencia de la
cristiandad a la invasión islámica en la Baja Edad Media.
2.4.1.
La continuación de
la resistencia española a la dominación islámica.
2.4.2.
La ruptura del bloqueo continental impuesto por
el islam al
cristianismo.
3. Segunda parte. Una interpretación de los
hechos
3.1.
Introducción a La CN.
3.1.1. El
texto.
3.1.2. La
fecha de redacción.
3.1.3. El
Autor.
3.1.4.
Forma de composición del texto.
3.1.5.
Combinación de fuentes fundamentales y secundarias.
3.1.6. Las
Innovaciones.
3.2. Cómo
justifica la CN la resistencia hispana al islam.
3.2.1. Lo
que nos dice el texto compilado por el autor de la CN.
3.2.2. Lo
que nos dice el autor de la CN con la división que hace del
período historiado.
3.2.3. Y lo
que el autor de la cn nos añade con su preocupación por la
historia de Castilla
4.
Conclusión. El por qué y el para qué de la Crónica Najerense.
Advertencia previa.
El próximo 16
de julio se cumplirán 800 años redondos de la crucial batalla de
Las Navas de Tolosa, en la que España, como tal España, decidió
unir sus fuerzas para salir de una crisis en la que se jugaba,
una vez más, su voluntad de seguir siendo occidental y europea.
Dicho en plata, era su futura pertenencia al Mundo Libre la que
estaba en peligro.
Protagonistas principales
de aquella hazaña fueron los najerinos Alfonso VIII, rey de
Castilla, y don Diego López de Haro el Bueno, señor de Nájera,
protector en ella de juglares y de gentes de buen decir, que se
tenía que sacar la espina de la terrible derrota de Alarcos (19
de julio de 1995). Ambos estaban acompañados de riojanos y
najerinos que aquel día de julio “se portaron”.
Ya al padre de Alfonso
VIII, el también rey de Castilla, Sancho III el Deseado que tuvo
brillante corte en Nájera, le preocupaba la situación de la
frontera sur, y decidió asegurar el decisivo puesto de Calatrava
la vieja, entregándola a San Raimundo de Fitero, monje que había
sido del viejo monasterio de Santa María de Yerga, y a sus
recién estrenados frailes-soldados calatravos (1158). Todo se
perdió cerca, en Alarcos, y todo se volvió a ganar en Las
Navas.
En recuerdo de aquellos
hombres de nuestra tierra, protagonistas de estos hechos, me
decido a reeditar un trabajo presentado en la XVII Semana de
Estudios Medievales (Nájera, 2006) donde me enfrenté de la mano
de la Crónica Najerense a la terrible crisis que primero llevó
al desastre de Alarcos y luego, menos mal, al día luminoso de
Las Navas. De paso el lector puede encontrar una detallada
introducción a la tantas veces citada, poco leída y menos
estudiada, Crónica Najerense.
Hacia el 3200 a.
C. los ejércitos, el armamento y la guerra como arte de
utilidad para el Estado nacían en Sumer. Justamente cuando
surgían, allí también, la escritura, la literatura, el cálculo,
el derecho, la escuela pública y tantas otras cosas importantes.
Pero no sabemos cómo explicaban la guerra los sumerios.
Hace más o menos
veinticinco siglos, en los comienzos de la historia de la
antigua China, apareció el primer tratado sobre el arte de la
guerra que ha llegado hasta nosotros. A pesar de que siempre
han gozado de una envidiable fama, “Los trece artículos sobre
el arte de la guerra” están atribuidos a un autor del
que nada conocemos, salvo su nombre, Sun Tzu.
Ya desde el
título, Sun Tzu considera la guerra como un arte, como una
actividad humana sometida a un riguroso método y cuyo
aprendizaje es imposible sin la debida disciplina.
No hace aún dos
siglos, entre 1818 y 1830, Carl von Clausewitz (1780-1831)
escribió su genial obra “De la guerra (Vom Kriege)” pero
murió antes de verla publicada. Apareció como parte de sus obras
completas editadas postumamente por su mujer entre 1832 y 1834.
Clausewitz había
sido cocinero antes que fraile, pues había visto vencer y ser
vencido en el campo de batalla nada menos que a Napoleón
Bonaparte, y estuvo de acuerdo con las sensatas reflexiones del
viejo Sun Tzu a las que añadió una fundamentación definitiva:
porque la guerra es la expresión máxima del conflicto social y
el instrumento extremo de la política, por eso hay que conocerla
muy bien y saber hacer de ella el uso adecuado.
A Clausewitz, en
efecto, hay que agradecerle la claridad con la que en el
capítulo 6° del Libro VIII nos deja meridianamente claro lo que
ya nos había adelantado en el Libro I:
"La guerra es
sólo una modalidad de la actividad política;…en ningún sentido
es autónoma"[1].
Lo que Clausewitz
nos dice es que la guerra, según el uso que se haga de ella, es
meramente una forma buena o mala de gobernar, una buena o mala
manera concreta de hacer política en el sentido recto de tan mal
utilizada expresión.
Pero gobernar
bien —en paz, cuando se pueda o empleando la guerra, si es
necesario—consiste en que el gobernante, con el poder que la
propia sociedad gobernada le ha otorgado (potestas),
propicie con sus decisiones que los gobernados crezcan y se
desarrollen (auctoritas), y toda la comunidad vaya
consiguiendo poseer, cada vez de manera más plena, el bienestar
espiritual y material ansiado por todos sus miembros (bonum
commune).
Es evidente que
la guerra, entendida como una modalidad del buen o del mal
gobierno, influye decisivamente en las sociedades que la llevan
a cabo, no sólo favoreciendo o impidiendo su formación y
desarrollo, sino también marcando decisivamente la forma y el
ritmo de estos.
A los que nos ha
tocado vivir una parte muy importante del s. XX, siglo
sanguinario, liberticida e inventor de los totalitarismos, nos
causa vergüenza ajena el ver cómo la Edad Media sigue siendo
considerada, con el altivo desprecio de la ignorancia, una época
donde era omnipresente y endémica la guerra gratuita, brutal y
caótica, fruto del convencimiento universal de que la ley era
entonces tan sólo el capricho del más fuerte.
Lo de la crueldad
y la arbitrariedad medievales es voz común desde el
Renacimiento[2],
atraviesa así la Reforma y la Ilustración y lo es aún más si
cabe en la Modernidad, después de ser objeto de una débil
componenda moral en el tipo de Romanticismo[3]
más nostálgico del Antiguo Régimen.
Para los
autollamados antes “intelectuales” y ahora “creadores de
opinión” la cosa está muy clara: La Edad Media es el reino de la
caprichosa crueldad del más fuerte si es laico, y del más
diabólico sadismo, reforzado por la superstición y el fanatismo,
si es eclesiástico.
Y la evidencia
que proponen como prueba definitiva de ello es el caso de los
españoles. Según ellos, los bárbaros y fanatizados españoles
fueron incapaces de descubrir y disfrutar las delicadas
maravillas de la cultura musulmana que durante ocho siglos, a
pesar de su enemiga, floreció en su tierra. En su prolongado
empeño de destrucción genocida[4]
del refinado y tolerante al-Andalus han desarrollado una
bravuconería y una ferocidad y una intolerancia de las que han
hecho y siguen haciendo gala en su propia historia y en su
nefasta intervención en la historia de Europa y en la de
América.
No exagero. Ernst
Hans Gombrich (1909-2001), austríaco nacionalizado británico,
historiador del arte y reconocido conocedor del Renacimiento
italiano, en su “Breve historia del mundo” hace las
siguientes afirmaciones:
"Los hombres que
marcharon de España a los países aún no descubiertos eran unos
individuos feroces, crueles capitanes de bandoleros,
increíblemente despiadados y de una inaudita falsedad y malicia
para con los nativos, impulsados por una codicia salvaje hacia
aventuras cada vez más fantásticas"[5].
Como no puede ser
de otra manera, la opinión común sobre la naturaleza de la
guerra medieval no nos dice nada de ella a lo que debamos
prestar la mínima atención[6].
En cambio, si
hacemos nuestra la opinión que sobre la guerra en general hemos
visto exponer a Clausewitz unas líneas más arriba, empezaremos a
ver las cosas claras. Veamos un ejemplo.
Maurice Keen
comienza su "Prefacio del editor" a la “Historia de la guerra
en la Edad Media”
[7]
con estas palabras:
"La guerra ha
ejercido una importante influencia sobre la civilización y las
estructuras sociales de la Europa medieval. Tiene, por tanto,
una significación alta, tanto para aquellos interesados en la
Edad Media por sí misma como para aquellos interesados en la
guerra en sí y su lugar en el desarrollo humano".
Y más adelante,
en la misma obra, en su "Introducción: la guerra y la Edad Media
", explica que:
"[Europa hizo
suya la herencia de Grecia, de Roma y le añadió la beneficiosa
influencia del Cristianismo] durante los tiempos medievales; en
gran parte en el curso de la actividad bélica. Esta guerra,
brutal, caótica y, en ocasiones, con un cierto carácter
universal, es importante no sólo por su papel en la definición
de las fronteras y las regiones del futuro en Europa. La lucha
durante el Medioevo, en el transcurso de la defensa regional
contra las incursiones de pueblos no cristianos carentes de un
pasado o conexión con el antiguo mundo romano, así como durante
las guerras de expansión hacia territorios ocupados por otros
pueblos, cristianos o no, y durante la absorción de estas
gentes, desempeñó un papel fundamental en la salvaguarda para el
futuro Occidente de su herencia cultural [pensamiento griego,
derecho romano y religión cristiana]. De igual manera fue la
guerra la que impulsó un desarrollo en las tecnologías que el
mundo antiguo no había conocido".
De las guerras
que la cristiandad -y Europa dentro de ella-, tuvo que hacer
durante la Edad Media, la más larga -sobrepasa con mucho los
tiempos medievales- y la única en la que se jugaba su propia
manera de ser fue aquella en la que se resistió con las armas en
la mano a ser islamizada.
Ciñéndonos al
caso de España, nadie en su sano juicio puede afirmar que en la
formación y en el desarrollo de la sociedad Española no haya
sido determinante el esfuerzo, continuado durante 770 años y
sostenido una y otra vez en el campo de batalla, para permanecer
unida a la Europa cristiana, a la matriz de la Civilización
Occidental.
Es de esa terca
resistencia hispana al islam, o lo que es lo mismo, de esa
tozuda fidelidad a sus más hondas raíces europeas, de la que
vamos a hablar a continuación.
Primero
describiremos los hechos. Luego veremos qué explicación les da
ese aparente, sólo aparente, centón de crónicas medievales al
que hemos aceptado llamar Crónica Najerense (CN)[8].
La opinión de la CN nos resulta muy útil; es una bien informada
testigo de lo que habla.
Veamos cómo se
inserta la resistencia hispana a la islamización en el contexto
del cometido desempeñado por el enfrentamiento de la cristiandad
y el islam en la formación y el desarrollo de Europa durante la
Edad Media.
La expansión del
islam es un hecho bélico de primera magnitud, todavía hoy no muy
bien explicado y de trascendentales consecuencias. Es la gran
invasión que liquida definitivamente no sólo una parte
sustantiva del Imperio Romano sino también todo el Mundo
Antiguo.
Cuando nos
referimos a la expansión del islam, estamos hablando de la
rápida difusión de la religión musulmana -y de la organización
de la vida individual y social, es decir, de la cultura, de la
weltanschauung, que le es intrínseca-. Todo ello sucedió
durante los siglos VII y VIII, gracias a la conquista militar
musulmana de extensos territorios asiáticos, africanos y
europeos, y a la consecuente conversión al islam de sus
habitantes.
Los fundamentos
religiosos del islam pueden resumirse así:
1. Todo buen
musulmán cree que el islam es la última, la más elevada y, por
lo tanto, la única, universal y definitivamente válida de las
revelaciones hechas por Dios a la humanidad; y que por ello debe
someterse, si no es a su fe, al menos a su regla y ley, el mundo
entero.
2. Fundado en la
revelación de Dios puesta por escrito en El Corán y en la
práctica del propio Mahoma, tiene el convencimiento de que la
guerra, santa contra los no musulmanes, por ser el mejor y más
rápido medio para conseguir el sometimiento lógico y
naturalmente obligado de estos al único verdadero orden divino,
es el deber de todo hombre musulmán, adulto y capacitado.
De las invasiones
que acabaron con el Imperio Romano, el islam fue la más
completa, atacó tanto a Oriente como a Occidente; fue la más
persistente. Duró 1.050 años, desde el 633 (doble ataque
victorioso a Mesopotamia y Siria), a 1683 (ataque frustrado a
Viena); y fue la más destructiva.
Vamos a
detenernos en este extremo, haciendo hincapié en dos importantes
agravantes.
El primer
agravante es que ninguna otra invasión traía consigo una
organización social novedosa, absolutamente acabada y perfecta
como la que el islam, sustituyendo a todas las preexistentes,
quería convertir en universal.
El Corán[9]
y las diversas tradiciones, sólo divergentes entre ellas en
detalles no substanciales, que lo interpretaban y lo aplicaban
eran capaces de regular en todos sus detalles esenciales la vida
privada y pública de los fieles. Ambos ofrecían
una bien trabada construcción social:
1) que expresaba en sus mínimos
detalles una quintaesenciada fe religiosa común, el islam;
2) que se expresaba en una
lengua común, la lengua sagrada, el árabe del Profeta; lengua
que era, además, la de la más depurada cultura;
3) que homogeneizaba e integraba
a todas las comunidades locales en una única comunidad común,
con una única cultura y una única civilización.
Esa bien trabada construcción
social se oponía diametralmente a la que Roma había conseguido
construir en los territorios de su Imperio y que sólo muy
superficialmente influyó en el islam.
La organización de la sociedad
que expandía el islam era esencialmente religiosa y oriental.
Era un muy depurado despotismo teocrático. Por el
contrario, tanto la Roma pagana como la cristiana habían
utilizado la religión sólo para fortalecer el poder imperial y
la identidad romana, que verdaderamente eran el vinculo de la
unidad común y, a la vez, la garantía de la universalidad en una
sociedad muy numerosa, asentada en territorios muy distantes, y
muy diversos por su localización costumbres y culturas. Pero la
verdad es que ello se hacía intentando fomentar por todos los
medios la muy poderosa influencia del, sin embargo, escéptico,
relativista y a menudo claramente supersticioso[10]
sincretismo de las diversas concepciones religiosas
existentes en el Imperio.
Roma, la pagana y la cristiana,
siempre en el fondo fue laica, secularizadora y desacralizadora.
De Roma, en los lugares que permanecieron libres del islam,
quedó el viejo ideal republicano: la añoranza de una unidad
connatural a todos los seres humanos en el único natural ámbito
de una ciudadanía universal.
A esto siempre se le llamó
cosmopolitismo; pero, al mismo tiempo, se mantuvo la
convicción de que el natural derecho a la propiedad privada era
la base de la libertad personal; e igualmente perduró la idea
de que era absolutamente necesaria la radical separación entre
lo privado y lo público, si se quería defender la intimidad
individual de las totalitarias injerencias del Estado métome-en-todo.
Todo ello originaría, con la
ayuda de un cristianismo muy helenizado y muy romanizado,
netamente defensor de la conciencia individual y diferenciador
de lo individual y de lo colectivo, de lo sagrado y de lo
profano, de lo civil y de lo eclesiástico; el nacimiento de una
escéptica burguesía, más amante de la vida que temerosa de la
muerte, más preocupada por este mundo que por el otro.
Con ella aparecería la
democracia liberal, laica y pragmática -apolítica, diría
yo-, firmemente cimentada en la libertad de la iniciativa
individual y social, y en la necesidad de defender la propiedad
privada y la libertad de mercado como garantes de todas las
demás libertades.
La prueba de lo que estoy
diciendo es que la genuina tradición social y política
grecorromana y cristiana, en el cercano y medio Oriente, y en el
Norte de África -y en el inconsciente colectivo de los
españoles, hasta niveles mucho más profundos de lo que nos
atrevemos a confesar-, gracias a la eficaz pedagogía musulmana
mantenida con tenacidad secular, probablemente ha quedado
extinguida para siempre. Esto explica que cualquier intento de
devolverla a la vida sea visto por nosotros mismos como una
intolerable, ajena, agresiva y anacrónica "cruzada
imperialista".
A todo lo dicho hasta aquí se
añade, como segundo agravante, el hecho de que, los musulmanes,
dueños del Próximo Oriente, del norte de África y de extensas
zonas de la península Ibérica; resguardados por la impenetrable
muralla del Atlántico y de las brumosas tierras del norte
continental y del este eslavo, le impondrán a la Europa
cristiana la brutal separación de Oriente por tierra y por mar,
haciéndole sufrir durante ocho largos siglos un eficaz bloqueo
continental económico y cultural, convertido a menudo en
peligroso asedio.
Recordar por qué y para qué,
entre el 688 y el 691, el califa omeya Abd al-Malik construyó
sobre el solar del Templo,
La Cúpula de la Roca[11],
el edificio, todavía
hoy, más representativo de Jerusalén, es el mejor medio que
tenemos para llegar a comprender bien cuál es exactamente el
comportamiento religioso que un musulmán, que se sabe dueño de
la verdad y por lo tanto del futuro, exige de los judíos o los
cristianos, las dos religiones que el islam aprecia por
considerarlas sus imperfectas predecesoras, pero de las que
instintivamente rechaza la contumacia de sus fieles, porque
considera que, una vez que el único y verdadero Dios, común a
judíos, cristianos y musulmanes, se ha manifestado plena y
definitivamente a Mahoma, lo único que judíos y cristianos hacen
es empeñarse en mantenerse engañados, profesando una fe falsa,
y obcecados en anclarse en un pasado ya superado.
La edificación de La Cúpula de
la Roca que muestra y protege la roca viva del solar del
Templo, precisamente en el lugar donde, por mandato de Yahvé,
Abraham lo había dispuesto todo para sacrificarle a su
primogénito Isaac, no es una mezquita, es un edificio simbólico
que manda un claro aviso a judíos y cristianos.
Es un aviso dirigido a los judíos
de que su religión ha dejado de tener sentido desde el momento
en que el islam se ha apropiado definitivamente de su Dios, de
las figuras claves de su fe y del uso de su más sagrado lugar de
culto. Abd al-Malik les dice clara y llanamente que el islam ha
vaciado de contenido y de cometido al judaísmo al asumir todo lo
que éste tiene de verdadero.
Abd al-Malik no se inventa nada
nuevo. El Corán afirma que el honor de ser el primer musulmán no
le correspondió a Mahoma sino a Abrahán, el primer verdadero
monoteísta. Abraham que: "No era judío ni cristiano, sino un
verdadero musulmán" (3, 67)
El mensaje que Abd al-Malik les
lanza a los cristianos en La Cúpula de la Roca es
igualmente claro. En los mosaicos que la decoran se representan
las diademas de los emperadores bizantinos y los adornos que en
los iconos ortodoxos llevan Cristo, la Virgen o los santos.
Estos símbolos de santidad y poder cristianos aparecen
representados en este santuario musulmán porque son el botín del
vencedor que ofrece a su Dios verdadero e invicto los despojos
de los falsos e inútiles ídolos a los que acaba de vencer.
Por si esto no fuera suficiente,
las inscripciones más importantes reproducen textos coránicos en
los que se dice lo que sigue:
"¡Gente del Libro! No exageréis
en vuestra religión ni digáis de Dios más que la verdad.
Realmente el Mesías, Jesús, hijo de María, es enviado de Dios,
su palabra que Él nos hizo llegar a través de María, y un
espíritu que de Él procede. Por lo tanto creed en Dios y en sus
enviados y no digáis: "Tres". Dejadlo. Mejor será para
vosotros. Dios es un solo Dios. ¡Loado sea! ¿Tendría un hijo
cuando tiene lo que está en los cielos y en la tierra? ¡Dios
basta como garante!". "La religión, ante Dios, consiste en el
Islam"
El Corán, 4, 171; 3,17.
Difícilmente se podría dejar más
clara la orden terminante dada a los cristianos para que
abandonen sus creencias falsas y aberrantes en la Trinidad y en
la divinidad de Cristo. Creencias que son el núcleo de la fe
cristiana. Igual que a los judíos, es decirles también a los
cristianos clara y llanamente que el islam ha vaciado de
contenido y de cometido al cristianismo al asumir para sí todo
lo que éste puede tener de verdadero[12].
En resumidas cuentas, Abd
al-Malik, desde la Cúpula de la Roca, el edificio más
representativo de Jerusalén, situado en el lugar más alto y más
sagrado de la ciudad más santa de los judíos y de los
cristianos, lleva más de trece siglos advirtiéndoles a ambos
que el islam asume, corrige y perfecciona las dos revelaciones
anteriores: la judía y la cristiana. Revelaciones imperfectas
que, desde la revelación a Mahoma, han quedado superadas y
obsoletas, y que ya no tienen ninguna razón de ser.
Lleva más de trece siglos
exigiéndoles que abandonen su falsa religión y se unan al
islam, reconociendo que el islam es la última y definitiva
revelación de su Dios, del Dios de Abrahán y de Jesús, del único
Dios, del Dios verdadero y universal a la humanidad.
Lleva más de trece siglos
dejándoles muy claro que Jerusalén es, como La Meca, una ciudad
santa por abrahámica, pero una ciudad santa del islam porque
Abraham fue el primer musulmán. Abraham es el padre de los
creyentes, sí, pero sólo quien es musulmán como él es auténtico
creyente.
Abd al-Malik, en sus avisos no es
nada original; se limita a recordar que El Corán empieza su
concienzuda revisión de La Biblia cristiana en la azora 2 (2,
28/30 ss.) con la creación y caída de Adán y la termina en la
azora 107 aceptando la versión cristiana del Juicio Final.
En cuanto a la apropiación de
Jerusalén por el Islam como la tercera de sus ciudades más
santas, acabamos de ver cómo Abd al-Malik la considera ciudad
santa islámica, justamente por ser eminentemente abrahámica.
Hacía falta demostrar que era islámica por ser cristiana, pero
eso ya había sido hecho después de que el 20 de agosto de 636,
los musulmanes vencieran a los bizantinos en la decisiva
batalla del Yarmuk y les arrebataran Siria. El 638 Jerusalén
pasaba del dominio bizantino al dominio musulmán, del Patriarca
de Jerusalén al Califa.
El califa Ornar, después de
expulsar de Jerusalén a los judíos, no a los cristianos, entra
en ella, con la misma autoridad que lo había hecho Cristo el
primer domingo de ramos, montado en un asnillo, presentándose
como quien, de forma plena y definitiva, cumple literalmente la
profecía veterotestamentaria de Zacarías, 9, 9-10.
2.1.6. Las etapas de la expansión
del islam.
Fueron estas:
1.
Mahoma (nacido ca. 570) comenzó, ya
cuarentón, a predicar la definitiva revelación divina en La
Meca hacia el 610. A su muerte (8 de junio de 632), el islam
había conseguido el control religioso, es decir, político,
social y económico, de toda la península Arábiga.
2.
A principios del siglo VIII, el
islam dominaba una amplia área que, por el este, comenzaba en
las regiones periféricas de China y de la India, atravesaba
Mesopotamia, Siria, Palestina y Egipto y, a través de todo el
norte de África, llegaba, en el oeste, hasta el Atlántico
3.
En el 705 había caído en su poder
Tánger y ya en el 709 se planteaba la posibilidad de cruzar el
Estrecho[13].
En el 710 una incursión con éxito alentó la idea de preparar un
desembarco más importante. Entre el 19 y el 26 de julio de julio
del 711 un ejército formado por soldados pertenecientes a tribus
bereberes norteafricanas convertidas al islam ganó la batalla
del Guadalete. A partir del 712, nuevas invasiones islámicas
completaron la ocupación militar de la Península y la
anexionaron al califato de Damasco.
4.
En el 715 se plantearon atravesar
los Pirineos. En 721 fracasaron ante los muros de Tolosa, pero,
conquistada Carcasona el 725 y establecida la residencia del
gobernador musulmán en Narbona que había caído en su poder en
718, los musulmanes habían logrado ocupar los antiguos límites
del reino visigodo.
5.
Además, en el Mediterráneo eran
suyas: Chipre, Creta y Cerdeña (827); años más tarde caerán
Baleares y Córcega (850).
6.
La ocupación de Sicilia comenzó el
827. Mesina caería el 842. En 1061 los normandos, bajo el
mandato de Roberto Guiscardo y su hermano Roger I de Sicilia,
emprendieron la reconquista de la isla. En 1091 se consideró
terminada.
7.
En la Italia continental, los
sarracenos tomarán Barí el 840 y Tarento el 842. Atacarán Roma
el 846.
En la cristiandad, la resistencia
a la invasión islámica no tardó en llegar. Limitándonos a la
época que convencionalmente hemos dado el llamar Edad Media, en
Oriente, Bizancio aguantó los 779 años que van desde el asedio
del 674-678 (más tarde resistirá el ataque frustrado durante el
717-718), a la caída definitiva en 1453.
En Occidente, la resistencia de
la península Ibérica comienza el 718 y se mantiene tozudamente
durante 774 años[14],
hasta la liberación del último territorio en 1492.
Esos casi ocho siglos de
resistencia de la Europa cristiana al islam en Oriente y
Occidente son los que le permiten a Europa y con ella a la
Civilización Occidental -la que objetivamente le ha permitido a
la humanidad un mayor grado de libertad privada y pública y un
más alto nivel de vida- nacer, crecer e ir desarrollándose a
partir del pavoroso cataclismo social que supuso para el mundo
mediterráneo el hundimiento del Mundo Antiguo.
En la antigua Hispania, ahora
llamada al-Andalus, ni los cronistas musulmanes ni los
cristianos olvidaron nunca que a mediados del 718, un tal
Pelagio, Pelayo o “Belay el rumí”, notable hispanovisigodo que
contaba en Asturias con hombres y medios, ponía con su rebelión
la primera base a partir de la cual se desarrollaría el largo y
accidentado proceso de regreso de la península Ibérica a la
Europa cristiana tras haberse sacudido el yugo del islam
invasor.
Los musulmanes, más interesados
en las campañas al norte de los Pirineos, consideraron la
rebelión del tal Pelayo un caso de aislada resistencia local en
un lugar sin ninguna importancia, perdido en el extremo norte
hispano. Un problema más de tipo policial que militar.
Pero después de aguantar
repetidas derrotas frente a las reducidas tropas que intentaban
aniquilarlo, el 28 de mayo del 722, en Covadonga, Pelayo logró
tenderles una emboscada y tuvo la suerte de que, además, la
mayoría de los fugitivos que habían sobrevivido al ataque
perecieran víctimas también o de un accidental desprendimiento
de rocas o de una inesperada crecida del Deva.
Tras la funesta jornada, los
musulmanes decidieron que no merecía la pena seguir empeñados en
la persecución de cuatro rebeldes entre aquellas inhóspitas
breñas donde siempre eran posibles emboscadas, desprendimientos
de rocas, despeñamientos en recónditos barrancos o violentas
crecidas de imprevisibles torrentes.
Pelayo aprovechó el tiempo que le
proporcionaba el desprecio musulmán. No se proclamó rey, tampoco
lo hizo su hijo, pero, tras la muerte de éste los cimientos de
un estado cristiano independiente quedaban echados.
Fue Alfonso I el Católico (rey,
739-757), yerno de Pelayo, el que sobre ellos fundaría el reino
de Asturias.
En el ahora reino de los francos,
el 11 de octubre del 732, Carlos Martel, su soberano, detuvo el
avance de los sarracenos hacia la Europa central en un lugar
situado entre Poitiers y Tours. Pero debe tenerse en cuenta que
los musulmanes que habían ocupado Aquitania, Septimania
(Narbona) y Provenza no abandonarán la antigua Galia hasta el
759.
Los francos, a partir del 732,
apoyarán, primero y, después, tratarán de controlar los focos de
la resistencia hispana a la anexión musulmana que, desde la
cordillera Cantábrica, tras el éxito de Covadonga, aparecerán, a
lo largo de los Pirineos, en Navarra, Aragón y Cataluña.
El 740, dieciocho años más tarde
de la victoria cristiana de Covadonga, antes de que lograra
penetrar en las montañas asturianas, fue claramente rechazada
una pequeña expedición musulmana que pretendía acabar con el
núcleo de resistencia cántabro-astur.
Ni Abderramán I, desde el 756,
emir independiente de Damasco en Córdoba, ni Abderramán III,
autoproclamado califa en el 929, ni Almanzor, que gobernó con
mano de hierro el califato cordobés desde el 976 al 1002, fueron
capaces de impedir, en los territorios liberados, la
consolidación de estados cristianos, occidentales, europeos e
hispanos, y que querían ser independientes tanto de los
musulmanes como de los francos.
Hay una cuestión que enturbia la
recta comprensión del verdadero cometido de la resistencia de la
cristiandad a la invasión islámica en este decisivo período de
la historia europea. Es el concepto de cruzada.
Es evidente que la religión
cristiana es uno de los componentes básicos de la Europa
medieval y que la Iglesia es una de sus instituciones más
poderosas. Pero es evidente también que, a diferencia de lo que
ocurrió en el islam desde sus inicios, la cristiandad europea no
consiguió nunca convertirse en una teocracia.
Tanto la tradición
greco-latina como el propio cristianismo, que, en
parte, es un fruto más de esa tradición, en su
seno, llevan gérmenes desacralizadores y secularizadores muy
activos y salutíferos que se encargan de neutralizar cualquier
veleidad de totalitarismo teocrático.
En la Alta Edad Media hubo
cruzadas. Evidentemente. Pero a la vez se estaba peleando la
decisiva batalla de la distinción entre las competencias del
Imperio y del papado y de su nítida y obligada delimitación.
Veamos los acontecimientos
bélicos más decisivos:
Entre 1073, año en el que accede
al papado Gregorio VII, y 1122, fecha de la firma del concordato
de Worms, transcurren las luchas de las investiduras en las que
se planteó en toda su crudeza la resistencia de la Europa civil
a ser gobernada por una teocracia y, a la vez, la oposición de
la Europa cristiana al cesaro-papismo, es decir, a ser un mero
juguete en manos del poder político.
En esta grave discusión nada
pacífica sobre cómo deben ser las correctas relaciones entre la
Iglesia y el Estado, y que se prolongaría hasta agotar al
Imperio y al papado, participan personalidades tan
extraordinarias como las de los papas Gregorio VII, Alejandro
III, Inocencio IV y las de los emperadores Enrique IV y, sobre
todo, el excepcional Federico I Barbarroja y el interesantísimo
Federico II. Sin olvidar al genial Alfonso VI, en España.
A comienzos del s. XI, después de
seis largos siglos de invasiones que han estado a punto de
anegarla, la Europa cristiana comienza a despertar de esa
pesadilla y no desconoce que el Islam, la peor y más grave de
las invasiones sufridas, mediante la previa ocupación militar de
sus territorios, ha reducido prácticamente a la nada a las
comunidades cristianas más antiguas, más prestigiosas y más
florecientes.
Del cristianismo árabe, sirio,
palestino, mesopotámico, egipcio, norteafricano y de tres
cuartas partes del ibérico por no quedar no quedaban ni ruinas.
La destrucción había sido tan eficaz que entonces como ahora
parecía impensable que, incluso en el caso de la península
Ibérica, esos territorios hubieran tenido una historia anterior
a la musulmana. Nadie quiere recordar hoy, v.g., que la Mezquita
de Córdoba fue antes una iglesia visigoda.
El penúltimo acto de intolerancia
por parte de los musulmanes fue la desaparición de la Vera cruz.
Jerusalén, tras haber sido tomada por los persas acaudillados
por Cosroes II en 614, sufrió el pillaje y la destrucción. Entre
otras muchas joyas, perdió la santa Cruz que había sido
descubierta por santa Elena y se veneraba en la iglesia del
Calvario, vecina de la del santo Sepulcro. Después de ser
devuelta a su lugar de origen por el emperador bizantino
Heraclio en el 630, cayó en manos de los musulmanes en el 638 y
todo indica que fue destruida por ellos.
El último sucede, cuando el
enloquecido al-Hakim bi Amri Alian, sexto califa fatimí, -que estando en el Cairo, en
1016, se proclamaría la encarnación terrena de Dios-, ordena
literalmente "borrar toda huella del Santo Sepulcro". La
destrucción comenzó el 18 de octubre del 1009 y provocó la
desaparición total y para siempre de la roca original de la
tumba de Cristo y la demolición de la iglesia del Calvario.
Entre el llamamiento del papa
Urbano II en 1095 y la muerte de Luis IX el Santo en Túnez, en
1270, se sucedieron ocho expediciones militares con la finalidad
religiosa de asegurar el libre acceso de los peregrinos
cristianos a los santos lugares de Palestina y, de paso, con la
finalidad política de frenar la expansión del islam
conquistándole una zona de vital importancia estratégica, y con
la finalidad económica de romper el bloqueo continental al que
el islam tenía sometida a Europa desde el primer tercio del
siglo VII
Bloqueo continental que lo
convertía en prepotente detentador del muy rentable monopolio
del comercio con Oriente. Monopolio de cuyos beneficios también
participaba el Imperio Bizantino, como exclusivo intermediario
con una Europa a la que despreciaba como bárbara y advenediza.
El fracaso de las Cruzadas
condujo, ya lo he dicho, a la exploración de los océanos
Atlántico, índico y Pacífico, emprendida por Portugal y Castilla
en su búsqueda de una ruta comercial libre hacia las tierras de
Oriente, -las de las apreciadísimas y necesarias especias, pero
también las de los números (recuérdese la historia del cero), el
papel, la brújula, la imprenta, la seda, las perlas, las
naranjas, etc., etc.-, una vez convencida la cristiandad de la
invencible fortaleza del islam en el cercano Oriente. También demostró que con un totalitarismo teocrático es
imposible el diálogo.
Los territorios del norte de
España, ya liberados, una vez acontecidas la decadencia y la
disolución del califato cordobés (1009-1031), a la muerte de
Sancho el Mayor de Navarra (1035), se convirtieron en los tres
reinos cristianos españoles medievales: el reino de León y
Castilla, el reino de Navarra y el reino de Aragón. La cruzada
formó parte en más de una ocasión de la resistencia
española al islam. Pero aquí también, cuando fue necesario, se
supo conjurar el peligro de una teocracia cristiana.
Estas son las etapas de la tozuda
resistencia bélica opuesta por los reinos medievales españoles
a las repetidas invasiones islamizadoras procedentes del norte
de África:
1.- Los almorávides.
La reconquista, que, en esta segunda etapa, había
recomenzado en 1045 con la toma de Calahorra por el rey navarro
García el de Nájera, pareció estar al alcance de la mano una vez
que Alfonso VI,
rey de León y de Castilla, logró recobrar
Toledo, la antigua capital del reino visigodo y sede primada de
España, el 6 de mayo de 1085.
Pero el 3 de julio de 1086
los almorávides desembarcaron en Algeciras y
derrotaron a Alfonso VI
en Sagrajas, el 23 de octubre.
Volvieron a hacerlo el 30 de mayo de 1108 en Uclés. Entre 1090 y
1110 reunificaron al-Ándalus que gobernaron hasta 1145.
La reacción cristiana
comienza con la reconquista de Zaragoza el 19 de diciembre de
1118 por el rey aragonés Alfonso I el Batallador y culmina el
17 de octubre de 1147 cuando el soberano castellano-leonés
Alfonso VII
el Emperador conquista Almería.
2.- Los almohades.
Por tercera vez, otra nueva invasión musulmana pondrá en
grave peligro la vuelta de España al seno de la Europa cristiana
y occidental.
En 1146, los almohades
desembarcan en la península, toman Sevilla en 1148 y
culminan su dominio de al-Ándalus en 1172.
El peligro almohade cesará tras
la victoria cristiana de Las Navas de Tolosa el 16 de julio de
1212.
3.- Los benimerines.
Cuando, después de las conquistas de Fernando
III
y de Jaime I, parecía que el fin estaba otra vez definitivamente
próximo, entre 1275 y 1285 se consolida la cuarta invasión
musulmana, la de los benimerines.
Será el castellano Alfonso
XI
el encargado de resolver definitivamente el
problema al derrotarlos el 30 de octubre de 1340 en la batalla
del río Salado y al arrebatarles Algeciras el 21 de marzo de
1344.
2.4.1.
La continuación de la resistencia española a la dominación
islámica.
La ocupación militar musulmana de
la Península, comenzada el 711 y reintentada una y otra y otra
vez desde la orilla africana del estrecho de Gibraltar,
acabará, por fin, el 2 de enero de 1492 con la entrega de la
Alambra granadina. Diez años ha durado la que conocemos como Guerra de Granada.
Dentro de la reconquista, la
Guerra de Granada es la última, larga, costosa y
complicada guerra, iniciada en diciembre de 1481 con la
conquista por sorpresa de Zahara por el rey nazarí Muley Hacen
que con su ataque rompía la tregua iniciada en 1410 entre el
reino de Granada y la corona de Castilla, esperando contar con
la ayuda del ascendente poder turco.
De todas maneras, seguirá
habiendo problemas -menores, pero problemas-hasta bien entrado
el siglo XVII.
Al final de la Edad Media, los
dos países más occidentales de Europa, Portugal, primero y
Castilla, después, logran superar las estrechas fronteras
fijadas por la Geografía y la Historia al que se empieza a
sentir como ancestral solar patrio, y osan romper el estricto
bloqueo continental al que el islam ha venido sometiendo a la
Europa cristiana durante siete siglos.
En el caso
de Portugal, la casa de Avis, que
había llegado al trono portugués después de derrotar, una vez
más -y no será la última-, a los anexionadores castellanos
(Aljubarrota, 1385), decidió que el secreto para engrandecer su
pequeño reino era convertir a los portugueses, de agricultores
y ganaderos, en comerciantes y marinos.
Se trataba de
conseguir que, costeando África, establecieran una ruta
comercial marítima libre y directa hacia Oriente, donde, entre
otros muchos atractivos, estaba también el de encontrarse allí
la tierra de las apreciadas especias. Era la exploración de la
célebre ruta del Este.
A ello se
dedicaron Juan I, padre del infante Don Enrique el Navegante,
Juan II y Manuel el Afortunado. Y a la India conseguirá llegar
Vasco de Gama en 1498 y allí aprenderá, que, sólo obligados por
la fuerza de las armas, los musulmanes le van a tolerar que
ejerza su natural derecho a comerciar libremente con Oriente.
En el caso de
Castilla, el marino de origen genovés, Colón, que intenta ayudar
a los portugueses, pero que no consigue ser escuchado por ellos,
les ofrecerá a los Reyes Católicos el llegar al soñado Oriente
por un camino más corto y menos complicado que el seguido por
los portugueses. Colón sueña con abrir una nueva ruta que no
sólo rompa el bloqueo continental musulmán a Europa sino que
facilite una futura reconquista del sepulcro de Cristo.
Sabiendo que los
cálculos de Colón no son correctos, la reina Isabel I de
Castilla decidirá que Castilla, sólo ella, cargue con los costes
de la arriesgada aventura de descubrir con él la ruta del
Oeste. En 1492, América aparecerá, inesperadamente para todo
el mundo, en medio del camino del Oeste hacia las Indias,
estorbándolo.
El empecinamiento
español en llegar a ellas por esa ruta conducirá a la asombrosa
aventura de Magallanes y Elcano (1519-1522), que resultaría la
primera vuelta al mundo, sólo treinta años más tarde del
descubrimiento de América.
El acoso del
islam a Europa no acaba con la Edad Media. La amenaza otomana en
el centro de Europa no cesa hasta después del 12 de septiembre
de 1683 y en el Mediterráneo la tranquilidad de las costas
levantinas españolas no amanecerá hasta pasado el 12 de
noviembre de 1791[15].
Después de una
detallada introducción[16]
a la Crónica Najerense (CN), analizaremos cómo justifica esta
obra medieval la resistencia hispana al islam.
El texto de la
que hemos dado en llamar Crónica Najerense (CN) nos ha sido
transmitido en sólo dos manuscritos conservados en Madrid, en la
biblioteca de la Real Academia de la Historia. El 9/4922 (ant.
A-189) es el más antiguo y quizás fue copiado en el escritorio
de la abadía najerina hacia 1230. El 9/450 (ant. G-l) es el más
moderno y fue copiado a finales del s. XV o principios del XVI.
Los dos son copias, no del manuscrito original sino, en el mejor
de los casos, de una copia de éste hoy perdida. Copia muy
descuidada que ya contenía bastantes errores.
Según la opinión
más general, La CN original debió de ser redactada ca. 1160.
Pero el texto da motivos para retrasar esa fecha hasta situarla
ca. 1190.
La datación
tardía responde a las exigencias del texto, pero plantea una
cuestión nada ociosa: ¿por qué "un autor seducido por la idea de
formar un relato prácticamente con todo lo que conoce"[17]
suspende su crónica en 1109 con la muerte de Alfonso VI,
pudiendo muy bien haber llegado hasta la muerte de Sancho III en
1158, y habiendo podido incorporar a sus fuentes fundamentales,
v.g., la Chronica Adefonsi Imperatoris?
De las hipótesis
planteadas por su último editor y traductor[18],
siguiendo el tradicional y muy sensato principio metodológico
que tanto recomendaba a los investigadores el premio Nobel de
física de 1932, Werner Karl Heisenberg: “simplicitas sigillum
ueritatis”, me quedo con la primera.
Creo que la CN
es un texto que se estaba escribiendo a finales del s. XII[19]
y que su autor dejó inacabado. Desconocemos los porqués, pero lo
cierto es que su autor no escribió la palabra fin que, por
cierto, no aparece en el manuscrito más antiguo y en el recentior, la ha añadido su copista.
Nada sabemos con
certeza de su autor. Pero, además de que el manuscrito más
antiguo que tenemos de la CN pudo copiarse en Nájera[20],
el texto de la crónica parece indicarnos que su autor fue un
monje cluniacense que en algún momento perteneció a la comunidad
de la abadía najerina -la conoce bien y maneja historiografía
riojana-, pero, además, algo tuvo que ver con Compostela ya que
conoce manuscritos compostelanos y maneja el Cronicón Iriense.
Tomando otras
crónicas anteriores como modelos, el autor de la CN consigue no
hacer una redacción personal del texto. Sólo en un par de
brevísimas anotaciones parece que nos deja oír su voz.
De las obras
históricas que le vienen bien para su propósito, escoge los
pasajes, largos o cortos, que le interesan; yuxtapone los más
extensos o inserta en ellos los más cortos, y va uniéndolos lo
mejor que sabe y puede. No intenta conciliar las diferentes
versiones, no evita las repeticiones o las contradicciones y no
corrige las confusiones o los errores.
Concretamente, el
autor de la CN utiliza sus fuentes de la forma siguiente:
Utiliza seis
fuentes fundamentales:
1.- La Crónica de San Isidoro.
2.- La
igualmente isidoriana Historia de los godos, vándalos y suevos.
3.- La versión del manuscrito de Roda de la Crónica de Alfonso III.
4.- Parte de la Historia Sílense.
5.- El Cronicón de Sampiro.
6.- Parte de la Crónica de Pelayo de Oviedo.
En ellas va
insertando las noticias que le parecen interesantes, tal como
están contenidas en textos más cortos, que ha entresacado de
otra veintena de fuentes que considera secundarias.
Pero que el autor
de la CN no es un mero compilador o recopilador de crónicas
anteriores, que se limita a transcribirlas literalmente y a
ensamblarlas como Dios le da a entender, lo demuestran algunas
innovaciones en su modo de hacerlo que, como veremos más
adelante, son altamente significativas.
a) La no
aparición en el texto de la CN de noticia alguna ajena al
discurso histórico que se va construyendo.
b) La CN
impondrá a las crónicas posteriores su división del relato
histórico en tres grandes épocas: 1) De la Creación al Imperio
Romano y de éste hasta el final de la España visigoda. 2) De
Pelayo al comienzo del reinado de Bermudo III de León. 3)
Reinados de Fernando I y Alfonso VI, ambos conseguirán ser reyes
de León y Castilla.
c) La CN no es
una colección exclusivamente de biografías reales. Entran en
ella por derecho propio protagonistas de la Historia que como el
conde Fernán González o el Cid no son reyes ni meros comparsas
de reyes.
d) Siguiendo el
precedente de alguna de sus fuentes (el Cronicón Iriense, la
Crónica de Pelayo de Oviedo), se incluyen temas folklóricos y
edificantes, a los que la CN añade otros de ese tipo, pero
procedentes de la tradición épica tanto popular como culta.
Para contestar
adecuadamente a la pregunta de cómo la CN explica o justifica la
resistencia hispana al islam, hay que prestar detenida atención
a dos características de su texto:
Lo que nos dice
literalmente el texto compilado por el autor de la CN. En él,
como sabemos, el autor se ha cuidado mucho de no introducir
palabra alguna propia que resulte significativa.
Lo que nos dicen
las innovaciones del autor de la CN; sobre todo, su distribución
de ese texto en tres libros, dedicado cada uno de ellos a una
etapa de las tres en las que él divide el proceso histórico
español. Y el hecho de prestar una especial atención a la
historia de Castilla en la compilación.
Ya he dicho un
poco más arriba que el autor de la CN se limita a transcribir el
texto de sus fuentes. Por una parte, sobre lo que ellas llaman
la perdida de España[21]
y las dos primeras etapas de la que denominan lenta y costosa
salvación de la Iglesia[22]
y de Hispania[23],
nos da la opinión de las llamadas Crónicas Asturianas, de la
Historia Silense y de la Crónica de Pelayo de Oviedo. Opinión
que ya conocíamos bien a partir de la lectura de cada una de
esas fuentes.
Resumiendo
mucho, podríamos decir que de lo que las Crónicas Asturianas
comienzan a hablar y de lo que sus sucesoras siguen hablando es
de la restauración neogótica. Para ellas, Pelayo y sus
sucesores, los reyes de la monarquía asturleonesa, lo que habían
hecho era continuar la historia de España, después del desastre
del Guadalete, en el 714 (según su cronología), cuyas
catastróficas consecuencias fueron: la desaparición sin sucesor
de Rodrigo, el último rey visigodo legítimo, la ocupación por el
vencedor ejército musulmán de la totalidad del antiguo
territorio visigodo y, con ella, la definitiva destrucción del
reino en él asentado.
Continuaron la
Historia de España, al haberse convertido en herederos de la
legitimidad visigoda por haber evitado el definitivo final de su
monarquía y de su reino. Efectivamente, según esas crónicas, la
obra de Pelayo y de sus sucesores consistió en ir restaurando la
antigua legitimidad en un territorio cada vez más extenso del
antiguo reino visigodo, después de liberarlo de los invasores
musulmanes que lo habían usurpado.
El interregno
entre los antiguos y los nuevos reyes godos habría sido de tan
sólo 4 años (del 714, muerte de Rodrigo en la jornada del
Guadalete, a 718, elección de Rodrigo, noble visigodo, en
Asturias)[24].
Pero el autor de
la CN no es sólo un mero ensamblador de textos. Se diferencia de
sus antecesores en que tiene en su cabeza una idea muy clara de
cómo se ha desarrollado el proceso histórico español desde el
comienzo de los tiempos hasta su época, aunque,
desgraciadamente, su obra quede interrumpida tras el relato de
la muerte de Alfonso VI. Y esa idea es la que nos quiere
transmitir mediante la personalísima organización que le da a su
compilación.
Empieza por
prescindir de cualquier otra información que no sea la
conveniente a su propósito. Prosigue, cosa que ocurre por
primera vez en la historiografía española, organizando
intencionadamente su texto en tres partes o períodos históricos
a los que llama libros; en ellos hace progresar la información
de la siguiente manera.
1.- Libro I.
Comprende desde
la creación del mundo hasta la llegada del islam a España.
Comienza haciendo historia universal y la va convirtiendo en
historia de España al ir centrando su interés en la época
visigoda.
2.- Libro II.
Comienza con la
rebelión de Pelayo en Asturias (718), personaje que a los ojos
de nuestro autor, después de la catástrofe del 711, viene a
continuar legítimamente la monarquía visigoda y por lo tanto la
verdadera historia de España.
En la última
parte tiene un importante protagonismo aquella auténtica "vara
de la cólera de Dios sobre los cristianos"[25],
que fue Almanzor[26].
Termina resumiendo los acontecimientos que suceden entre 1028 y
1032, acontecimientos decisivos para la continuidad del proceso
histórico español tal como él lo va interpretando.
Estos acontecimientos son: el comienzo del reinado de Bermudo
111 (1028) y el asesinato del último conde de Castilla, García
Sánchez (1029), hecho que motiva el paso de Castilla a los
dominios de Sancho el Mayor de Navarra.
A petición de los
nobles castellanos, Sancho el Mayor nombra conde de Castilla a
su segundo hijo Fernando, menor de edad, y lo casa (1032) con la
infanta leonesa Da Sancha, hermana del rey leonés
Bermudo III y viuda del conde castellano García Sánchez.
Al hacer
hincapié en estos hechos, el autor nos va preparando para
hacernos ver que el reino unido de León y Castilla, de la mano
de Fernando I, va a ser el siguiente dueño de la legitimidad
visigoda, heredándola, por la vía de los hechos[27],
del reino asturleonés. Legitimidad que luego va a pasar a
Alfonso VI, al que también los hechos terminarán convirtiendo en
el único auténtico heredero de su padre.
Resumiendo, el
libro II entero está dedicado a la monarquía asturleonesa,
heredera, para nuestro autor, de la legitimidad visigoda, que a
su vez lo era de la romana. Legitimidad que terminará depositada
en las manos del reino unido de León y Castilla.
3.- Libro III
Comienza con las
genealogías de Fernando I, primero en reunir en su persona el
viejo reino de León y el que, a partir de su sucesor, se
convertirá en el nuevo reino de Castilla.
Sigue contándonos
cómo,
"Una vez que,
muertos su cuñado y su hermano, ve ya todo el reino sometido a
su poder sin obstáculo; ya seguro por lo que respecta a su
patria, decide emplear el resto del tiempo en atacar a los
bárbaros y en consolidar las iglesias de Cristo"[28].
Muerto Fernando,
nos relata las vicisitudes de su sucesión hasta que ambos reinos
(esta vez la unión será de Castilla a León) vuelven a unirse en
la persona de Alfonso VI. Prisionero en Burgos de su hermano
Sancho en la lucha por la herencia íntegra del reino unido de
León y Castilla, es nada menos que San Pedro quien, a instancias
de la comunidad de Cluny, encabezada por su abad, San Hugo, le
comunica que "lo devolvería a su majestad e incluso lo elevaría
al poder de su padre"[29].
A continuación nos relata su reinado y su muerte: "Así pues, el
mencionado rey Alfonso, tras asumir el gobierno de los
reinos..."[30].
Resumiendo. De la
Historia Universal el autor de la CN nos había hecho pasar a la
Historia de España en el Libro I. En el libro II nos hace
avanzar desde ésta a la Historia del Reino Asturleonés,
enunciándonos en su final la inminencia del paso a la historia
del reino unido de León y Castilla. Es en el Libro III donde nos
cuenta esa historia. Desgraciadamente, de esta nueva etapa, no
llegó a contar más que los reinados de Fernando I y de Alfonso
VI.
Juan A. Estévez
Sola explica muy bien la importancia que la CN tiene para la
historiografía castellana cuando dice en la Introducción a su
traducción española:
"Recordamos que
la historiografía se hace castellana en la Najerense, que
acumula relatos [legendarios] relacionados con los últimos
condes y con los comienzos del reino de Castilla'''[31].
La razón es muy
sencilla. Aquella Castilla que, en el Poema de Fernán González,
no era más que un pequeño rincón, en menos de dos siglos había
conseguido tener mucha mayor importancia que el reino de León
del que se había desgajado. Efectivamente, en 1157, a la muerte
de Alfonso VII el Emperador, su primogénito, Sancho, heredaría
Castilla; en cambio León quedaría para Fernando, el segundón. De
todo ello era muy consciente el autor de la Najerense.
Pero en Castilla
y en León, ni nuestro autor, ni nadie con dos dedos de frente y
con la vista puesta en el futuro, olvidaba la lección de Alfonso
VI que, gracias a su tenacidad por mantener la unión de los dos
reinos, había hecho realidad el viejo sueño de Pelayo de de
devolverle a una Toledo, liberada, su natural capitalidad de la
España cristiana; y tampoco la de su nieto Alfonso VII que,
practicando la misma política de unidad interior que su abuelo,
había certificado el fin del poder almorávide, el que estuvo a
punto de acabar con la obra de Alfonso VI, con la toma de
Almería el 17 de octubre de 1147.
Nada de ello
podía pasarse por alto precisamente en el momento en que la
Najerense se escribe. Estamos justo en el momento en que el
nuevo y temible poder almohade está a punto de dar el terrible
zarpazo que fue la batalla de Alarcos, el 19 de julio de 1195.
Si como parece,
la CN se escribió hacia la segunda mitad de la década de los 80
del siglo XII, estamos a escasos 10 años del desastre de Alarcos
que permitió a los almohades intentar reconquistar la mismísima
Toledo, mientras Navarra y León, aliados con ellos, intentaban
obtener ventajas a costa de la vencida Castilla.
Si nos
preguntamos cómo se llega a 1196, con Toledo sitiada por los
musulmanes, desde las alturas de 1085, cuando la entrada de
Alfonso VI en ella alegró a toda la cristiandad y supuso una
herida nunca curada en el corazón del islam, tendremos que hacer
el camino de una progresiva decadencia.
La caída de
Toledo provoca la llegada de los almorávides ante los que ni
Alfonso VI, ya demasiado viejo, ni su hija Urraca, malcasada con
el aragonés Alfonso I el Batallador, son incapaces de
reaccionar.
Es su nieto,
Alfonso VII el Emperador el que es capaz de darles la puntilla
tomando Almería en 1147 y el que se esfuerza en mantener en
vigor entre los demás reinos peninsulares la idea imperial.
Pero, cuando
llega su muerte, diez años más tarde (21 de agosto de 1157),
Almería cae en manos de los nuevos invasores, los almohades; en
vísperas del gran enfrentamiento con ellos, se abandona la idea
imperial y se da paso a los Cinco Reinos Hispánicos. Por si lo
anterior fuera poco, en su testamento quedan separados los
reinos de Castilla y de León.
Fernando García
de Cortázar explica muy bien lo que fue aquella experiencia de
España plural, como dirían hoy los progresistas:
"La separación de
León y Castilla a la muerte de Alfonso VII creó una constelación
política, la España de los cinco reinos. Querellas, invasiones y
batallas ensombrecerían sus fronteras y relaciones, hasta que
los temores compartidos los unieran en el campo de batalla
frente al enemigo musulmán. La recompensa sería la victoria de
las Navas de Tolosa"[32].
Castilla, el
reino más importante, es gobernada, durante un único año, por
Sancho III, que muere en Toledo el 31 de agosto de 1158 y deja
como heredero a un niño de 3 años, huérfano de padre y de madre,
Alfonso VIII, nacido, puede que en Nájera, en 1155.
La minoría de
edad de Alfonso VIII es la historia de la rivalidad de los
Castros y de los Laras; declarado mayor de edad, debe defender
Castilla, una y otra vez, de las disensiones internas y de la
alianza de todos los demás contra ella. Así es como se llega a
Alarcos.
Vistas las cosas
así no es de extrañar que nuestro autor se esfuerce en recordar
los épicos orígenes de la tarea común, la salvación de España, y
luche por mantener viva la memoria de que el reino unido de León
y Castilla es la entidad política depositaría de la vieja
legitimidad. Reino unido de León y Castilla que, según el autor,
tuvo sus mayores momentos de esplendor en los mitificados
tiempos de Fernando I y Alfonso VI. La prueba está en que el
autor trata la vida y la muerte de ambos como si estuviera
escribiendo una hagiografía.
Si además
acertamos al pensar que el autor es un monje cluniacense, no
debemos extrañarnos de que recuerde los reinados de Fernando I y
de Alfonso VI como auténticas edades de oro en el sentido
literal de la expresión. Ambos colaboraron con Cluny con una
gran generosidad económica y política y sobre todo Alfonso llegó
a ser considerado por la célebre abadía francesa como el modelo
de protector espléndido y de colaborador inteligente[33].
Notas
[1]
Clausewitz, Carl von, De la guerra, Ministerio de
Defensa, Madrid, 1999, p, 853.
[2]
La inquina con la que tradicionalmente se ha tratado a
la Edad Media se entiende bien si se tiene en cuenta
que, cosa que no puede suceder en el islam, cada vez que
la Iglesia o el Estado han hecho caso omiso de las
palabras de Cristo, "Mi reino no es de este mundo", o
de su mandato, "Dad al César lo suyo y a Dios, lo que le
pertenece", ha surgido una fuerte oposición desde fuera
y desde dentro de la propia comunidad cristiana.
El monacato nacido
en Egipto y Juliano el Apóstata tenían en común el
rechazo de la política religiosa constantiniana. En el
corazón de la Edad Media, gentes tan distintas como los
juristas imperiales, empeñados en la vuelta al derecho
romano como base de la autonomía del poder civil; los
movimientos radicales religiosos, impulsores de la
práctica de la pobreza (de dinero y de poder, no
olvidarlo) y los goliardos, clérigos por interés y
gozadores de la vida por vocación, todos ellos
coincidían en rechazar cualquier intento de
totalitarismo teocrático por parte del poder clerical.
La oposición al
despotismo eclesiástico resulta imparable cuando la
burguesía cobra la fuerza económica, política y cultural
que ya demostró tener en el Renacimiento. Es esa
burguesía la que va fortaleciendo un sano
anticlericalismo inicial que terminará desbocándose en
un rabioso anticristianismo, fomentado por algunos
círculos de la Ilustración y, sobre todo, por la
Revolución Francesa y sus émulos. Para todos ellos, la
Edad Media, la época de la cristiandad por antonomasia,
sólo pude ser citada para denostarla y caricaturizarla.
[3]
La muy extraña relación entre el Romanticismo y la Edad
Media merece alguna reflexión. La Revolución Liberal y
su hermana siamesa, la Revolución Industrial, causaron
tal conmoción en la Europa de los siglos XVIII y XIX que
es muy explicable la aparición de fuertes movimientos
reaccionarios contra las ideas y cambios radicales que
ambas iban propagando.
El que los engloba
a todos es el llamado Romanticismo. Pero el Romanticismo
es un movimiento social muy complejo. Simplificando
mucho, diríamos que hay un Romanticismo, para
entendernos, "de derechas". Es el de quienes quieren
volver al pasado del Antiguo Régimen en la época de éste
que consideran más pura: una Edad Media imaginada como
el tiempo del esplendor del cristianismo y las virtudes
caballerescas. Es el caso de Chateaubriand y de las
novelas históricas de tema medieval de Walter Scott. En
España, el tiempo de las Leyendas medievales de Bécquer.
Hay además un
Romanticismo "de izquierdas". Es el de quienes
pretenden volver al pasado más absoluto, al pasado
primigenio, a aquel en el que se daba una sociedad pura,
natural, bien sea universal, como en el caso de Rousseau
y de los diversos socialismos (sobre todo del
anarquismo) bien sea local, como es el caso de los
nacionalismos. Tanto en el caso del pasado primigenio
universal como en el del local, se trata de volver a un
mítico paraíso perdido.
En el caso del
pasado primigenio universal, se trata de volver a la
patria originaria de una humanidad no pervertida por la
cultura y la civilización, es decir, por el desarrollo
económico, político y social que es la causa de todos
los males que afligen a la humanidad. Todos los héroes
de su historiografía son personajes o movimientos
sociales caracterizados por su radical rebeldía
antisistema. Según ese verdadero "Apocalipsis" cantado
que es La Internacional, cuando, tras destruir la
actual sociedad, según ellos, corrompida y
corruptora, la revolución socialista haya triunfado y a
los humanos los haya devuelto a su natural condición,
"La Tierra será un paraíso, patria de la Humanidad'.
En el caso del
pasado primigenio local, se trata de volver a la
primitiva patria de una raza o tribu (los nacionalistas
la llaman “pueblo”) no contaminada por el contacto o la
opresión de lo que ellos llaman gentes o razas
inferiores.
No me estoy yendo
fuera del tema. Antes de que, en mi juventud, alguien
empezara a soñar en convertir a la que ahora dicen
Euskadi en clon de la terrible Albania del diabólico
Enver Hoxha, muchos, en mi infancia, la habían añorado
como el paraíso perdido descrito por Francisco Navarro
Villoslada (1818-1895) en la antiliteraria y soporífera,
pero muy devotamente leída, “Anaya o los vascos en el
siglo VIII”.
[4]
En vez de seguir el ejemplo de los cruzado europeos a
los que
"el ejemplo de
sus supuestos enemigos [los musulmanes dueños de Tierra
Santa] convirtió en muchos aspectos a los feroces
gueireros de Europa [los cruzados] en auténticos
caballerescos caballeros."
GOMBRICH, Ernst
Hans, Breve historia del mundo, Península, Barcelona,
2005, p. 169
[5]
Ibidem, p. 203. Citado en De Bourdeille, Pierre,
Bravuconadas de los españoles, trad. Pío Moa, Altera,
Barcelona, 2006, p. 22.
[6]
Unas lúcidas páginas sobre la violencia y la
intolerancia en la Edad Media v.: Verdón, Jean, Sombras
y luces de la Edad Media, El Ateneo, Buenos Aires, 2006.
ps. 195-262.
[7]
Keen, Maurice, Historia de la guerra en la Edad Media,
Antonio Machado Libros, Madrid, 2005, pp. 9 y 15.
[8]
Para el texto y la traducción de CN v.: Chronica
Naierensis, edit. Continuatio Mediaevalis, LXXI A,
Corpus Christianorum, Brepols, Tumhout, 1995. Crónica
Najerense, edi. españ. Juan A. Estévez Sola, Akal,
Madrid, 2003.
[9]
Para el texto cerámico, El Corán, trad. Juan Vernet,
Planeta, Barcelona, 1983.
[10]
Wittgenstein precisaba que la fe religiosa y la
superstición son muy diferentes; la superstición nace
del temor; la fe religiosa es una forma de confianza.
Roma buscaba el temor con su divinización del Estado.
[11]
Sobre la Cúpula de la Roca, v.: La arquitectura del
mundo islámico. Su historia y su significado social,
direc. George Michell, Alianza Editorial, Madrid, 1985.
Murphy-O'Connor,
Jerome, Tierra Santa, Guía arqueológica Acento-Oxford,
Acento, Madrid, 2000.
[12]Que
Mahoma y el islam son netamente post-cristianos,
que consideran a Cristo y al cristianismo como
una etapa religiosa e histórica ya total y
definitivamente integrada y superada por ellos, es algo
que nosotros los descreídos occidentales nos negamos a
admitir. Pero en un país musulmán se prohíbe la lectura
de los Evangelios por una razón absolutamente
lógica: la verdad objetiva sobre Cristo, para quien
quiera conocerla, está exclusivamente en las páginas del
Corán. Los Evangelios, vistos desde el
islam, son burdas tergiversaciones de la vida y obra del
profeta del Islam que fue Jesús, tan musulmán como su
antepasado Abraham.
En la Razón, 27-11-2006,
pp. 4 y 41, aparecían dos nítidas fotografías de
islamistas que protestaban en Estambul contra la visita
del Papa, llevando pancartas con textos como estos:
-"Jesús is
not son of God. He is a Prophet of Islam.''
-"We as
Muslims believe Jesus came before Mohammed and accepted
Jesus as our Prophet”.
Por
si a alguien le parece que exagero, recomiendo
encarecidamente la lectura atenta del artículo de la
conocida historiadora de las religiones y colaboradora
de Tile Guardian, Karen ARMSTRONG, "El profeta
musulmán que nació en Belén", TRIBUNA LIBRE de
El
Mundo, miércoles, 27-12-2006.
[13]
Fuera la que fuese la situación interior de la
España visigoda, la conquista de España por el islam hay
que entenderla como un momento más del proceso que
llamamos expansión del Islam. En este sentido
quiero citar un texto reproducido por VIDAL, C, España frente al islam,
La Esfera de los libros,
Madrid, 2005, p. 612 que atribuye nada menos que a
Mahoma la idea de la invasión y conquista de la
Península Ibérica; dice así:
'Cuando el enviado de Dios,
¡Dios le bendiga y le salve!, estaba en Medina, se puso
a mirar hacia Poniente, saludó e hizo señas con la
mano. Su compañero Abu Aiúb al-Ansári le preguntó: ''¿A
quién saludas, ¡oh, profeta de Dios!?" y él contestó: 'A
unos hombres de mi comunidad que estará en Occidente, en
una isla llamada al- Anda-lus. En ella el que esté con
vida será un defensor y combatiente de la fe, y el
muerto será un mártir. A todos ellos los ha distinguido
[Dios] en su Libro (Corán, 39,58): serán fulminados los
que estén en los cielos y los que estén en la tierra,
excepto aquellos que Dios quiera".
[14]
A Ortega y Gasset se le escapó una frase célebre, tan
brillante como necia, repetida con nada disimulada
fruición por todos los historiadores empeñados en
"desmitificar" la Reconquista española: "Yo no
entiendo cómo se pudo llamar reconquista a una cosa que
dura ocho siglos".
Le es suficiente al lector buscar en Google "el mito de
la invasión árabe en España" para encontrar textos que
se hacen extenso eco de ello. Suelen fundamentarse en
Ignacio Olagüe Videla, La Revolución islámica en
Occidente (1974) Emilio González Ferrín , Historia General de Al-Andalus
(2006), y en ellos se
suele citar mal la frase de Ortega diciendo: " En su
España invertebrada, José Ortega y Gasset afirmaba
que «Una reconquista de seis siglos no es una
reconquista".
Transcribo a continuación el texto exacto de Ortega:
"Pero los visigodos, que arriban ya extenuados,
degenerados, no poseen esa minoría selecta. Un soplo de
aire africano los barre de la Península, y cuando
después la marca musulmana cede, se forman desde luego
reinos con monarcas y plebe, pero sin suficiente minoría
de nobles. Se me dirá que, a pesar de esto, supimos dar
cima a nuestros gloriosos ocho siglos de Reconquista. Y a ello respondo ingenuamente que yo no entiendo cómo
se pudo llamar reconquista a una cosa que dura ocho
siglos. Si hubiera habido feudalismo, probablemente
hubiera habido verdadera Reconquista, como hubo en otras
partes Cruzadas, ejemplos maravillosos de lujo vital, de
energía superabundante, de sublime deportismo
histórico." J. Ortega y Gasset, España invertebrada,
Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid,1988,
p.103. Subrayado mío.
Los hechos desmienten a Ortega. España, para seguir
perteneciendo a la cristiandad, o lo que es lo mismo,
para seguir siendo occidental y europea y para
permitirle a Europa desarrollar la cultura y
civilización, que hoy es el más precioso patrimonio del
Mundo Libre, aguantó a lo largo de nueve siglos (710 -
1609) cuatro invasiones islámicas efectivas y algunas
otras más, frustradas, que estuvieron a punto de hacer
real y verdadera aquella no tan pesada broma francesa
que dice que "África comienza en los Pirineos"
La primera invasión, la de "la perdida de España",
siguió a la batalla del Guadalete en el año 711 y
pareció terminar con la reconquista de Toledo por
Alfonso VI, en 1085. Pero luego, entre 1086 y 1344,
siguieron la segunda, la de los almorávides, la
tercera, la de los almohades y la cuarta, la de
los benimerines.
En 1453 los turcos toman Constantinopla y fiados en su
ayuda, los granadinos atacan por sorpresa en 1481 a los
castellanos, que, después de una desesperante guerra de
diez años, toman Granada en 1492. Pero el peligro no
había terminado.
Los moriscos, fiados una vez más de los turcos, se
mantendrán sublevados desde 1568 a 1570. Serán
definitivamente expulsados en 1609. Si queremos entender
algo de lo que pasó a comienzos del s. XVII español,
recordemos la situación en el Mediterráneo en aquellas
fechas — Lepanto (1571) no fue el final de nada— y la
del mismísimo centro de Europa donde Viena fue
peligrosamente asediada en 1529 y 1683. La tranquilidad
en las costas andaluzas y levantinas españolas no
llegará hasta 1791.
[15]
Barrio Gózalo, M., Esclavos y cautivos. Conflicto
entre la cristiandad y el islam en el siglo XVIII, Junta
de Castilla y León, Valladolid, 2006, p. 78.
[16]
La Introducción a la Crónica Najerense que viene
a continuación es deudora de Pérez Rodríguez, A. M.,
"Castilla, Cluny y la CN", III Semana de Estudios
Medievales. Nájera, 1992, IER, Logroño, 1993, pp. 199 ss.,
y de las introducciones a Chronica Naierensis, edit Juan
A. Estévez Sola, Continuatio Mediaevalis, LXXI A, Corpus
Christianorum, Brepols, Turnhout, 1995, pp. IX-XCIV.
Crónica Najerense, edi. españ. Juan A. Estévez Sola,
Akal, Madrid, 2003, pp. 7-33.
[17]
Chronica Naierensis,
edit
Juan A. Estévez Sola, 1995,
p. LXX.
[18]
Chronica Naierensis,
edit
Juan A. Estévez Sola, 1995,
pp.
LXXVII y ss.
[19]
Hacia 1180 la fecha García de Cortázar, J. A., ''La
construcción de memoria histórica en ei monasterio de
San Millán de la CogoUa (1090-1240)'' en Cordero Rivera,
J, (coord.) Los monasterios riojanos en la Edad Media:
historia, cultura y arte, Ateneo Riojano, Logroño, 2005,
pp. 76 y 83-
[20]
Un
códice conteniendo el texto de la CN pudo ser prestado
por la abadía najerina a Alfonso X el Sabio el 25 de
febrero de 1270. Una vez más lo ha conjeturado
recientemente González Jiménez, M., "Alfonso X y los
monasterios riojanos", en Cordero Rivera, J, (coord.)
Los monasterios riojanos en la Edad Media: historia,
cultura y arte, Ateneo Riojano, Logroño, 2005, p. 67 y
sobre todo, p. 68.
[21]
CN, I, 209. En las citas del texto de CN, reproduzco
siempre la traducción de Juan A. Estévez Sola.
[22]
CN, II, 2. La íntima relación entre cultura y religión
está magníficamente vista en Eliot, T. S., La unidad de
la cultura europea. Notas para la definición de la
cultura. Instituto de Estudios Europeos. Ediciones
Encuentro, Madrid, 2003, pp. 51 y ss.
[26]
CN,
II, 32-40. III, 1.
[27]
El
autor de la CN es realista y pragmático. La sucesión de
Rodrigo, el último rey visigodo, pasa a Pelayo, el
primer rey asturleonés, siguiendo los avatares de un
accidentado proceso histórico del que lo que le importa
es el resultado; con el mismo criterio juzga cómo llega
Fernando I a ser rey de León, primero, y finalmente, de
toda la Vieja Castilla, tras las alianzas y rupturas con
su hermano García el de Nájera. Por tercera vez, vuelve
a aplicar el mismo criterio realista a la compleja
sucesión de Fernando I, del que, mediante un más que
accidentado proceso, Alfonso VI acaba siendo el único
heredero. Nuestro monje llegó a la misma conclusión
realista que tantos quebraderos de cabeza le dio a
Maquiavelo y a muchos otros, antes y después de
Maquiavelo: en el devenir histórico, con frecuencia, es
verdad que no hay mal que por (en calidad de) bien no
venga.
[31]
Crónica Najerense, p. 28.
[32]
García de Cortázar, F., Atlas de Historia de España,
Planeta, Barcelona, 2005, p. 294.
[33]
Sobre Alfonso VI y Cluny, v.: Pérez Rodríguez, A. M.,
Leyenda y realidad en dos textos cluniacenses sobre
Alfonso VI, "Memoria, mito y realidad en la Historia
Medieval. XIII Semana de Estudios Medievales". Nájera.
2002, coord. José Ignacio de la Iglesia Duarte, IER,
Logroño, 2003, pp. 417 y ss.
|