Canecillo representando un rudo músico.  Ermita de Elburgo (ALAVA) Hacer clic sobre la imagen para saber más

 

 

 

 

Capítulo V

 

no había aÚn españoles en la hispania romana NI EN LA VISIGÓTICA

 

Las insuficientes nociones acerca del hombre y de su vida hicieron posible en el siglo xVIII imaginarse a los franceses como celtas y a los italianos como etruscos,1 y viceversa. Tan ingenuo espejismo acabó por ser rectificado en Francia, porque frente al pórtico de lo auténticamente francés se alzaba la grandiosa figura de Carlomagno. De aquel robusto tronco brotó la rama que había de constituir la monarquía francesa, y con ella la conciencia de pertenecer a la comunidad social llamada francesa.2 En Italia, la ruina del Imperio Romano había sido compensada, en cierto modo, por el prestigio de Roma como capital espiritual de la cristiandad de Occidente, y también por el de las varias ciudades en donde fue originándose la llamada más tarde cultura del Renacimiento. En la Península Ibérica la vida tomó distinto rumbo, por el hecho de haberse tenido que aferrar los doctos, y más tarde el pueblo, a la imagen de una Hispania desde hacía mucho desvanecida, y sentida cada vez como más necesaria a medida que corrían los siglos. Se juzgaron "españoles" los heroísmos prerromanos de Numancia y Sagunto, la dominación romana en las provincias hispánicas, cuna de ilustres emperadores y de célebres escritores de la Roma imperial (Séneca, Lu-cano, Quintiliano, etc.). También la Hispania visigótica ha servido, más tarde, de consuelo retrospectivo; la Península parecía en vías de completa unificación en el siglo vil, y comenzaban a surgir en ella manifestaciones de cultura muy prometedoras.

Mas aquella Hispania, la tan laudada por Isidoro de Híspalis, fue casi toda ella arrancada violenta y súbitamente de la Romanía cristiana y convertida en extensión del Oriente musulmán, en cuanto a la religión, a la lengua, a modos de vida y a la civilización en general. El clamor desesperado del anónimo autor de la Crónica mozárabe de 754, ha seguido vibrando durante siglos: "Hispania, en otro tiempo una delicia, es ahora una desdicha"; ha experimentado todos los horrores sufridos por los mártires de Roma (edic. Tailhan, pág. 26). Las consecuencias de tan prolongada situación se confunden con el mismo hecho de existir los españoles y con el curso total de su vida. La conciencia que los hispa-no-cristianos de la Reconquista (más tarde españoles) fueron formándose de sí mismos, creció escindida desde su misma raíz y estuvo inspirada por contrarios sentimientos: conciencia de fuerza y de insuficiencia; repulsión y adhesión sentidas frente a al-Andalus, a la vez temible, deslumbrante, indispensable, envidiado y antipático.3

En esta perspectiva ha de contemplarse el pasado de la Península, si se aspira a que las futuras generaciones olviden las fábulas históricas aún vigentes en la época actual. Los castellanos y aragoneses no eran ni visigodos ni romanos ni celtíberos, porque la dimensión colectiva de un grupo humano depende de una forma social y no de una sustancia biológico-psíquica, latente y perdurable. Castellanos y aragoneses sabían que no les era posible prescindir de la morisma, ni aun después de haber conquistado las ciudades antes árabes. La economía y la administración de sus reinos exigían la colaboración de moros y judíos. Los reinos españoles llamaban la atención de los cristianos extranjeros por la singularidad de sus costumbres y por el aspecto de sus habitantes. Siglos de convivencia con aquellos orientales habían creado hábitos, visibles unos e íntimos otros, según irá viendo el lector en subsiguientes capítulos. Recordemos, por ejemplo, que las personas reales solían a veces enterrarse con vestimentas morunas, usadas también por las clases más altas y por el pueblo. Todavía en el siglo xvi Hernán Cortés veía a los mexicanos en una perspectiva matizada por sus reminiscencias moriscas:

"Y los vestidos que traen es como de almaizales muy pintados. . ., y encima del cuerpo unas mantas muy delgadas y pintadas a manera de alquiceles moriscos. . . Los aposentos muy amoriscados. . . Tienen sus mezquitas." 4

Frente a la realidad de la auténtica forma de la vida española se alzaba la imaginada y deseada por quienes sabían del pasado preislámico de la Península, a través de lo escrito en latín o en romance. El rey don Martín de Aragón ( 1410) creía que "los aragoneses eran los verdaderos celtíberos, de quienes se escribe que nunca desampararon a su señor en la batalla".5 Valerio Máximo, en sus Hechos y dichos memorables, refiere, en efecto, que "los celtíberos juzgaban que era maldad quedar vivos en la batalla, si moría aquel por cuya salud habían ofrecido la vida".6 A la misma costumbre -—al parecer más celta que ibérica— alude César en la Guerra de las Galias, III, 22, en cuya lengua llamaban soldurii (una palabra celta) a quienes así morían obligados por un voto de fidelidad. No se ve, por consiguiente, la razón de convertir a los aragoneses en celtíberos por ser algunos de ellos muy fieles subditos del rey don Martín el Humano, incluso si tal costumbre hubiera estado viva en Aragón, lo que no era el caso. La conexión de identidad establecida por el rey entre esos pueblos se debía a motivos sentimentales, al afán de dotar a su pueblo de una grata genealogía colectiva, sin preocuparse de si para ello había que salvar abismos de irrealidad. Imaginarse a los celtíberos como presentes en Aragón en 1400, sería algo así como evocar hoy las sombras de los faraones vagando en torno a las pirámides. Una construcción como ésta tiene validez como experiencia psíquica, y hasta puede alcanzar un posible valor literario; 7 pero su validez como realidad existente fuera de los deseos, los sueños y los libros, es nula. Reyes anteriores a don Martín (Pedro IV y Jaime I) no sintieron ninguna devoción "celtíbera" en torno a ellos, pues Aragón aparecía como tierra "rebelde y malvada", en contraste con Cataluña, "la más honrada tierra de España. . ., bendita y poblada de lealtad",8 en donde no se sabe hubiese habido celtíberos.

A medida que las noticias transmitidas por los libros fueron siendo difundidas por los humanistas, la imagen de un pasado ilustre íbase haciendo familiar y admitida por todos. Sin ella, los españoles auténticos, los que espontáneamente se veían como una trabazón de cristianos, moros y judíos, se hubieran proyectado hacia un pasado de sombras tan poco gratas como inquietantes. La tensión imperial desde el siglo xv incitaba y exigía crearse gloriosos ascendientes, cimas de prestigio político y de cultura humanística. Trajano y Séneca resultaban ser españoles por el hecho de haber nacido en "España", en una tierra moldeadora de cuerpos ilustres.

 

 

 

FABULOSA ESPAÑOLIDAD DE LOS ROMANOS NACIDOS EN HISPANIA

 

La cultura expresada en latín romano por quienes nacieron en las provincias del Imperio (Hispania, Gallia Cisalpina o Transalpina) no fue obra de españoles, de italianos o de franceses, modos de existir humano sin ninguna realidad en aquella época. Estrabón, nacido antes que Séneca, dice que la provincia Bética estaba casi completamente romanizada.19 La religión indígena desapareció de la Bética, cuyos habitantes se llamaban, según el uso romano, con triple nombre. Sólo una alucinación, explicable por una especie de psicosis colectiva, pudo hacer de Séneca y de su filosofía un fenómeno español. Aun admitiendo que el pensar estoico hubiese tenido hondas y originales repercusiones en el pensamiento español (no las tuvo), de ahí no cabría deducir ningún españolismo en Séneca, del mismo modo que los reflejos neoplatónicos en Luis de Granada o en Cervantes, no arguyen a favor de la españolidad de Platón o de Plotino.

Séneca fue un romano, educado, como muchos otros, por maestros griegos imbuidos de pensamiento estoico. Nada tenía que hacer todo ello con su patria Corduba, que desde el siglo xv viene identificándose con la Córdoba posterior a la conquista de aquella ciudad por Fernando III. Un conocedor del pasado arqueológico de la ciudad actual dice que sus ruinas, "destruidas y calcinadas, yacen sumergidas a profundidades de cuatro y cinco metros. ¿Qué catástrofes ocurrieron entre los siglos IV y VIII, capaces de producir el arrasamiento total de la urbe romana, la acumulación de tan ingente masa de tierra y escombros?" 10

Para los conocedores de la literatura de Roma y del pensamiento griego, la idea de un "senequismo español" (Ganivet, Menéndez Pelayo y tantos otros) equivaldría a llamar maya, o algo así, la poesía de Rubén Darío, desconociendo el hecho de estar fundada en las letras de España y de Francia. Del mismo modo lo que sobrevive del pensamiento de Séneca es incomprensible, si no se le sitúa en el estoicismo de los romanos y de los griegos. Aparte de la fantasía de convertir a Séneca en un español, el error básico consiste en servirse de la idea vulgar de que ser estoico consiste en sufrir impasible las molestias del cuerpo y las del alma, para explicar el pensamiento de Séneca. El estoicismo fue, además de una moral, una complicada teoría filosófica, que en último término nada tiene que hacer con el hecho empírico de aguantar el hambre y el dolor.11

Aunque baste con lo dicho para hacer ver que el españolismo de Séneca descansa únicamente en el deseo de hacerlo español, conviene subrayar que el pensamiento crítico de Séneca y su interés por la ciencia natural nunca interesaron a la casta cristiana que, desde fines del siglo xvi, fue la que totalmente representó la forma de vida española. Si los españoles hubiesen sido senequistas, su historia habría sido diferente de como fue y es, porque su interés se habría centrado en el análisis racional de la vida terrena. Escribe Séneca: "La muerte es el no ser: lo que será después de mí, será como lo anterior a mí" (Epístolas a Lucillo, VI, 54, 4). La vida para él era un paréntesis entre dos nadas.

La ingenuidad de españolizar a Séneca acabará por salir de los libros, cuando los lectores se den cuenta del sofisma implícito en dotar de un mismo sentido los vocablos "Hispania" y "España" —una identidad tan sofística como sería el fundir los sentidos de la "Italia" de Augusto y el de la "Italia" de la monarquía de los Saboya. Superpuesta a esa ingenuidad aparece —insisto en ello— la confusión entre el ser sobrio, valeroso y paciente sufridor de cualquier mal, con la filosofía en que adquiría sentido transcendente y cósmico aquel modo de comportarse psíquica y moralmente —como si el haber en un lugar yacimientos de uranio implicara la existencia de una teoría de la explosión atómica. La único español en la creencia en el españolismo de aquel filósofo romano ha sido el estado de ánimo que la hizo posible, y el puesto que tal fantasía ocupa en la historia de las letras de España. La superchería de Ossián —una invención de James Macpherson en el siglo XVIII— afectó considerablemente al cultivo de la literatura romántica en Europa, no obstante ser apócrifa aquella pretendida poesía céltica.

Suele alegarse a Quevedo como ejemplo de senequismo español, aunque basta leerlo para convencerse de no ser eso cierto. Quevedo trató españolamente a Séneca, sin duda, como antes los erasmistas españoles habían hecho con Erasmo, al tratar de amoldarlo a la difícil situación en que se hallaban como judíos conversos (los más de ellos lo eran). Pretendían que Erasmo dejara de ser como era. También Quevedo habría deseado que la filosofía estoica "no pecara demasiado de insensibilidad", porque, de haber sido así, podría "blasonar parentesco" con el cristianismo; Cristo, siendo "sabiduría eterna, se afligió, se turbó, se enojó, temió y lloró".12 Quevedo se esfuerza en derivar el pensamiento estoico del de Job, con lo cual lo falsea radicalmente; rechaza además el suicidio, que él juzga accidental en Séneca. Pero sin apatía y sin suicidio, ¿qué queda de la moral de Séneca? Quevedo, a la postre, se percata del conflicto implícito en todo ello, y escribe con laudable corrección: "Yo no tengo suficiencia de estoico, mas tengo afición a los estoicos" (Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica).

Por los mismo motivos que hacen insostenible la creencia en la españolidad de Séneca, ha de desecharse el que Lucano, Marcial y los demás escritores latino-romanos nacidos en Hispania tengan nada de españolidad. No siendo españoles los celtíberos, ni los iberos, ni los tartesios, ni ninguna de las restantes poblaciones prerromanas en la Península, ¿de dónde iba a venirles la españolidad?

 

 

 

LOS VISIGODOS NO ERAN AÚN ESPAÑOLES

 

El mismo error de perspectiva que ha determinado el tomar por españoles a los celtíberos y a los hispano-romanos, llevó también a españolizar a los visigodos. De ser eso verdad, los francos serían franceses, y los ostrogodos y longobardos, italianos, según vengo diciendo desde hace mucho. Persiste el hábito de hablar de la "sangre" visigótica, como si los grupos dotados de conciencia nacional hubiesen adquirido ésta por motivos biológicos (en último término zoológicos). Si en una aldea de Castilla predomina la gente rubia y de ojos azules, se interpreta el hecho como una continuidad visigoda, y se dice que aquella "sangre" produjo particularidades "raciales". Huelga decir que sin los godos y cuantos antes de ellos vivieron en la Península, no hubiera habido españoles; como no existiría ninguna lengua, si antes de ella no se hubiese hablado otra; mas ni el indoeuropeo era alemán, ni el alemán es gótico, ni el italiano es latín. Es decir, que la forma de vida de quienes moraban en la Península en el año 700 era tan distinta de la de quienes moraban en Castilla y en Barcelona en el año 1100, como el latín lo era de las lenguas románicas.13

Los estudios citados en la precedente nota confirman el hecho de haber dejado los godos muy visibles huellas en la vida peninsular después del siglo viII: nombres de personas, algunos vocablos góticos en las lenguas gallega, castellana y catalana; costumbres jurídicas, alguna tradición artística, objetos arqueológicos, etc. También Roma continuó viva en la memoria de las gentes de la Península italiana en la Edad Media, y no hay que decir, en el Renacimiento, sin que por eso nadie pretenda que los italianos fuesen romanos, o viceversa.

El señor Piel (págs. 410-411) se sorprende de que yo no haya concedido la misma importancia formativa a los elementos góticos que a los árabes; obsérvese, sin embargo, que lo godo en los siglos x, xi, xii y xiii es ya una supervivencia que no se renueva ni actúa activamente sobre la vida cristiana, mientras que los moros están construyendo casas y castillos, injertando en el léxico románico nuevas palabras, morando en las ciudades cristianas, etc., etc. Entre la "influencia" gótica y la musulmana hay la misma diferencia que entre el sobrevivir del recuerdo de las antiguas generaciones, y el convivir con personas de la edad de uno. Nada menos que eso. Los helenismos del castellano son materia de arqueología lingüística; los galicismos del siglo xi y xii son resultado de la presencia de clérigos y comerciantes franceses que estaban "allí" y "entonces", y que actuaban sobre castellanos, leoneses y gallegos con su prestigio y con sus intereses. Los mayores enredos de la historia española derivan de no tener presente el funcionar de la vida y su implacable lógica. Los leoneses, los castellanos, los aragoneses y los catalanes eran nuevas y crecidas criaturas colectivas, no necesitadas ya de las nodrizas goda, ibera o celtibérica. Es justo decir, sin embargo, que el señor Piel, con raro buen sentido, acepta sin reservas mi idea de no ser españoles los visigodos ("ni los visigodos eran españoles, ni los francos eran franceses").

El señor Clavería ha reunido ejemplos del uso de frases como "ser de los godos, venir de los godos, hacerse de los godos", tan frecuentes en la época para mí "imperial", más bien que Siglo de Oro. Con gran acierto nota que esas frases "remontan al recuerdo nostálgico durante la Edad Media del reino visigótico español" (pág. 358), en lo cual es exacto lo de "nostálgico" y no correcto lo de "español". Lo importante es lo "nostálgico", y fijarse en que nada análogo aconteció en los otros pueblos románicos. A Dante no le preocupan ni los ostrogodos ni los longobardos. "El orgullo del origen godo de los españoles" (pág. 360) no significa que los godos fueran españoles, sino que el presente y el más próximo pasado de los españoles no les satisfacía bastante, ni en la llamada Edad Media ni siquiera en la época imperial. La ilusión óptica, lo mismo que la creada por anhelosas añoranzas, hallan su expresión en la lengua; pero ni los españoles eran godos, por mucho que lo desearan, ni el sol "sale", no obstante decirlo así todas las lenguas desde hace milenios.

 

 

 

LO SABIDO ACERCA DE LOS VISIGODOS CONFIRMA LO DICHO ANTERIORMENTE

 

Interesa lo expresado por los visigodos acerca de sí mismos, no lo deseado e imaginado acerca de ellos cuando ya no existían como pueblo con conciencia de sí mismo. Aunque un filósofo español haya hablado de "este buen godo que era el Cid", tal juicio no es sino reflejo de una tradición de imaginaciones acerca del pasado español. Los habitantes de la Península, antes del siglo VIII, eran como decían los nombres de los lugares en que residían. Según observa Menéndez Pidal en Orígenes del español (pág. 505), "subsisten hasta hoy pueblos llamados Godos en Portugal, y en las provincias de Coruña, Pontevedra, Oviedo, Teruel; Re-villagodos, en la de Burgos; La Goda, en la de Barcelona, y La Romana, Romanos, en la de Zaragoza; Romãs, Romão, en Portugal; Gudillos, en la de Segovia, y Romanillos, en la de Soria, Guadalajara y Madrid; Godinhos, Godinho, Godinhella y Romainho, en Portugal; Godones, en Pontevedra, y Romanones, en Guadalajara; Godinhaços, en Portugal; Godojos, en Zaragoza, y Romaneos (Románicos), en Guadalajara". Huellas del establecimiento en la Península de otros invasores germánicos han sido también observadas por nuestro gran filólogo. Eco de los alanos son Villa Alan (Valladolid), Puerto del Alano (Huesca). De los suevos perduran nombres como Suebos (Coruña), el puerto de Sueve (Oviedo). Incluso en la toponimia menor quedan todavía Vandalisque (vándalos), Godos, Godín, Romaney (Asturias).

Como en todas partes acontece, los nombres de lugar conservan, a veces con inalterable persistencia, huellas de circunstancias o de pueblos desaparecidos hace muchos siglos. En Competa (Málaga) persiste intacto fonéticamente el nombre romano compita 'cruce de caminos'. En los topónimos antes citados, los habitantes de la Península expresaron claramente lo que eran como colectividad: unos se sentían existir como romanos, como miembros de la entidad político-social creada por Roma, y los otros se sentían ligados a los pueblos germánicos que se habían establecido en la Hispania romana. No había conciencia ni sentimiento de ser colectivamente otra cosa. El pretendido españolismo de los godos es sencillamente un anacronismo y una fantasmagoría, fundados en posteriores anhelos y nostalgias.

 

 

 

COMO SE NOS APARECEN LOS VISIGODOS

 

Las crónicas medioevales llaman a la invasión musulmana en 711 "destrucción" de España, y tenía pleno sentido darle tal nombre. No nos detengamos en lamentar aquella remota desdicha, ni en imaginar cuál hubiera sido el destino de la Península sin los subsiguientes ocho siglos de guerrear contra la muslemía. Lo que importa ahora es hacer ver cómo la historia va a ser hecha por otras gentes, en otras circunstancias, conectadas con la vida posterior y no con la anterior a 711.

Los habitantes del norte y del noroeste de la Península nunca antes habían servido de sostén y de guía ejemplar a los ibero-romanos, o a los romano-visigodos. Los conocemos mal, fuera de saber que ofrecieron gran resistencia tanto a los romanos como a los visigodos,14 lo cual impide formular sobre ellos juicios justificados; cuando no se conoce la estructura y la morada vital de un pueblo, es preferible dejar quieta la fantasía. Los suevos permanecieron en Galicia 175 años, hasta que Leovigildo los redujo a obediencia en 585. San Martín de Braga compuso, en el siglo vi, su tratado de correctione rusticorum para despaganizar a los galaicos y astures. En el campo de las bellas artes se pregunta Helmut Schlunk si "hubo en estas regiones una tradición continua, independiente del llamado arte visigodo, que empieza a conquistar las regiones septentrionales sólo en el siglo vil. . . Que había en el noroeste de España un arte provincial de carácter propio, diferente del centro y sur del país, lo acusan los restos decorativos".15 Los vasconavarros, todavía en el siglo xii, daban al viajero fuerte impresión de rusticidad; 16 el no haberse romanizado lingüísticamente descubre, sin más, su escasa participación en la vida del resto de la Península.

La Reconquista se inició en esas regiones escasamente romanizadas del noroeste, y al norte del futuro Aragón. La mayor parte de Hispania, la bien latinizada, cedió á la presión musulmana, como antes se había entregado a los visigodos, y antes a los romanos; y antes de la llegada de éstos, las costas del este y del sur habían sido colonizadas por fenicios y griegos. Cuando se comparan los breves diez años de la conquista de las Galias por Julio César, con los largos doscientos que la de Hispania costó a los romanos, vuelve a intervenir el espejismo de una tierra poblada por gentes unidas y animadas de espíritu nacional, algo así como el de la España que se opuso a los franceses de Napoleón. Pero los numantinos y los cántabros seguían combatiendo cuando grandes zonas de la Península vivían pacíficamente bajo la dominación romana desde hacía mucho; no sabemos cómo fuesen los sentimientos de los hispalenses y cordubenses respecto de los heroicos numantinos; pero sí se sabe que la mayoría de los sitiadores de Numancia eran indígenas a las órdenes de Roma.

Quienes comenzaron a guerrear eficazmente contra los musulmanes no fueron hispalenses ni tarraconenses, sino hombres sin enlace auténtico con la tradición visigoda. Aunque ellos se declararan herederos de la grandeza pasada, no es menos cierto que la pretensión genealógica no basta a estructurar la vida de un pueblo. Los cristianos reconquistadores no fueron los habitantes de Toletum, Caesar Augusta o Carthago Nova.17

La Crónica General de Alfonso el Sabio contemplaba el reino visigodo como una gloriosa lejanía sin semejanza con el presente:

Tan gran era, que el su señorío durava et teníe de mar a mar, bien desde la cibdad de Tániar, que es en África, fastal río Ruédano. Este regno era alto por nobleza, largo por ahondamiento de todas las cosas, devoto en religión, concordado et ayuntado en amor de paz, claro et limpio por ell enseñamiento de los concilios...; et por la grand onestad de los omnes de orden que y avíe..., et de los sanctos obispos Leandro, Esidro, Eladio, Eugenio, Alffonso, Julián, Fulgencio, Martín de Dumio, Taión de Çaraga; et por el rico estudio de la alta filosofía que avíe en Córdova.18

De aquel saber, más añorado que conocido, no habían brotado nuevos retoños.18 A más de quinientos años de distancia, el pasado visigodo se envolvía en una nube de leyenda; la mención de un entonces inexistente "rico estudio de la alta filosofía" en Córdoba 20 revela la importancia concedida a la capacidad cultural de los visigodos. El castellano del siglo xiii echaba de menos aquella cultura, estimable sin duda, y no sospechaba que él, por su capacidad imperante y asimiladora, y por la originalidad expresiva de su poesía épica, valía ya más que el opaco y vacilante visigodo.

La ruptura entre la Hispania de San Isidoro y los reinos cristianos del siglo XI se percibe bien, justamente allí donde parece existir un enlace entre una y otros. La basílica de San Isidoro, de León, mandada edificar por Fernando I en 1063,21 revelaría al pronto la presencia en el monarca de la memoria del gran sabio hispalense. Mas, consultando la Crónica Silense,22 vemos que el rey Fernando de León envió a Sevilla a los obispos Alvito y Ordoño, no a buscar el cuerpo de San Isidoro, sino el de una mártir, Santa Justa. Al no aparecer éste, pensaron llevarse, como un sustitutivo, los restos de San Isidoro. Según la Crónica, el alma del santo se apareció a Alvito, y le pidió que su cuerpo fuese trasladado a León. Resulta, pues, si el testimonio de la Crónica no es invalidado, que la traída a León del cuerpo del arzobispo de Híspalis fue motivada por su santidad, no por su sabiduría.

Visigodos y españoles divergen, ante todo, por ser diferentes sus nombres étnicos, y por el distinto modo de vivir su religión. Sorprende que aquellos pretendidos españoles estuviesen dominados en los siglos v y vi por herejes arríanos que negaban el dogma católico de la Trinidad; para ellos Cristo era algo así como un profeta, y no persona divina consustancial con la del Padre. Menéndez y Pelayo tropezó en esta dificultad, justamente por haber enfocado la historia española como una continuidad de creyentes ortodoxamente católicos. Es, entonces, lógica esta su afirmación: "España no ha sido nunca arriana, porque los visigodos no eran españoles." 23 Pero añade luego el mismo historiador, con apasionada arbitrariedad, que los hispano-romanos integraban "la verdadera y única raza [!] española" (pág. 135). Y ya enfrascado en esta selva fantástica, prosigue: "La raza que se levantó para recobrar palmo a palmo el suelo nativo era hispano-romana; los buenos visigodos [!] se habían mezclado del todo con ella" (págs. 185, 187, 189).

La realidad fue muy distinta. Cuando el príncipe católico Hermenegildo se rebeló contra su padre, el rey arriano Leovigildo, ilustres católicos, como el abad Juan de Bíclaro y el arzobispo Isidoro de Híspalis, tomaron partido por el padre en contra del hijo. Aquellos prelados, lo mismo que el obispo galorromano Gregorio de Tours, no vieron en Hermenegildo un mártir, sino un rebelde contra la autoridad del Estado.24 Que la actitud de los católicos españoles se debiera a que fuesen "poco fanáticos" (Menéndez y Pelayo, loe. cit., pág. 171), o a "nacionalismo godo" (Menéndez Pidal, loe. cit., pág. 27), es manifiesto que la conducta de tales prelados habría sido inconcebible entre españoles, surgidos más tarde en indisoluble conexión con sus creencias religiosas. Según dice con razón Menéndez Pidal, católicos y arríanos coincidían en estimar y respetar algo por encima de sus respectivas creencias, precisamente, añado yo, por poseer una disposición de vida aún no española, y una jerarquía de valoraciones impensable más tarde. Un obispo español nunca ha reconocido, pública y solemnemente, su coincidencia con un hereje, ni se han abrigado ambos bajo un supremo principio de carácter secular. Los auténticos españoles, que surgieron más tarde, ya no entendían los motivos de los godos aquellos, e hicieron de Hermenegildo un mártir y de su padre un monstruo:

Leovigildo, rey de las Españas, teniendo aún a su fijo Hermenigildo preso en cárçel assí como dixiemos, matol con una segur yaziendo dentro, en viéspera de Pascua mayor, porque se non quisiera tornar a la mala secta de los arrianos en que él creíe; e desta guisa fué hecho mártir de Dios (Crónica General, ed. cit., página 262).

La conducta de los prelados católicos en Hispania respecto de los reyes arrianos tenía precedentes en la vecina Galia. Sidonio Apolinar (430-488), obispo de Clermont, protestó contra la entrega de Auvernia, su provincia, al rey godo Eurico, que era arriano, según había dispuesto el emperador Procopio Antemio. Dos años de destierro en Septimania, al sur de la Galia, le hicieron cambiar de opinión; regresó a Auvernia, y celebró al rey hereje en sus poesías. Un siglo más tarde, Gregorio de Tours (538-594) también aprobaría la conducta del rey Leovigildo con su hijo Hermenegildo.25 Pero Hermenegildo no fue canonizado hasta 1586, porque Felipe II lo solicitó del papa Sixto V, mil años después de lo que los visigodos consideraron vituperable rebelión, y los españoles de más tarde, glorioso martirio.

También es característica de la forma de vida de los conquistadores germánicos, el modo de convertirse al catolicismo el rey Recaredo, en 589. Vienen más bien al recuerdo la conversión del rey franco Clodoveo, en 496, y la del emperador Constantino, que tal vez le sirviera de modelo.26

Las razones de Recaredo ante el famoso concilio III de Toledo expresan la relación que la monarquía visigoda mantenía con la Iglesia:

No creo que os sea desconocido, muy reverendos sacerdotes, que el haberos honrado yo [llamándoos'] a la presencia de Nuestra Serenidad, tiene por objeto restablecer la forma de la disciplina eclesiástica. Habiendo impedido celebrar concilios la herejía que amenazaba a toda la Iglesia católica, Dios (a quien plugo apartar el obstáculo de aquella herejía por medio de Nos) nos ha amonestado para que restauremos la regla de la costumbre eclesiástica. Sírvaos, pues, de gozo y alegría saber que, por providencia de Dios, ha retornado la costumbre canónica al recinto paterno para nuestra gloria.

Exhorta luego a los padre conciliares a ayunar y a orar a fin de que se "les haga manifiesto el orden canónico, tan alejado de los sacerdotes por largo y prolongado olvido, que nuestra época confiesa ignorarlo".27

El rey habla, ante todo, como si estuviese prestando un gran servicio a Dios y a su Iglesia, amenazada toda ella por el peligro arriano, lo cual no era cierto. Se expresa Recaredo como si su propia persona no hubiera participado en la herejía arriana; en lugar de humilde arrepentimiento, ostenta arrogante suficiencia, pues se convierte "para que en el futuro brille nuestra gloria, honrada por el testimonio de la misma fe" ("per omne successivum tempus gloria nostra ejusdem fidei decorata clarescat"). El rey no pensaba en el atroz pecado de no haber creído que Dios es como es, y derivaba todo el asunto hacia el terreno de las costumbres, de las leyes eclesiásticas, y hacia la liturgia. En lugar de decir, como era práctica entre visigodos, Gloria Patri per Filium in Spiritu Sancto, ahora había que decir Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto.

Quien, sin tesis previa, lee las actas del famoso concilio obtiene la impresión de que los intereses políticos, la razón de Estado, dominan el sentimiento religioso y las inquietudes del más allá. Dice el Rey: "Non credimus vestram latere sanctitatem, quanto tempore in errore Arrianorum laborasset Hispania", lo cual no significa exactamente lo que Menéndez y Pelayo traduce ("por cuánto tiempo ha dominado el error de los arria-nos en España"), sino "por cuánto tiempo ha padecido (cuántos trabajos ha pasado) Hispania por estar en el error de los arríanos". Esos trabajos eran la guerra civil entre el rey Leovigildo y su hijo Hermenegildo, y la ocupación del sur de Hispania por los bizantinos, ayudados por los católicos. Escribía el hispano-romano Isidoro de Híspalis: "Gothi per Her-menegildum bifarie divisi multa caede vastantur" ("los godos [¡no dice los hispanorromanos y los godos!], divididos en dos bandos a causa de Hermenegildo, se destrozan y matan unos a otros").28 La conversión de Recaredo y la condenación de Hermenegildo por Isidoro se integran en el propósito de unificar y engrandecer el reino visigodo. "Después de la conversión de Recaredo —dice el escritor católico Görres—, los bizantinos no ofrecían ya ningún aliciente a los hispanorromanos." Y en las actas del concilio se lee más adelante: "Vos tamen Dei sacerdotes memi-nisse oportet, quantis hucusque ecclesia Dei catholica per Hispanias adver-sae partís molestiis laboraverit." La conversión sirvió para exaltar la gloria del rey y de los visigodos: "Gloria Deo nostro Jesu Christo, qui tam illustrem gentem unitati verae fidei copulavit, et unum gregem et unum pas-torem instituit. Cui a Deo aeternum meritum nisi vero catholico Reccaredo regi? Cui praesens gloria et aeterna, nisi vero amatori Dei Reccaredo regi?. . . Adest enim omnis gens Gothorum inclyta et fere omnium gentium gemina virilitate opinata." (J. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum. . . Collectio, Florencia, 1763, IX, col. 979). Este estilo de expresión es característicamente visigótico. La decisión tomada por el Rey semejaría en cierto modo a la de Enrique IV de Francia, inspirada también más en motivos políticos que sentimentales. Con los bizantinos ocupando en Hispania una amplia y rica zona del reino, éste se apartaba de la Romanía, la cual comenzaba a estructurarse bajo la guía espiritual de la Roma católica. Recobrar la soberanía sobre un reino no escindido y en armonía con la tradición cristiana del Imperio Romano, bien valía renunciar al dogma de la no divinidad de Cristo.

Aceptemos con Menéndez y Pelayo que los visigodos no eran españoles,29 aunque con la ineludible consecuencia de extender el mismo negativo juicio a los demás habitantes de aquel reino. La Hispania de los godos fue condición para los reinos cristianos que luego vinieron, como la Italia germano-bizantina lo fue para las futuras ciudades italianas, ya italianas y no germano-bizantinas ni romanas, y sin capitalidad secular que las unificara políticamente. Los estratos históricos en casos así hacen pensar en ciertas ciudades de la Antigüedad, arrasadas y sucesivamente reedificadas una sobre otra. Las excavaciones en Efeso han sacado a la luz las ruinas de la ciudad preegipcia, egipcia, griega y romana. Cada una utilizó materiales de la anterior a fin de rehacer la ciudad nueva; pero ninguna de ellas habría podido convivir con la antigua, ni representaba un momento en la "evolución" de esas ciudades sucesivas.

No escribieron los godos, o no se conservan, obras poéticas en que expresaran la intimidad de su vivir. Pero se sabe bastante de ellos para poder afirmar que la estructura de su vida no era ya enteramente romana ni germánica, aunque ambos elementos hubieran sido condición para su existir. Isidoro de Híspalis, de ascendencia romana, sentía que él era visigodo, aunque yo no pueda decir con precisión en qué consistiese el propósito colectivo de la vida visigoda por falta de información suficiente. Sospecho, además, que en la selva confusa del pasado debe haber algo que corresponda a una categoría de morada vital incompletamente realizada, o sea, pueblos-personajes que caminaron por su vida (antes o ahora, terrible situación) sin acabar por reconocerse, ellos mismos, como plenamente existentes y dignos de historia. Tal vez soñaran, o sueñen, en algún mágico azar que acabe de completarles su existencia. Hay pueblos que han vivido como esas hablas dialectales, que nunca sirvieron de expresión a obras importantes, aunque nuestro imperfecto instrumental histórico no permita captar estas "moradas" vitales a medio hacer. Tal vez esos pueblos han combinado un existir anhelante con la conciencia, o con la creencia, de existir plenamente. Desde luego que una cierta plenitud estructural deberá admitirse en tales casos: un enano es plenamente enano, aunque visto en otra perspectiva parezca incompleto, o sea, que hay pueblos sólo dignos de la crónica y no de la historia.

Si contemplamos el reino visigodo en la perspectiva de la Roma de Augusto, de la España de Carlos V o de la Inglaterra victoriana, la impresión obtenida sería que los visigodos de los siglos v, vi y vil no estaban aún en vías de llegar a ser muy importantes.30 Los visigodos mismos parecen haber tenido conciencia de su difícil situación vital. Como las demás provincias del ex-imperio, los hispano-romano-visigodos creían que Roma no había desaparecido. Paulo Orosio, nacido en Hispania (y que algunos, anacrónicamente, llaman español), escribía en el siglo v: "Roma, después de tantos años, sigue manteniéndose, e impera intacta; los godos, y Alarico, la han invadido y despojado de sus riquezas, no de su imperio." Orosío, por otra parte, tenía que sentirse viviendo en el ámbito vital de Roma, porque los invasores bárbaros carecían todavía de "mansión" colectiva en donde uno pudiera incluirse, y el existir de Hispania, sin la conciencia de ser romana, era impensable. Si Orosio hubo de refugiarse en la noción vital de Roma para escapar a la angustia de no estar morando vitalmente en parte alguna, los visigodos esclarecidos de aquel tiempo sentían del mismo modo: sentían no ser alguien, y se abrazaban desesperados a la ilusión de una Roma aún existente, a pesar de cuanto ellos hacían para aniquilarla. Hay sobre esto una preciosa anécdota conservada por Orosio, que la recogió, hallándose en Belén con el futuro San Jerónimo, de boca de un caballero de Nárbona, quien había oído al rey Ataúlfo exponer sus planes políticos. Este caudillo visigodo pensó acabar incluso con el nombre de "romano" (obliterato Romano nomine), y reemplazarlo por el de "godo". La Gothia debía suceder a la Romanía.31 Cambió Ataúlfo de parecer al pensar en que la barbarie de sus godos les impediría obedecer las leyes, "sin las cuales el Estado no es Estado" (sine quibus respublica non est respublica); prefirió entonces servirse del poderío de su pueblo para restituir al nombre romano su anterior grandeza, pues no habiendo podido transformar a Roma (postquam esse non potuerat immutato), aspiraba a restaurar su pasado.32 Gracias a este destello de conciencia, de autognosis visigoda, que Orosio recogió con inteligente simpatía humana,33 vemos entrar en la historia al pueblo godo sostenido por el propósito de instalar sus vidas en una mansión que no era la suya. Los godos, según se ha visto, querían ser romanos; ocuparon la Península en nombre de Roma, dieron leyes basadas en la tradición romana, escribían en latín, y hablaban algo que quería serlo y que ya no lo era; continuaron incluso la mala costumbre del Imperio de recurrir a gentes extrañas en sus querellas internas; la invasión bizantina es un antecedente de la venida de los árabes, cuya entrada definitiva en 711 estuvo precedida de otros tres intentos de ocupación extranjera.

No trato, sin embargo, de presentar un cuadro de la vida visigoda, ni de ahondar en sus deficiencias e incapacidades. Me interesa, por el contrario, destacar algunos de sus aspectos más valiosos para, desde ellos, hacer perceptible cuan radical es la diferencia entre su morada vital y la de los futuros españoles. Se ha visto ya que la conversión de Recaredo y la conducta de los prelados católicos fueron fenómenos muy encajados en la forma visigótica de vida. Conviene ahora añadir alguna observación acerca del supuesto teocratismo de los visigodos, mirado por muchos como un lógico antecedente de la España de Felipe II, aunque ciertos historiadores españoles ya no piensen así.34 La Iglesia y la monarquía se sostenían mutuamente. Los reyes, sobre todo desde Recaredo, preferían apoyarse sobre la Iglesia unida disciplinariamente, y no sobre una nobleza dividida, hereditaria, poderosa y propensa a la sedición. El rey solía nombrar los obispos. Los obispos y futuros santos Braulio e Isidoro recomendaron al rey Sisenando, en cierta ocasión, un candidato para el arzobispado de Tarraco (hoy Tarragona), y el rey nombró a quien quiso.35

Pero hay algo aún más característico, y que nos lleva a la intimidad de la estructura de vida, a esa morada en y desde donde la vida se proyecta. Los eclesiásticos sabios de la época visigoda pasaron a la posteridad por sabios y no por eclesiásticos. Después de ellos no ha habido en España ningún santo que a la vez fuera sabio, docto, en el sentido secular de la sabiduría, como San Anselmo, San Buenaventura o Santo Tomás. Los españoles no canonizaron al padre Francisco Suárez, el mayor metafísico que hubo entre ellos; ni siquiera a Raimundo Lulio, que no pasó de la modesta categoría de "beato". Las canonizaciones en el pasado valen como expresión de las jerarquías valorativas en los pueblos cristianos.

La persona de Isidoro Hispalense (¿570?-636) hace ver con claridad la escisión entre la Hispania anterior a 711 y la futura España. Llegaban hasta él los últimos destellos del saber de Roma, ya disperso y sin enlace con la estructura de vida de la cual había sido expresión. En la obra isidoriana fueron compiladas y reducidas a sistema las nociones que sobre el hombre y la naturaleza poseyó Roma, y las doctrinas teológicas de algunos Padres de la Iglesia. Poco importa ahora la originalidad de aquellos escritos, o su posible valor para la ciencia moderna; traigo aquí a Isidoro para poner de relieve el afán intelectual que hizo posible su preocupación por el saber humano-divino. Después de los visigodos pasarán ochocientos años antes de que algunos españoles (de casta judía) se interesen en la cultura secular, en investigar qué sean las "cosas".

Brotada de la Antigüedad romana, la obra de Isidoro alimentó la curiosidad de saber en la Europa occidental de los siglos medios. En esa obra y en las de otros visigodos se vislumbra lo que hubiera podido ser la jerarquía de los valores en la Península Ibérica sin la irrupción de los musulmanes, observación que no tiene carácter elegiaco sino simplemente ilustrador. Isidoro no es profundo ni original en su pensamiento; descansa sobre el saber de Roma, y no conoce el de Grecia, apartada ya de Occidente y adormecida hasta en Bizancio. La ciencia natural de los romanos fue escasamente científica.36

Las Etimologías (u Orígenes) distan de ser, a pesar de lo dicho antes, una mezcolanza sin cohesión e interna unidad. Una idea, no perceptible a primera vista, domina el conjunto: partiendo de Dios, se desciende a los ángeles, a los hombres, y a la naturaleza. "El que la obra quedara incompleta no impide reconocer en ella un pensamiento ordenado dentro de un conjunto sistemático." 37 Isidoro escribía a tono con la mente occidental, y su obra continuó estándolo durante siglos. Dice Charles H. Beeson:

La rápida y en verdad gigantesca difusión de los manuscritos de Isidoro es un hecho notable en la historia de la tradición cultural. Observar la difusión y utilización de aquellas obras es tarea provechosa, que revela el extraordinario favor de que gozó Isidoro. Al poner de relieve el afán con que fueron leídas las diferentes obras de este diligente compilador, logramos una imagen de las actividades literarias y de las preocupaciones teológicas de la época más oscura de la Edad Media. Destaca como fondo del cuadro la poderosa influencia ejercida por Hispania sobre aquel mundo, una influencia a la cual contribuyó Isidoro más que nadie.38

Tan evidente realidad la aceptan los doctos en toda Europa, y sería ocioso allegar más testimonios. Incluso ha habido quien intente corregir la idea de haber ignorado el griego Isidoro, por haber en su obra pasajes literalmente vertidos de Cirilo de Alejandría, entonces sólo accesible en griego.39

Isidoro no fue, por otra parte, un casual monolito destacado sobre un fondo de arenas desérticas. A ciertos hispano-godos les era posible interesarse en el conocimiento de las cosas. Ildefonso de Toledo, otro futuro santo, escribe que Eugenio (un obispo que murió en 646) estaba muy versado en la observación de las fases de la luna; quien le oía hablar de ello quedaba atónito y sentía deseos de cultivar la ciencia astronómica.40

Este y otros hechos (las epístolas de Liciniano de Cartagena, por ejemplo) revelan la presencia de una atmósfera de curiosidad intelectual, cuya densidad no sabría determinar. El caso es que existía. Braulio, de Caesar Augusta (la cual, sin los árabes, no se llamaría hoy Zaragoza), envió a Isidoro una apremiante epístola para que le remitiera un ejemplar de sus Etimologías, la gran enciclopedia del saber de entonces: "¿Piensas, acaso, que el don de tu ciencia te fue dado para ti solo? Pues es tan tuyo como nuestro; es bien común y no particular." 41

Prescindamos de comparar el valer absoluto de Isidoro con el de otros europeos (Beda el Venerable, los humanistas irlandeses, etc.). Lo único atinente al problema es la voluntad de conocer el mundo de la naturaleza y el de los hombres, el "origen" de las cosas, la historia racional, no fabulosa, de los actuales habitantes de Hispania (la Historia de los godos, de Isidoro); o los principios según los cuales debieran educarse dignamente los hijos de los nobles. Todo ello fue tarea personal de Isidoro, preocupado por ciertas cuestiones, y por darles una respuesta adecuada. Alguien pensará tal vez que Alfonso el Sabio, un español, poseyó curiosidad científica y compuso voluminosas obras. Mas entre ambos hay una tajante diferencia, la que media entre las respectivas moradas y dimensiones sociales de sus vidas. El rey de Castilla, como un califa oriental, ordenó a los sabios de su corte que emprendieran largas peregrinaciones a través de libros musulmanes y cristianos a fin de allegar masas ingentes de sabiduría, sobre el hombre como ser social y sobre su futuro destino. Alfonso, con una vida ya labrada en el yunque cristiano-islámico-judaico, apeteció que le enseñaran cómo había sido el hombre desde el fondo remoto de los tiempos, cómo debía ser regido moral y jurídicamente, cómo sería predecible su sino, a través del decreto de las estrellas: La pura y simple curiosidad racional no fue el menester del sabio, al-hakim, soberano de Castilla. Llovieron sobre él las sabidurías que solicitaba su afán de sapiencia. Su obra, por consiguiente, permaneció reclusa en su tierra, por no estar escrita en la lengua internacional de la Europa coetánea, que a Alfonso no le interesaba incluir en el panorama de su cultura; tuvo sentido y eficacia para quienes en España compartían su orientación de vida. Las tan encomiadas Tablas astronómicas alfonsinas, que pudieran ser excepción, son obra de astrónomos árabes y judíos, que llevan el nombre de Alfonso por pura y secular lisonja. Para hallar a un castellano comparable a Isidoro habría que llegar al humanista Antonio de Nebrija —un cristiano, según creo, descendiente de judíos—, discípulo directo de la ciencia italiana de fines del siglo xv. Entre Isidoro y Nebrija (ochocientos años) no encontramos nada que pueda enlazar con los rumbos y preferencias del vivir visigodo.

Los eclesiásticos visigodos, según se ve por todo lo que antecede, no desdeñaban el saber secular, ni pensaron que este mundo fuese un mar de miserias, carente de todo bien terreno. La lectura de las obras de ciertos visigodos, luego canonizados, deja impresión apacible y serena. Leamos, por ejemplo, el tratado de Isidoro de Híspalis acerca de la educación de los hijos de los nobles, construido sobre fundamentos más seculares que ascéticos.42 En el ideal humano de Isidoro se armonizan la tradición grecorromana y la germanocristiana; la virtud está concebida en modo amplio, y no limitada a la vida religiosa o señorial. El tratado de Isidoro presupone la existencia de un régimen monárquico-electivo, dentro del cual puede ascender al trono cualquier caballero dotado de excelencia. Una frase de Platón resume el sentido de aquellas breves páginas: "Está bien gobernado el reino cuando mandan los filósofos y filosofan los príncipes" (Tunc bene regi rem publicam quando imperant philosophi et philosophantur imperatores, página 559). La frase se encuentra en muchos lugares, Boecio la cita (de consolatione, I, 4, 5) y todavía la recuerda La Bruyére. Mas Isidoro se sirve de ese lugar común pensando concretamente en el reino visigodo.

El espíritu estoico-cristiano transparece en la insistente recomendación de la castidad; nodrizas y maestros han de evitar toda torpeza libidinosa: "La calidad de los bienes entre los cuales han nacido ha de brillar más en el modo de comportarse que en su rango social." Ha de poseer el joven "apta et uirilis figura membrorum, duritia corporis, robur lacertorum" (pág. 558) —"figura varonil y bien proporcionada, dureza de cuerpo y fortaleza de músculos"; para lo cual es recomendable el deporte en la montaña y en el mar. El educando ha de estar versado en la Sagrada Escritura y también en filosofía, medicina, aritmética, geometría y astrología; ha de ser casto, sabio y de buen consejo, amante de la religión y defensor de la patria. El gran señor, además, deberá refrenar su codicia, a fin de no dañar a los humildes: "No deben extenderse sus campos desmesuradamente con daño de los pobres"— Neque rura sua, exclusis pauperibus, latius porrigentur (pág. 559).43 Este breve tratado deja ver algo del horizonte humano y posible para los mejores visigodos en el siglo vil, no tan en tinieblas como suele decirse.

La Hispania de Isidoro se sentía bien asentada en este mundo, según se ve por el de laude Hispaniae, al frente de la Historia Gothorum:

De todas las tierras que se extienden desde el ocaso hasta la India, tú eres la más bella, oh sacra Hispania, madre siempre fecunda de príncipes y gentes, reina legítima de todas las provincias, de quien ocaso y oriente toman su luz. Eres honra y ornamento del mundo, y parte más ilustre de la tierra; en ti mucho se goza, y florece abundante la fecundidad gloriosa de la gente visigoda.

El elogio de Hispania termina así:

Con buen fundamento deseó poseerte en otro tiempo la Roma áurea, cabeza de las gentes; mas aunque el valor romano, victorioso, se desposara contigo en un comienzo, el potente pueblo godo vino más tarde y te raptó para amarte, después de múltiples victoriosas guerras reñidas en la vastedad del orbe. El te goza hasta xioy día, firme en la ventura de su imperio, entre regios emblemas y amplitud de riquezas.

No hace al caso recordar las "laudes" de otras tierras (en Plinio, Virgilio y otros escritores de la Antigüedad); lo que aquí cuenta es el que Isidoro ensalce la grandeza del pueblo visigodo, la fuerza de sus armas, ante las cuales cedió el poderío de Roma. La imagen pagana del rapto de la desposada sitúa el elogio de Hispania en una perspectiva bien terrena, sin angustias ni incertidumbres. El sabio arzobispo magnificaba la gloria militar de sus reyes, que no pelearon por motivos "divinales", como según don Alonso de Cartagena siempre habían hecho los reyes españoles:

En el año 620, en el año décimo del imperio de Heraclio, el muy glorioso Suíntila recibió el cetro por gracia divina.45 Siendo duque —título que le había conferido el rey Sisebuto— redujo a completa sumisión los campamentos bizantinos [en el sur], y venció a los rucones [en el norte de Hispania]. Luego de ascender a la cima de la dignidad regia, conquistó las ciudades aún en poder de los bizantinos.. . Suíntila fue el primero en poseer la totalidad de Hispania hasta más allá del Estrecho del sur, lo cual no habían logrado sus antecesores.

El mundo, según Isidoro, podía abarcarse y dominarse por el coraje bélico y también por el saber y la reflexión. La creencia, en él, no ocupaba sin residuo todo el espacio de la morada de su vida. El hispano-godo se hallaba a tono con los restantes pueblos del occidente europeo: franco-galos, anglo-britanos, ostrogodo-itálicos. Entre ellos, el "más allá" se articulaba con el "más acá" de este mundo, sin excluirse uno a otro. Por eso pudo colocarse el hispano-germanizado Isidoro, obispo católico, al lado de Leovigildo, rey herético, en contra de su hijo, el rebelde y católico Hermenegildo. Como él hicieron otros hispano-germanizados, tan católicos como sabios. En su Historia Gothorum, el entusiasmo por los godos raptadores de Hispania no se vela por la tristeza, que "españolamente" hubiera debido causarle el que hubieran venido a apoderarse de Hispania unos bárbaros para quienes Jesucristo no era Dios, sino un profeta, o algo así.

Cuando la Crónica General de Alfonso el Sabio toma y amplía en el siglo xiii el tema del "loor de España", su sentido es muy distinto, porque los españoles ya no eran hispano-romano-godos. Véase cuan lejos estamos de Isidoro:

Todos deven por esto aprender que non se deva ninguno preciar: nin el rico en riqueza, nin el poderoso en su poderío, nin el fuert en su fortaleza, nin el sabio en su saber, nin ell alto en su alteza nin en su bien; mas quien se quisiere preciar, precíese en servir a Dios, ca él fiere e pon melezina, ell llaga e ell sanna, ca toda la tierra suya es; e todos pueblos et todas las yentes, los regnos, los lenguages, todos se mudan et se camian, mas Dios, criador de todo, siempre dura et está en un estado (pág. 311).

Seiscientos años después de Isidoro, España está sumergida en la metafísica teológica del Islam: "Porque sólo Dios es y tiene ser." Quienquiera que redactase esta parte de la Crónica General, no pudo ya terminar el loor de España con las palabras, claras y lapidarias, de Isidoro: "Imperii felicitate secura", sino con otras temblorosas y angustiadas:

Pues este regno tan noble, tan rico, tan poderoso, tan onrado, fué derramado et astragado en una arremessa por desabenencia de los de la tierra, que tornaron sus espadas en sí mismos, unos contra otros, assí como si les minguassen enemigos; et perdieron y todos, ca todas las cibdades de Espanna fueron presas de los moros, et crebantadas et destroídas de manos de sus enemigos.. . ¡Espanna mezquina!, tanto fué la su muerte coytada, que solamiente no fincó y ninguno que la llante; lámanla dolorida, ya más muerta que viva, et suena su voz como dell otro sieglo, e sal la su palabra assí como de so tierra (pág. 312).

El anterior planto se refiere a la tragedia acontecida seis siglos antes, pero el momento en que se escribe la Crónica, ni ningún momento posterior, dará ocasión —hablando de una época pretérita— a unas palabras tan firmes y seguras como las de Isidoro. Por bajo de los más levantados tonos, se percibirá siempre el rumor de la inseguridad, de la insatisfacción o de la queja. El sentido y el rumbo de la vida en tiempos de Isidoro se desvanecieron para dar paso a algo muy diferente. En enlace y por encima de aquella vida renació otra, para gloria y pesadumbre del pueblo que la creaba —según acontece a todos los pueblos de la tierra, puestos ahí Dios sabrá por qué y para qué.

 

 

 Capitel de ventana del áside de la Ermita de Elburgo (ALAVA) Hacer clic sobre la imagen de portada para saber más

 

 

DE LA HISPANIA VISIGODA A LA AUTENTICA ESPAÑA

 

El recuerdo de los godos permaneció vivo entre los reyes leoneses y castellanos, como una imagen de grandezas pasadas que ellos aspiraban a restaurar. El pueblo conservó algunas costumbres jurídicas de origen germánico, las cuales subsistieron a pesar de haberlas querido desterrar la misma legislación visigoda, por ser contrarias al espíritu del derecho romano. Germánica era la costumbre de embargar el acreedor los bienes de su deudor sin intervención del juez; o de que la familia de quien había sido muerto por alguien pudiera tomar venganza en el homicida.46

La supervivencia de aquellas costumbres no implicaba que leoneses y castellanos vivieran según una forma interior de existencia análoga a la de ciertos pueblos germánicos que también habían conservado parecidos usos jurídicos. Las leyes romanas tenían vigencia al mismo tiempo que la tradición legal de los visigodos, y no pensaríamos por eso que los españoles fuesen romanos, pues todo lo que el pasado lega, recibe el sentido que le presta la estructura presente de la vida de un pueblo, la forma en que el pasado y sus usos son usados.

La añoranza de la idealizada monarquía visigoda alimentó la creencia de haber poseído la España cristiana un pasado ilustre, lo cual no carecía de fundamento. Cuando Alfonso II (791-835) instaló su corte en Oviedo (Asturias), pensaba restablecer el "orden gótico" de Toledo,47 y, hasta el siglo xvii, "ser de los godos" significó un timbre de gloria para los españoles. Obsérvese, sin embargo, que, según he hecho ver en las páginas anteriores, aquella misma alentadora aspiración de querer ser como los godos revelaba que los españoles de la Edad Media no lo eran; ni tampoco era ya goda la tierra que iban reconquistando y repoblando. Lo que alienta e ilusiona, y la auténtica vida del alentado e ilusionado, son realidades distintas, como son distintas la condición y la posibilidad históricas respecto de lo condicionado y hecho posible por ellas. Las dimensiones colectivas y las valoraciones romano-visigodas se habían desvanecido; los obispos ya no subordinaban el poder eclesiástico a los intereses seculares del Estado. El afán de cultura de Alfonso el Sabio no será como el de San Isidoro. Al imperialismo mundanal de los visigodos había sucedido la guerra "divinal" de quienes colectivamente se llamaban "cristianos", porque sus enemigos se llamaban "musulmanes". En lugar de la violencia de los reyes visigodos contra los judíos, éstos serán protegidos por los reyes de España durante los ocho siglos de la Reconquista.

La Hispania cristiana fue en su mayor parte quedando sumergida y deshecha bajo el oleaje de los musulmanes. En las regiones en donde se inició la resistencia contra los infieles —en la faja cantábrica y en el Pirineo aragonés—, la perspectiva del vivir no era la visigoda. Las tareas eran distintas y muy difíciles por la pérdida de todas las grandes ciudades y de los recursos de la civilización de entonces. Las únicas ciudades de alguna importancia en Galaecia eran Bracara, Lucus Augusti y Asturica; las poblaciones asturianas durante la época visigoda debían ser pobres y pequeñas. Ambas provincias eran ricas en bosques, minas y ganados, mientras que las tierras más fértiles agrícolamente habían quedado en poder de los musulmanes. Compensando tal pobreza, la faja norte de la Península poseía una larga tradición de coraje humano, de rebeldía tenaz, que se había manifestado al combatir con romanos y visigodos, y al tomar, o al conservar, posturas discrepantes en el terreno espiritual. La ocupación sueva en Galicia contribuiría a distanciarla aún más del resto del país. La realidad era que astures y galaicos habían vivido como gentes dominadas y sin papel rector. Así las cosas, la catástrofe del Guadalete (711) vino a conferirles inesperadamente una misión de enérgica y solicitada iniciativa. Los olvidados de la historia comenzaron a crearse una suya desde mediados del siglo viii, paralela a las otras iniciales historias de Castilla, Navarra, Aragón y Cataluña. La armonía entre esos pueblos, junto con sus pugnas y discrepancias, llenó la vida recordable de la Península desde entonces hasta hoy. La Hispania de los visigodos quedó fragmentada en regiones con nombres nunca antes oídos: Castilla, Navarra, Aragón y Cataluña. León había sido el nombre del campamento-ciudad de la Legio Séptima Gemina. Sólo Galicia conservó su nombre tradicional de Gallaecia.

La nación visigoda se hundió cuando parecía ir caminando hacia el establecimiento de la unidad política, lingüística y religiosa de toda la Península.48 Al producirse su ruina, la faja norte, desde Galicia al Mediterráneo, se escindió en segmentos que durante siglos permanecerían inconexos, y cuyas hablas son el gallego, el asturiano-leonés, el castellano, el vascuence, el aragonés y el catalán. Aunque el vascuence existiera desde una época prehistórica, la romanización (latinización) de quienes lo hablaban debió aflojarse y retrasarse con el hundimiento de la monarquía visigoda.49 Cada una de esas hablas se hizo expresión, en mayor o menor grado, de la situación de vida en que se hallaba cada pueblo —el menester de la guerra, una economía rudimentaria, contactos de cultura con musulmanes y franceses. El pasado visigodo, como realidad política y social, iría quedando en remota lejanía. La historia se hará en adelante como un independiente caminar hacia el sur de seis grupos humanos—gallegos, leoneses, castellanos, vascos, aragoneses y catalanes—, que, como seis jinetes, inician su marcha pertrechados cada uno con su habla, y con su plan de vida. Del entrecruce de sus vidas, bajo la fuerte mano de Castilla, saldría el modo existencial de los españoles.

Durante los primeros siglos fue Galicia la que ofreció el programa más original y más fecundo para la cristiandad hispana: el culto bélico a Santiago Apóstol, debelador de la morisma, futuro patrón de España y uno de los centros de su historia, según haré ver más adelante.

Indirectamente no deja de tener algún sentido el deseo de algunos gallegos, hoy día, de que los restos mortales conservados en la tumba de Santiago Apóstol, en Compostela, sean los del célebre heresiarca Prisciliano, y no los del Apóstol de Cristo. Sin entrar a discutir una sospecha que nunca podrá ser demostrada con documentos fehacientes, pienso que la relación entre Santiago y Prisciliano no es corporal, sino de muy otro tipo. Prisciliano, máximo representante de una importante herejía, o disidencia cristiana, fue ejecutado en Tréveris, en 385, por orden de la autoridad imperial.50 Las creencias priscilianistas arraigaron sobre todo en Galicia. Así pues, cuando los suevos arrianos ocuparon aquellas tierras se encontraron con creencias que guardaban alguna semejanza con la suya, en cuanto no aceptaban el dogma de la Trinidad de Dios Uno e Indiviso. El Concilio de Braga (567) anatematizó a quien dijese que "el Hijo de Dios y Señor Nuestro no existía antes de nacer la Virgen", o a quien introdujese "otras personas divinas fuera de la Santísima Trinidad", errores sostenidos por los priscilianistas. Creían éstos en "la procesión de los eones, emanados de la esencia divina, e inferiores a ella en dignidad". Uno de estos eones era el Hijo, por lo cual San León llama arrianos a los priscilianistas.51

El priscilianismo del siglo IV, el arrianismo de los siglos v y VI, el adopcionismo del siglo viii (Cristo sería hijo adoptivo de Dios),52 y otras creencias no muy alejadas de ellas, se entenderán mejor cuando sean vistas en enlace con ciertas religiones orientales difundidas por el Imperio Romano, cuyas legiones estaban integradas muy a menudo por asiáticos, según enseñan Franz Cumont y otros. La conversión de Recaredo no es pensable cambiara de golpe la creencia antitrinitaria, o incorrectamente trinitaria, de muchos cristianos de la Península, creencia priscilianista anterior a la llegada de los germanos arrianos. La falta de firmes ideas sobre la doble naturaleza divino-humana de Cristo durante la época visigoda, y el arraigo tradicional de aquéllas en la distante y excéntrica Galicia (muy paganizada aún en tiempo de San Martín de Braga, luego priscilianista y más tarde arriana)», todas esas circunstancias hacen comprensibles ciertos aspectos populares del primitivo culto de Santiago, que hoy asombran a los poco familiarizados con estas materias.

Contempladas en la perspectiva del Toletum del siglo VII, las disidencias heréticas aparecerían con un valor negativo, como una merma de espíritu universal en cuanto alejaban a Hispania del conjunto de la Romanía heredera de Roma. La conversión de Recaredo, las campañas contra los bizantinos y contra las gentes rebeladas del norte, trazaban un horizonte nacional firme y amplio. Los partidarios del rey Witiza que abrieron a los africanos los puertos del estrecho de Gibraltar debían estar muy seguros de la solidez de la monarquía, y creerían ser bastante poderosos para satisfacer las pretensiones del auxiliar extraño, y para conservar la estructura del reino.

Tenía, en cambio, que ser estrecha y particularista la perspectiva del incipiente reino astur-gallego-leonés. No tenemos acceso a la intimidad de aquel pueblo entre 711 y el final del siglo X; no hubo ningún Orosio que recogiera palabras como aquellas de Ataulfo al caballero de Narbona. Hay, no obstante, hechos de gran volumen que serán analizados más tarde y harán comprensible el paso de la Hispania visigótica a la vida de los españoles —dividida, angustiada, grandiosa a sus horas, y siempre fascinante.

 

 

 

RESUMEN Y ORIENTACIÓN

 

He intentado dejar fuera de duda que el pasado anterior al siglo VIII fue obra de agentes humanos cuya conciencia social era distinta de la de quienes más tarde fueron llamados españoles. El correlato humano de los términos Hispania y España son totalmente diversos. Hispania es, muy probablemente, un nombre púnico que significaba "tierra de conejos".53 Catulo llamó "cuniculosa" a la región celtibérica. Hispania fue nombre dado a una tierra por quienes no la habitaban, caso frecuente en toponimia. Los romanos dieron el nombre de Hispania a toda la Península; en el siglo ix los cristianos del norte solían llamar Spania a la zona ocupada por los musulmanes.54 Durante la Reconquista predominaron las denominaciones regionales (Castilla, León, etc.), mientras que desde el siglo xvi se hace general el de España.

Para un observador ingenuo parece que nada hay de extraño en esos cambios de nombre, y que el pasado anterior a la Reconquista se diferencia de los siglos VIII al XIII, como estos últimos de los subsiguientes a ellos. Mas lo importante y decisivo es que los cambios que tuvieron lugar desde el siglo VIII han sido cambios de postura tomados por unos mismos sujetos-agentes, enlazados dentro de una misma conciencia de ser ellos, desde entonces hasta hoy. Todos esos sujetos-agentes se encuentran enlazados uno con otros sin solución de continuidad interior. Los hechos de los aragoneses (que inician su curso histórico en un rincón del Pirineo) engranan con la vida catalana, lo mismo que las decisiones tomadas por los castellanos afectan al futuro de los leoneses, etc. La importancia de los acontecimientos colectivos o de las creaciones individuales enlazan todas ellas con situaciones surgidas con posterioridad al siglo VIII, a consecuencia de la islamización de casi todos los habitantes de la Península, y no de oscuras y míticas características psicológicas, ibéricas o celtibéricas. Todos obraban en vista de las circunstancias dadas ante ellos. Desde la futura Navarra hasta Galicia se inició la pelea contra el moro, lenta y dificultosamente, con las fuerzas humanas y económicas allí accesibles; a lo largo de la frontera meridional del Pirineo, desde Canfranc al Mediterráneo, la defensa y el ataque se combinaron con ayudas de varias clases, venidas de los monarcas carolingios o de Aquitania. El diferente rumbo tomado por aragoneses y catalanes de una parte, y los castellanos y leoneses de otra, tuvo ahí su punto de arranque. Las relaciones ultrapirenaicas de catalanes y aragoneses (de que más adelante trataré) no fueron como las navarro-castellanas con Francia. El "camino francés" a Santiago entraba por Navarra y llegaba hasta el extremo oeste, un camino que no hubiera existido de no haber habido guerra crónica contra el musulmán. El mayor ímpetu bélico fue el de Castilla, la cual acabó por cerrar el paso hacia el sur a aragoneses y catalanes. Los cuales, por esos motivos y no por nada anterior al siglo VIII, desbordaron su energía sobre las tierras mediterráneas, y por eso hubo un reino aragonés-catalán en Sicilia, poles y Cerdeña. A consecuencia de lo cual, los aragoneses y los catalanes tomaron algo del espíritu de las repúblicas marineras de Italia, y poseen formas de arquitectura civil desconocidas en Castilla, en las cuales se combina el arte con el interés mercantil. Lo hacen ver las bellísimas lonjas de Zaragoza, Alcañiz, Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca.

Mas hubo un rasgo común,,o más bien, una circunstancia determinante de la estructura y morada de vida en que todos los reinos cristianos acabaron por coincidir, pese a sus hondas diferencias. Las actividades guerreras, políticas o comerciales estuvieron condicionadas por el entrelace de la vida de los cristianos con las de los moros y los judíos. Sin esta circunstancia la vida exterior e interior de castellanos y aragoneses es inimaginable. Lo que las historias usuales presentan como una yuxtaposición de hechos demográficos, es para mí una contextura y estructura de un modo interior de vida. Los cristianos no habrían combatido eficazmente sin la vecindad social de mudéjares y judíos; éstos habrían sido exterminados o expulsados si no hubiesen sido indispensables. Los franceses, que alguna vez intervinieron en la guerra contra la morisma de al-Andalus, mataban a los vencidos, y no comprendían por qué los cristianos de España no hacían lo mismo. Los judíos habían sido expulsados de Inglaterra y de Francia mucho antes del siglo xv, según diré en su lugar propio.

Aunque el detalle del proceso de la vida española irá siendo expuesto más adelante, era preciso desde ahora deshacer la falacia de que la historia de la Península Ibérica fue una serie de sucesivos cambios, experimentados por la misma entidad colectiva, y que tan diferente de las guerras celtíberas son las de la Reconquista, como éstas lo son de las de los siglos XVIII y XIX. Este es uno de tantos enormes obstáculos interpuestos entre la realidad de los españoles y el intento de poner ésta al alcance de los hoy ofuscados por las fábulas vigentes.

La auténtica España ha sido un conjunto de humanidad, para mí espléndido, a la vez integrado en tres castas (según se ha visto en el cap. II), y escindido en la forma que irá viendo el lector. Escindido en tres castas, en tres creencias, en tres ambiciosas pugnas, en una sucesión de acordes y desgarros. La forma interior de los acontecimientos que fueron teniendo lugar en los reinos del norte, estuvo prefigurada en al-Andalus, como una figura invertida, y de distinto colorido. A la ancha base de convivencia islámico-cristiano-judaica en el sur, entre los siglos VIII y xi, sucederá en los siglos xi y xii una estrechez cada vez más opresiva para cristianos y judíos durante la dominación almorávide y almohade.

Pero en esos siglos xi y xii es precisamente cuando el norte cristiano (León-Castilla, Navarra-Aragón), en contraste con al-Andalus, amplía su horizonte social al absorber las poblaciones musulmanas y judías que la obra de la Reconquista iba desplazando. Lo amplía con eso y también con los monjes, caballeros y negociantes franceses atraídos por los varios intereses que el camino de Santiago les ofrecía. El reducido panorama de cultura y de posibilidades en los núcleos de resistencia en los siglos VIII y ix, al abrirse hacia el norte europeo y hacia el sur orientalizado, magnificaba la conciencia personal de los reyes y de los señores a cuyo esfuerzo se debían tan animadoras mutaciones. Las inmigraciones francesas habían sido fomentadas por quienes sentían afán de "europeizarse", y de resistir y oponerse al modo de vida muy impregnado de orientalismo de los reinos cristianos. Ese es el sentido —según diré luego— de la "invasión" cluniacense, y de que Alfonso VI casara a sus hijas con los condes Ramón y Enrique de Borgoña, como antes él mismo había tomado por mujer a Constanza de Borgoña. Esta es igualmente la explicación de que en la Crónica General, de Alfonso el Sabio, se incurra en el extraño anacronismo de atribuir a deseo de "europeísmo" el que, durante las guerras púnicas, los indígenas del Ebro se pasaran al ejército romano, "porque teníen que era más razón de tener [amistad] con los romanos, que eran parte de Europa, que non con los de Carthago, que eran de Affrica" (edic. M. Pidal, pág. 19). Lo cual era compatible con la adopción de costumbres orientales, tanto en las altas como en las bajas capas de la sociedad cristiana. Y el europeísmo de la Iglesia, de la arquitectura románica y gótica, y de la literatura tanto épica como de clerecía, en nada modificaba la básica estructura cristiano-moruno-hebraica de la sociedad española. Sobre esa ya tradicional base seguía apoyándose el ataque-defensa contra los infieles, y también contra los reinos cristianos colindantes.

Los reyes y sus consejeros concebían el entrelace de las tres castas como una armonía jurídica y moral, según se vio con ocasión de los epitafios de Fernando III (pág. 39) y en la forma tradicional de recibir a los reyes al hacer su solemne entrada en las ciudades. Aquella convivencia, sin embargo, llevaba en sí los motivos que habían de destruirla, según siempre aconteció a toda situación histórica de alto velamen. Con los intereses que hicieron nacer y mantuvieron unidas las tres castas de creyentes, coexistían también los afanes de preeminencia que a la larga darían al traste con aquel sistema social, único en Occidente.

Piedras miliarias que marcan y dividen períodos decisivos de la vida española son para mí los epitafios del sepulcro de Fernando el Santo y el epitafio, escueto y tremendo, de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla en la Capilla Real de Granada:

"Mahometice secte prostratores

et heretice pervicacie extinctores

Fernandus Aragonum et Helisabetha Castelle

vir et uxor unanimes

Catolice appellati

marmóreo clauduntur hoc tumulo." 55 

La secta mahomética y los judíos, pertinaces en su disidencia, yacen ahora en el interior de este sepulcro, en vez de alzar voces de alabanza en torno a él en palabras castellanas, árabes y hebreas, coincidentes en su sentir. Un abismo separa ambas situaciones —la de 1252 y la de comienzos del siglo xvi—, aunque el sujeto-agente de ambas fuera la conciencia y la voluntad de la casta dirigente de la vida colectiva de los españoles.

Los españoles se constituyeron como una nueva variedad de pueblo europeo en virtud de unas concordes armonías, entrecruzadas por muy estridentes disonancias. Las mayores creaciones de la civilización española fueron expresión de las unas y de las otras. Piénsese en el sentido, por ejemplo, de que fueran descendientes de hispano-hebreos quienes, en el siglo xv, expresaran por vez primera el modo en que los españoles sentían acerca de sí mismos (pág. 81): Juan de Mena, Alonso de Cartagena, Alonso de Palencia, Diego de Valera, Fernando de la Torre, Juan Alfonso de Baena. Se iniciaba así la discusión acerca de cómo fuesen y de cuánto valían humanamente los españoles, un problema todavía no resuelto satisfactoriamente a gusto de todos. Porque la tarea de engrandecer políticamente a España y de crearle una cultura sobre la cual proyectar el ansia de grandeza, estaba dividida entre grupos de españoles incapaces de coordinarse unos con otros desde fines del siglo xv, justamente cuando los españoles comenzaban a elevarse hasta la cima de su destino. Hubo posibilidades de desarrollar el poderío militar, el económico y el intelectual, y al llegar al punto supremo faltó la fuerza cohesiva y encauzante para que aquellas fuerzas paralelas, y a la vez adversas —todas españolas—, tendieran hacia un mismo propósito. Españoles eran quienes dieron permanencia a las palabras de sus lenguas en torno al sepulcro del rey Fernando de Castilla y de León —una cima de españolidad. Lo eran el Cid, y don Sem Tob de Carrión, y el moro Abderramán que planeó el monasterio del Paular; y Gonzalo Fernández de Córdoba, y Luis Vives (que ya no pudo vivir en la Península), y los moros que mantenían ricas y fértiles en el siglo xvi las huertas y almunias de Valencia y Aragón. Todas estas posibilidades se hallaban presentes en la morada española de vida, aunque llegaron a estorbarse unas a otras al hacer prevalecer la conciencia de linaje, de casta, sobre cualquier otra consideración. De ahí el largo alcance de la frase del converso Gonzalo Fernández de Oviedo (pág. 31), de no haber nación cristiana en "donde mejor se conozcan [que en España] los nobles e de limpia casta, ni cuáles son los sospechosos a la fe; lo cual en otras naciones es oculto". La nobleza a que todos aspiraban, dependía de creencias ya no convivibles. Las circunstancias del siglo xvi enlazaban, polémica aunque apretadamente, con las del siglo VIII.

El sentimiento de casta fue, en la época formativa de la conciencia de españolidad, un estímulo que incitaba a hacerse valer, algo así como un sentimiento de "noblesse oblige"; más tarde, sin embargo, lo que había sido una motivación se volvió finalidad, es decir, no se aspiraba a ser heroico, inteligente o laborioso para elevarse como miembro de la casta cristiana, judía o mora, sino que se concentraba todo el esfuerzo en el afán por figurar como miembro de la casta que había llegado a ser única, la de los cristianos viejos de los siglos XVI y xVII, la única dominante y estimada. Tal fue el trastorno acaecido a la vida española, el cambio de rumbo que se hace visible, que se expresa y monumentaliza en las proezas imperiales, en la literatura y en el arte de los siglos XVI y XVII. Los contenidos de la vida sin duda se hacen diferentes, pero los españoles tenían conciencia de su entronque con su inmediato pasado, como la rama —de poder hacerlo— sentiría y expresaría su enlace con el tronco de donde arranca.

Lo acontecido después no es para ser tratado en este lugar. Mi único propósito ha sido poner bien en claro que las mutaciones observables en la vida española desde el inicio de la Reconquista hasta hoy son ramificaciones de un estado básico de conciencia, de la conciencia de aspirar a ser español, de sentirse español, de hacerse problema de quiénes deban y tengan derecho a ser españoles y quiénes no. El pleito aún no ha sido fallado; y desde luego nada tiene que hacer con los celtíberos.

Poco importa que esta historia sea ardua o ingrata de entender para los empeñados en ignorarla. La pretensión de convertir a España en un país de estructura análoga a la de sus vecinos occidentales ha impedido acercarse hasta ahora a la auténtica realidad de lo que ha sido y continúa siendo. Intentar suprimir el pasado, tomando ante él la actitud del avestruz, es actividad inane e inoperante. Querer recomenzar la vida española desde ahora, como si nada hubiese antes acontecido, es otra forma de "espantada" que sólo da motivo a vana gesticulación. Imaginar que hay "dos Españas", y que uno pertenece a la "buena" y el otro a la "mala" —un uno que está a veces en este lado, y a veces en el otro—, no tiene en cuenta que tal escisión se unifica en la unidad constante de los dos que se la crean. Para mí, la única postura posible es lanzarse de lleno, animado de simpatía y de ardiente "caritas", a vivir el problema, desde la fronda de su copa hasta la profundidad oscura de sus raíces. Hay que volver en sí, retornar a la realidad del "sí mismo", porque un pueblo, como una persona individual, pierde su tiempo y su razón si cree evitable la presencia de lo que en efecto ha sido. No soy ni pesimista ni optimista, y creo simplemente que tener plena conciencia de cómo se ha sido, es el único modo de alzarse a mejores destinos —si realmente se aspira a mejorarlos.

 

 

 

 

 

NOTAS

 

1    Ver Origen, ser y existir de los españoles, págs. 64-69.

2    "La unidad de Francia fue llevada a cabo por la dinastía de los Capetos" (Auguste Longnon, Origines et formation de la nationalité francaise, pág. 76).

3    Este fenómeno, único en Europa, es comparable con la situación, única en América, creada por la conquista española de tierras con alta tradición de cultura (maya, incaica, me. xicana). No obstante grandes diferencias, las analogías de tipo cultural y psíquico son bien visibles.

4    Primera carta de relación, edic. Porrúa, S. A. México, 1960, pág. 16.

5    J. M. Lacarra, Aragón, 1960, I, pág. 245.

6    II, 6, 11. Cito por la traducción de Diego López, Sevilla, 1631, fol. 36 v.

7    Marcel Proust jugó exquisitamente con los paralelos y encontrados sentidos que en él evocaba el nombre de "Guermantes", y su efectiva vivencia de quienes llevaban ese nombre en su novela: "Je les voyais tous deux [el duque y la duquesa] retires de ce nom de Guermantes dans lequel, jadis, je les imagináis menant une inconcevable vie" (Le colé de Guermantes, III, edic. 1946, pág. 173).

8    Cita esos textos con otro propósito J. M. Lacarra, loe. cit.

9    Ver Raymond Thouvenot, Essai sur la province romaine de Bétique, 1940, pág. 188, quien, por otros motivos, cae en excesos opuestos a los de los panespañolistas: "Tal vez haya que atribuir a Roma el nacimiento del particularismo andaluz, que hoy se afirma con tanto vigor frente a Castilla y a Cataluña" (pág. 683). Pero los andaluces) de hoy no deben confundirse ni con los andalusís musulmanes ni con los "Baeticolae" romanos.

10    L. Torres Balbás, La mezquita de Córdoba, pág. 6.

11     Mis ideas acerca de la realidad de los españoles convencen a algunos y perturban a otros. El señor G. Borrón reconoce fundada mi objeción de no ser español el estoicismo de Séneca; pero como a él le interesa el españolismo y no el estoicismo, aventura la extraña idea de no ser Séneca filósofo estoico (Revista de Filosofía, Madrid, 1955, diciembre). Para ello corta y trastorna los textos de aquel filósofo, según pongo de manifiesto en Dos Ensayos, México, Ed. Porrúa, S. A., 1956, pág. 55.

12     Coluccio Salutati rechazó la apatía estoica, a fines del siglo xiv, por los mismos motivos: "Potior est mihi veritas, quae patet ad sensum, quam opinio, ne dicam deliratio stoicorum", para quienes era inexistente lo sentido por la frágil carne de los mortales. Su sinrazón se demuestra con el ejemplo de Cristo, el cual "dum de morte cogitat, in sudorem sanguinem resolutum, nec mentis tacuisse tristitiam" (Epistolario, edic. Novati, III, 464). V. L. Borghi, La dottrina moróle di Coluccio Salutati, en "Annali della R. Scuola Nórmale di Pisa", 1934, pág. 88).

13     Han vuelto a este tema recientemente, Wm. Reinhart, La tradición visigoda en el nacimiento de Castilla, en "Estudios dedicados a Menéndez Pidal", I, 1950. 535-554; Joseph M. Piel, Americo Castro These von der "no-hispanidad" der Westgoden, en "Romanische Forschungen", 1957, LXIX, 409-413; Carlos Clavería, Reflejos del "goticismo" español en la fraseología del Siglo de Oro, en "Homenaje a Dámaso Alonso", Madrid, 1960, I, 357-372.

14     "Perpetua pesadilla fueron para los reyes godos los pueblos de las montañas cantabropirenaicas" (R. Menéndez Pidal, Historia de España, 1940, vol. III, pág. 47).

15    Ars Hispaniae, Madrid, 1947, vol. II, pág. 342.

16    Liber Sancti Jacobi, transcripción de W. M. Whitehill, 1944, pág. 358.

17     Achacar a dificultades materiales la falta de cultura entre los cristianos del norte de España no cambia la realidad de ese hecho.

18    Ed. Menéndez Pidal, pág. 305.

19     Después de la ocupación musulmana la cultura eclesiástica decayó considerablemente (ver R. de Abadal, La batalla del adopcionismo, Barcelona, 1949, pág. 22).

20     Sidonio Apolinar (430-488) alude a una famosa escuela cordobesa sobre la cual no poseo más información: "Corduba praepotens alumnis." (Véase E. Pérez Pujol, Historia de las instituciones sociales de la España goda, 1896, vol. III, págs. 490-491).

21    R. Menéndez Pidal, La España del Cid, 1947, vol. I, pág. 136.

22    Ed. Santos Coco, 1919, págs. 81-82.

23    Historia de los heterodoxos españoles, 1917, vol. II, pág. 94.

24     "Los contemporáneos Juan de Bíclaro, Isidoro y Gregorio de Tours, aun siendo prelados llenos de fervor católico, condenaron unánimemente al príncipe como a un rebelde (tyranñus en sentido antiguo) contra su padre y contra el reino." (Franz Górres, "Die bvzantinischen Besitzungen an den Küsten des spanischen-wesgotischen Reiches (554-624)", en Byzantinische Zeitschrift, XVI, 1907, págs. 515-538.)

25     Ver Auguste Longnon, Origines et jormation de la nationalité franqaise, pág. 62. Luigi Salvatorelli, Vitalia Medioevale, págs. 69 y 74.

26     Constantino adoptó la causa de la Iglesia por razones políticas, aunque no se convirtió hasta poco antes de expirar, por creer que el bautismo le libraría de todos sus pecados.

27     Collectio máxima conciliorum omnium Hispaniae et Novi Orbis, de José S. de Aguirre, Madrid, 1781, vol. BE. Puede verse el texto en Menéndez y Pelayo, Heterodoxos, 1917, vol. 11, pág. 180, traducido ahora por mí más precisamente.

28     Franz Górres, loe. cit., pág. 522.

29     En su discurso ante el Concilio de Basilea (1434), don Alonso de Cartagena (tan imperialista como todos los conversos interesados en la política del reino) se dio cuenta de la necesidad de hacer coincidir su idea de España con la continuidad de la fe católica: "Después que los españoles, en tiempo de Santiago, recibieron la fe, non se desviaron de ella", aunque es verdad que "en tiempo del rey Leovigildo... fueron algunos enfecionados de la herejía arriana... En el tercero Concilio de Toledo fue del todo la arriana herejía destroída; mas nunca universalmente desviaron de la fe, ca aun en aquel tiempo en que más prevalescía aquella herejía, florecieron en España Sant Isidro, Sant Leandre", etc. (Ciudad de Dios, XXXV, 1894, pág. 537). Ya hemos visto que la cuestión era un poco más complicada.

30     Esta observación se refiere a lo sentido por los visigodos en un momento dado respecto de ellos mismos, pero no es un intento de vaticinar su porvenir. Ningún pueblo de Occidente ofrecía en el siglo vil la imagen anticipada de lo que iba a ser y a hacer cinco siglos más tarde. Los castellanos, desde el siglo XIII, sí ansiaban para ellos un futuro imperial.

31     Así procedieron otros pueblos germánicos, que crearon Estados con nombres étnicos: Lombardía, Francia, Anglia, Norrnandía, Burgundia. Es significativo que nada así se produjera en la Península Ibérica; faltó a los visigodos ímpetu y personalidad suficientes.

32     Ya se fijó en este importante texto Gastón Boissier, La jin du paganisme, 1891, vol. II, pág. 409. Véase Paulo Orosio, Historiarum adversum paganos libri VII, ed. C. Zangemeister, págs. 86 y 560.

33     No participo de la idea de haber sido Orosio un español. Dice Rene Pichón, Histoire de la littérature latine, 1912, pág. 914, que Prudencio y Orosio se diferencian de San Paulino de Ñola (353-431), por ser españoles los primeros y francés el segundo: "C'est toujours le contraste entre Fesprit français, fait de bon sens clair et de gráce légére, et le génie espagnol, plus ápre et plus passionné." Llevado como ciertos españoles de la idea arcaica de que las realidades humanas son sustancias inmutables, Pichón no se dio cuenta de que una historia como la de Orosio sorprende mucho en un español, pues en los mil quinientos años, que median entre Orosio y la época actual, ninguno de ellos ha intentado componer una historia universal para demostrar una tesis. Quienes se parecen a Orosio, son: Bossuet, Spengler o Toynbee.

34     "No se puede llamar nacional la Iglesia visigótica del siglo vil, en el sentido de ser la Iglesia dirigida y gobernada por el monarca, ni teocrático el Estado visigótico, en el sentido de que... los obispos y los concilios tuvieron las riendas del gobierno... El rey visigodo ejercitó manifiestamente no pocos derechos en materias puramente eclesiásticas" (Historia de España, dirigida por R. Menéndez Pidal, vol. III, págs. 286-287).

35     Dice Isidoro en una carta a Braulio: "De constituendo autem episcopo Tarraconensi non eam quam petistis sensi sententiam regis" ( Evistolario de San Braulio, ed. de J. Madoz, págs. 87-88). A Isidoro le parece normal lo hecho por el rey, y no dice nada más sobre ello.

36     Véase Ernest Brehaut, An Encyclopedist of the Dark Ages: Isidore o¡ Seville, New York, Columbia University, 1912, pág. 40.

37     A. Schmekel, Isidorus von Sevilla, sein System, seine Quellen, Berlín, 1914, páginas 1-2.

38     Isidor-Studien, München, 1913, pág. 3. Para la influencia de los escritores visigodos sobre la liturgia europea, véase Bishop, en Journal of Theological Studies, VIII, 1907, pág. 278.

39     Véase Patrick J. Mullins, The Spiritual Life according to Saint Isidor of Seville, The Catholic University of America, 1940, págs. 75 y sigs.

40     "ídem Eugenius moribus incessuque gravis, ingenio callens. Nam numerus, statum, incrementa, decrementa, cursus recursusque lunarum tanta peritia novit, ut considerationes disputationis ejus auditorem et in stuporen verterent, et desiderabilem doctrinam inducerent" (Episcopi Toletani, en Migne, Patrología, S. L., vol. XCVI, col. 204).

41    Epistolario de San Braulio, ed. de J. Madoz, 1940, pág. 80-82.

42     Isidori Hispalensis «Institutionum Disciplinad, ed. de A. E. Anspach, en "Rheinisches Museum", Neue Folge, LVflI, 1912, págs. 556-563.

43     Quizá observe algún lector que Pedro Hispano, en el siglo XIII, podría compararse con San Isidoro, por ser autor de obras filosóficas y de medicina, leídas y admiradas en la Edad Media; algunas fueron traducidas al hebreo. Los alemanes K. Prantl, en 1866, y M. Grabman, en 1928, llamaron la atención sobre la importancia de los comentarios a Aristóteles de Pedro Hispano. G. Sarton, Introduction to the History of Science, 1931, vol. II, págs. 889-892, menciona sus escritos sobre medicina. Posteriormente los españoles se han ocupado de este enciclopedista: T. y J. Carreras y Artau, Historia de la filosofía española, 1939, vol. I, págs. 101-144. M. Alonso ha editado el libro De anima (Madrid, 1941) y el Comentario al "De anima" de Aristóteles, Madrid, 1944. Parece ser que Pedro Hispano y el papa Juan XXI son una misma persona; Dante menciona a Pietro Ispano entre los mayores sabios (Paradiso, XII, 134-135). La figura de tan importante personaje está rodeada de leyendas, y el lector podrá ver lo que hay de seguro y de dudoso en las obras antes citadas. Para mi objeto basta con notar que este filósofo, médico y pontífice nació en Portugal, se supone que en Lisboa, en el siglo xn; hizo sus estudios en París, y en Francia y en Italia pasó el resto de sus días. Si biológicamente nació de padres que moraban en Portugal, la formación de su vida no fue portuguesa, puesto que, de haberse quedado allá, no habría hecho lo que hizo. Nada se opone a que una persona inteligente, nacida en la Península Ibérica, hoy o en el siglo XIII, llegue a ser un buen científico si incorpora a su vida, total o parcialmente, maneras de vida distintas. El español no tiene ninguna incapacidad biológica para la ciencia teórica o experimental. Lo que distingue a Pedro Hispano de Isidoro de Sevilla es que éste se educó en la Hispania visigoda, allí dio su fruto, y de allí se proyectó internacionalmente su obra; la de Pedro Hispano, por el contrario, se hizo posible y se realizó fuera de España. Los españoles sólo se han dado cuenta de la existencia de su "compatriota" en recientes años, y después de que lo hubiesen estudiado algunos extranjeros.

44    En Chronica minora saec. iv, v, vii, ed. Th. Mommsen, vol. II, pág. 267.

45    La creencia en la gracia divina recibida por los reyes procede de la ostentada poi los emperadores romanos, los cuales, a su vez, la habían recibido de las religiones del Oriente, en donde los monarcas poseían carácter sagrado. Véase Franz Cumont, Les religions orientales dans le paganisme romain, 1929.

46    Véase Eduardo de Hinojosa, El elemento germánico en el derecho español, Madrid, 1915.

47    "Omnem Gotorum ordinem, sicuti Toledo fuerat, tam in Ecclesia quam palatio, in Obeto cuncta statuit" (Crónica Albeldense, edic. Gómez Moreno, en "Bol. Acad. Hist.", 1932, pág. 602). R. Menéndez Pidal menciona la pervivencia de una leyenda goda: la de haber concedido el rey de León la independencia al conde de Castilla Fernán González por no haber podido aquél pagar el precio de un caballo, crecido en progresión geométrica (Los godos y el origen de la épica española, 1955, págs. 64-67). Otros temas épicos, y el mismo género literario de la épica, tendrán sin duda antecedentes visigodos. Menéndez Pidal cree que yo pienso "que los visigodos están fuera de todo lo que podemos llamar hispano" (pág. 39). Pero cuanto antecede y la totalidad de esta obra mía demuestra que mi pensamiento es otro. Hay en la literatura española más temas bíblicos, helénicos y romanos que germánicos, y no por eso los españoles continúan las formas y dimensiones colectivas de vida de aquellos pueblos. La épica como género literario es indoeuropea, y no por eso eran indoeuropeos (como forma y dimensión colectiva de existencia) los griegos y los germanos. "Descender de" biológicamente es distinto de sentirse "existir social e históricamente como".

48    Para las cuestiones lingüísticas, véase R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, 1929, y Amado Alonso, Partición de las lenguas románicas de Occidente", en "Miscelánea Fabra", Buenos Aires, 1943.

49    No sólo eso, sino que las nuevas circunstancias confirieron a los vascos y a su habla un papel activo y constructivo; ellos dieron a los castellanos algunas pronunciaciones vascas, entre otras, la desaparición de la / inicial del latín; por eso los castellanos dicen hacer y no facer. El ímpetu de un pueblo, sin tradición de cultura perceptible, dejó así su huella en una lengua de abolengo romano. Creo que los vascos actuaron en pequeño sobre el castellano, como los francos en enorme escala sobre el galo-romano, el francés de hoy, y los beréberes sobre los musulmanes de al-Andalus. La presencia y la importancia de los combatientes vascos dejaron su impronta en ciertos rasgos fonéticos del castellano, el cual no les tomó nombres de objetos de importancia cultural, porque el vasco no los poesía. El suministrarlos quedaría reservado a los árabes y a los franceses.

50    Para mi limitado propósito, basta con referirme a lo dicho por Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, 1917, vol. II, cap. II.

51    Historia de los heterodoxos, vol. II, pág. 123.

52     Ramón de Abadal, La batalla del adopcionismo, Barcelona, 1949.

53     Ver A. García Bellido, La Península Ibérica, 1953, pág. 100.

54     La Crónica Albeldense, de hacia 880, dice que Alfonso III, "Sarrazenis inferens bellum, exercitus mouit, et Spaniam intrauit sub era 918... Almundar .. .exercitu Spanie LXXX milia, a Corduba progressus, ad Zesaraugustam est profetus..." (edic. M. Gómez Moreno, en "Bol. Acad. de la Historia", 1932, págs. 605-606).

55     Ver Origen, ser y existir de los españoles, Madrid, Taurus, 1959, pág. 3.


 

 

 

Ábside de la  Ermita de Elburgo (ALAVA)

 

 

 

 

 

LA REALIDAD HISTÓRICA DE ESPAÑA.
No había aún españoles en la Hispania romana ni en la visigótica

 

AMÉRICO CASTRO

La realidad histórica de España. Capítulo V
Ed. Porrua, 4ª ed. renovada, Mexico, 1971.  pps.144-173