|
||||||||||
Las historias literarias no pueden reemplazar la lectura de lo historiado en ellas. Esto no se dice en un arrebato de pedantería, sino por mera y pulcra exigencia de los mismos hechos históricos-literarios. La historia se nos presenta en conjuntos o bloques. Si los triturásemos, acabaríamos por olvidar la forma característica que ostentan corno tales. Las obras de Alfonso el Sabio, el Libro de Alejandro, la poesía de Berceo, la varia producción del infante don Juan Manuel y tantas otras manifestaciones preclaras de la literatura española en los siglos XIII y XIV, guardan en su sentido más Íntima relación con el arte románico y gótico o con el pensamiento de Alberto Magno y Santo Tomás, que con los escritos literarios de nuestros días l. En ciertos trabajos parciales comienzan a no ser desdeñados esos difíciles problemas; mas las historias de conjunto, tanto españolas como extranjeras, suelen usar criterios algo simplistas. Libros de esa índole deben recoger lo seguro y consagrado -al menos así suele decirse-; y como el modo de contemplar la historia que aquí proponemos no pasa todavía de un ensayo aventurero la erudición usual se encastilla medrosa en fórmulas que vienen caminando por la letra de molde hace más de cuarenta años. Surge así la paradoja de que a veces la docencia universitaria y muchos de los libros usados en torno a las cátedras puedan ser adversos a la misma ciencia histórica que se pretende cultivar, cuyo interés profundo sólo se renueva mediante la consideración interrogadora de los hechos; es decir, al revisar su sentido en relación con las restantes manifestaciones de la vida en la época que nos interese examinar. Y lo mismo acontece con la lingüística, cuyo enlace con la historia literaria es cada día más obvio. Pronto se acabarán las gramáticas abstractas, forjadas sobre formas escuetas del idioma. Estas se considerarán en enlace con las restantes manifestaciones vitales, a las que deben, no ya su origen, sino su perduración. Positivamente vivimos en una época de examen general de conciencia para los trabajadores llamados intelectuales. Esa revisión es un corolario de la inquietud e insatisfacción que dominan el mundo culto. Al mismo tiempo, el retorno a los mayores momentos del pasado es buen refugio para almas cansadas, en demanda de luz y frescura nuevas. Se trata de un turismo restaurador. El paisaje histórico -como el otro- va revelándose en función de la claridad íntima que proyectamos sobre él. Intentemos, pues, asomamos a la varia y agitada época llamada medieval. Al decir Edad Media se piensa en muchas cosas, cierto; mas quizá flota por cima de las representaciones parciales la idea de la tiniebla humana, de la somnolencia del intelecto, que habrá de sacudir luego el enérgico vibrar del Renacimiento. Según una metáfora antes preferida, esos siglos medios son como un anillo de plomo entre las aúreas cadenas de la Antigüedad y el Tiempo Nuevo. Tal idea comenzó a ser revisada largo tiempo ha. Es manifiesto que si solicitamos de la Edad Media nociones fecundas e iluminantes para la ciencia actual, la cosecha habrá de ser muy parca. La física y la química, la ciencia natural, nos semejan hoy pueriles: la Tierra, centro del Universo; los cuatro elementos de Empédocles (tierra, agua, aire y fuego); cuatro humores (sangre, cólera, flema y melancolía); y como máxima meta la piedra filosofal que trastornó a tanto alquimista. Durante mil años, la mente humana giró en torno a palabras y fórmulas mágicas. Con eso, sin embargo, no agotamos los contenidos medievales, ni llegamos a percibir la íntima estructura de ese bloque de nuestra civilización 2. Lo pueril de las doctrinas científicas contrasta con la genialidad intelectual de teólogos y políticos; el reposo contemplativo se da en unos siglos de violenta dinamicidad, de luchas audaces, de exuberancia aventurera (hazaña individual y cruzada colectiva). De ahí que las dos manifestaciones de mayor alcance que nos ofrece la producción escrita sean las obras de docto pensar y la poesía narrativa. En la Divina Comedia se sublimarán ambas direcciones. La vida pública descansaba en el internacionalismo y el corporativismo, y a la vez en la condición de la persona; el señor sabía que debía obrar como defensor y benefactor de sus vasallos. La concesión territorial hecha por el rey se denominaba «la hono.r:>; el magnate poseía «la honor de la tierra». Esa relación entre. honor y propiedad, hoy liquidada, fue algo vivo y senudo; el señor cumplía obligaciones tanto respecto de las gentes que dependían de él como para con el rey. El honor medieval no es sólo (como dije hace años en la Revista de Filología, 1916) una dignidad abstracta, en cierto modo superpuesta, que sobre el caballero proyectaba la munificencia regia, según se desprende de Santo Tomas y de las Partidas de Alfonso el Sabio, sino, además, una continua actividad honorable en la persona que habla recibido la dignidad honrosa. Nobleza obligada, y no retóricamente. Para quienes aludían a ese tema, ello era tan evidente, que no sentían necesidad de reducirlo a formulas. El orden medieval llevaba implícito tanto la realidad social e ideológica de aquel orden, como la exigencia de ejemplares decisiones en el individuo, ya que dicho orden no se fundaba en medirlo todo por el mismo rasero, sino en una complicada organización del altibajo. Dice, en efecto, el infante don Juan Manuel (1282-1348): «La primera cosa que ame puede fazer es conoscer su estado e mantenerlo como debe; e el mayor yerro que ame puede fazer, es en no conoscer nin guardar su estado» 3. En el delicioso Novellino del siglo XIII (Le cento novelle antiche) se advierte «che tutte le chose non sono licite a ogni persona». y esto con ocasión de haber soñado un filósofo, ocupado en vulgarizar la ciencia, que las diosas del saber «a guisa di belle donne, stavano al bordello». Interrogadas con gran extrañeza por el filósofo, tan altas damas le respondieron que ya sabía él quién las había rebajado hasta el lenocinio (novella 78). El sabio y el ignorante tenían, pues, demarcadas sus muy estrictas áreas. De ahí proviene que no sea cómodo el término «colectivismo» al hablar de la Edad Media, sólo existente como colectivismo ideal, es decir, de los ideales. La impresión de quietismo intelectual, que a cierta luz pueden dar los siglos que van de la caída de Roma a la época humanística (v a xv), y que se refleja en los monumentos escritos más característicos, es indisoluble de la concepción metafísica que los anima. Se introduce, por eso, bastante desorden en la historia literaria cuando se separan en absoluto las obras latinas de las en lengua vulgar; y los tratados doctos de los meramente artísticos. Un medievalista tan distinguido como Faral escribe a propósito de esos libros didácticos, en la Littérature Française dirigida por Bédier y Hazard: «Basta mencionar estas obras. Un crítico que exponga el movimiento literario durante una época reciente, el siglo XIX por ejemplo, no se cree obligado a examinar largamente los libros de vulgarización científica publicados en este período, manuales escolares, diccionarios de artes y oficios y otras obras análogas. Los libros similares de la Edad Media, muy valiosos, sin duda, en cuanto informan sobre los progresos de la cultura en el mundo de los laicos, apenas interesan sino en ese respecto a la historia de las letras». Me parece que esto es erróneo. Bastaría ese parangón entre la Edad Media y el siglo XIX para que desecháramos el argumento; que la realidad no es ésa, se desprende también del escrúpulo sentido por el historiador, que no le habría asaltado tratando de la historia literaria del siglo último 4. Cuando pedimos que no se pierda nunca de vista el común fundamento que sostiene a esas obras en apariencia tan dispares, pensamos al mismo tiempo que el método de analizadas no debe ser el mismo, correspondiendo a su distinto carácter. El intento de algunos 5 de borrar los linderos entre la poesía culta y la popular o épica no logró asentimiento, si bien inicialmente respondía a una sospecha fina y sagaz. El reposo medieval a que antes he aludido (de la Edad Media brota la mística) descansa en la visión del mundo como una perfecta armonía, dispuesta por Dios; como un plan estricto, sin el menor resquicio, donde todo y todos ocupan el lugar debido. Tal concepto de la vida se muestra en la filosofía, en la estructura social, en la forma de entender la historia y el saber. Santo Tomás buscará en el alma la huella de ese orden universal y de sus causas 6. Esta fe en la buena validez de todas las nociones impulsó, tanto al escritor docto como al artista, a descubrir el principio supremo y exterior que rige la existencia de cada cosa, más bien que a averiguar la realidad de cada una de ellas. La épica convertirá a sus héroes en mitos intemporales (pese a la historicidad de los temas), y les hará seguir directrices marcadas por valores preestablecidos. Todo vendrá a caer en rito y esquema. El bélico caminar de Mío Cid por Castilla la gentil se fundaba sobre normas tan férreas como su armadura. Orden descrito y contemplado, u orden dramatizado, todo era en el fondo norma y principio. Tiene profundo alcance que Eduardo de Hinojosa pudiera estudiar «el derecho en el Poema del Cid». Aunque hoy pensaríamos más bien, no que haya «derecho» en el Cantar, sino que éste es esencialmente derecho. Con frase exacta dice Menéndez Pidal del autor del Poema: «Fiel a una grave concepción de la vida, acierta a poetizar hondamente en su héroe el decoro absoluto, la mesura constante, el respeto a aquellas instituciones sociales y políticas que pudieran coartar la energía heroica». Al proceder así, el juglar se dejó impregnar de los principios ideales de su tiempo, en la misma forma que al versificar las hazañas de su héroe se incluye en la atmósfera internacional 7 de la expresión épica. Lo que nada obsta para la originalidad que como valor peculiar ostenta ese cantar ponderado y bellísimo. Las instituciones jurídicas no son en esa obra elementos que, por decir así, pudieran desglosarse, sino que están trabados con su misma razón de ser. Hay un momento culminante en el cual se hace patente la idea central de Mío Cid. Cuando Rodriga es informado de la afrenta de Corpes, un lector moderno esperaría alguna explosión de cólera: un padre cuyas hijas fueron abandonadas por sus maridos en un bosque, desnudas y amarradas, parece que tenía que dar suelta a su pasión. El Cid quiere vengarse, sin duda alguna:
¿Mas cómo? Aquellas bodas fueron arregladas por el rey Alfonso, y a éste correspondía la ofensa y la deshonra, no al Cid. Toda la rabia q~e brama en su alma habrá de verter se por cauces jurídicos:
La venganza, conocida institución medieval, llega aquí al orden más sublimado. Recordemos que en los fueros municipales, donde la venganza privada es algo perfectamente admitido, los parientes del muerto matan al homicida de su pariente según normas estrictas y meticulosas. El juglar del Cid no pensaba presentarnos a su admirado héroe como un santo que reprime sus pasiones, y las trueca en virtudes, sino como un sostén de aquéllos máximos ideales que andaban entretejidos con la vida de cada día. El Cid gana la partida, señero y espléndido, aunque procediendo según las normas rigurosas del gran juego medieval. Que tal espíritu no es exclusivo del Mío Cid ni de la épica, se descubre comparando con lo anterior otras obras de muy distinto carácter; por ejemplo, las de Berceo, donde a cada paso ocurren manifestaciones de esa íntima estructura en que se halla articulada la Edad Media. El buen maestro Gonzalvo otea la vida internacional desde su apacible monasterio de San Millán. A poco más, sus versos cuaternarios, acompasados a la francesa, se habrían convertido en un poema latinado, que tan ardientemente habría él querido trazar en su pergamino. De ese modo hubiera ingresado en aquella área de los muy doctos, rebasadora de fronteras. Por buena dicha no fue bastante letrado «por fer otro latino», y nos dio la delicia de su «román paladino», el que usa el pueblo para hablar al vecino. Los temas sí poseen dimensión cristiano-europea, porque son religiosos, a veces mariales. Las fuentes latinas de sus versos a la Virgen estaban difundidísimas por toda la Europa occidental. Aduzcamos el milagro de la Virgen, titulado «El sacristán impúdico». Aquel «monge beneito» hacía siempre reverencia a la imagen de la Virgen; y tan virtuoso pareció al abad del monasterio, que le fue dada sacristanía. Entretanto,
Al retorno de una de esas noches lúbricas, cae el mal pecador en el vecino río, y se ahoga. Acude gran golpe de diablos a apoderarse de un alma que juzgaban buena presa. Advertidos los ángeles, intentan vanamente socorrerIa. Interviene la Virgen gloriosa, y ante su magno poder retrocede al pronto la hueste maligna. La Virgen recaba por suyo aquel espíritu, que en vida le fue tan afecto, por razones particulares -es decir, favoritismo. Con los socios de Luzbel hay, sin embargo, que proceder con tiento.
La actitud de la Madre Divina viene, pues, a introducir desorden y anarquía. Por alta que sea su autoridad, no deja de estar comprendida en una serie de mallas y ligazones, ninguna de las cuales puede ser rota, sopena de que todo el sistema sea «descuajado», trance horrible para una testa medieval. En nuestro milagro, la Gloriosa, como cualquier simple mortal, ha de acudir en apelación; sólo que su tribunal es Cristo:
Por tanto, ni vencedores ni vencidos, a fin de que no prevalezca el criterio satánico sobre el virginal, mas sobre todo para evitar la arbitrariedad. El asunto se restituye a su estado ante litem, y el alma del sacristán impúdico beneficia de una especie de condena condicional. Otros muchos ejemplos mostrarían igual disposición en los ánimos. Por encima de los distintos géneros literarios se extiende una común atmósfera, alma mater que a todos los alimenta. * * * Hoy no pensamos que haya que salvar ningún orden; somos anárquicos, y prescindimos de las consecuencias que pueda tener el hallazgo de la disonancia y la contradicción; más bien la solicitamos. Sin dificultad declaramos ignorar de dónde viene o adónde va el mundo, y ese desorden se refleja no sólo en los más abstractos problemas del pensar, sino asimismo en las cuestiones concretas. ¿Qué haríamos si nos confiaran la gobernación de nuestro país? Medrosamente retrocedemos ante la pregunta -y estoy seguro que no sólo nosotros experimentamos ese pavor-. Al mismo tiempo sentimos invencible repugnancia por la manera en que hoy estamos gobernados. El hombre juicioso en nuestros días se ve condenado, como en el clásico cuentecillo, a no subir ni a bajar, ni a estarse quedo. De ahí viene que el momento [1929] sea tan fértil en prodigios extrarracionales y religiosos, que aspiran a llenar el hueco creado por las fugas de principios y sistemas. Renace la desacreditada astrología. Niños y curanderos milagrosos dan la salud a millares de gentes, como acontecía en el Evangelio y en tiempo de Tais, cuando el desierto hervía en anacoretas. No parece suficiente atribuir a los dolores de la guerra grande ese retorno religioso, más aparencial que efectivo. Casi todos los escritores que alardean de catolicismo son, «stricto sensu», inconciliables con la dogmática romana. ¿Y no vemos al mismo tiempo revivir el budismo, y tratar de difundirse por el mundo occidental? El Oriente abandona, a su vez, su milenaria e inconmovible estructura, e ingresa en el desorden universal8. Tal situación es exactamente la inversa de la Edad Media, y en ella culminan procesos iniciados en el Renacimiento. Al hablar así no nos sentimos laudatores temporis acti, porque aquellos tiempos no fueron ni mejores ni peores que éstos; todos son estimables para quien tenga que hacer algo con sentido y dotado de dinamicidad constructiva. Pero es evidente que la Edad Media, vista en conjunto, aparece cada vez más henchida de sentido y de dignidad. En las postrimerías del Imperio de Roma, el espíritu augustiniano formulará desde La Ciudad de Dios el programa del nuevo imperio católico sobre las almas. La doctrina neoplatónica, armonizada con el concepto cristiano de la creación, presenta el mundo en un orden estable y constante, base de la belleza y del sentido del Universo. En el dominio práctico, el Estado garantizará el enlace entre la civitas terrena y la civitas Dei. Amor e intelección: virtus est ordo amoris; pero también violencia: cogite intrare, o sea obligad a ingresar dentro de la fe a quien se resista. Durante un milenio la fe será a la vez substratum y ambiente para el occidente europeo. La organización de aquella Europa descansaba sobre esa manera de imperio honorario atribuido a los pontífices virtualmente herederos de los Césares. La pugna entre los pontífices y los emperadores germánicos se explica por aspirar unos y otros a la herencia de Roma, a su universalismo político. Carlomagno fue cantado por los poetas como un César Augusto; la fundación de Aquisgrán se parangonaba con la de Cartago, conforme a la descripción de la Eneida. Esa porfía cesáreo-pontificia tuvo sus alternativas, aunque a la larga las nuevas realidades políticas fueron lentamente socavando la jefatura papal, que intentó pasar muy a menudo del dominio honorario a la efectiva jerarquía. El saco de Roma por Carlos V 9, en 1527, es un buen símbolo de cómo el Renacimiento dice a la Edad Media que ya duró bastante su reinado. Eco lejano de la doble aspiración universalista en la Edad Media serán las polémicas entre los reyes españoles y el papado con motivo de las llamadas regalías de la Corona. El último y tardío episodio de aquella altercación será la entrada en la llamada Ciudad Eterna de Víctor Manuel, en 1870. Y ahora sí que la dignidad pontificia se volvió sólo cándida y transparente dignidad, matizada alguna vez por un bello acto litúrgico, evocador de pretéritas lejanías. La excomunión de L'Action Française es un hecho de esa índole. Las más antiguas diócesis episcopales correspondían a los distritos o conventos jurídicos. El obispo equivalía entonces al pretor. Hubo en el mundo cristianizado cierta comunidad jurídica, a despecho de las particularidades marcadísimas que el derecho germánico inoculó en las nuevas agrupaciones nacionales. La lengua general para la cultura era el latín; y en conexión con ello, una ciencia uniforme y un arte de líneas semejantes. Lo románico y lo gótico se extienden a su hora por gran parte de Europa; los géneros y los temas literarios se cultivan con homogeneidad que no sorprende, dadas las anteriores condiciones. Los viajes son frecuentísimos. El lujo y las modas eran en cierto modo tan internacionales como hoy. Las telas inglesas y flamencas corrían por España, Italia, Portugal y Alemania. Las peregrinaciones mayores habían habituado al largo caminar; Santiago de Galicia, Roma y Jerusalén eran metas supremas que alcanzaban cuantos no carecían de los medios indispensables: «camino de Santiago, tanto anda el cojo como el sano». El príncipe don Duarte de Inglaterra vendrá a Burgos a que el rey Alfonso X lo arme caballero. Hay documentos fechados «en el año que don Adoarte, fijo primero del rey Enrique de Inglaterra, recibió caballería en Burgos del rey don Alfonso, que fue en la era de 1293 años» (año 1255). En algunos momentos diríase que la cristiandad carecía de fronteras. Se aspiraba a que todo lo existente estuviera abarcado en esa ordenación trascendental 10. Al leer determinada clase de escritos es perceptible tan supremo anhelo. Para tan mágico peregrinar preparó la cristología. Dice el Infante don Juan Manuel en el Libro Infinido, compuesto para dar a su hijo recta educación, que «una de las principales razones porque el mundo fue criado fue para que hobiese almas que fuesen a paraíso, e loasen a Dios con su libre albedrío». La razón parece hoy tan extraña, que nadie se atrevería a sostenerla fuera de los actos rituales de una religión. Que la parte más vivaz del planeta haya considerado durante siglos esa sentencia como estricta y probada verdad, base de ésta y la otra vida, actualmente parecerá casi increíble. Llevados por ese afán reyes y villanos marchaban a Tierra Santa para arrebatar al infiel el sepulcro de Cristo, en un quimérico turismo. Muy extraño todo ello, sí, ¿mas lo será menos el momento actual, contemplado a mil años de distancia? ¿ofrecerá más razonable sentido el desasosiego vital de nuestros contemporáneos? Mala brega habrán de tener los historiadores futuros para desenredar el hilo de esta época a través de la mole documental de los diarios, las revistas, los libros, la correspondencia privada, el arte y la fotografía. Por muchas catástrofes que sobrevengan, no han de suspirar por materiales los futuros constructores de la imagen del pasado. [Lo acontecido después de 1929 hace sonar a gran ingenuidad lo aquí dicho.] Este mundo del siglo xx también ofrecerá, a despecho de los acentuados nacionalismos, fuerte carácter internacional y cosmopolita. La industria y las comunicaciones nivelan el planeta. Como estímulo supremo, el bienestar, lo confortable, la búsqueda de unos placeres medios que cubran los cinco sentidos. Hace falta dinero, abundantes capitales para sostener los niveles en lo privado y en lo nacional. Fiebre económica, lucha por supremacías comercial e industrial. Flotas de guerra, venenos para suprimir pronto a mucha gente y aclarar las perspectivas internacionales. Sobran habitantes. No hay más que la gente inculta o pazguata que se case para aumentar la población. Los países delanteros disminuyen cada año el coeficiente de natalidad. Al mismo tiempo se va notando falta de brazos laborantes que se trasladen a las regiones menos pobladas, o para destripar la tierra, en demanda de carbón y petróleo, que encienden aún más las codicias que los hornos. La Sociedad de Naciones, caricatura de los poderes espirituales de antaño, se abstiene de lanzar excomuniones contra los países muy armados de artillería y de moneda, que machacan a pueblos pequeños e indefensos. La hostia de gracia en que comulgan todos es la libra o el dólar, que también son redondos. Ungidos con esa fe, todo el que puede peregrina frenético a través del planeta para tener el placer de comprobar que todo él es más o menos la misma cosa. Por doquiera el mismo inglés gangoso, el mismo jazz-band; la misma noticia sacude al mismo tiempo al australiano y al danés, lo que nivela los temas de conversación. Todos los pueblos pretenden ser ellos los más lindos y los mejores, pero en ninguna parte oímos que los extranjeros les hagan justicia. Se debe tal pecado -dicen- a pura ignorancia. Se organizan propagandas y hasta simulaciones. [En 1929 aparecía así el mundo.] Ambientes de barco, de sleeping o de palace, cortados por la misma tijera. Siempre, hasta entre los dry, el mismo hombre con sus tres botellas: «¿Coñac, chartreuse, benedictino?» Iguales toilettes. Preferencia universal por un arte tan inverosímil como aquella sonrisa esmaltada de rouge y rimmel. Automóvil. Amor. A otra cosa. Con esta vida rápida no hay tiempo de nada: «to save time is to lengthen life». Dentro de mil años, los científicos y estudiosos de esta época serán comparados a los quietos y numerosos solitarios de la Tebaida. Con ellos comparten el carecer de prisa y de ochavos. Un deporte como otro cualquiera, después de todo, aunque menos divulgado. * * * Y ahora, de cabeza al siglo XIII. «En esta cibdad de Atenas nació el rey Jupiter, e allí estudió; e aprendió y tanto, que sopo muy bien todo el trivio e todo el cuatrivio, que son las siete artes que llaman liberales por las razones que vos contaremos adelante, e van ordenadas entre sí por sus naturas de esta guisa: la primera es la gramática; la segunda, dialéctica; la tercera., retórica; la cuarta, arismética; la quinta, música; la sesena, geometría; la setena, astronomía». Así nos habla el sabio rey Alfonso X en su General Estoria, acabada de componer hacia 1280. Aquel buen rey Júpiter estudiaba su trivio y su cuatrivio algo después, imaginamos, de la época en que los hombres «lo más que facíen para mantener vida era que se acogíen a criar ganados e a haberlos, e bebíen agua e de la leche de esos ganados; e aun entonces non sabíen la natura de facer el queso». Esta cronología a base de queso es conmovedora. La Edad Media posee una cronología sui géneris. Hay ciertamente crónicas, referentes a hechos próximos, que aluden con exactitud a lo acontecido. Se trata entonces de una experiencia personal para el cronista. Mas cuando la historia versa sobre grandes épocas, que exigen claros conceptos de lo verosímil y posible, entonces domina lo que nosotros llamamos fabuloso y acrónico. Sería, sin embargo, un error atribuir esto a ignorancia o a carencia de intelecto. Todo ello procede de la fe en el buen orden y compostura de este mundo, que sólo turba el pecado de los hombres. Todos los procesos humanos y naturales descansan en la previsión y bondad divinas; ni más ni menos como la física moderna colocó todas las energías naturales en un éter, que por lo visto también ha cesado de estar vigente. El Infante don Juan Manuel (excelente reflejo del pensamiento de sus días) explica en El caballero y el escudero el motivo de existir cada clase de seres y cada categoría social. Las aves, por ejemplo, no obstante ser conocidas a fondo por el Infante, que era un técnico de la cetrería, necesitan ir acompañadas de su justificación, sin la cual el autor no habría estado plenamente seguro de su existencia: «La razón porque nuestro Señor las fizo, digo que es porque sea loado, e porque mostró en ellas tan gran saber e tan gran piedad, para que sea el mundo más honrado e más complido por ellas». Como ese conocimiento de la esencia del mundo se basa en la palabra revelada, es natural que la Biblia fuera ciencia, historia y todo lo demás. Lo maravilloso pierde así su razón de ser. Junto a la Biblia cualquier relato antiguo era históricamente válido, como era válida la realidad de cualquier ser natural. Había un optimismo metafísico, una confianza plena en el valor de cuanto existe, cuya garantía era el orden de la creación. ¿Por qué rechazar la mitología? Don Júpiter ha podido estudiar en Atenas su trivio y su cuatrivio. Y los cantares de gesta -historia y leyenda todo junto- entrarán en la Crónica General de Alfonso el Sabio como fuente perfectamente histórica. Esa actitud ante el mundo llevaba al sistema enciclopédico. Por eso la historia universal es al mismo tiempo balance general de la naturaleza y de la cultura. Así se explican las Siete Partidas (siete partes), panorama metódico de la vida social y jurídica. Con el número siete nada se escapaba de la cuenta 11. En Inglaterra debieron escribirse los Septen Septeni, que exponen las siete clases de saber, las siete virtudes, las siete causas de las artes ocultas, etc. Si todo este mundo se hallaba animado por un orden y una razón trascendentes, a medida que se ampliaran las noticias sobré la realidad se irían percibiendo más claras las líneas de aquella superna arquitectura. Y surgieron así titánicos esfuerzos, increíbles sin el aliento de tan grandiosa concepción. Valga como ejemplo el de Vicente de Beauvais (1264), con el Speculum naturale, historiale, doctrinale, al que otras manos añaden en el siglo XIV un Speculum morale, en el que se vierten la Summa de Santo Tomás y otras muchas fuentes. En el campo de la fantasía, colecciones como la Gesta Romanorum, archivo general de temas cuentísticos, hacen juego con las summae dogmáticas y canónicas. Se recopilan aquí los cánones de la inventiva. España respondió a ese movimiento intereuropeo con la colosal producción de Alfonso X: historia universal, crónica de España, código enciclopédico de las Partidas, Astronomía 12. Continuó la tarea, en otra forma, su sobrino-nieto don Juan Manuel. En general, todas las grandes figuras de la época estaban tocadas de teología y espíritu escolástico, es decir, de buen acuerdo entre el razonar y el creer; reflejaban, en suma, una manera de ver el mundo que definía e ilustraba el sentido de la obra de arte. Por esa causa es improcedente separar en la Edad Media el arte literario de las restantes manifestaciones de la cultura, explicador as de su sentido. Ahora bien; a medida que el hombre fue penetrando en la significación del mundo que le cercaba, y fue sometiendo a crítica lo tradicionalmente creído, la razón humana fue logrando confianza en sí misma, y de pasiva y contemplativa comenzó a hacerse constructiva. Por esa vía fue preparándose una de las mutaciones más grandiosas del espíritu humano. El hombre, de mero contemplador del orden divino que rige la naturaleza, se convirtió en elemento constructivo de ese orden, válido en la medida que su razón ha ido asentándolo sobre bases firmes y objetivamente válidas. La Edad Media se superó, a sí misma, [y de la conciencia de su no saber (la docta ignorantia de Nicolás de Cusa), surgiría la sapientia que, para bien y para mal del hombre, ha hecho posible llegar a la luna, fabricar células, y mil prodigios. Y porque, simultáneamente, también ha hecho posible perpetrar crímenes de inimaginable monstruosidad -el genocidio de Hitler- y sus congéneres, arrasar ciudades con bombas nucleares, esclavizar naciones y reducirlas a la condición de individuos maniatados y amordazados, institucionalizar la pornografía a fin de incrementar los ingresos de una nación que parecía un máximo ejemplo de civilidad y de humana perfección, etc.-. Es, por tanto, muy difícil enfocar el problema de la cultura y del ignorante retraso como lo hacía yo, con gran ingenuidad, al tratar de la llamada Edad Media en 1929. No pretendo espolear los complejos de los inferiores, sino sólo poner un signo interrogativo sobre las tradicionales nociones de progreso y atraso culturales].
|
||||||||||
|
||||||||||
NOTAS
1 [Para mi forma actual de enfocar la Edad Media española véase la introducción a este libro, y téngase presente que esto fue escrito antes de 1929. Hoy concedo más importancia a la singularidad de la obra que a sus circunstancias genéricas de estilo y época.] 2 Lo diferencial -por particularidad o nacionalismo- escapa ahora a mi consideración. Además huelga decir que entiendo por Edad Media la cultura cristiano-occidental. 3 Comp. con esto, SANTO TOMÁS, De rege el regno ,l , 14: «ldem autem oportet esse judicium de. fine totius multiltudinis, et unius. (Conviene que se juzgue del mismo modo el fin de la colectividad y el de cada uno.) 4 Sería bueno trazar la evolución del concepto de Edad Media tal como se refleja en las historias literarias. No estoy en sazón de hacerla yo ahora. Mucho tiempo hemos vivido sobre la idea de Gastón París: «Le Moyen Age est une époque essentiellement poétique. J'entends par la que tout y est spontané, primesautier. imprévu» (La poésie du Moyen Age, 1899, pág. 4). La separación entre los escritos en latín y vulgar limita mucho la inteligencia de esos siglos, según digo arriba; por eso puede decir G. Lanson: «La philosophie et la théologie restent ainsi hors de notre prise; et pendant trois siecles, les plus féconds du moyen âge, l'histoire de la littérature française ne représente que tres insuffisamment le mouvement des idées.» En general, la mayoría de los libros al uso carecen de una concepción clara y metódica acerca de la Edad Media, [y por eso incurrí yo también en el error de no separar la historia española de la europeo-occidental entre los siglos VIII y XV. La confesión de las propias ignorancias puede a veces ser ilustradora]. 5 M. WILMOTTE, Le Français a la tête épique, 1917. 6 P. L. LANDSBERG, La Edad Media y nosotros, 1925. 7 [Creo inexacto dotar de «atmósfera internacional» a la poesía épica. En los reinos cristianos de España sólo la hubo en Castilla; no tuvo héroes ni cantares épicos Italia ni el Languedoc.] 8 [Recordemos, no sin ironía, que esto fue escrito hace cuarenta y tres años.] 9 Otras veces habla sido saqueada la Ciudad Eterna, pero ahora se pensaba constantemente en que el Emperador se apoderara de toda Italia para conseguir «la reformación de la Iglesia» (V. J. F. MONTESINOS, Alfonso de Valdés, en Clásicos Castellanos, t. 89, página 53). 10 Siendo la religión cristiana el fondo de todo esta concepción medieval, es natural que se pretendiera atar con ella todos los cabos humanos que hubieran quedado sueltos. Acabar con el infiel mediante cruzadas, era no sólo una exigencia para el proselitismo religioso, sino necesidad lógica para las mentes. La curiosa leyenda del Preste Juan de las Indias, puesta en circulación en el siglo XII, estuvo alimentada por un anhelo de catolicidad. Se deseaba que la lejana Asia estuviera incluida en el sistema occidental. En 1177 el papa Alejandro III lanzó una bula «a su carísimo hijo Juan, ilustre y magnífico rey de las Indias». Aunque Juan no respondió a ese cordial llamamiento, su existencia fue artículo de fe durante siglos. (V. CH.-V. LANGLOIS, La connaissance de la nature el du monde, 1927.) 11 El cómputo y la medida satisfacían soberanamente. El medieval se complacía, por ejemplo, en la versificación mesurada, de buen compás, la blandía como una enseña profesional, y desdeñaba como plebeya la otra, la juglaresca:
Hacia la época en que el Libro de Alexandre se componía, Brunetto Latini (1230·1294), el célebre maestro de Dante, escribía en Li livres dou Tresor: «Li sentiers de rime est plus estroiz et plus fors (que el de la prosa), si comme cil qui est clos et fermez de murs et de paliz, c'est a dire de poinz et de numbre et de mesure certaine de quoi on ne puet ne ne doit trespasser; car qui bien voudra rimer, il li convient conter totes les sillabes de ses diz (con los dedos), en tel manière que li ver s soient acordables en nombre, et que li uns n' ait plus que li autres.» (Lib. lII, parte I, cap. 10.) 12 [No me daba cuenta en 1929 de que el hecho de estar esas obras escritas en castellano, junto con la carencia de obras didácticas en latín, aislaba a España de la Europa occidental.]
|
||||||||||
|
||||||||||